La pura casualidad había salvado la vida de dos hombres hechos y derechos. Cuando un suicidio fracasa, no es necesariamente lo más trágico del mundo. El ser humano no consigue todo lo que se propone.
Tanto Onni Rellonen como Hermanni Kemppainen habían decidido casualmente acabar con sus días en el mismo pajar y se habían metido allí casi al mismo tiempo.
Aquello dio lugar a una confusión, que fue la que evitó la tragedia. Tenían que renunciar a sus intenciones, y lo hicieron de mutuo acuerdo. Encendieron un par de cigarrillos y dieron las primeras caladas del resto de su vida, tras lo cual Rellonen propuso que fuesen a su casa, ya que parecía que por el momento no había nada más que hacer.
Por propia iniciativa, le contó al coronel cuáles eran las circunstancias vitales que le habían llevado a tomar su terrible decisión. El oficial le escuchó compasivo y luego le explicó su propia situación, que tampoco era como para dar saltos de alegría.
Kemppainen había estado destinado como jefe de brigada en el este de Finlandia, pero ya llevaba un año en cuarentena a disposición del estado mayor como asistente del inspector general de infantería. No tenía ni trabajo, ni brigada. En la opinión general era un oficial incompetente, sin ninguna utilidad. Era como un diplomático que regresa a casa conservando rango y paga, pero nada más.
Pero un soldado no se deja deprimir por tal discriminación hasta el punto de ahorcarse. El problema iba más allá: su esposa había muerto de cáncer aquel invierno y el hecho le había dejado tan trastornado, que aún no podía creer que fuese verdad. Ya nada funcionaba. El hogar era un desierto, no tenía hijos, ni siquiera un perro. La soledad era tan desgarradora, que no tenía fuerzas ni para pensar en ello. Lo peor eran las noches, no había podido dormir en condiciones desde hacía meses. Tampoco el aguardiente ayudaba, no iba a resucitar a su esposa a fuerza de beber.
Su amada esposa…, el coronel no se había dado cuenta hasta después de que ésta muriese.
La vida había perdido su sentido. Y si al menos le quedase la esperanza de una guerra, o un levantamiento… pero la situación mundial iba últimamente por derroteros cada vez más pacíficos. Algo bueno en sí, pero para un militar de carrera eso era sinónimo de desempleo. Y tampoco la juventud actual tenía agallas para levantarse en contra del orden imperante. Para los jóvenes finlandeses, participar en la lucha social consistía en llenar de pintadas obscenas las paredes de las estaciones de ferrocarril. Para dirigir o sofocar una rebelión como aquélla no hacían falta coroneles. Éste mundo no necesitaba a los oficiales que, como él, habían salido escupidos de la espiral del escalafón. En los últimos años se había perdido el respeto por los militares.
A los objetores de conciencia se los mimaba, mientras que a los soldados que habían pasado por la dura y vieja escuela se los denostaba públicamente. Si se obligaba a reptar por el suelo a algún recluta arrogante, inmediatamente había que hacer frente a todo tipo de acusaciones por torturas físicas y mentales. Y qué ironía, sin embargo: en una guerra, al soldado que no estuviese dispuesto a reptar, el enemigo lo mataba y acababa yendo a parar a la fosa común en unas parihuelas. Sólo que esto no les entraba en la cabeza a los fanáticos defensores de los derechos humanos.
El coronel Kemppainen dijo que la profesión de oficial era frustrante. Los soldados se entrenaban para la guerra durante toda su vida participando en maniobras, en ejercicios de combate, practicando tiro. Estudiaban el arte de matar y lo perfeccionaban, hasta llegar a convertirse en asesinos cada vez más peligrosos.
—Si me comparasen con un científico que se dedicase a la investigación, yo sería como mínimo doctor en Ciencias del Homicidio. Sin embargo son habilidades que nunca se ponen en práctica, con eso de que vivimos tiempos de paz total. Mi situación podría compararse a la de un artista que se hubiese pasado toda su vida estudiando para ser pintor, intentando hacerlo cada vez mejor, trabajando un boceto tras otro, convirtiéndose en uno de los mejores en su campo, pero sin conseguir jamás exponer uno solo de sus trabajos. Un oficial es como un artista de élite al cual se le niega el derecho a hacer su propia exposición.
El coronel Kemppainen le contó que la víspera había salido de Helsinki en su coche en dirección a Jyväskylä, su ciudad natal, para pasar las fiestas de San Juan, pero se había sentido tan deprimido, que había terminado por tomar la carretera de desvío a Häme. Encontró el viejo pajar, donde había pasado toda la noche acostado junto a la pila de haces de heno, aturdido. Del lago llegaba el vocerío de los que festejaban. Se había aproximado de madrugada a la orilla más cercana, había desatado un trozo de cuerda del embarcadero de una de las cabañas y, embotado, había regresado al viejo pajar.
En el camino de vuelta notó de repente un extraño chasquido en la sien derecha, como si se le hubiese reventado una vena. La sensación había sido increíblemente liberadora. Así que, al fin y al cabo, todo iba a terminar felizmente, iba a morirse en medio de aquel paisaje estival y encima de una muerte natural y digna. Un derrame cerebral era algo bastante apropiado como causa de defunción, incluso para un coronel, sobre todo en tiempos de paz. El oficial sintió un mareo, como era de esperar, y se dejó caer a cuatro patas en el prado, deseando que los estertores de la muerte le llegasen pronto.
Pero al frotarse la sien, notó que la vena le había manchado la piel al reventársele. Echó un vistazo a su mano. Coño, aquello no era sangre, sino una plasta blancuzca y apestosa. Tardó unos segundos en darse cuenta de que lo suyo no había sido una embolia: la culpable había sido una gaviota que en aquel momento planeaba por encima de su cabeza.
Kemppainen se puso en pie, decepcionado y ofendido, Se lavó la cara en un charco que se había formado en una zanja y se retiró taciturno al pajar. Tras descansar un rato, trepó a gatas a lo alto de la pila de haces de paja, dispuesto a ahorcarse. Tampoco aquella tarea dio fruto, ya que Rellonen atinó a presentarse en medio de la fiesta.
Los hombres estaban de acuerdo en que, al menos por ese día, le habían perdido el gusto al suicidio. Sus ansias de morir se habían serenado. Quitarse la vida es algo tan personal, que exige una tranquilidad absoluta. Era cierto que algunos extranjeros se quemaban a lo bonzo en lugares públicos para hacer patente alguna protesta y por razones políticas o religiosas, pero un finlandés no requería de público para suicidarse. Ambos pensaban lo mismo.
Llegaron al chalé de Onni Rellonen conversando animadamente. Se había dejado la puerta abierta. A veces uno se va de casa presa de sentimientos tan violentos, que es capaz hasta de dejar sus posesiones expuestas a los ladrones.
El anfitrión le sirvió a su invitado un par de bocadillos y cerveza, y le propuso calentar la sauna. El coronel le ayudó yendo a buscar unos cubos de agua al lago, mientras que él se ocupaba de la leña.
A mediodía la sauna estuvo a punto. Ya dentro, se azotaron sin piedad con ramas de abedul, como si hubiese una razón especial e inexplicable para ello. Tenían que sacudirse de la espalda su vida anterior, azotarse para ahuyentarla lo más lejos posible. Purificaron sus cuerpos, pero ¿qué iba a ser de sus almas?
—En toda mi vida había estado en una sauna tan extraordinaria como ésta —alabó el coronel.
Continuaron conversando en el porche. Decidieron tutearse. Se contaron cosas que ninguno de los dos le había revelado antes a ningún mortal. Un intento de suicidio es algo que puede unir a los seres humanos, en eso estaban de acuerdo. Descubrieron el uno en el otro innumerables y excelentes cualidades que nunca habían sabido que poseían. Tenían la impresión de haber sido amigos desde siempre. De vez en cuando se zambullían en el lago y eso les refrescaba haciéndoles sentir que estar vivos era un milagro.
Visto desde el agua, nadando con un compañero de infortunio bajo el sol del día de San Juan, el mundo empezó a parecerles un lugar aceptable. ¿Qué prisa había por marcharse?
Más tarde, ya por la noche, se tomaron unos lingotazos de coñac frente a la chimenea. El coronel había ido a buscar la botella a su coche, al otro lado del prado. El coche había arrancado como si su dueño nunca lo hubiese abandonado allí para matarse.
El oficial levantó su copa y declaró:
—Onni, después de todo ha estado muy bien que aparecieras por casualidad en ese prado, en medio de… todo.
—Pues sí…, estamos vivos. Si hubiese llegado tarde, o hubiese ido a parar a otro prado, ahora mismo estaríamos ambos tiesos. Tú colgando de una viga y yo con la cabeza hecha papilla.
El coronel miró la cabeza de Rellonen.
—Hubieses sido un cadáver bastante feo —dijo pensativo.
En opinión de Rellonen, la visión de un coronel de tamaña constitución colgando de una viga tampoco hubiera sido demasiado atractiva.
Para Kemppainen, lo sucedido había sido fruto de una casualidad impresionante y pensado en términos matemáticos, era algo tan excepcional como si les hubiese tocado el premio gordo de la lotería. Se pusieron a cavilar cómo había sido posible, para empezar, que dos hombres se las apañaran para ir al mismo pajar a matarse y que, encima, hubiesen atinado a hacerlo en el mismo momento. Si se les hubiera ocurrido ir a suicidarse a Ostrobotnia, otro gallo les hubiese cantado, porque allí había llanuras enteras de sembrados donde se perdía la vista y, además, cientos, miles de pajares, los suficientes para que hasta cien hombres se ahorcasen o se pegasen un tiro sin molestarse unos a otros.
También les preocupaba qué empujaba a las personas a acabar con sus días lejos de su propia casa. ¿Y por qué, a pesar de todo, buscaban un lugar protegido como aquel viejo pajar? ¿Estaba el inconsciente del hombre tan estructurado que ni en los momentos de desesperación quería ensuciar su propia casa? La verdad es que la muerte no es un suceso muy hermoso ni limpio, que se diga. Había que encontrar un lugar protegido para que el cuerpo, por más feo que fuera, no acabase expuesto al azote de la lluvia, ni a las cagadas de los pájaros.
El coronel se frotó la sien, pensativo.
Miró a su camarada directamente a los ojos y le dijo que aplazaba su suicidio, por lo menos hasta el día siguiente. Quién sabía, de todos modos tal vez acabase con sus días a la semana siguiente o, en el mejor de los casos, en otoño. ¿Y qué pensaba Onni? ¿Aún le daba vueltas al asunto con tanta seriedad como por la mañana? El director gerente Rellonen había llegado a la misma conclusión. Ya que el proyecto se había visto aplazado por un capricho de la casualidad, seguro que aún lo podían aplazar algo más por sus propios medios. La peor fase de la depresión había pasado, así que había tiempo para sopesar las cosas.
—He estado pensando durante todo el día y, bueno, a lo mejor tú y yo podíamos hacer algo juntos —sugirió Onni con tiento.
Kemppainen reconoció conmovido que aquél sí era un buen amigo, un hombre honesto en quien se podía confiar. La víspera estaba solo, pero ya no.
—No se puede decir que le haya pillado gusto a la vida de repente…, para nada, no se trata de eso. Pero sí que podríamos hacer algo. Vaya, que estamos vivos.
Onni, más que animado, se mostró entusiasta. Se puso a hablar con rapidez, eufórico. ¿No podían intentar algo así como un nuevo comienzo, una nueva vida? ¿Dejar todo lo anterior y hacer algo que les hiciese sentir que vivir valía la pena?
El coronel se declaró dispuesto a pensárselo. De ahí en adelante su vida sería en cierto modo gratis, un regalo, una prórroga. Algo que podían gastar como les viniese en gana.
¡Qué gran idea! Los dos camaradas se pusieron a filosofar. En realidad, las personas siempre estaban viviendo el primer día del resto de sus vidas, aunque no se les ocurriese nunca pensarlo en medio de tanto trajín. Sólo aquéllos que habían estado a las puertas de la muerte se daban cuenta de lo que en la práctica significaba comenzar de nuevo.
—Ante nosotros se abre un horizonte de infinitas posibilidades —declaró el coronel.