Sesenta participantes en el seminario, la décima parte de los que habían contestado al anuncio, declararon finalmente su intención firme de matarse y de hacerlo además en grupo. El trío de organizadores estaba horrorizado. La jefa de estudios intentó apaciguar las ansias suicidas del núcleo más radical del grupo, pero su llamamiento no hizo efecto. Al coronel Kemppainen no le quedó más remedio que disolver aquella reunión que tan fatal rumbo había tomado.
El público no obedecía. Exigían medidas de actuación. La opinión general de los presentes era que ya no debían separarse, sino permanecer juntos como una tropa, pasara lo que pasara. Y todos sabían lo que estaba por pasar.
El coronel no cedió. Les informó de que más adelante se pondrían en contacto con ellos, pero eso no los apaciguó. Le exigían la promesa de que se reunirían a la mañana siguiente. Cogido por sorpresa, Kemppainen les dijo que el domingo a las once de la mañana estaría en la plaza del Senado, junto a la estatua de Alejandro II. Allí podrían discutir con calma, y sobre todo con la cabeza más despejada sobre su destino común.
Por orden del coronel se clausuró el acto. Salieron del restaurante y éste cerró sus puertas. El gran seminario de suicidiología, el único en su categoría en toda la historia de Finlandia, había por fin concluido. Eran en ese momento las 19.20 h.
El fatigado trío se retiró al Hotel Presidentti a reflexionar sobre los sucesos del día, y el coronel y la jefa de estudios decidieron quedarse allí a pasar la noche. Llevaban con ellos el dinero de la colecta.
Antes de irse a dormir pasaron por el bar de la discoteca del hotel para comerse unos sándwiches y tomarse un par de copas. A Puusaari la sacaban a bailar constantemente, y no era de extrañar: a la luz resplandeciente de los focos de la discoteca y con aquel traje rojo, estaba realmente seductora. Al coronel aquello no le hizo mucha gracia, así que se retiró a su habitación.
Rellonen se tomó la última copa y se fue a su casa en un taxi. Su esposa ya estaba durmiendo y gimió en sueños cuando él se acurrucó en el lado de la cama conyugal que le correspondía por derecho. Contempló con lástima a su mujer. Ahí estaba, roncando, pobrecilla, aquélla a quien él había amado incluso apasionadamente y que, sin duda, también había estado encariñada con él, al menos al principio. Ahora ya no quedaba huella alguna de aquel amor, ni de ningún otro sentimiento. Cuando la quiebra entra por la puerta, el amor sale por la ventana. Y si son cuatro las quiebras, ya no queda nada para arrojar por la ventana.
Rellonen olisqueó, intentando reconocer el olor de su mujer. Pues sí…, olía a vieja amargada, harta de todo. La clase de olor que no se quita sólo con lavarse.
El director se acurrucó en su edredón y deseó con todas sus fuerzas que aquélla fuese la última noche de su vida —o al menos la última de su matrimonio— en que tuviese que dormir en aquella cama. Murmuró: «Señor, concédeme el reposo, ten compasión y líbrame de todo mal…».
Mientras tanto, en la discoteca del Hotel Presidentti, uno de los más entusiastas compañeros de baile de Helena Puusaari le reveló que durante el día había estado haciendo de camarero en Los Cantores.
—Hay que ver qué hartón de trabajar, oiga. Se ha hecho una caja varias veces superior a la de un funeral de primera.
El camarero miraba ardientemente a la pelirroja y seductora jefa de estudios y le confesó que, durante el seminario habían sido varias las ocasiones en que se le había pasado por la cabeza la idea de suicidarse. Le juró que ya hacía años que lo pensaba. ¿Había alguna posibilidad de unirse al grupo? El hombre se presentó, diciendo que se llamaba Seppo Sorjonen. Dijo que de buena gana se suicidaría, si pudiese hacerlo con ella. A solas, claro. ¿Y si se iban a algún lugar tranquilo para hablarlo? Parecía que el coronel y el director Rellonen ya se habían marchado…
La jefa de estudios advirtió a Sorjonen que no debía hablar tan abiertamente sobre el seminario de suicidiología. Le recordó que se trataba de una reunión de carácter secreto y dijo que un club nocturno no era el lugar apropiado para hablar de ello. Y, además, cómo era posible que él llevase ya semejante tranca, si la reunión acababa prácticamente de terminar.
Sorjonen reconoció que había estado apurando las copas de los clientes cada vez que pasaba por la cocina. Y como no había comido, tal vez diese la impresión de que estaba algo piripi, pero para nada. Le explicó que él era abierto por naturaleza, lo que hacía pensar a los extraños que estaba más borracho de lo que en realidad estaba.
Y con el fin de probar su sinceridad, Sorjonen le hizo el relato de su vida: era natural de Carelia del Norte, se había sacado el bachillerato superior y había estado comprometido dos veces, pero ninguna casado, por el momento. Dijo haber estudiado por espacio de un año en la universidad alguna que otra asignatura de letras y haberse dado cuenta de que la escuela de la vida era mucho más interesante. Había escrito para el diario Nueva Finlandia y alguna que otra publicación más, cambiado de profesión en sucesivas ocasiones, según lo exigían las circunstancias, y en la actualidad trabajaba momentáneamente como camarero por horas en Los Cantores.
En un rapto de sinceridad, le confesó a la jefa de estudios que jamás había pensado en suicidarse; sólo lo había dicho para entablar conversación con ella.
La jefa de estudios Puusaari le hizo ver al camarero que, aunque sólo llevaban hablando unos minutos, ya había admitido haber mentido. Le rogó que la dejase en paz y que volviese a su mesa. El suicidio era un asunto demasiado grave como para andar tomándoselo a chirigota.
Seppo Sorjonen, lejos de desistir, prometió apoyarla con toda su alma porque sabía que alimentaba pensamientos suicidas, como se deducía del debate de Los Cantores.
Añadió que se le daba muy bien escuchar, que ella podía abrirle su corazón…, que podían continuar la velada en otro lado… y dale que dale…
Helena Puusaari le dijo que si tanto deseaba ayudar a los suicidas, no tenía más que presentarse en la plaza del Senado a las once de la mañana. Allí se reuniría gente sin duda más necesitada de su consuelo que ella. Luego se quitó de encima como pudo a su admirador y se fue a dormir.
Tras desayunar en el hotel, la jefa de estudios y el coronel Kemppainen salieron a pasear por las calles de Helsinki, desiertas en aquel mes de julio. De nuevo el día lucía hermoso, sin nubes en el cielo y el aire en calma. El coronel le ofreció su brazo. Atravesaron la estación en dirección al barrio de Kruunuhaka y de allí, bordeando el mar, fueron a Katajanokka, desde donde un poco antes de las once se dirigieron a la plaza del Senado. El director Rellonen ya estaba allí, al igual que unos cuantos conocidos del día anterior.
A las once en punto ya se habían congregado más de veinte personas a los pies de la estatua de Alejandro II. Había mujeres y hombres, jóvenes y viejos, pero ni rastro del entusiasmo del día anterior. Los rostros de los candidatos a suicida estaban abotargados y su expresión denotaba cansancio. Algunos tenían un tono grisáceo oscuro, como si hubiesen pasado la noche destilando brea o jugando a los bomberos. Flotaba un sentimiento de angustia en el aire.
—Bueno, cómo va eso. Bonita mañana de domingo, ¿eh? —dijo alegremente el coronel, intentando entablar conversación.
—No hemos dormido nada —se lamentó un tipo de unos cincuenta años, natural de Pori, que en el seminario se había presentado como Hannes Jokinen, pintor de brocha gorda. Jokinen soportaba la carga emocional que suponían un hijo hidrocefálico y una esposa loca, además de tener la cabeza medio ida por efecto de los disolventes. Un caso penoso, al igual que el resto de los presentes.
Los resacosos suicidas se pusieron a contar frenéticamente todo lo que les había sucedido la noche pasada.
Después de que en Los Cantores dejaran de servirles copas y los echaran, unos cuantos se dedicaron a vagar por las calles, hasta terminar en el cementerio de Hietaniemi. Alguien propuso que se suicidaran enseguida y se pusieron a pensar en cómo quitarse la vida en grupo. Tambaleantes, se pasearon por el cementerio, pero hete aquí que se toparon con cinco o seis cabezas rapadas, que correteaban vociferando entre las tumbas, derribando las lápidas a patada limpia. Los suicidas no estaban dispuestos a tolerar tan indecente blasfemia, así que se arrojaron presa de la cólera sobre los profanadores. Se armó una tremenda refriega a tortazo limpio en la que los calvorotas fueron rápidamente vencidos, ya que a los aspirantes a suicida les poseía un ardor guerrero digno de kamikazes. Los cabezas rapadas pusieron pies en polvorosa, pero los vencedores también se vieron obligados a salir por patas del cementerio ya que, alarmados por el escándalo de la pelea, irrumpieron en el mismo unos cuantos vigilantes, con perros y todo.
El grupo se había dispersado, pero veinte de los más tenaces habían continuado su camino bordeando la costa hacia el norte. Dominados por los más oscuros pensamientos, peregrinaron por la Calle de Pacius hasta el hospital de Meilahti, y desde allí fueron a la isla de Seurasaari. A la orilla del mar, sobre los restos de una de las hogueras de San Juan, encendieron una lúgubre fogata. Contemplaron las llamas y cantaron canciones llenas de melancolía. Para entonces ya era medianoche.
Continuaron su viaje desde la isla de Seurasaari y fueron por el bulevar Ramsay hasta llegar a la isla de Kuusisaari. Alguien sugirió que fueran a Dipoli, en Otaniemi, donde había una discoteca que cerraba muy tarde. Allí podrían tomarse unas copas para aclararse las ideas. A otro se le había ocurrido de repente que de Dipoli sólo había un pequeño trecho hasta la bahía de Keilahti, donde podrían tomar las oficinas centrales de la compañía petrolífera Neste, subir en el ascensor hasta el último piso y tirarse al mar desde el tejado de la torre. En ese momento se hallaba al mando del grupo un joven de Kotka, el mismo, justamente, que había presentado el plan de los globos aerostáticos.
Durante la noche el grupo había demostrado dejarse llevar por la misma inquebrantable determinación que los estalinistas finlandeses de los años sesenta al asumir la tarea de ponerle las pilas a la revolución mundial. Si bien era cierto que los suicidas no cantaban himnos proletarios, y carecían incluso de bandera propia, su acción estaba igualmente abocada al fracaso.
Tal vez el plan de tomar la torre de Neste se hubiese llegado a consumar si de camino a la isla no se hubieran topado con una oportunidad aún mejor. Al llegar a la altura del número treinta y tres del camino de Kuusisaari, se dieron cuenta de que alguien se había dejado entornada la puerta del garaje en una de las lujosas viviendas. Se asomaron al interior y vieron que se trataba de un local bastante espacioso. En él había un jaguar descapotable de color blanco. El hallazgo les pareció providencial, un medio de acabar con sus días fácilmente: si conseguían poner en marcha el lujoso vehículo, el monóxido de carbono liberado por su potente motor sería suficiente para matar a todos los que estuviesen en el garaje.
La decisión fue inmediata y unánime. Todo el grupo, más de veinte personas, se hacinó en el garaje. Bajaron la puerta y cerraron el ventanuco de ventilación. Los hombres más jóvenes, con el exaltado de los globos a la cabeza, intentaron hacerle un puente al jaguar para ponerlo en marcha. No hubiese hecho falta, las llaves estaban en el contacto. El motor arrancó a la primera, con un suave ronroneo de coche de lujo.
El chico de Kotka propuso entonces que diesen una vuelta de honor a la ciudad en el coche antes de morir. Desistieron de la idea, dado que el paseo de despedida habría podido llamar la atención y, además cabían todos en aquel coche tan pequeño. La verdad es que robar un vehículo como último gesto en este mundo no fue visto con muy buenos ojos, sobre todo entre la gente de más edad y las mujeres.
El joven exaltado se sentó en el asiento del conductor y puso el casete. La música era árabe y sus notas traían a la mente la añoranza de la vida en el desierto. Una mujer cantaba con voz melancólica y monótona; la música apropiada para una situación como aquélla.
Los gases del tubo de escape empezaron a invadir el garaje. Las luces estaban apagadas. El rumor del motor y los lamentos en árabe se mezclaban con las silenciosas plegarias finlandesas.
Nadie recordaba a ciencia cierta cuánto tiempo habían estado tragando humo, pero de repente la gran puerta del garaje se abrió y un vigilante vestido con un mono entró como una exhalación acompañado por un pastor alemán.
El perro se puso a estornudar y acto seguido salió corriendo. El hombre del mono encendió las luces y les rugió de manera poco civilizada.
A esas alturas, ya había varias personas dormidas o sin sentido tiradas por el suelo del garaje. Los que todavía se tenían en pie salieron por patas y se dispersaron por los bosques de Kuusisaari. Pronto se presentaron en el lugar ambulancias y policías. Los que estaban inconscientes fueron reanimados y llevados a hospitales, pero la mayoría de los suicidas había conseguido escapar. Por caminos diferentes, solos o en pequeños grupos, regresaron a la ciudad atravesando Tapiola y Munkkiniemi. En eso se les había ido la noche y allí estaban ahora, tal como habían acordado en el seminario.
La jefa de estudios, el director Rellonen y Kemppainen escucharon horrorizados el delirante relato de las aventuras nocturnas del grupo. El coronel estalló:
—¡Pandilla de desgraciados! ¡Estáis todos como cabras!
El coronel reprendió a los suicidas con duras palabras por su obstinación sin límites. Luego quiso saber de quién era el garaje donde se habían metido.
Jarmo Korvanen, un joven que era cabo furriel en la reserva, dijo que, a raíz del suceso, había acabado en comisaría para ser interrogado. Pudo sacar en claro que el garaje pertenecía a la residencia oficial del embajador de Yemen del Sur. A Korvanen lo habían soltado hacía sólo una hora, con la condición de que se presentase al día siguiente, lunes, a las nueve, para que se le interrogase más a fondo.
El rostro del coronel se ensombreció aún más. Ya era bastante estúpido meterse en el garaje de un desconocido con el fin de suicidarse inhalando monóxido de carbono, para que encima tuvieran que hacerlo en la residencia de un embajador extranjero, y así arruinar la reputación del grupo y, de paso, también la de la nación. El coronel se llevó las manos a la cabeza y gimió en voz alta.
Jarl Hautala, el ingeniero jubilado, tomó entonces la palabra. Dijo que a él lo habían trasladado desde el hospital universitario hasta el de Meilahti para ser sometido a examen, a causa del envenenamiento por monóxido de carbono. Había conseguido escaparse del hospital a la hora del desayuno. Le asomaba aún el pijama del centro sanitario por debajo de la gabardina que había robado del guardarropa de la entrada, la cual le quedaba más bien sobradita.
—Por desgracia nos interrumpieron en el último momento, coronel. Estoy seguro de que si hubiésemos podido gozar del monóxido, aunque sólo fuera diez minutos más, estaríamos todos muertos. Es inútil que intente culparnos, hemos sido víctima de las circunstancias. Además, no todos fracasamos. Me enteré en el hospital de Meilahti de que el joven de Kotka, el tonto ese de los globos, consiguió lo que nosotros no pudimos. Trajeron su cadáver al hospital y oí cómo los médicos discutían sobre su caso en urgencias.
Lo habían encontrado muerto sentado al volante del coche, con el pie en el acelerador. Por los pasillos pululaban demasiados policías, así que a Hautala le había parecido más prudente irse del hospital por su cuenta y riesgo, ya que se encontraba de nuevo relativamente bien, teniendo en cuenta las excepcionales circunstancias.
Durante este relato, Seppo Sorjonen, el camarero por horas, se había sumado al grupo al pie de la estatua de Alejandro II. Todo en su aspecto era luminoso y alegre, y su llegada fue como una bocanada de aire fresco. El coronel miró con disgusto al recién llegado, pero Sorjonen no dejó que esto afectase a su buen humor.