Los participantes en el seminario de suicidiología hicieron un uso considerable del servicio de bar, pidiendo varias rondas de cervezas, vino y licores. Lo necesitaban para darse valor. Llegaba el turno libre, donde todos podrían tomar la palabra para hablar de sus propios problemas, incluso a través del micrófono. Sin embargo, muchos se sentían intimidados ante la idea de hablar en frío de su propia muerte.
Hubo que limitar a cinco minutos el tiempo de las intervenciones a causa de la gran cantidad de participantes.
Con ese margen a los desesperados suicidas sólo les daba tiempo de relatar superficial y brevemente su situación, pero a pesar de eso, surgió un intercambio de opiniones.
En muchos turnos de palabra se sacaron a relucir problemas ya tratados y muchas de las dificultades parecían ser comunes.
Le llegó el turno de presentar sus opiniones al tipo de la jaula de alambre, el que había pedido la palabra antes del almuerzo. Dijo ser de Tampere y agrimensor de profesión.
Tenía más de treinta años y confesó haber llevado una vida lasciva y lujuriosa durante la mayor parte de ellos. El agrimensor se había revolcado en el fango de sus muchos pecados durante años, aun a sabiendas de que no todo lo que hacía estaba bien ni era lo correcto. Había padecido, sin ser consciente de ello, de una falta de deseo de vivir. Finalmente, aquel mismo verano, la crisis se había vuelto aún más profunda, llegando a convertirse en angustia espiritual. Encontró la fe e imploró a los cielos que le enviasen algo, una señal concreta de que tal vez también él, el más grande de los pecadores, recibiría algún día el perdón del Todopoderoso.
Pero de la deseada señal no había ni rastro. El agrimensor se hundió aún más en la depresión y empezó a darle vueltas a la idea de matarse. Una noche de verano, lleno de dolor, partió en coche de Tampere para ir por el campo sin rumbo fijo, y llegó por casualidad a Lammi. Con el suicidio en mente y dominado por una profunda angustia, estuvo vagando por los alrededores de la iglesia. Y entonces Dios, en el último momento, le salvó. ¡La tan esperada señal le estaba esperando en las escaleras de la iglesia!
El agrimensor levantó para que todos la vieran la famosa jaula de alambre, la misma que había encontrado en las escaleras de la iglesia, con la señal divina en su interior.
En la jaula había un perro mapache, vivito y coleando, el cual le soltó tal bufido aquella noche, que no dejó lugar a dudas sobre la divina procedencia del mensaje. Fue como la zarza ardiente del Antiguo Testamento.
Alguien se atrevió a preguntarle que había querido decirle Dios colocando en las escaleras de la iglesia un perro mapache encerrado en una jaula. ¿Qué había de divino en aquel bicho?
Agitando la jaula hacia el incrédulo de manera amenazadora, el agrimensor le gritó que los caminos del Señor eran insondables.
Cuando le preguntaron dónde estaba el animal, dijo habérselo sacrificado a Dios en señal de agradecimiento por su salvación. Había derramado la sangre de la víctima expiatoria en el garaje de su casa y más adelante pensaba mandarlo disecar, como recuerdo de su salvación. También había decidido ordenar en su testamento que además de su nombre, en su lápida fuese grabada la imagen de un perro mapache. Aunque para esto no había prisa alguna, ya que el agrimensor estaba convencido de que iba a vivir hasta edad muy avanzada y que iba a poder ser de gran ayuda al prójimo, proclamando la palabra de Dios.
Cierta granjera que había acudido al seminario desde Carelia del Norte defendió con convicción los valores positivos de la reunión. Desde siempre se había visto obligada a vivir sola con las vacas. Su esposo era hombre obtuso y de pocas palabras, y no es que el ganado vacuno fuera mucho mejor en ese aspecto. De ahí su depresión. Era la primera vez que se le presentaba la oportunidad de intercambiar libremente sus pensamientos con otras personas y, además, en un ambiente tolerante. Dijo sentirse como antaño, cuando aún era una joven soltera. Hasta se le había ocurrido que, a lo mejor, no hacía falta matarse.
—No vean ustedes lo aliviada que estoy. Ha valido la pena venir, y eso que los billetes me han salido por un ojo de la cara. Menos mal que tengo un primo en Myyrmäki que me ha alojado en su casa.
Un hombre de unos treinta años se puso en pie para hablar de sus problemas. Contó que por dos veces le habían internado en un sanatorio mental a causa de crisis nerviosas y depresión.
—Pero yo no estoy loco. Sólo soy pobre. Si tuviese mi propia casa, aunque fuese un estudio pequeño en Kallio, me las arreglaría perfectamente. Lo que me pone de los nervios es el tener que vivir en un piso compartido.
El hombre dijo haber calculado cuál era el precio de su vida: 350 000 marcos, el precio de un estudio en Helsinki.
—Y ni siquiera soy un borracho.
Otro hombre se quejó de su fracaso matrimonial. Su exmujer no le dejaba ver a sus hijos, pero la pensión sí que tenía que pagarla puntualmente.
Algunas mujeres lloraban al ponerse ante el micrófono y en esos momentos toda la sala guardaba silencio. Todos las acompañaban en el sentimiento. Sin embargo, nadie fue más allá de las lágrimas.
Muchos eran partidarios de fundar una asociación. Tenían claro que un ser solo y abatido no está en condiciones de velar por sus propios intereses. Cuando las perspectivas son tan negras nos quedamos paralizados. Hasta los quehaceres más cotidianos parecen insalvables cuando no tenemos la ayuda de nadie y estamos condenados a tan espantosa soledad.
Salió a relucir la posibilidad siniestra de cometer un suicidio colectivo de grandes dimensiones, idea que, sorprendentemente, recibió enseguida un amplio apoyo. La mayoría de los participantes en el seminario se declararon dispuestos a colaborar, convencidos de que un suicidio decidido de común acuerdo parecía una solución más segura y, de alguna manera, más compasiva.
También se hicieron propuestas concretas. Una anciana jubilada de Vantaa sugirió que los presentes alquilasen un gran velero en el que navegar muy lejos, preferentemente hasta el Atlántico. En algún lugar apropiado de alta mar hundirían el barco con todos sus pasajeros dentro. La dama dijo que no le importaría apuntarse a un último crucero de este estilo.
Pero la idea más interesante llegó de una de las mesas de la sala anexa, la más ruidosa, por cierto, y donde más bebidas se habían consumido hasta el momento. Se trataba de recolectar una gran suma de dinero y comprar con él cantidades industriales de aguardiente. Beberían sin tregua, hasta que toda la tropa reventase.
En opinión de la mayoría el procedimiento sugerido era vulgar. La muerte tenía que ser digna. No les parecía adecuado acabar sus días borrachos como cerdos.
La propuesta más fantasiosa fue formulada por un joven energúmeno, natural de Kotka. No podía imaginar un final más hermoso que lanzarse al mar desde un globo aerostático.
—Podríamos alquilar todos los globos de Finlandia, esperar a que hubiese viento favorable para salir a volar desde Kotka o Hamina, por ejemplo, o cualquier otro punto de la costa. ¡Cuándo llegásemos al centro del golfo de Finlandia, pincharíamos los globos y nos precipitaríamos juntos al mar!
El orador les hizo una descripción del heroico suicidio: cincuenta globos se levantan con la suave brisa de la tarde llevando en cada una de sus cestas a cinco bravos suicidas. Toman altura, dejándose llevar por el viento hacia el sol poniente. La sombría Finlandia y todos sus males quedan atrás. La vista resultará fascinante desde una atmósfera celestial como aquélla. Llegados a alta mar, los navegantes de la muerte entonan al unísono un último salmo, cuyo eco llegará hasta el espacio como si de un coro de querubines se tratase. Desde las cestas se lanzarán fuegos artificiales y algunos de los navegantes saltarán al mar de puro entusiasmo. Y finalmente, cuando ya no quede combustible en los globos, toda la flota se sumergirá majestuosamente en las insondables aguas, en una victoria definitiva sobre las desgracias terrenales…
Todos consideraron que la descripción tenía un gran mérito, en términos poéticos. Sin embargo, la modalidad de suicidio no obtuvo apoyo, ya que implicaría llevar también a la muerte a los inocentes tripulantes de los globos, por no hablar de que acabarían con el futuro de los vuelos aerostáticos en Finlandia, una afición que, muy al contrario, merecía que se preservara.
Se empezó a hacer la colecta por la sala y la salita. Como cepillo usaron una cubeta para el champán, que pronto se llenó con una abundante cantidad de billetes; pocos tuvieron el descaro de dar tan sólo unas monedas. La jefa de estudios Puusaari y el director Rellonen hicieron el recuento y se quedaron atónitos. El resultado de la colecta fue de 124 320 marcos. En el recipiente plateado había billetes a puñados de hasta mil marcos e incluso cheques, el importe más alto de los cuales era de 50 000 marcos. El donante resultó ser un tal Uula Lismanki, criador de renos de la asociación del distrito lapón de Kaldoaivi, en Utsjoki, el cual justificó la generosidad de su donación diciendo:
—Que digo yo… que por fuerza dineros hay que poner, para que nos matemos semejante caterva. No hay nada que salga barato en Finlandia, ni morirse, vamos.
Muchos eran los cheques por valor de diez mil marcos, lo que probaba que no toda la gente que pensaba suicidarse era pobre y menos aún, tacaña.
Transcurridas las cinco primeras horas del seminario, el coronel sugirió hacer una pausa. Se servirían cafés y demás bebidas que serían abonadas con el dinero de la colecta. La sugerencia fue aceptada con entusiasmo.
Durante la pausa, el coronel se retiró al piso superior del restaurante con la jefa de estudios Puusaari y el director Rellonen para sopesar la situación. Abajo, en la sala de banquetes, quedaban aún más de cien suicidas. Se les oía disfrutar a tope. Parecía que la tropa se había propuesto empinar el codo como si del último día de sus vidas se tratase.
La jefa de estudios temía que la situación se les fuese de las manos: podía suceder cualquier cosa.
Rellonen dijo haber escuchado que, en algunas de las mesas, ya se estaba planeando llevar a cabo un suicidio colectivo en cuanto acabase la reunión, en algún lugar adecuado de los alrededores.
El giro que estaba tomando la situación también inquietaba seriamente al coronel. ¿Y si limitaban un poco el consumo de alcohol? Puusaari señaló que tal vez eso fuese peor: los que quedaban montarían en cólera y entonces nada ni nadie podría detenerlos.
—Seguro que unos cuantos hombres se matan en pleno frenesí, con la que hay liada ahí abajo.
El director tuvo una idea:
—¿Y si pagamos la cuenta y hacemos mutis por el foro? Recojamos nuestros papeles y salgamos de aquí ahora que aún estamos a tiempo. Nos llevamos el dinero de la colecta. Yo creo que nos pertenece, ya que somos los organizadores del seminario.
El coronel se negó a tocar el dinero. Lo habían reunido para ocuparse de los intereses de los suicidas, y no como pago por organizar la reunión. Añadió que él al menos no tenía intención de andar robando a moribundos.
Hasta arriba llegaba un escándalo descomunal. Alguien arengaba desde el micrófono, otros gritaban pidiendo silencio. Se oía también una especie de lamento, el sonido confuso de un salmo que algunos intentaban cantar a coro mientras otros reclamaban a voz en cuello que los organizadores volviesen a la sala a poner orden.
—No nos queda más remedio que bajar —decidió la jefa de estudios—. No podemos dejar a su suerte a estos desgraciados a las puertas de la muerte.
Rellonen dijo con fastidio que los escandalosos de abajo más parecían estar a las puertas de una borrachera que de la muerte.
En cuanto el trío se presentó de nuevo en la sala de banquetes, los participantes de la reunión se tranquilizaron. Una cincuentona de voz estridente, natural de Espoo, tomó el micrófono para proclamar:
—¡Por fin aparecen! Hemos tornado una decisión irrevocable: todo lo que hagamos, lo haremos en grupo.
—¡Bieeen, bieeen! —gritaron desde diferentes puntos de la sala.
La matrona continuó:
—Todos hemos sufrido mucho y a la mayoría ya no nos queda esperanza. ¿No es así? —chilló lanzando a su alrededor miradas asesinas.
—¡No hay esperanzaaa! —gritaron todos a una.
—Ahora ha llegado el momento de la decisión final.
Los que tengan la más mínima duda, que se levanten ahora y abandonen la sala. ¡Pero los que nos quedemos, moriremos juntos!
—¡Moriremos juntos! —vociferaba la gente, desenfrenada.
Con el hombre de la jaula a la cabeza, unas veinte personas se levantaron de las mesas y abandonaron la sala a la chita callando. Sin duda su suicidio no era tan urgente o tal vez deseaban llevarlo a cabo en soledad. Les dejaron marcharse. Acto seguido se cerraron las puertas y la enardecida reunión prosiguió.
La matrona, frenética, señaló a Kemppainen:
—¡Durante su ausencia hemos decidido elegirle nuestro jefe! ¡Coronel, su responsabilidad es la de conducirnos con mano firme hasta nuestra meta!
Un viejo con gafas y una blanca barba de chivo se apoderó del micrófono. Dijo ser Jarl Hautala, jubilado de la administración de obras públicas, que había trabajado como ingeniero de mantenimiento de la red viaria del distrito sudoeste de Finlandia. Ante la autoridad del viejo, la sala guardó silencio.
—Estimado coronel. Es verdad que hoy hemos conversado animadamente sobre el tema que a todos nos preocupa. Hemos llegado a la conclusión unánime de que las personas aquí presentes todavía queremos continuar unidas y, en concreto, salir juntas al encuentro de la muerte. Cada uno de nosotros tiene sus propios motivos para ello, y hoy hemos tenido ocasión de escucharlos. Nuestra decisión es que usted, coronel Kemppainen, tome el mando de la tropa y nombramos como asistentes suyos a la señora Puusaari y al director Rellonen. Ustedes formarán el Comité cuya tarea será la de llevar a la práctica nuestro objetivo común.
El viejo ingeniero estrechó la mano de Kemppainen, Puusaari y Rellonen. El público se puso en pie. En la sala se produjo un singular momento de recogimiento. La decisión final pesaba como una losa sobre el ánimo de todos.