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El coronel Kemppainen reservó el local para la reunión en el restaurante Los Cantores. El maître le explicó que en el sótano había cabida para unas doscientas personas, de las cuales una parte podía estar en la sala y las cuarenta restantes en una salita anexa. Kemppainen hizo la reserva para el sábado siguiente a partir de las doce del mediodía y de paso acordó lo que se iba a servir. El maître le propuso un menú de setenta y ocho marcos por persona. Si se quería además una bebida de aperitivo, por ejemplo un vino espumoso, habría que abonar un suplemento de dieciséis marcos.

El coronel aceptó el menú aconsejado:

Bandeja de arenques en salsas variadas

Cocktail de marisco

Crema de coliflor

Salmón a la plancha

Mousse de colmenillas

Filete de buey marinado a las finas hierbas

Sorbete de arándanos rojos

Parfait de moka

Café

Rellonen se horrorizó al enterarse del precio. ¿Acaso el coronel se había vuelto loco? Si realmente eran doscientos los suicidas en potencia que acudían al restaurante y todos se zampaban el menú encargado, la broma les iba a salir por un riñón. Tecleó en su calculadora de bolsillo: ¡18 800 marcos! Él por lo menos no podía permitirse semejante derroche. Y además, ¿valía la pena cebar a doscientas personas que, de todos modos, estaban pensando en suicidarse? En muchos de los casos aquella buena comida supondría un desperdicio, y, en su opinión, un café y un cruasán hubieran bastado para unos candidatos a la muerte. Temía que un estilo de vida tan alegre y generoso terminase por conducir al trío a la ruina, sólo era eso.

—No sé, Onni, pero tengo la impresión de que le tienes un temor enfermizo a la bancarrota —le dijo el coronel—. Yo creo que no debemos preocuparnos por la factura del restaurante. La gente tendrá dinero para pagarse su propia comida, digo yo… y si alguno no lo tiene, yo me haré cargo de la diferencia.

Rellonen dijo refunfuñando que, que él supiese, las ganancias de los oficiales no eran tan espléndidas como para poder alimentar a los chalados de todo el país. El coronel, entonces, le explicó que él no vivía únicamente de un salario. Disponía de una fortuna personal; para ser más exactos, su difunta esposa provenía de una familia adinerada y había sido una rica heredera que tras su muerte le había dejado pero que muy bien situado.

La jefa de estudios Helena Puusaari siguió adelante:

—Podría invitar como conferenciante a una compañera de mi época de estudiante, la psicóloga Arja Reuhunen, que se ocupa de los pacientes con síndrome de Down en el hospital universitario de Tampere, aunque también conoce temas más generales. Podría dar una conferencia sobre la prevención del suicidio.

Según Puusaari, la psicóloga Reuhunen era conocida a nivel nacional por sus capacidades como conferenciante y sus frecuentes artículos sobre la materia. Y aún mejor, por lo que ella recordaba, en algún momento al comienzo de sus estudios, Arja también había intentado suicidarse.

Tras estos preparativos, redactaron una breve invitación al seminario de suicidiología, que tendría lugar en Helsinki, a mediados de julio, el sábado a partir de las doce del mediodía, en el salón de banquetes del restaurante Los Cantores. Los organizadores del acto esperaban de corazón que hubiese una nutrida participación en el mismo y deseaban a todos un feliz verano. Tras pensarlo un poco, eliminaron del texto los deseos de felicidad. En su lugar escribieron: «No hagas nada de lo que puedas arrepentirte. Te esperamos».

Rellonen sugirió terminar la carta con una expresión jocosa del estilo: «y si no, nos veremos en las calderas de Pedro Botero», pero la idea no fue bien acogida.

Pasaron la carta a limpio. Luego fueron en coche a Hämeenlinna y la fotocopiaron en el Instituto de Educación de Adultos. La tarea más pesada fue la de escribir en los sobres los seiscientos nombres con sus correspondientes direcciones. En ello se les fue el día entero, aunque consiguieron que varios estudiantes del taller de arte del instituto les ayudasen a pegar sellos y rellenar sobres. El envío salió a la mañana siguiente de la sucursal de correos de Hämeenlinna. Ya no quedaba más que esperar a la reunión del batallón suicida, así que cada uno se fue por su lado: el director Rellonen tenía cosas que hacer en Helsinki, el coronel Kemppainen se fue a su casa de Jyväskylä y la jefa de estudios Puusaari regresó a Toijala.

El sábado siguiente, el coronel condujo de Jyväskylä a Toijala y recogió a la jefa de estudios. Durante el viaje pararon para que Helena Puusaari visitase dos camposantos, el de Janakkala y el de Tuusula. Ambos obtuvieron una buena puntuación.

Rellonen ya les estaba esperando en el restaurante Los Cantores. Eran las doce menos cuarto. El trío fue a inspeccionar la sala de banquetes y constató que el personal del restaurante se había esmerado en la disposición; el local estaba decorado con flores y en las mesas lucían blanquísimos manteles. El maître les presentó el menú, que respondía a lo acordado. Probaron los micrófonos. Todo estaba en orden.

—Han llamado algunos periodistas… —dijo el maître.

El coronel contestó gruñendo que la reunión no era pública. Le dio al portero instrucciones de no dejar entrar a periodistas ni fotógrafos y añadió que si aun así alguno lo intentaba, lo avisaran y él se ocuparía personalmente.

El ambiente era de gran tensión. ¿Acudirían los suicidas en potencia a la importante reunión? ¿O acaso habían puesto en marcha semejante maquinaria llevados por algún tipo de delirio de grandeza? ¿Qué consecuencias traería todo aquello?

El coronel se había puesto su uniforme de gala. La señora Puusaari llevaba un traje rojo de seda salvaje. El director Rellonen había sacado del fondo de algún armario su traje de príncipe de Gales, que ya había sobrevivido a cuatro bancarrotas. Formaban un trío de aspecto festivo, pero solemne al mismo tiempo, y es que tanto la ocasión como el motivo lo merecían.

La tensión se esfumó a las doce. La entrada del restaurante se llenó de gente, hombres y mujeres. La expresión de los rostros era grave, todos hablaban en susurros. Rellonen empezó a contar a los recién llegados: cincuenta, setenta, cien… hasta que perdió la cuenta. El gentío en toda su magnitud bajó hasta la sala de banquetes, donde el coronel Kemppainen y la jefa de estudios Puusaari lo recibieron, estrechando la mano de cada uno de los invitados. Con ayuda de los camareros el maître los condujo a sus mesas, que se llenaron en quince minutos. Pronto hubo que correr las puertas de fuelle del salón para hacer sitio a otros cuarenta. Cuando aquellas mesas estuvieron asimismo ocupadas, aún quedaban otras veinte personas de pie junto a la puerta y en silencio. También ellos, pobres diablos, pensaban en suicidarse.

En medio de una amortiguada algarabía todos se fueron instalando en sus sitios. Sobre las mesas estaban dispuestos cubiertos y platos y la lista del menú, que la gente manoseaba inquieta y con aire expectante. A las doce y cuarto el coronel le dijo al portero que cerrase la puerta, porque ya no cabía más gente en el restaurante. La reunión podía dar comienzo.

Kemppainen tomó el micrófono. Se presentó a sí mismo y a sus compañeros, el director Rellonen y la jefa de estudios Puusaari. Se oyó un murmullo de aprobación procedente del público. Entonces el coronel habló sobre los antecedentes de los anfitriones y el orden del día del seminario. El objetivo era que todos pudiesen hablar con confianza sobre la vida y la muerte. Entre otras cosas, una prestigiosa psicóloga iba a darles una conferencia sobre la prevención de los suicidios, tras la cual podrían disfrutar del almuerzo preparado por el personal de cocina del restaurante. El coronel añadió que él correría con la cuenta de aquéllos que, por ser el precio innegablemente caro, no se lo pudieran permitir. En algún momento se llevaría a cabo una colecta para cubrir los gastos. Tras la comida, tendría lugar una ronda de discusión: todos aquellos participantes en el seminario que así lo desearan podrían tomar brevemente la palabra para expresarse sobre el tema que les ocupaba, el suicidio. Para terminar, decidirían si era pertinente continuar organizando seminarios de este tipo —en cuyo caso haría falta elegir un Comité que se ocupase de los intereses de los suicidas— o si con aquel encuentro iba a ser suficiente.

—Aunque el tema de nuestra reunión es obligadamente serio y, a su manera, deprimente, quisiera sin embargo que ello no fuera motivo para aguarnos este hermoso día de verano. Nosotros, los maltratados por la vida, también tenemos derecho a disfrutar al menos de un día de nuestra existencia y de la mutua compañía, ¿no les parece? Espero que aquí se sientan a gusto y que nuestro destino tome un rumbo nuevo y más esperanzador —concluyó el coronel.

Sus bellas palabras fueron recibidas con encendidos aplausos y muestras de una aprobación sin reservas por parte de los allí presentes.

Durante el discurso, una fila de camareros había hecho su entrada en la sala llevando bandejas repletas de copas de vino espumoso, que fueron velozmente servidas en cada mesa. Todos se levantaron para hacer el brindis de bienvenida, alzando a un tiempo las copas.

—Salud y larga vida —dijo el coronel al levantar la suya.

El ambiente se distendió, la gente empezó a hablar con entusiasmo en las mesas, presentándose unos a otros y eligiendo la comida.

La primera parte del seminario de suicidiología se desarrolló conforme al programa. La conferenciante, Arja Reuhunen, hizo una excelente presentación sobre el suicidio y su prevención. Producto de una investigación exhaustiva, la conferencia duró más de una hora. La psicóloga habló con objetividad y ciñéndose a la realidad de las enfermedades mentales, las presiones de la vida, las investigaciones científicas acerca del suicidio y de muchas más cosas vinculadas al tema. El discurso afectó personalmente a la mayoría de los oyentes, que en medio de un silencio total iban anotando mentalmente cada una de sus palabras.

En opinión de la conferenciante, el suicidio se fundamentaba en la ausencia de voluntad de vivir, es decir, en una situación en la cual el individuo no era capaz de encontrar en su vida nada con lo que disfrutar y conseguir experiencias nuevas o cuando menos, tolerables. La psicóloga hizo hincapié en la peculiar naturaleza del suicidio en comparación con otros problemas mentales: en Finlandia, el suicidio seguía siendo un tema del que no era apropiado hablar en público, que dejaba, además, una terrible marca, un estigma en aquéllos que lo cometían, así como en sus allegados. Especialmente para estos últimos, el suicidio acarreaba una serie de sucesos que lo hacían aún más penoso, a causa de su naturaleza de tabú.

Nada más finalizar la conferencia, un hombre de mediana edad se levantó y agitando una jaula de alambre que sostenía en sus manos, pidió la palabra. Contó que tenía una larga experiencia personal en lo que se refería a la falta de ganas de vivir y también de cómo, por designio del Señor, uno podía librarse de ello.

El coronel Kemppainen interrumpió al hombre de la jaula haciéndole ver que el turno libre de intervenciones no empezaría hasta después del almuerzo. El tipo tuvo que resignarse a esperar.

El almuerzo resultó excelente, pero al finalizar algunos de los participantes se marcharon; tal vez ya habían obtenido de la reunión lo que habían ido a buscar. Sin embargo la mayor parte se quedó en su sitio. Encargaron más bebidas y la conversación discurrió de lo más animada.

Un par de periodistas y fotógrafos se habían presentarlo en la entrada del restaurante para ver si conseguían alguna noticia sobre la reunión. Eso quería decir que se había producido algún soplo sobre tan especial seminario. El coronel les explicó que se trataba de una reunión de carácter privado y que el tema a tratar era el de la problemática de los adultos con síndrome de Down en las comunidades rurales y las posibles soluciones en una coyuntura como la actual, en la que el resto de la sociedad intentaba a marchas forzadas la integración en la Comunidad Económica Europea. Los periodistas suspiraron desanimados y se fueron sin más preguntas.

Y por fin llegó el momento del turno libre de palabra, con lo cual el seminario tomó una dirección y un ritmo bien diferentes.