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La estatua de Alejandro II, en la emblemática plaza del Senado, había sido testigo principal de muchos acontecimientos turbulentos de la historia de Finlandia. A lo largo de los años aquel zar de bronce había visto desfilar las jaurías de cosacos de la época de la opresión rusa, la parada triunfal de la sanguinaria Guardia Blanca tras la guerra civil, la marcha de los campesinos del Movimiento de Lapua, las multitudinarias manifestaciones de los rojos tras las guerras y las heladas fiestas de Nochevieja organizadas por el municipio. Había asistido al siniestro traslado de los presos a la fortaleza de Suomenlinna y, más recientemente, a los retozos de la celebración del Primero de Mayo, pero nunca se había visto rodeada de suicidas en potencia.

La estatua de Alejandro II pensó que, en sus tiempos, eran los cosacos del zar quienes se ocupaban de masacrar al populacho cuando éste se quejaba de sus males o desobedecía. Hoy en día se mataba él mismo, qué cosas…

Alrededor de la pensativa estatua se congregaba un grupo de unos veinte desgraciados, en el que ya se había producido una baja definitiva. La desmejorada y resacosa tropa le exigió a Kemppainen que tomase medidas urgentes para salir de la peliaguda situación.

—Debemos abandonar inmediatamente la ciudad —decidió el coronel. Dio orden al director Rellonen de que alquilase un autobús y se ocupase de que estuviese disponible en una hora. Cuando Rellonen se fue a cumplir su misión, el coronel y la jefa de estudios Puusaari dirigieron a la desgraciada tropa a través de la plaza del Mercado hacia el restaurante Kappeli del paseo de Esplanadi, para que desayunasen.

—Procuren comer bien, a ver si así reviven un poco —aconsejó Helena Puusaari al mortecino grupo.

Seppo Sorjonen se sumó a ellos. Cuando el coronel le preguntó qué hacía un camarero de sonrisa forzada en su grupo, éste declaró que sólo quería ayudar. Le contó que había vivido un par de años con una psicóloga, y que en ese tiempo había adquirido grandes conocimientos sobre las profundidades abismales de la mente humana. Sorjonen estaba seguro de que podría dar consuelo a los desgraciados guerreros del coronel.

La jefa de estudios opinó que no vendría mal un rayo de luz en tan tenebroso grupo. Por su parte, Sorjonen podía acompañarles, siempre que no causase problemas. Al coronel no le quedó más remedio que resignarse.

En menos de una hora Rellonen se presentó para informar de que el autobús les esperaba en la plaza. Ya podían marcharse. Los que tenían habitación reservada en algún hotel se fueron a pagar la cuenta y recoger el equipaje. Los que vivían en Helsinki fueron a sus casas a buscar lo necesario para el viaje. En el grupo había dos personas que, según sus propias palabras, no poseían nada que valiese la pena recuperar. Una de ellas era Seppo Sorjonen.

Al llegar a Tikkurila, hicieron una parada frente a la piscina municipal. El coronel anunció que aquéllos que lo desearan podían darse una zambullida o ir a la sauna; el autobús esperaría tres cuartos de hora. Todos los participantes en la excursión nocturna para inhalar monóxido de carbono aprovecharon de buena gana la oportunidad de refrescarse. La directiva se quedó en el autobús. El coronel soltó con voz fatigada:

—De verdad, vaya tropa la que me ha tocado… Lástima no haberme ahorcado en San Juan.

El director Rellonen, sin embargo, veía los aspectos positivos de la situación:

—No te preocupes, Hermanni. Son buena gente y sólo lo estaban intentando, lo mismo que nosotros hace poco.

Tampoco atinamos la primera vez. Y ahora tenemos dinero, más de ciento veinte mil marcos, así que no te apures, ya nos las apañaremos.

La jefa de estudios quiso saber adónde se dirigían, y lo mismo había preguntado ya el conductor del autobús en un par de ocasiones. El coronel dijo que primero irían por la nacional 5 hacia el norte. Por el momento no tenía instrucciones más precisas que darle al conductor.

Los aspirantes a suicida volvieron de la piscina. Olían bien; se habían refrescado y estaban como nuevos. Alguno incluso se atrevió a bromear, hasta que le recordaron los hechos de la noche pasada. Se pusieron otra vez en marcha.

Durante las dos o tres horas siguientes viajaron a la buena de Dios, hacia el norte. Pasaron de largo Järvenpää, Kerava, Hyvinkää y Riihimäki. En Hämeenlinna se tomaron un descanso.

El coronel se fue a fumar un cigarrillo detrás del autobús y el conductor se le acercó para preguntarle de nuevo por el destino de la expedición. Kemppainen le gruñó y le dijo que eso no lo sabía ni él, pero que lo importante no era el destino final, sino moverse. El conductor tuvo que contentarse con aquella respuesta.

El viaje a ninguna parte continuó desde Hämeenlinna rumbo al norte. La jefa de estudios dijo que quería pasar por su casa, ya que iban en dirección a Toijala. No les costaría tanto tiempo, ¿no? Tenía algunos efectos personales que quería llevar consigo.

Ya en Toijala, dejaron a Helena Puusaari ante la puerta de su casa y mientras ella recogía sus cosas, el coronel se llevó al resto de la compañía a comer a una taberna local. De menú había carne en salsa de eneldo y costillas de cerdo, pero como eran más de veinte, la carne en salsa no fue suficiente para todos. Bueno, pues nada, comieron cerdo. Casi todos bebieron agua o leche agria y el coronel pidió una cerveza. A la jefa de estudios le encargaron la comida y se la llevaron al autobús.

Y de nuevo en marcha. Ésta vez fueron hacia el sudoeste, rumbo a Urjala. A algunos viajeros no les hizo gracia el cambio, pero el coronel dijo que ya se había hartado de ir todo el día en la misma dirección. Y además Urjala era un lugar como cualquier otro. Alguien propuso que fuesen de un tirón hasta el extremo septentrional de Noruega, hasta el Cabo Norte. Con aquel verano tan hermoso sería muy agradable divertirse y hacer un poco de turismo. De eso justamente se había hablado, además. ¡Ésa era la ocasión para empezar a pasárselo bien! Ya habían llorado suficiente por sus desgracias y su miserable destino.

El criador de renos Uula Lismanki apoyó con entusiasmo la idea de hacer una incursión en el rincón más septentrional de Europa. Alabó los paisajes del Cabo Norte, que había visitado en el verano de 1972 con una delegación del Consejo Sami del Casquete Polar. También participó el gobernador de la provincia sueca de Norrbotten Ragnar Lassinantti: un hombre agradable, para ser un pez gordo, y encima extranjero. Por la noche, en el hotel, Lassinantti había desafiado a Uula a una pelea de lucha libre y ambos habían rodado jadeantes por la moqueta del hall durante dos horas. Ganó Lassinantti.

Uula recalcó que, por lo que sabía, el cabo era uno de los más famosos y elogiados del mundo, tan conocido como el de Hornos, en la punta más meridional del continente americano.

Se pusieron a discutir seriamente sobre el Cabo Norte, y la propuesta recibió un amplio apoyo, sobre todo después de que a alguien se le ocurriese que cuando llegasen allí, podían tirarse de cabeza al mar en el autobús. Si lo que Uula Lismanki les había contado era cierto, sería muy fácil acabar con sus días, pues la costa estaba llena de acantilados y la carretera discurría justo al borde de los mismos. ¡El autobús podría acelerar al máximo y llevarse por delante la barrera de seguridad para lanzarse al vacío!

Uula Lismanki dijo que él no pensaba acompañarles en el salto final. En realidad, nunca había pensado en suicidarse, y estaba allí un poco por casualidad.

Todos se extrañaron de que, en esas condiciones, Uula se hubiese unido al grupo, ¿acaso no le deprimía viajar en compañía de gente tan taciturna? ¿Y por qué se le había ocurrido participar en un seminario de suicidiología, no siendo partidario de la idea? Las ganas de vivir de Uula causaron cierto malestar entre los viajeros. Asimismo, tampoco veían con buenos ojos la actitud positiva de Seppo Sorjonen ante la vida, que les parecía superficial.

Uula Lismanki explicó que era un vecino suyo quien había contestado al anuncio en su nombre. Se trataba de un tal Ovla Aahtungi, un viejo contrabandista y ladrón de renos, famoso en la zona por su sentido del humor, de dudoso gusto, todo había que decirlo.

Tal vez Ovla había querido vengarse de Uula por una broma por el estilo que éste le había gastado años atrás. A Uula le había parecido gracioso inscribir a la abuela de Aahtungi en el concurso internórdico de Miss Sami que iba a tener lugar en Trondheim, Noruega. La abuela ya tenía hechos todos los preparativos del viaje, pero por desgracia contrajo el moquillo justo por esos días, y tuvo que renunciar a participar en el concurso, al menos por esa vez.

Cuando le llegó la invitación del coronel para asistir al seminario, Uula pensó que, después de todo, no había motivo para no ir. Su último viaje a Helsinki se remontaba a 1959. Ya habían pasado tres décadas, y hacía años que Uula buscaba una excusa adecuada para viajar a la capital.

Por fin la tenía. Cogió un poco de dinero, unos cientos de miles, y tomó un avión rumbo a Helsinki en Ivalo.

—Cuando empecé a oír vuestras historias en Los Cantores, me dije: «Joder, vaya pandilla de tarados más cachonda, me quedo para ver en qué para esto». Y vaya si ha habido de todo, la verdad… Vamos, que no me arrepiento.

En cuanto a su propia muerte, sin embargo, Uula quería decidir por sí mismo. Por supuesto que la idea del suicidio colectivo merecía una seria reflexión, Después de todo, matarse tal vez no estuviera tan mal: el mundo no era un lugar especialmente maravilloso.

El criador de renos se puso a recordar los paisajes del Cabo Norte. Según él, se prestaban de maravilla para un suicidio. Les aseguró que si lanzaban el autobús a cien por hora desde el borde del acantilado hasta las olas del Ártico, el vehículo volaría por lo menos medio kilómetro antes de estrellarse contra las rocas de lo alto que estaba. No garantizó posibilidad alguna de sobrevivir a los que estuviesen a bordo, información que fue considerada muy prometedora.

En Urjala, el conductor paró a repostar y echó doscientos litros de gasoil. Fue a la cafetería de la gasolinera, llamó al parecer a alguien, se tomó un café y pagó el combustible. De vuelta en el autobús, tomó el micrófono y les soltó de golpe que, por lo menos él, no pensaba llevar a semejante tropa hasta el norte de Noruega.

—Son ustedes unos irresponsables, así que he decidido volver a Helsinki. Ya he dado parte del asunto a la empresa y el jefe me ha dado orden de regresar inmediatamente. En este país, nadie está obligado a llevar locos de un lado a otro.

El tipo se mantuvo en sus trece, a pesar de las órdenes insistentes del coronel. No avanzaría ni un metro más en dirección al norte, así que todas sus esperanzas de tirarse al mar habían resultado vanas. Después de todo, tenía una familia y una casa a medio construir. Sin ir más lejos, al día siguiente iba a empezar a echar los cimientos. Quedaba descartada una excursión al Cabo Norte.

En aquella situación sólo podían negociar un destino más aceptable. Decidieron poner rumbo hacia el este, al lago Humalajärvi. Con gran trabajo lograron convencer al conductor de que los llevase a la casa de Rellonen. Antes de aceptar, el hombre exigió que le explicasen con exactitud cuál era la altura de la costa respecto al lago y a qué distancia de ésta discurría la carretera: el autobús costaba un buen pico y estaba bajo su responsabilidad.