A finales de la primera semana de julio, el director gerente Rellonen se pasó por la oficina central de correos de Helsinki para recoger las posibles respuestas al anuncio publicado en el periódico una semana antes. Se quedó atónito: el éxito había sido colosal y le esperaba una brazada entera de cartas. No cabían en el maletín y tuvo que echar mano de dos bolsas de plástico, que también acabaron repletas de correspondencia.
Cargó el enorme botín en su coche y condujo a toda prisa hasta su chalé de Häme. Estaba horrorizado por la enorme cantidad de respuestas. ¿Y si el coronel Kemppainen y él habían puesto en marcha una avalancha que escapaba a su control? El montón de cartas que llevaba en el maletero de su coche era como una descomunal carga explosiva, un peso horrendo con el cual no se podía bromear.
Empezó a temer que se hubiesen metido en un avispero del que no saldrían solamente con unas pocas picaduras.
Ya en la casa, extendieron las cartas por el suelo de la sala de estar. Primero las contaron. Había un total de 612 envíos, de los cuales 514 eran cartas, 96 eran postales, más dos pequeños paquetes.
En primer lugar abrieron los paquetes. Uno no tenía remitente y contenía un grueso mechón de cabellos largos —de mujer, al parecer— recogidos en una coleta. El matasellos era de Oulu. El mensaje capilar era difícil de comprender, pero sin embargo les llenó de espanto. En el otro paquete había un manuscrito de unos 500 folios, cuyo título era Un siglo de suicidios en Hailuoto. El autor era un maestro de la escuela primaria de Pulkkila llamado Osmo Saarniaho, que se lamentaba en una carta adjunta de la despreciativa acogida de su trabajo por parte de las editoriales: ninguna se había mostrado interesada en publicarlo.
Por eso precisamente se dirigía a la dirección de la lista de correos, ya que tal vez trabajando en colaboración se podría poner tan importante manuscrito en condiciones de ser publicado, haciéndolo imprimir —corriendo ellos con los gastos, claro— y distribuyéndolo por todo el país. Calculaba que su libro produciría unos beneficios brutos de 100 000 marcos. Si no conseguía que se publicara su obra, se mataría.
—Esto hay que devolverlo, no podemos meternos a hacer de editores, ni bajo amenazas de muerte, vamos… —concluyó el coronel.
Clasificaron las cartas por provincias, según el matasellos. Se percataron de que la mayoría de los mensajes procedía de Uusimaa, Turku, Pori y Häme. También Savo y Carelia estaban bien representadas, pero de las provincias de Oulu y Laponia sólo había un puñado. Para Rellonen esto era la prueba de que el periódico capitalino no se distribuía por allí con tanta eficacia como por los otros frentes. Tampoco es que hubiera una participación muy abundante de Ostrobotnia, lo cual tal vez indicara que allí no se cometían tantos suicidios como en el resto del país. Una vez más, se confirmaba el carácter excepcional de la gente de aquella región, ya que en el medio rural la autodestrucción, en cualquiera de sus formas, era interpretada como una traición a la comunidad y criticada con suma dureza.
Leyeron unas cuantas postales y abrieron alguna carta. Los mensajes rezumaban desesperación. Aquéllos seres, vivos pero poseídos por el afán de destruirse, escribían con una caligrafía irregular, sin prestar atención alguna a los detalles gramaticales, como llevados por una fuerza maníaca, y todos sin excepción dirigían un grito de socorro al destinatario: ¿era cierto que no estaban solos en aquellos momentos de angustia? ¿Era eso cierto? ¿Podía alguien, aunque fuese un desconocido, ayudarles?
El mundo de los que así escribían se había derrumbado. Estaban anímicamente rotos y la angustia de algunos de ellos era tan atroz, que hasta los ojos del curtido coronel se humedecieron. Se habían aferrado al mensaje de salvación como un náufrago lo haría a una tabla, si alguien se la ofreciese.
Era inútil ponerse a contestar personalmente a cada una de las cartas. Ya sólo el hecho de abrirlas y leerlas les parecía un esfuerzo sobrehumano.
Tras hojear unas cincuenta, estaban tan cansados que ya no daban más de sí, así que se fueron a nadar.
—Si ahora nos tirásemos al lago para ahogarnos, dejaríamos a más de seiscientas personas a su suerte. Podrían matarse. Moralmente seríamos responsables de sus muertes —filosofaba el director al borde del embarcadero.
—Bueno, sí… ahora no sirve de mucho suicidarse, justo cuando nos hemos echado sobre las espaldas a un batallón de pobres diablos —admitió el coronel.
—Un auténtico batallón de suicidas —añadió Rellonen.
Por la mañana fueron en coche a la papelería más cercana, que estaba en Sysmä, y compraron material de oficina: seis carpetas, una perforadora, una grapadora, un abrecartas, una pequeña máquina de escribir eléctrica, así como 612 sobres y dos resmas de papel. Compraron también 612 sellos en la oficina de correos. De paso, le enviaron de vuelta al profesor Saarniaho su opúsculo Un siglo de suicidios en Hailuoto, adjuntando una carta en la cual le animaban a abandonar su idea de matarse y a presentar su manuscrito ante la Asociación para la Salud Mental de Finlandia u otra institución semejante, donde tal vez apreciasen mejor el valor científico de su obra.
Rellonen fue al supermercado mientras el coronel se abastecía en la licorería, y luego volvieron al lago Humalajärvi.
Ya no había tiempo de ir a la sauna ni de andar pescando. El director gerente echó mano del abrecartas mientras Kemppainen hacía de escribano. Tomó nota de todos los datos personales de los remitentes, nombres y direcciones, y le adjudicó un número de registro a cada uno. Ésta tarea les llevó dos días. Cuando terminaron, los dos hombres se dieron cuenta de que no les quedaba otro remedio que estudiar más a fondo la avalancha de correspondencia. Poner orden estaba bien pero sólo era el principio.
Los dos amigos se daban cuenta de que las cartas exigían un tratamiento urgente. Urgentísimo. En sus manos tenían las vidas de más de seiscientos finlandeses. Era necesario reaccionar con rapidez, pero al ser sólo dos aquello les llevaría demasiado tiempo.
—Necesitamos una secretaria —suspiró Rellonen bien entrada la noche, cuando ya tenían todas las cartas abiertas y catalogadas.
—Pues a ver de dónde vamos a sacar una secretaria en pleno verano… —dijo preocupado el coronel.
A Onni Rellonen se le ocurrió que tal vez entre aquel grupo de suicidas en potencia encontrasen a alguien de la profesión. O al menos a personas capaces de ayudarles a deshacer aquel embrollo. Así que, con esa idea en mente, se pusieron a investigar entre los remitentes. Lo mejor sería buscar ayuda por los alrededores; examinaron, pues, el fajo de cartas procedente de la región de Häme. Rellonen se leyó quince y el coronel revisó otras veinte.
Algunos granjeros de Hauho, Sysmä y alrededores se habían puesto en contacto con ellos, pero ambos convinieron en que la agricultura no predisponía para el trabajo de oficina. Pronto dieron con algo mejor: tres maestros de escuela, una solterona de los alrededores de Forssa y, finalmente, ¡bingo!, una secretaria profesional de Humppila llamada Kukka-Maaria Ovaskainen, jubilada del departamento de exportación de la empresa Kemira, y una jefa de estudios de un instituto de educación de adultos de Toijala llamada Helena Puusaari, de treinta y cinco años, la cual se dedicaba asimismo a dar clases de correspondencia comercial. Ambas mujeres se sentían decepcionadas con su vida y pensaban seriamente en suicidarse. Además, habían proporcionado sus direcciones y números de teléfono con toda confianza, para que se dispusiese de ellos con total libertad.
Era ya tarde, pero dado lo urgente del asunto decidieron ponerse en contacto con aquellas competentes mujeres. Primero llamaron a Humppila, pero nadie contestó al teléfono.
—Mira que si se ha matado ya… —se dijo Rellonen en voz alta.
Tampoco Helena Puusaari, la jefa de estudios de Toijala, se encontraba en ese momento en casa, pero la grabación de su contestador automático les rogó que dejasen un mensaje después de la señal. El coronel se presentó, habló brevemente del asunto en cuestión y se excusó por haber tenido que llamar a horas tan intempestivas, ya que era cerca de medianoche. Luego añadió que iría con un amigo a visitarla para hablarle de un asunto de gran importancia.
Kemppainen y Rellonen decidieron partir inmediatamente hacia Toijala. Se habían tomado alguna que otra copichuela aquella noche y les parecía arriesgado ponerse a conducir bajo los efectos del alcohol, pero al final pensaron que aquello no podría acarrearles ninguna consecuencia peor que la propia muerte. Así que ¡en marcha! El coronel se puso al volante y el director leyó de nuevo en voz alta la carta enviada por la jefa de estudios Helena Puusaari.
«He llegado al punto culminante de mi vida. Mi salud mental está en peligro. La mía fue una infancia segura, siempre he sido de natural alegre y he mirado hacia delante en la vida, pero estos últimos años en Toijala han hecho que todo cambiase. Mi autoestima está por los suelos. Por esta pequeña ciudad se extienden rumores de todo tipo sobre mi persona. Hace ya diez años que me divorcié y eso no es inhabitual, ni siquiera aquí. Pero tras esa experiencia no he querido —o no he podido— volver a comprometerme en una relación personal, al menos de forma duradera. Tal vez sea debido a mi natural paranoico, pero en cualquier caso ya hace años que tengo la impresión de ser perseguida sin cesar y de que alguien me vigila y toma nota de todos mis actos. Me siento prisionera de esta comunidad. Mi labor educativa, que antes me parecía tan interesante, ha comenzado a desagradarme. Me he aislado totalmente. No puedo hablar con nadie, sospecho de todo el mundo, y creo que no sin motivo. Se me tiene por una persona especialmente sensual y tal vez esto sea de alguna manera cierto. Tengo un carácter abierto y no desdeño la amistad de nadie. Pero una y otra vez me he visto obligada a reconocer que no hay una sola persona en el mundo, al menos no en Toijala, que se muestre honesta hacia mí en justa correspondencia. Sinceramente, no puedo más. Quisiera sólo dormir y no despertar nunca. Desearía que esta carta de desahogo fuese considerada como algo sumamente confidencial, ya que, de hacerse pública, mi situación empeoraría notablemente. No veo otra posibilidad que la de acabar con mis días».
Avanzaban en silencio por los caminos de Häme a través de la noche. Al cabo de un rato Rellonen observó que sería de buena educación que se disculparan por presentarse a una hora tan intempestiva, llevándole algún regalo, o como mínimo unas flores, a la jefa de estudios Puusaari. El coronel opinaba lo mismo, pero se temía que a esas horas sería difícil conseguir un ramo, pues las floristerías ya estaban cerradas. El director gerente se quedó un instante pensativo y entonces se le ocurrió que él mismo podría recoger unas cuantas junto al arcén de la carretera, ya que era el momento más florido del verano. Le pidió al coronel que parase el coche junto a algún camino que condujese al bosque. De paso, también aliviaría su vejiga.
Rellonen se perdió en la penumbra del bosque. El coronel se quedó esperándole junto al coche, fumando un cigarrillo. Empezaba a jorobarle la ocurrencia del ramito. Llamó susurrando a su amigo para que volviese al coche y del bosque le llegó la respuesta de éste, que con voz aguardentosa le dijo que ya había encontrado las flores o, al menos, unas ramas verdes.
A juzgar por el ruido, el director gerente se desplazaba en paralelo a la carretera. El coronel subió al coche y avanzó poco a poco. A medio kilómetro, más o menos, hasta que lo vio de pie, en medio de la vereda. Llevaba en una mano un ramo de laureles de San Antonio con raíces y todo, y en la otra una improvisada jaula hecha de red metálica. El coronel paró el coche junto a él y vio que en la jaula había un bicho que bufaba furioso. Un perro mapache.
Rellonen estaba entusiasmadísimo y le contó que había hecho un largo camino por el bosque cogiendo flores, cuando de repente, se tropezó con una trampa. Se sobresaltó una barbaridad cuando el bicho atrapado en ella se puso a hacer ruido. Y ahí lo tenía: un perro mapache vivito y coleando. Se lo podían llevar de regalo a la jefa de estudios Puusaari, si le parecía bien al coronel…
En opinión de Kemppainen, una bestia salvaje no era precisamente un regalo muy delicado para una desconocida, y con intenciones suicidas, para colmo, así que le pidió que devolviese el bicho al lugar donde lo había encontrado.
Decepcionado, Rellonen se perdió de nuevo en el bosque. Pronto volvió para informar de que no conseguía encontrar el lugar del hallazgo. El coronel le rogó que dejase la jaula en algún otro lugar del bosque que le pareciese conveniente, pero su compañero se negó a ello. No podían estar seguros de que el cazador que había puesto la trampa la encontrase en su nuevo emplazamiento. El animal se consumiría solo en la jaula y moriría de hambre y sed.
Kemppainen tuvo que admitir que no se podía ir por ahí dejando perros mapaches a la buena de Dios. Su amigo se negó también a liberarlo, por si tenía la rabia y, en cualquier caso, porque representaba una amenaza para los nidos de los pájaros y la caza menor. Metió la jaula en el maletero del coche y fue a sentarse junto al coronel con su ramo de flores.
Entre tanta borrachera y complicación, Kemppainen estaba de bastante mala leche, así que continuaron en silencio lo que quedaba de viaje.
A las tres de la madrugada, el director Rellonen y el coronel Kemppainen estaban ya en el centro de Toijala, tocando el timbre del apartamento de la jefa de estudios Puusaari, situado en el segundo piso de un edificio de piedra de cuatro plantas. Rellonen llevaba consigo el perro mapache y las flores medio marchitas. La mujer les abrió y les rogó que entrasen.
Helena Puusaari era muy alta, pelirroja y llevaba gafas. Su rostro era de rasgos decididos, pero parecía cansada. Tenía unos andares generosos y sin embargo femeninos, a su manera. Llevaba puesto un traje negro y zapatos de tacón. Su apariencia era tan perturbadora, que resultaba terrible pensar que una mujer tan hermosa, en una ciudad pequeña como aquélla, se viese abocada al suicidio.
La jefa de estudios les pidió que dejasen la jaula del animal en el recibidor. Había preparado café y un par de bocadillos para sus visitantes y además les sirvió una copa de licor. Conversaron sobre el tema de la noche. La señora Puusaari había temido lo peor, es decir, que tras el anuncio del periódico tal vez se ocultase una pandilla de estafadores, pero en su desesperación había decidido asumir el riesgo. Y ahora que se había encontrado con los responsables —el director Rellonen y el coronel Kemppainen—, sentía que algún designio misterioso los había unido, a ellos y a sus problemas. No le extrañó mucho lo del perro mapache. Opinaba también que no se podía dejar al animal en el bosque para que se muriese.
—Yo sí que conozco a las personas, tengo experiencia. Ustedes son buena gente, de eso estoy convencida —aseguró mientras ponía en agua las flores que le habían traído.
El coronel Kemppainen explicó que habían recibido más de seiscientas cartas en respuesta a su anuncio. Tramitarlas era un trabajo que sobrepasaba las fuerzas de dos hombres, sobre todo si se tenía en cuenta que ninguno de los dos tenía experiencia en esas lides. Rellonen era el propietario de una lavandería en quiebra, y él, un coronel destituido. Le propuso a la señora Puusaari que les ayudase en la redacción de las respuestas y su envío posterior.
La jefa de estudios aceptó de inmediato. Vaciaron las copas de licor, cogieron al perro mapache y se dirigieron al coche. En el camino de regreso a la casa del lago Humala, atravesaron la aldea de Lammi. Era de madrugada y una bruma sutil flotaba sobre los campos. Rellonen se había dormido. Cuando el coche dejó atrás la iglesia, la jefa de estudios le rogó al coronel que parase. Quería bajarse un momento.
Tras salir del vehículo, Helena Puusaari se encaminó hacia el cementerio de Lammi, que se encontraba detrás de la iglesia. Vagabundeó por los brumosos paseos del camposanto, se paró un buen rato junto a algunas de las viejas lápidas y contempló el cielo. Al cabo de un rato volvió al coche.
—Soy aficionada a los cementerios —le explicó al coronel—. Me relajan y me reconfortan.
Llegaron de madrugada al chalé. Rellonen se despertó y abrió el maletero del coche para sacar al perro mapache. Pero tanto el bicho como su jaula habían desaparecido. Se alarmó, creyendo que se lo había dejado olvidado en Toijala, pero el coronel lo tranquilizó, explicándole que había dejado al animal en las escaleras de la iglesia de Lammi. Seguramente alguien lo encontraría allí por la mañana y el personal contratado de la parroquia decidiría sobre su destino. La vida de la bestia estaba en las manos del Señor, sobre todo si el primero en encontrárselo era el párroco.
Cuando la jefa de estudios Puusaari vio la enorme cantidad de correo, soltó:
—Hijos de mi alma… a esto hay que darle un buen empujón. Habrá que levantarse tempranito y ponerse a ello.
La alojaron en la alcoba del desván y cuando por fin se fue a dormir, los hombres se miraron el uno al otro y dijeron:
—He aquí a una mujer de carácter.