A la mañana siguiente pusieron manos a la obra. El coronel Kemppainen, el director Rellonen y la jefa de estudios Puusaari decidieron familiarizarse con el contenido de las cartas leyéndolas en voz alta. Uno de ellos leería diez de un tirón, mientras los otros tomaban notas. Luego cambiarían el lector y leería otras diez, hasta que le llegara el turno al tercero. De éste modo el trabajo avanzaría con ligereza y no se sentirían agotados.
Cada carta les llevaba cinco minutos. La lectura en sí era cuestión de un minuto o dos. Según lo leído conversaban con mayor o menor profundidad sobre cada caso. En una hora tuvieron tiempo de revisar una docena de cartas.
Trabajaban por períodos de dos horas y de vez en cuando se tomaban una pausa de media hora. La lectura de las cartas y su análisis era un trabajo tan pesado que no podía hacerse a un ritmo más rápido.
Tras cada misiva se ocultaba una persona desesperada, y el sufrimiento no era poco. Los lectores tenían experiencia más que suficiente de ello.
Las mujeres parecían más dispuestas que los hombres a buscar ayuda para aliviar su desesperación, aunque se tratase de responder a un anuncio en el periódico. Calcularon que de los remitentes de las cartas, el sesenta y cinco por ciento eran mujeres y el resto hombres. Del sexo de algunos no estaban seguros, entre otros el de un —o una— tal Oma Laurila, que podía ser hombre o mujer. Un tal Raimo Taavitsainen se presentaba como «ama de casa» a pesar de tener nombre de varón. Pero también tenía otros problemas. Y quién no.
Una cantidad considerable, si no todos, padecía de problemas emocionales en diferentes grados. Parte de ellos daban la impresión de estar simple y llanamente locos.
Muchos vivían bajo los efectos de la psicosis y en algunos se apreciaban rasgos paranoicos, como por ejemplo una mujer de la limpieza de Lauritsala, que sostenía estar al borde del suicidio a causa del acoso al que el presidente Koivisto la tenía sometida. Dicha persecución se manifestaba de manera muy extraña: Koivisto le hacía llegar productos de limpieza venenosos por caminos complicadísimos, y sólo gracias a su extrema prudencia, la víctima había conseguido evitar los envenenamientos. En los últimos meses el atrevimiento del presidente había ido a mayores, llegando incluso a no dejar en paz a la mujer ni de noche, ni de día. Los jefes de gabinete de Koivisto y sus escoltas habían viajado en secreto a Lauritsala para perjudicar a la pobre víctima de diversas maneras. Finalmente, ésta había llegado a la patriótica conclusión de que la única forma de salvar a la nación era suicidándose, ya que entonces Koivisto se vería obligado a soltar su presa. La mujer creía que gracias a su sacrificio, la Unión Soviética no podría aprovechar la situación para desatar contra Finlandia una guerra nuclear, que, tal como estaban las cosas en aquel momento, podía estallar cualquier día.
Los autores de las cartas se lamentaban de sus múltiples neurosis. Los había aquejados de claros trastornos de personalidad, al igual que de enfermedades mentales que brotaban a raíz de dificultades en su vida amorosa o familiar. Entre los remitentes había algunos presidiarios desconsolados y también internos de clínicas mentales. Las dificultades en la vida laboral eran un hecho generalizado. Los estudios no avanzaban. La deprimente vejez había llegado demasiado pronto. Uno de ellos decía haber cometido el crimen perfecto antes de la guerra y no haber sido capaz de olvidarlo. Algunos se hallaban inmersos en el abismo de la religión y querían acelerar su entrada en el reino de los cielos y el encuentro con el Todopoderoso mediante el suicidio.
Muchos eran los sexualmente perturbados, homosexuales, travestidos, masoquistas, pichasbravas angustiados y ninfómanas incurables.
Había también numerosos alcohólicos crónicos, farmacodependientes y drogadictos. Un hombre que vivía en Helsinki, en la zona de Erottaja, y que trabajaba para una compañía que importaba componentes digitales, contaba que había llegado a la conclusión de que la única manera efectiva de controlar su vida era el suicidio. Otro decía que era tal su curiosidad y su interés por las cuestiones místicas, que no podía esperar hasta su muerte natural, así que iba a suicidarse para ver lo que el más allá tenía que ofrecerle.
Casi todos los remitentes tenían en común un profundo sentimiento de soledad y abandono, algo que también resultaba familiar al trío de lectores.
En los descansos iban a menudo al embarcadero para relajar los nervios y tomar un poco el sol. Rellonen preparaba los bocadillos y el coronel se ocupaba del café. En el lago Humalajärvi gritaba un colimbo ártico —un pájaro raro en el sur de Finlandia—, cuya voz sonaba como el lamento final de un suicida.
Una tarde, durante uno de los descansos, Helena Puusaari se fijó en que había una botella varada en la orilla.
Montó un buen escándalo diciendo lo mucho que odiaba a los borrachos que iban por ahí tirando botellas y ensuciando con sus guarrerías la purísima naturaleza finlandesa. Y no era que ella no bebiese a veces, pero nunca se le ocurriría ir por ahí dejando botellas tiradas de aquella manera.
El coronel fue a la playa a por la botella y se la mostró a la jefa de estudios. Se trataba de un whisky de malta de gran calidad, un Cardhu de doce años. Quedaba un resto que bien daba aún para unos cinco tragos y se los tomaron.
Animados por la bebida, los dos hombres le revelaron el secreto del lago. Tal vez el nombre evocador que llevaba desde tiempos inmemoriales fuese la causa de que los habitantes de sus orillas hubiesen desarrollado costumbres tan peculiares.
Les llevó dos días estudiar la avalancha de cartas de los suicidas. Cada misiva, cada postal, fueron leídas, de todas se discutió y de la mayoría de ellas se tomaron notas.
El material produjo una fuerte conmoción en sus lectores: la jefa de estudios Puusaari, el director Rellonen y el coronel Kemppainen estaban convencidos de ser en aquel momento los responsables de la vida de seiscientas personas. Y tal vez parte de los autores de las cartas hubiesen acabado ya con su existencia, porque desde la publicación del anuncio habían pasado ya diez días. Y en ese lapso un ser deprimido tiene tiempo para eso y para más.
La jefa de estudios hizo una llamada al Instituto de Educación de Adultos de Hämeenlinna para solicitar ayuda administrativa: había que fotocopiar seiscientas cartas y escribir el mismo número de direcciones en sus sobres. ¿Podía el instituto prestarle una máquina con tal propósito? Les dieron el permiso. Sólo les quedaba escribir la circular para, acto seguido, fotocopiarla y enviársela a los suicidas a diferentes puntos de Finlandia.
Helena Puusaari estaba más acostumbrada a escribir cartas que Rellonen y Kemppainen. Redactó un consolador escrito de una página, en el cual se rogaba a los suicidas en potencia que aplazasen su decisión, al menos momentáneamente. En la carta se decía que había miles de finlandeses dándole vueltas a la misma idea y que más de seiscientas personas habían contestado al anuncio del periódico. No había que tomar decisiones precipitadas tratándose de un asunto de tan vital importancia.
El coronel añadió a la carta un párrafo en el que se explicaba que un suicidio llevado a cabo de forma colectiva podría resultar en cierto modo más profesional que uno individual y chapucero, resaltando que en este campo de la vida, al igual que en todos los demás, el contingente era de vital importancia. Según el director gerente, una acción colectiva podía traerles ciertas ventajas económicas. Quiso que se mencionasen en la carta las excursiones que se podían organizar antes de pasar a mejor vida y la posibilidad de obtener descuentos de grupo en los gastos que se les ocasionasen a los herederos de los suicidas. Dieron forma a la carta durante varias horas, hasta estar de acuerdo en que era digna de ser fotocopiada y enviada.
—Me parece que, ya puestos, deberíamos organizar un simposio para reflexionar sobre la situación de los suicidas potenciales —dijo la jefa de estudios Puusaari—. No podemos dejar a esta pobre gente a merced de una simple carta de consuelo.
El coronel se daba cuenta de que, a causa de su profesión, la jefa de estudios estaba acostumbrada a organizar seminarios o reuniones de negociación por cualquier cuestión, por muy insignificante que fuese. Ése mismo espíritu se había introducido también en el ámbito de las fuerzas armadas. En la actualidad se creaban en el ejército comités de todo tipo y se organizaban reuniones, cuyo propósito principal era que los oficiales tuvieran una buena excusa para empinar el codo en algún lugar remoto, lejos de las miradas de sus esposas. Rellonen también sabía lo que significaban los seminarios y las reuniones inútiles en el mundo de los negocios: comer bien, beber aún mejor y descansar cómodamente en los hoteles, a veces durante días enteros, y todo ello a cargo de la empresa, que deducía esos gastos de los impuestos. El Estado finlandés estaba contribuyendo en la práctica a mantener el alcoholismo y el abotargamiento de los cuadros medios y superiores de las empresas. El botín de aquellas reuniones acababa tirado en los lugares de trabajo en forma de portafolios repletos de fotocopias que nadie había abierto, ni pensaba molestarse en leer. Se derrochaba el dinero, pasaban los días y las colaboradoras mal pagadas que trabajaban para las empresas se veían obligadas a hacer horas extras hasta reventar para evitar la quiebra.
El coronel comentó en tono de broma que si alguien sabía de bancarrotas era Rellonen, todo un experto en temas de esa índole.
La jefa de estudios se indignó. Les advirtió que no era el momento de ponerse a hacer bromas estúpidas. Se trataba de la vida de seiscientos infelices y tenían que darse prisa para ayudarlos. Era necesario reunir al menos a una parte de ellos para hablar de sus problemas y consolarse recíprocamente un poco. Había que reservar una sala de reuniones y elaborar un programa para obtener resultados prácticos.
El coronel la tranquilizó:
—No te excites, Helena, de hecho Onni y yo hemos estado hablando de eso mismo. Adjuntaremos una invitación a la circular de consuelo. ¿Creía que Helsinki sería buen lugar para sede de una gran reunión de suicidas en potencia, o habría que organizarla en algún otro lugar, ya que estaban en plena temporada estival?
Rellonen opinaba que la reunión no debía organizarse en ninguna ciudad pequeña. Pongamos por caso que tan sólo un centenar de personas se reuniera en Pieksämäki: resultaría imposible mantener en secreto la naturaleza del encuentro. Finlandia era el paraíso de los cotillas y estaba claro que, en el asunto que les ocupaba, más valía no hacer publicidad.
La jefa de estudios sugirió como lugar de reunión un restaurante de Helsinki, situado en el barrio de Töölö, llamado Los Cantores, en cuyo sótano había una espléndida sala de reuniones. Los Cantores se había hecho popular como restaurante de alquiler y allí se organizaban tradicionalmente muchos funerales, ya que estaba cerca del cementerio de Hietaniemi y de la iglesia de Temppeliaukio.
—La verdad es que, por lo de los funerales, Los Cantores nos iría que ni pintado —concluyó el coronel Kemppainen—. Redactemos la invitación para la reunión. ¿Estamos todos de acuerdo, entonces, en que la reunión del batallón suicida se celebre el sábado de la semana que viene en el restaurante Los Cantores? Si conseguimos que la circular salga mañana mismo en el correo, los interesados tendrán tiempo de organizar el viaje a Helsinki.
Rellonen temía que la fecha fuese demasiado apretada, pero los otros rechazaron su objeción haciéndole ver que cuanto más se retrasara la reunión, mayor sería el número de desesperados que acabasen con sus vidas antes de haber podido juntarse con sus compañeros de infortunio y posibles salvadores.
Trabajaron como locos. Había que reservar el local para la reunión, hacer copias de la circular y echarla al correo lo antes posible. Cada jornada perdida podía significar la muerte de varias personas. Así es como lo veían aquellos tres sacrificados seres.