Capítulo 20

Tjenti no se animó a hacer noche entre las ruinas del templo del sur. Lo sabía edificado en honor a los dioses de aquel faraón maldito, enemigo de Amón, y no quiso contaminarse en la noche previa al gran duelo de arqueros. Buscó, en cambio, refugio en la orilla, entre palmeras, ante una fogata encendida para ahuyentar a los mosquitos. Esa noche corrió viento, uno suave que mecía las llamas, uno que a él se le antojó suspiro de Amón, que acudía para susurrarle al oído viejos misterios y, en la danza del fuego, componer para él imágenes de otros tiempos. Contemplándolas, cruzado de piernas, el arco en el regazo, los párpados entrecerrados, fue cayendo en el sueño y su mente echó a volar hacia los viejos recuerdos, tal como el pájaro ba sobrevuela, antes de partir para siempre, los lugares más amados.

Los días felices en su aldea, las aguas azules del Nilo llenas de sol. Las grandes selvas sureñas que, en tiempos, él había visitado. Las campañas egipcias, los caminos polvorientos, el estruendo de las armas. Cacerías de búfalos, elefantes, leones. Grandes rebaños, mujeres, sus nietos correteando desnudos, libres de las obligaciones que oprimen a los adultos.

En cierta ocasión, oyó decir a un brujo que algunos recuerdos eran como verdaderos espíritus. Que tenían voluntad, alma, que acudían a los hombres para acompañarlos en los momentos más trascendentales. Que los seres humanos no tenían en propiedad, en el fondo, más que recuerdos del pasado y sueños respecto al futuro. Eso era todo.

Sumido en pensamientos así, cada vez más dispersos, acunado por el murmullo del aire y la danza del fuego, acabó por caer en sueño más profundo. Y no despertó, arco en mano, hasta el clarear del alba, en esos momentos de frío que suelen preceder al nacimiento del sol. La hoguera se había convertido en cenizas y él se incorporó destemplado, entumecido. Y, al desperezarse y notar la rigidez en las articulaciones, se dijo estoico que la vejez ya rondaba callada por su puerta.

Fue un Tjenti recién bañado en el padre Nilo quien saludó a la salida del sol tras los farallones, con las manos en alto y las armas a los pies. No había querido afrontar ese día de combate sin purificarse en las aguas del gran padre río y, así, un hipotético observador, justo al despuntar el día, hubiera podido divisar a aquel arquero alto, membrudo, reverenciando a la luz con las palmas vueltas, cantando un himno de victoria en honor del sol. Decían entre los suyos que cantar al dios sol, al alba, expulsaba a los posibles demonios que hubieran podido colarse por la boca durante el sueño. Y, a Tjenti al menos, entonar himnos le liberaba, aventaba miedos y retazos de recuerdos que podían estorbar al brazo.

Echó a caminar hacia el norte, el arco en la mano, la aljaba llena de flechas. Se apartó, eso sí, varios keths al este para evitar la calzada; porque aquel camino recto podía convertirse en una trampa mortal para arqueros, ya que daba buenas referencias a la hora de disparar proyectiles. Si se enfrentaban ahí, lo más seguro era que tanto el egipcio como él acabasen muertos. Y Tjenti deseaba vivir, aparte de que confiaba en su pericia con el arco y nunca había necesitado cuerdas guía para asaetear a sus enemigos.

Ascendía el sol por el cielo, camino del mediodía, y la temperatura subía con gran rapidez. Aquel iba a ser otro día de gran calor, porque ya las imágenes lejanas comenzaban a temblar, a pesar de la hora relativamente temprana. Las ruinas de adobe de la ciudad sur eran visibles delante, a mano izquierda, y Tjenti empezaba a preguntarse dónde estaría el egipcio. No podía saber que Snefru había optado por ir a hacer noche junto a aquellos altares solitarios del norte que encontrase hacía pocos días, durante sus exploraciones.

Cuando por fin columbró al egipcio, muy de lejos, casi tuvo dudas de que no fuese un espejismo producido por el aire que se agitaba. Pero no, era real y el otro también le había visto, porque se dirigía hacia él a través de los terrenos resecos; un fantasma distorsionado, entre vaharadas de calor. Entrecerró los párpados, se detuvo un instante a montar la cuerda del arco y sacar una flecha, y luego lanzar una mirada de soslayo al sol, invocando la protección de Amón-Ra.

Observó con ojos achicados a aquel hombre alto, fuerte, de falda de faldones, con gran arco de guerra y casco de bronce que centelleaba a cada roce del sol. Durante un instante parecía engañosamente cerca y al siguiente, entre el rielar de las imágenes, se convertía en una fantasmagoría lejana. Tensó su arco un momento, para probar la cuerda, porque, aunque era difícil precisar distancias en un terreno así y con tanto calor, estaba claro que aún se encontraban fuera de tiro.

Se alzó un gran golpe de aire rugiente que despejó la atmósfera, de forma que la silueta de su enemigo se hizo nítida y la distancia clara. Otra bocanada. Se estaba desatando un viento tempestuoso, ardiente y a ráfagas, producto sin duda del calentamiento tan rápido y de la disposición de aquella bahía, entre farallones y con islas en la ribera. Corría bramando, robando el aliento y arrojando arena contra el rostro del nubio, porque venía del nordeste.

Tjenti disparó una primera flecha de tanteo que ni siquiera llegó a la altura de su enemigo, porque uno de esos golpes incontrolables de viento atrapó al proyectil, lo frenó y lo arrastró muy a su izquierda. Colocó otra flecha en el arco. Aquel aire de fuego le era, sin duda, desfavorable, pues sus flechas tendrían que remontarlo como un pez la corriente. El egipcio hizo a su vez un tiro y, por su actitud, entendió Tjenti que también de prueba, para medir fuerza, ya que no desvíos, pues eso era imposible con aquel viento racheado. La vara emplumada pasó, en alas del viento, muy a la izquierda de Tjenti.

Estaba ya más cerca, al punto de que el nubio podía advertir la perilla azul y la mirada hosca de su enemigo, que le observaba sin parpadear bajo el casco de bronce. Las ráfagas levantaban trombas efímeras de tierra; las hacían correr distancias cortas para luego dejarlas caer. Tjenti tiró una segunda flecha y de nuevo el viento seco la atrapó para arrastrarla al oeste, como una brizna de paja. Ya su mano volaba a la aljaba, en busca de otro proyectil. Si tenía viento de cara, racheado, si los dioses parecían ponerse contra él, entonces lo único que podía hacer era disparar cuantas más flechas mejor, a la mayor velocidad posible.

Snefru, su segundo proyectil entre los dedos, había visto cómo titubeaba el nubio, allá a lo lejos, y, por la expresión de su cara, llegó a pensar que se le había metido arena en los ojos. Pero no era eso, ni tampoco miedo, porque aquél no parecía de los que se acobardan ante la adversidad. No, ni dolor ni miedo físico. Sí temor divino, como el que había visto otras veces alcanzar a hombres valerosos.

Temor del viento. El viento ardiente que ya había visto soplar otras veces. Viento de fuego, aliento de Seth, amo de los desiertos. Corría abrasador, rugía, levantando cortinas de polvo. Y el nubio, a lo lejos, las plumas de colores del cabello ahora flameando, tendía de nuevo su arco, sin pensar en retroceder.

Disparó Snefru a su vez, a la izquierda, para compensar en lo posible el aire, el cuerpo seco, cualquier atisbo de sudor evaporado. Su flecha voló en el viento de fuego, la atrapó una ráfaga rugiente, le imprimió velocidad, la llevó a dar de lleno en el pecho del nubio, justo cuando éste tomaba puntería.

Lo que Tjenti sintió fue como si le traspasasen el pecho con una barra de hierro al rojo. Le fallaron las piernas, se le escapó el arco de las manos, cayó de rodillas para quedar sentado sobre los talones, desmadejado, y sólo en ese momento se percató de que le habían herido. Le habían clavado una flecha, sí, con tanta fuerza que la punta había salido por la espalda. Podía notarlo bajo el hombro, el punto en el que la vara rompía la piel para asomar, y el dolor ahí era atroz. Entre el aullido del viento, tanteó en busca de su arco, no para seguir luchando, porque fuerza no le quedaba en el brazo, sino para tenerlo consigo cuando le llegase la muerte.

Así debió de entenderlo también el egipcio, porque devolvió la nueva flecha a la aljaba. Sentado sobre los talones, las manos colgando, la vista algo borrosa —no sabía si porque le llegaba la muerte o por culpa del polvo alzado por el viento—, Tjenti le vio llegarse a él, el arco en la zurda y, ahora, en la diestra, esa maza de guerra suya, de contera afilada y cabeza en esfera de ébano.

El viento árido amainó de golpe, igual que se había alzado, y una calma repentina se aposentó sobre aquellos parajes batidos por el sol de media mañana. Snefru, la maza en puño, contempló al nubio sentado sobre los talones, la mano sobre el arco. Miró unos instantes en sus ojos oscuros, turbios ahora de dolor, antes de hablar despacio.

—Se pactó que el vencido quedaría en el campo, a merced de las alimañas. Que su cuerpo sería pasto de chacales, para que su ka no tuviera envoltura a la que acogerse y no pudiera vivir en el Más Allá.

El nubio, las manos colgando, una de ellas como muerta sobre el arco, no mudó de expresión, como si no estuviese entendiendo muy bien qué se le decía. Snefru, tras una pausa, le observó sin rastro de simpatía.

—No lo haré así. Es mi decisión y quiero que la sepas. Enterraré tu cadáver, marcaré con piedras el lugar exacto y, si logro regresar a mi casa, mandaré recado a Tebas, para que los tuyos sepan dónde estás sepultado y puedan venir a buscar el cuerpo.

Sopesó su maza, con gesto sombrío.

—Quiero que conozcas también los motivos de mi decisión. Lo hago porque no creo que sea correcto usurpar lo que es de los dioses. Eres mi enemigo, me has causado pérdidas personales y gran dolor. Pero tal vez has actuado según tu conciencia. Que sean Toth y Osiris los que pesen tu alma; que ellos decidan sobre la rectitud de tus intenciones. No quiero para mí esa carga. Conserva tu cuerpo y, si has sido un hombre justo, que se te permita vivir en la otra vida. Si has sido malvado, que sea el Devorador el que te aniquile. Que sean los dioses los que dispongan de tus almas. En cuanto a tu cuerpo mortal…

Mientras el nubio giraba la cabeza para no ver llegar el golpe, o tal vez para mejor ofrecer la nuca, el mensajero del faraón enarboló en alto su maza de guerra.

—Ahora yo, con ésta, te libero.