4

Rellonen y el coronel redactaron un anuncio con objeto de publicarlo en un diario nacional. En resumen, decía así:

¿ESTÁS PENSANDO EN SUICIDARTE?

No te precipites: no estás solo.

Somos muchos los que pensamos igual que tú, e incluso lo hemos intentado. Escríbenos exponiendo brevemente tu situación, tal vez podamos ayudarte.

Incluye en la carta tu nombre y dirección y nos pondremos en contacto contigo. Los datos serán confidenciales y no serán facilitados a personas ajenas bajo ningún concepto. Abstenerse aventureros y cachondos.

Enviar respuestas a la Lista de Correos de la Oficina Central de Helsinki, con la indicación «Intentémoslo juntos».

El coronel dijo que la alusión a los aventureros no era necesaria, pero a Rellonen le pareció indispensable incluirla. En su juventud había tenido malas experiencias a raíz de algunos anuncios que había puesto en la sección de contactos, a los que habían contestado muchas mujeres de espíritu aventurero, aunque él entonces sólo andaba en busca de amistad sincera y equilibrada.

Al coronel le parecía que no había por qué poner aquel mensaje en la sección de contactos del periódico. Los anuncios que allí aparecían le parecían auténticas chorradas, un vertedero para gente hambrienta de erotismo y sensiblería. Suicidarse era una cosa seria. Sugirió que publicasen el anuncio en la sección de necrológicas. Consideraba que los que pensaban en su propia muerte debían de leer por gusto las esquelas, y por tanto era más probable que el mensaje alcanzara su objetivo. Rellonen prometió hacer llegar el anuncio a la oficina del periódico.

El coronel se quedó en el chalé mientras él iba a Helsinki en su coche para ocuparse de la gestión. Acordaron que aprovecharía el viaje para cargar más víveres y demás cosas necesarias. Kemppainen dijo que entretanto notificaría al estado mayor su intención de tomarse unas vacaciones de verano. ¿Le parecía bien si pasaba al menos el principio de éstas en su chalé? Su apartamento de Jyväskylä estaba vacío, así que no tenía nada que hacer en él.

—¡Por supuesto! Pasaremos juntos todo el verano si es necesario, aquí, en el lago Humalajärvi.

Cuando llevó el anuncio a la redacción del periódico, Rellonen se encontró con que tenía que abonarlo al contado. El empleado leyó el texto y llegó a la conclusión de que no podía dejarlo pendiente de cobro, porque, en su opinión, era bastante dudoso que más tarde nadie se hiciese responsable. Era de suponer que la deuda recaería en los herederos y nada garantizaba que estuvieran dispuestos a pagarla.

Rellonen fue a casa a buscar sábanas. Su mujer le preguntó cómo habían ido las fiestas. Él le dijo que la víspera y la mañana de San Juan habían sido deprimentes, pero que luego se había tropezado por casualidad en un viejo pajar con un tipo de Jyväskylä, un hombre como Dios manda. Incluso le había pedido a su nuevo amigo que se quedase en el chalé.

—Pues no contéis conmigo para limpiar —informó su mujer.

—Es un tal Kemppainen.

—Mmm, no tengo por qué conocer a todos los Kemppainen de Finlandia.

Rellonen le preguntó si los oficiales del juzgado habían merodeado por allí en su ausencia. Su esposa le contó que uno había llamado por teléfono dos o tres días antes de San Juan. El oficial había amenazado con poner bajo orden de embargo su chalé de Humalajärvi hasta que concluyesen las pesquisas sobre la quiebra de la primavera anterior.

La visita deprimió al director gerente, así que volvió de buena gana a su casa junto al lago. Por el camino empezó a sentir miedo: ¿y si mientras tanto el coronel Kemppainen se hubiese colgado? ¿Qué sería de él entonces? Seguro que no le quedaría otro remedio que pegarse un tiro en la cabeza, sin más historias.

Mientras caminaba por el crujiente sendero de grava hacia la playa, Rellonen percibió los olores exuberantes del verano, oyó el incesante trinar de los pájaros y cuando llegó al jardín de la casa vio al coronel Kemppainen, que salía de la leñera con una brazada de leña para la sauna. Al verlo, el director gerente exclamó aliviado:

—¡Hola, Hermanni! ¿Vivitos y coleando?

—Pues ya ves…, me he entretenido en pintarte la fachada para matar el tiempo…, es que me dio la impresión de que te habías quedado a medias.

Rellonen admitió que aquel verano no había estado para pinturas. El coronel lo comprendió.

Los dos hombres se dedicaron durante una semana a la vida bucólica, en espera de que el anuncio del periódico diese su cosecha. Llevaban una existencia tranquila y agradable. Disfrutaban del verano, conversaban sobre problemas existenciales y observaban la naturaleza. A veces tomaban un poco de vino, se sentaban en el embarcadero con sus cañas de pescar y se quedaban contemplando el lago Humalajärvi. Al coronel Kemppainen le extrañaba la derrochadora manera de consumir alcohol de Rellonen: una vez bebidos dos tercios de la botella, le volvía a poner el corcho celosamente y, si daba la casualidad de que el viento soplaba desde la orilla, tiraba la botella al lago. Ésta flotaba de costado hasta alcanzar, antes o después, la orilla opuesta. Se trataba de un viaje de varios kilómetros y ni siquiera el remitente del alcohólico mensaje podía saber con seguridad adónde arribaría.

—Casi todos los dueños de las casas de por aquí hacen lo mismo. Se ha convertido en una costumbre, dejar un tercio del contenido de la botella y luego ponerla en circulación —le explicó el director.

El coronel seguía sin entender el porqué de semejante derroche. ¿A qué venía tirar botellas al agua, con lo caro que estaba el alcohol en Finlandia?

Rellonen dijo que se trataba de una vieja forma de comunicación que a todos les gustaba. Alguien había empezado, tal vez de forma accidental, unos años antes. La primera botella con su carga etílica llegó flotando hasta su embarcadero siete años atrás: coñac Charante de excelente calidad. Había aparecido oportunamente una mañana de agosto para ayudarle a aliviar las molestias de una resaca.

En cuanto abrieron las licorerías Onni saldó su deuda con el lago. De vez en cuando —cada vez más a menudo en los últimos años— llegaban botellas a su orilla. La costumbre se había extendido poco a poco a todo el lago, pero era algo de lo que no se hablaba. Era el secreto mudo de los veraneantes del lugar.

—El verano pasado repesqué tres botellas de jerez y, todavía un poco antes de que el lago se congelase, una de vodka y otra de aguardiente de cebada. Estaban tan llenas que apenas si podían mantenerse a flote. Es la clase de cosas que a uno le calientan el corazón. Te pones a pensar que, en algún lugar, en otra orilla, existe un alma gemela, un amigo generoso con el coñac, o tal vez un borrachín aficionado al vodka, que se acuerda de sus desconocidos prójimos del otro lado de las aguas.

Estando en la sauna una tarde, el coronel se quedó contemplando el cuerpo lleno de cicatrices de su amigo y le confesó que hacía ya tiempo que aquello le intrigaba. ¿Se trataba de heridas de guerra? ¿De dónde procedían aquellas marcas como de zarpazos?

Rellonen contestó que era demasiado joven para haber ido a la guerra, porque sólo tenía un año cuando estalló.

Pero menuda guerra era también la vida en Finlandia en tiempos de paz…, tres veces había ido a la quiebra. De ahí venía lo de las cicatrices.

—A ti te puedo confesar que me deprimía tanto tras cada quiebra, que decidía suicidarme. El intento del día de San Juan no fue el primero. Y tal vez no sea el último, quién sabe…

Antes ya lo había intentado tres veces. En los años sesenta, cuando se arruinó por primera vez, decidió dinamitarse por los aires. En aquella época tenía una empresa de excavaciones. La última contrata había sido en Lohja. No andaba precisamente falto de explosivos, pero sí de destreza en su manejo. Rellonen se encerró en su caseta de la obra llevando consigo un montón de cartuchos de dinamita, a los cuales había conectado sendos detonadores y mechas. Se había metido los cartuchos en los pantalones.

De esta guisa, el suicida se acomodó en su silla de la oficina y prendió ambas mechas. De paso, se encendió también su último cigarrillo.

La explosión no salió del todo bien. Al arder, las mechas le hicieron grandes y humeantes agujeros en los calzoncillos y, acto seguido, sufrió quemaduras en las piernas. Incapaz de soportar el calor de las mechas al rojo vivo, salió aullando despavorido de la caseta. La carga de dinamita se le había ido escurriendo hacia abajo por la pernera del pantalón, soltándose de los detonadores, uno de los cuales había estallado, hiriéndole de mala manera el trasero y los costados. Quedó con vida, pero las heridas fueron considerables. El otro detonador explotó con su correspondiente carga en la caseta, y la hizo volar a más de setenta metros del lugar, en mil pedazos.

Tras la siguiente bancarrota, en el año 1974, Rellonen intentó matarse con una escopeta de caza fijándola al tronco de un árbol en la finca de su suegro, en el lago Sonkajärvi. Se trataba de una trampa que debía dispararse al paso de la pieza, o sea, él. Pero como estaba completamente borracho en el momento de los preparativos, el disparo casi falló.

Se dio la vuelta sobre las tablas de la sauna para enseñarle al coronel la espalda llena de cicatrices, huellas del fatal disparo. Uno de los perdigones le llegó hasta la pleura, pero desgraciadamente salió ileso de su propia trampa.

La penúltima vez decidió abrirse las venas. Sin embargo, sólo consiguió cortarse las del brazo izquierdo, justo antes de desmayarse al ver su propia sangre. También esa vez le había quedado de recuerdo una cicatriz bastante grande.

A causa de aquellos fracasos, decidió hacerse con un revólver, pensando que por fin podría quitarse la vida. Pero, como ya sabía el coronel, también aquel proyecto había quedado a medio camino.

Kemppainen contemplaba las cicatrices. Le parecía que su amigo había demostrado una extraordinaria fuerza de voluntad en sus tentativas de quitarse la vida. Él nunca había intentado suicidarse, pero su camarada era todo un veterano, digno de respeto por sus muchos años de experiencia en el ramo.