Capítulo 19

—¡Quietos! ¡Quietos! ¡No subáis! —oyeron gritar a su espalda a Petener, que pasó acto seguido al habla bastarda de los comerciantes del Delta—. ¡Hermolaos! ¡No cierres! ¡Espera! ¡Espera!

Los gritos surtieron efecto, fuese por el tono de mando o por el efecto, harto impresionante, de los ecos rebotando en aquellas paredes estrechas. Los dos egipcios se habían detenido al pie de las escaleras, lámparas y armas en puños, en tanto que la figura en lo alto alargaba su vela, para ver mejor, sin bajar por eso su espada. El cambio de posición arrojó luz sobre su rostro y, en efecto, quien allí arriba estaba, en la rendija aún abierta, no era otro que el griego Hermolaos, como había supuesto ya el seneti.

Hubo unos instantes de inmovilidad, muy tensos. Hermolaos, que, visto desde abajo, al resplandor de esa vela, parecía casi un demonio atisbando desde una de las grietas de los infiernos, aguardaba, en tanto que los dos egipcios, desde el pie, no le quitaban ojo. Petener se abrió paso entre sus compañeros.

—Haceos atrás —les conminó con voz calma—. Dejadme sitio.

Envainó de forma ostentosa su espada, antes de subir un par de peldaños, para hablar con mayor comodidad.

—¿Cómo es que me traicionas así, Hermolaos? ¿Qué quieres? ¿Más ganancia?

—Todo ese oro de ahí adentro es tentador, qué duda cabe. —El griego asintió.

—No me esperaba esto de ti, la verdad. ¿Cuánto tiempo lleváis a mi lado? ¿Cinco años?

—Más o menos, sí.

—¿Alguna vez he sido cicatero con vosotros? ¿O he escatimado lo que se os debía? ¿Vais a traicionarme ahora para quedaros con todo el oro?

—En parte sí. —Hermolaos agitó la cabeza de trenzas rubias—. Con todo ese oro podremos volver a casa, o instalarnos en alguna de las colonias de Asia o la Magna Grecia. Pero, señor, quiero que sepas que sobre todo me mueve la prudencia.

—¿De qué estás hablando, hombre?

—De que quizá, señor, este mercenario es más listo de lo que tú creías. —Sonrió, al tiempo que cambiaba al idioma egipcio, y la llama de la vela le convirtió el rostro en una máscara de zonas iluminadas y sombras. Un egipcio lento, titubeante, de acento muy cargado, pero entendible. Volvió de nuevo a la jerga—. Ya ves, señor. Sé mucho más de vuestro idioma de lo que nunca di a entender.

—Bien por ti. ¿Y?

—Cuando la gente cree que no le entiendes, se permiten más libertad de palabra estando tú presente. Conozco no sólo la finalidad última de este viaje, sino también algunas de sus… peculiaridades. Y una de ellas es la necesidad absoluta del secreto.

—No te comprendo. —Petener, ahora impaciente, fue a subir otro peldaño, pero el otro le hizo desistir con un vaivén de la espada.

—Es muy fácil. He ido albergando el temor, cada vez mayor, de que, para guardar el secreto de todo esto, nos hagas matar a la vuelta a Sau. O puede que antes. Tres cuerpos desaparecen con facilidad en el Nilo.

—Eso son niñerías.

—No para mí. Ojalá pudiera arriesgarme. Por lo que he podido ir captando, detrás de todo esto está el propio faraón. —Meneó la cabeza, y de nuevo luz y sombras danzaron por sus rasgos—. ¿Por qué iba a correr riesgos? Yo, en su lugar, no lo haría. Nadie va a echar mucho de menos a tres lanzas de alquiler, sobre todo si se han librado combates y no son los únicos que no regresan. Y ése sería el caso.

—Hermolaos, te has dejado vencer por recelos absurdos.

—Tal vez. Pero, si colocamos en un plato de la balanza los riesgos del confiar y en el otro la ganancia que supone quedarse con todo el oro, creo que la solución es obvia. Espero que comprendas mi postura.

En la penumbra, Snefru cambió una mirada sombría con Uni, antes de evaluar si podría arrojar su maza contra el griego y abatirlo. Petener estaba mostrando la palma abierta a Hermolaos.

—¿Serás capaz de dejarnos aquí para que muramos?

—No se me ocurre otra solución… —Debió de advertir la forma en la que Snefru sopesaba su arma—. Por favor, uetuti nesu, que no se te pasen malas ideas por la cabeza. Ni se te ocurra intentar tirarme esa maza.

Petener se giró para, con un gesto, pedir a los que estaban tras él que se quedasen tranquilos, antes de encararse de nuevo con el que estaba en lo alto de las escaleras.

—¿No teméis a la maldición de los dioses? Jurasteis…

—Nos iremos muy lejos, donde vuestros dioses no tienen poder alguno. Lejos del Nilo, no son nada. En cuanto a los nuestros, casi todo se puede arreglar con ellos mediante sacrificios.

—A lo mejor no os resulta tan fácil marcharos de Egipto.

—Yo creo que sí. Quiero que sepas que no te guardo animadversión alguna. Has sido un buen patrón todos estos años. Si pensabas hacernos matar, como yo estoy convencido, sé que es porque pensabas que era necesario. Y sí, saldremos de Egipto con relativa facilidad.

—¿Cómo?

—Cuando acabe esta conversación, cerraremos por completo esta trampa. Eso será todo. Nos iremos a Unet unos días, alguna forma encontraremos de cruzar el río. Vosotros os quedaréis aquí y los de los barcos, cuando suban a buscarnos, no encontrarán nada. Aun suponiendo que conozcan el lugar exacto al que nos hemos dirigido, cosa que dudo, en vista de la reserva con la que se ha llevado todo el asunto, no encontrarán nada. Nada.

Hizo una pausa, pero como el seneti, plantado al pie de los escalones, lámpara en zurda, no respondía nada, prosiguió.

—Volveremos dentro de diez o doce días, ya conseguiremos alguna nave en Unet. Vuestros barcos ya se habrán ido para entonces. Sabiendo cómo sois los egipcios, es muy posible que piensen que las viejas maldiciones nos han fulminado a todos, o que los demonios nos han devorado. Eso hará que se marchen más rápido. Tomaremos el oro de esa cámara y nos dirigiremos hacia el norte. —Hizo un gesto de lanza para impedir la réplica del otro—. Si sabemos a qué horas navegar, podremos llegar a aguas del Delta controladas por Dyanet corriendo un riesgo mínimo. Y, desde allí, nos despediremos con la mayor rapidez posible de este país.

Hizo una nueva pausa. Petener inclinó la cabeza y Snefru supo que estaba pensando a toda velocidad, ya que no tenía nada con que negociar. Así lo debió de entender también Hermolaos, que se permitió un gesto de la espada.

—Va siendo hora de que nos separemos, señor. Antes, quiero reiterarte que no hay nada personal en todo esto.

—¡Aguarda! Si…

Pero Hermolaos se echó atrás de sopetón, dando una voz que, sin duda, estaba destinada a sus hermanos. Con crujir de piedra, la rendija comenzó a cerrarse. Snefru, dejándose llevar por su temperamento, corrió escaleras arriba, secundado por Uni. Pero la brecha se cerró en un latido, con un golpazo de piedra contra roca y, aunque Snefru lanzó su hombro desnudo contra la laja, aquélla no se movió. Se hizo además daño y, de pura rabia y frustración, a punto estuvo de golpear con su maza, aunque se contuvo por el grosor de una uña.

Pero el movimiento no había cesado, ya que la trampa se estaba desplazando hacia la izquierda. Los griegos habían descubierto la forma de encajarlo y estaban haciendo palanca con sus lanzas sobre las ranuras al otro lado. Snefru y Uni echaron sus cuerpos contra la losa, pero, por aquel lado, no había más que unos cuantos cartuchos cincelados; nada en lo que apoyarse. En unos instantes, con un resonar de piedra contra piedra, la trampa encajó y, por fin, todo quedó en silencio.

Un silencio que duró instantes muy largos, mientras se observaban al resplandor de las luces del aceite, como asimilando que habían quedado enterrados en vida. Un silencio que se quebró de golpe cuando Petener perdió esa calma que había mostrado mientras intentaba negociar con los griegos; la misma serenidad por la que era famoso en la corte de Sau. Comenzó a pasear de un lado a otro, en el rellano de abajo, congestionado, cubriendo de maldiciones a los traidores, invocando la ira de los dioses sobre ellos y toda su parentela. Había dejado su lámpara en el suelo y abría y cerraba las manos, como si quisiera tener entre ellas los cuellos de sus enemigos, y sus gritos destemplados reverberaban por las escaleras.

Snefru estaba devolviendo la maza al cinto, sin inmutarse. Había presenciado, desde niño, aquellos ataques de ira del otro, tan raros como violentos, y, por la expresión imperturbable de Uni, coligió que el escriba había sido testigo también de más de uno, lo que indicaba la confianza con que le honraba el seneti, que trataba de ocultar a la gente sus rasgos menos positivos. Sólo algunos pocos, como Snefru, que le conocían desde la infancia, sospechaban que seguía siendo tan temperamental, sólo que las ambiciones y los años le habían enseñado a disimularlo.

En aquel lugar cerrado, de atmósfera polvorienta y estancada, la rabia del seneti acabó por agotarse como una llama espontánea que muere al consumir todo el combustible. Se detuvo, el rostro de rasgos marcados bañado en sudor, resollando con pesadez y, como si hubiese quedado exhausto por ese ataque de ira, se apoyó con una mano en la pared.

Pero fue sólo una pausa, una calma falsa entre dos vendavales, porque la rabia le volvió de sopetón para darle nuevas fuerzas. Subió a trancos largos la escalera para llegarse a la trampa y aporrearla con sus puños, maldiciendo a Hermolaos. Luego echó todo el peso del cuerpo contra ella, como si así pudiera moverla. Snefru le observaba, sin soñar en intervenir. Ahí estaba el Petener de verdad, impetuoso, físico, el que ocultaban los disfraces cortesanos. Uni, como arrastrado por su locura, había dejado espada y lámpara para unir esfuerzos a los de él. A no mucho tardar, hasta Snefru, pese a saber que era en vano, se sumó a ellos.

Empujaban con manos y hombros, blasfemaban, maldecían, el sudor corriéndoles por todo el cuerpo. Tal vez todo aquello no fue más que una liberación física, abrir la exclusa y dar salida a la frustración de perderlo todo, tras tantas fatigas y cuando ya lo tenían entre los dedos.

Fue también Petener el que primero cedió. Cejó, se dio la vuelta para apoyar la espalda contra la losa y se dejó deslizar hasta quedar sentado. Lo mismo hicieron los otros dos. Se quedaron ahí los tres, agotados, sintiendo en la espalda el tacto áspero de la piedra. Snefru se quitó el casco de bronce para secarse el sudor. Cambió una mirada de desaliento con el seneti y, al ver ese rostro abatido y empapado, por alguna razón, le recordó siendo un adolescente, a pleno sol, en las calles de Dyebat-Neter. Reparó luego en que Uni, que resollaba como un fuelle, no dejaba quietos los ojos, como si siguiese a algo en la penumbra.

—¿Qué ocurre, hombre?

—Una mosca. —El escriba señaló casi con esfuerzo.

—Ah, ya. Se habrá colado cuando entramos.

—Pues ha hecho mal negocio. Morirá con nosotros.

Se echó a reír con rudeza y Snefru, fuera de sí también, le secundó. Luego vieron una nueva luz asomar por el portal de abajo y, un instante después, apareció Tamit, lámpara por delante. La dama observó a los tres hombres sentados en lo alto, sudorosos, de espaldas a la trampa de piedra. Negó con la cabeza, al ver que Petener abría la boca.

—No hace falta que me expliques nada, seneti. Hemos oído todo el escándalo desde la cámara funeraria y hemos entendido lo suficiente como para imaginar qué ha pasado.

Les observó con sus ojos sombreados de kohl y sólo tras de que ellos asintieran añadió:

—Señores, os habéis olvidado de que nos habéis dejado a Memisabu y a mí a solas con cuatro sujetos nada recomendables. —Su tono era de falsa amabilidad, más o menos el que debía usar para poner en su sitio a un administrador o a un escriba poco cuidadoso de sus obligaciones. Y tuvo la virtud de hacerlos saltar sobre sus talones.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el mensajero del faraón mientras recuperaba su lámpara para bajar a toda prisa.

—Nada que Memisabu no haya podido controlar. Pero es mejor no tentar la suerte.

No mentía. Al regresar a la cámara mortuoria, encontraron a los cuatro impíos arrodillados en una esquina, pacíficos; pero se les veía que se dolían de palos recientes, y a uno le resbalaba un hilo de sangre desde una ceja. El sacerdote, apoyado en su báculo, los custodiaba con continente sereno. Al parecer, habían intentado revolverse aprovechando la salida de los otros tres. Pero Memisabu les había reducido con su bastón, arma que sabía manejar harto bien, como ya había sospechado Snefru al verle empuñarlo a dos manos aquella tarde, en la finca de Dyebat-Neter.

Petener les había lanzado la misma mirada que se echa a los perros díscolos y, como entró con la espada en la mano, que había recogido del suelo, los cuatro míseros se encogieron, temerosos de ser ajusticiados en el acto. Pero el seneti les había ignorado para encararse con el sacerdote.

—Ya sabes lo que ha ocurrido. Ha sido culpa mía. Confié demasiado en esos griegos.

—Está hecho. —El otro encogió sus hombros macizos, con gran calma, como hombre que ha pasado por grandes desastres y lo ha perdido todo repetidas veces a lo largo de su vida—. Uno ha de elegir y, a veces, las cosas no salen como pensaba.

La opinión de aquel anciano tenía, sin duda, mucho peso para el seneti, pues fue escuchar esas palabras y como librarse de una carga. Aún fatigado por los esfuerzos estériles de hacía un momento, se fue a un lado y tras él Snefru.

—Petener, ¿pensabas matar a Hermolaos y sus hermanos cuando ya no fuesen necesarios?

—¿Pero qué estás diciendo? Siempre me sirvieron bien. —Negaba despacio—. Ni se me había pasado por la cabeza. Pensaba recompensarlos con generosidad y, eso sí, licenciarlos y enviarlos fuera de Egipto. Es verdad que no hubiese sido bueno que testigos como ellos anduviesen a mano, para poder contar ciertas cosas.

El mensajero del faraón había asentido, también despacio. Los gestos y el tono de voz parecían sinceros, pero no había dejado de darse cuenta de que no había jurado por ningún dios, como era su costumbre cuando quería poner el acento sobre algún asunto. Así que, aunque deseaba creerle, no pudo evitar la idea de que tal vez los griegos habían hecho lo más acertado para salvar el pellejo. Pero no tardó en sacarle de esas cavilaciones la voz de Memisabu.

—Vamos a apagar la mitad de las lámparas. Así tardaremos más en quedarnos sin luz.

Petener había ido a sentarse en el escalón que formaba la zona del tesoro, la sustentada por dos pilares, y no tardó en instalarse su escriba a su lado. Verlos ahí, fatigados, dando la espalda a todas esas riquezas amontonadas que tan embobados contemplaban hacía sólo un rato, le resultó de lo más simbólico a Snefru. Tamit se había marchado a la pared del fondo, a estudiar las pinturas, en tanto que el mensajero del faraón, más práctico, tras apagar su lámpara, se dirigió en la penumbra a los saqueadores, para encararse con su patriarca.

—¿Crees que pueda existir alguna forma de salir de aquí?

—Lo ignoro, uetuti nesu. —Una sonrisa rastrera se le insinuaba en los labios, pugnando por aflorar—. Yo lo sé todo sobre cómo entrar en las tumbas, pero nada de cómo salir de ellas.

Se estaba burlando de él, hasta donde se atrevía. Sin duda, sacaba un regocijo amargo de que sus captores pereciesen con ellos, entre esos tesoros. Ganas le dieron al mensajero del faraón de patear a aquel viejo miserable pero, como así no iba a ganar nada, le dio la espalda. Y, entonces, fue cuando el otro le reclamó.

Uetuti nesu

—¿Sí? —Lo observó desde arriba, sombrío.

—En Menfis, quisiste saber los nombres y cómo localizar a nuestros cómplices.

—Así es.

—¿Sigues interesado?

—Por supuesto.

—Por ahora yo estoy dispuesto a dártelos.

Una pausa. Snefru se cruzó de brazos para observarle.

—¿Por qué?

El saqueador, en cuclillas, los antebrazos sobre las rodillas y las manos colgando a los lados, meneó la cabeza.

—Porque vamos a morir.

—Tal vez salgamos de ésta.

—Lo dudo. Pero, aunque así fuese, el seneti nos hará matar una vez que estemos fuera —sonrió casi con rabia—. ¿O es que crees que no lo sé? Aquí, de una u otra forma, se acaba no sólo mi camino, sino el de toda mi familia, porque no dejarán con vida a nadie.

—Y quieres arrastrar contigo a tus antiguos cómplices.

—A todos, en la otra vida, nos espera la misma suerte. Yo me voy a ocupar de que en ésta no la tengan tampoco mejor que yo.

Snefru asintió despacio, al tiempo que, con un ademán, reclamaba la atención de Uni. Llevaba el otro sus útiles de la profesión, ya que, como buen escriba, antes se hubiese dejado detrás una mano que la tabla y el pincel. Y así fue como, con el saqueador de rodillas, el escriba sentado en el suelo de piedra, con las piernas cruzadas, y el mensajero del faraón en pie, los brazos sobre el pecho, se desgranó allí toda una peripecia vital de crímenes, con nombres, lugares, pormenores. El relato se convirtió en una lista muy larga, porque aquel viejo se había iniciado en el expolio de la mano de sus mayores, apenas pudo servir para algo. La relación, por tanto, abarcaba muchos crímenes, muchos lugares, muchos nombres.

Mientras Uni guardaba su pincel y plegaba con cuidado los papiros, Snefru, en la penumbra de la lámpara depositada en el suelo, los ojos puestos en el viejo arrodillado, se dijo que, si lograban salir de aquel entierro en vida, tendrían que comprobar todo eso con extremo cuidado, pues no sería extraño que aquel mísero hubiese mezclado culpables con inocentes, para arrastrarlos a todos a la muerte.

Rechazó hacerse cargo de los papiros.

—Guárdalos tú. Y, si no te importa, vigila un rato a estos cuatro.

Petener y Memisabu estaban ahora junto a los grandes sarcófagos de granito rojo, cuchicheando por lo bajo quién sabe qué. Pero el mensajero del faraón fue a unirse a Tamit que, tras despojarse de su sobretúnica para tener los brazos más libres, recorría lámpara en mano las paredes de la cámara mortuoria.

—¿Tanto te gustan? —Aludía a aquellas pinturas de estilo para él tan extraño.

—Adoro las artes plásticas. Pero no. —Sonrió al fulgor de la luz de aceite—. Prefiero entretenerme mirando esto y no estar sentada por ahí, pensando que voy a morir en la oscuridad. Porque así moriremos. Mucho antes de que se nos acabe el aire o desfallezcamos de sed, se nos acabará el aceite de las lámparas.

—Aún no hemos muerto.

—Aún no —convino ella y, al ver cómo evitaba poner los ojos en los cartuchos cincelados, sonrió—. ¿Te dan miedo unas simples tallas?

Él se encogió de hombros, sintiéndose casi cogido en falta, antes de obligarse a poner los ojos en el muro. En la piedra blanda, de mala calidad, habían tallado una escena de cuando la ciudad de la bahía estaba en plena actividad. El faraón y su consorte, asomados a un balcón de su gran palacio, repartían collares de honor entre los héroes que se apiñaban en la plaza. Había carros de guerra, caballos empenachados, soldados egipcios, libios, nubios…

—¿Tú también destruirías todo esto, uetuti nesu?

—¿Yo? No entiendo de arte. No sé si la magia de estas escenas es buena o mala.

—Bakenamón creía que lo segundo, pero era un fanático. Y esa circunstancia bastaba para nublar su buen juicio y contrapesar cuanto sabía de arte.

Snefru no dijo nada, ahora los ojos puestos de forma tenaz en la escena de la pared. Ella prosiguió:

—Me enseñó mucho. Cuando yo visitaba sus talleres, o él mi patio, conversábamos de arte. Yo sobre todo escuchaba. Me contó tantas cosas sobre tumbas…

Paseó su luz por esa gran escena de los tiempos de esplendor de los faraones herejes.

—Hablaba de los constructores de pirámides, y de los hipogeos de los grandes faraones. También de las tumbas de las épocas de decadencia. De las maldiciones, los engaños, los pozos en los que caen los saqueadores, las trampas de arena que los entierran.

Se quedó pensativa un instante con la lámpara en la mano.

Uetuti nesu. ¿Me acompañas a echar una ojeada a la entrada de esta tumba?

Retrocedieron así por el túnel, para subir aquel tramo de peldaños entre rampas, al resplandor de la lámpara de Tamit.

—Bakenamón vivía en un mundo de proporciones, unidades, tiempos. Para él, todo en el arte respondía a una utilidad —comentó, mientras subían los peldaños, pensativa—. Pensaba que, para los antiguos, lo decorativo no existía. Que todo respondía a una utilidad, y nunca a la estética.

—Que lo pensase él no quiere decir que fuese cierto.

—Es verdad, pero eso hacía que tuviera una forma muy clara de pensar, de encarar su profesión y el estudio de las viejas formas. Como todo respondía a una aplicación arquitectónica, o mágica, y nunca estética, siempre se preguntaba: ¿para qué servía esto? ¿Qué habían querido conseguir con esto otro los constructores?

Estaba examinando todo el rellano superior y, en especial, la trampa de piedra que les mantenía allí encerrados. Como advirtiese la curiosidad de su acompañante, se volvió para, moviendo de un lado a otro la lámpara, alumbrar todo el rellano.

—Mira todo este lugar. Está desnudo de adornos. ¿No te sugiere nada?

—No sabría decirte.

—A mí algo me indica, sobre todo sumado a otras circunstancias. —Sonrió pensativa y, al chisporroteo de la mecha, su rostro adoptó de nuevo un aire felino—. Ahí abajo amontonaron el tesoro funerario, no hay antecámaras, ni capillas, algunas zonas y jambas están sin decorar. Esta tumba secreta se construyó con relativa prisa y no hubo ni tiempo de terminarla.

Volvió a mover su luz.

—El tiempo de los faraones herejes se acababa. Sin duda, esto se hizo tomando toda clase de precauciones. Secreto dentro de secreto. Debieron de emplear a pocos obreros: un trabajo más largo, pero mucho más seguro, sobre todo a la hora de camuflar herramientas, materiales, idas y venidas. Y tuvieron que cerrarlo sin rematar, para poder salvar a las momias y su tesoro. Por eso hay partes sin decoración.

—Te creo. —Snefru suspiró—. Pero saber eso no nos ayudará a salir de aquí.

—Depende.

Se giró para iluminar de nuevo la trampa de piedra y Snefru apartó a medias la mirada. Porque, en la parte interior, habían cincelado varios cartuchos que el mensajero del faraón prefería no leer. Tres en la parte derecha, a distintas alturas, y en lo más alto un sol. Y dos más grandes en el centro que Snefru temía que fueran del faraón sin nombre y de su dios. Pero Tamit, sin miedo, paseaba por ahí su luz.

—Me pregunto por qué, estando desnuda toda esta parte, decoraron sin embargo esto.

—Por lo que decías antes. No les dio tiempo de más.

—Tal vez sí, tal vez no. Estoy pensando que, si los trabajos duraron largo tiempo, es posible que tuvieran que cerrar más de una vez esta trampa, para ocultar la obra a visitas indeseadas. —Acarició con la zurda los cartuchos de la derecha, próximos al borde—. Y, siguiendo la forma de pensar de Bakenamón, me estoy preguntando si no tomarían ciertas precauciones. Por ejemplo, si se veían obligados a cerrar, dejando gente dentro, ¿no se guardarían la opción de poder salir por sus propios medios?

Snefru la observaba taciturno, mientras acariciaba los distintos cartuchos de la derecha. Cayó en la cuenta de que, como antes, lo que estaba haciendo en realidad era palpar. Y ella se percató de que él había entendido. Se apartó, manteniendo en alto la luz.

—Usa tu cuchillo, uetuti nesu, que yo te alumbro.

Y Snefru echó mano a su puñal de hierro. Con la punta, con cuidado, raspó los bordes de los cartuchos laterales. Ella tenía razón. No estaban cincelados, sino que eran piezas sueltas, encastradas en la trampa, de forma que, al retirarlas, dejarían huecos para palancas. Y, mediante esas palancas, sí era posible desplazar desde dentro aquella mole de roca.

—Ve a avisar a los demás —murmuró—. Llévate la lámpara. Yo puedo raspar en la oscuridad. Voy a ir sacando esto. Que traigan a esos impíos, que son quienes mejor saben mover estos pesos. Parece que, después de todo, sí vamos a salir de ésta.

* * *

Snefru había sido el primero en salir al exterior. Los tres griegos, en su escapada, ni se habían molestado en volver a colocar la losa de entrada, por lo que abandonó el hipogeo casi como un proyectil disparado por el arco, agradeciendo el aire abrasador y la luz hiriente que le recibieron fuera. Tras él salieron, más despacio, Petener sin su lanza y luego Tamit, pestañeando para acomodarse al estallido de claridad.

No habían cambiado palabras, ni hecho nada al principio. Snefru se quedó fuera, arco en mano, inspirando casi con avidez del aire abierto, contemplando la extensión de la bahía y el Nilo allí al fondo. Luego, pasados esos primeros momentos, echó una ojeada al sol, que había pasado hacía tiempo el mediodía, para comenzar el largo declive hacia la tarde y el ocaso. Volvió los ojos a la entrada abierta, a la losa puesta a un lado.

—Mucha prisa tenían los griegos. Me extraña que Hermolaos…

Pero Petener, las manos en la cintura, la túnica agitándose en la brisa de primera tarde, meneó la cabeza.

—Es listo y, como ha estado años conmigo, ha aprendido a conocerme. Tenía razón antes. No le he dicho a nadie adónde veníamos con precisión. Los nuestros, si no hubiéramos vuelto, se hubieran alarmado y salido a buscarnos. Pero, mira, desde abajo no se ve esta entrada. Para cuando pensasen en organizar partidas de búsqueda ya sería de noche y mañana el viento habrá borrado todas las huellas…

—Conviene apresurarse, seneti. —Tamit, hasta ese momento al margen, señaló de forma significativa en dirección al sol.

—Tienes razón, como casi siempre. —El otro asintió—. Tenemos mucha tarea pendiente todavía. Memisabu tiene que hacer magia para evitar que las maldiciones caigan sobre nosotros. Después habrá que mover esas tapas tan pesadas de granito…

—Ahorradme los detalles. —Ahora fue Snefru el que le cortó, sin apartar los ojos de la distancia. Blandió su arco—. Ahora sí que yo mismo me quedaré aquí fuera, vigilando.

—No pensarás que van a volver Hermolaos y sus hermanos.

Snefru, la mirada puesta con tenacidad en el Nilo, se encogió de hombros.

—Ellos no. Estarán alejándose de aquí, todo lo rápido que puedan. Pero siempre está el peligro de que se presenten tebanos. Y, en todo caso, no me necesitáis para nada ahí dentro. No esperarás que toque esos sepulcros, o los ataúdes.

—No. ¡Qué tontería! Para ésos tenemos a esos cuatro impuros.

—Razón de más. Aquí fuera puedo ser más útil.

El seneti resopló, observando a su viejo amigo como el que se desanima de hacer entrar en razón a un niño cabezota o a un asno tozudo. Le mostró las palmas de las manos.

—Me parece bien. Guarda la entrada, que nunca está de más. —Se giró hacia Tamit, que contemplaba la escena con cierto aire de diversión—. ¿Volvemos adentro? Cuanto antes empecemos, antes acabaremos.

Se sumieron así en la oscuridad de la cueva, el propio seneti arrastrando con sus manos los grandes canastos. Y Snefru se quedó solo afuera, bajo el sol de la tarde, sintiendo en la piel desnuda el soplo de un viento ardiente. Primero dio cortos paseos junto a la boca, pero no tardó en ir a sentarse en la ladera, en un punto que le permitía avizorar tanto la llanada abajo como la senda que subía al hipogeo. Y allí, arco sobre los muslos, sin nada mejor que hacer que observar terreno reseco y un río distante, y a veces seguir con los ojos los círculos de algún buitre que planeaba, alas extendidas, sobre la bahía, comenzó a dejar caer los párpados. Falto de estímulos, escaso de sueño desde hacía dos días, comenzó a dar cabezadas y se fue a un sueño muy ligero, de ésos que cualquier ruido pequeño pueden romper.

Soñó de nuevo con Bakenptah, el mesenti, a quien siempre consideró su maestro. Le soñó proclamando, báculo en mano, la necesidad de la maat, en los pastizales próximos al río, en Dyebat-Neter. Y de nuevo, en ese sueño, todo era nítido y los colores brillantes. Los herbazales muy verdes, el cielo muy azul, las aguas centelleantes. Y Bakenptah se aparecía majestuoso, con sus ropas muy blancas, la piel de león al hombro, la cabeza afeitada. Bakenptah el mesenti, el hombre sin miedo, al que los dyanitas habían hecho matar por clamar a favor de la unidad de las Dos Tierras.

Salió de su sueño cuando unos ruidos a la entrada del hipogeo le hicieron despegar los párpados pintados de negro. Un poco avergonzado por la idea de que se había dormido y había estado soñando, se puso en pie. Sus compañeros de aventura abandonaban ya la cueva, Uni arreando a voces a Itef y los suyos, que arrastraban los cestos, ahora obviamente cargados. Les habían puesto las tapas y asegurado éstas con lazos, para que no se moviesen, no fuera que alguien pudiese entrever su contenido.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? Al poner los ojos en los canastos, Snefru se imaginó las máscaras funerarias, las piezas grandes, dobladas a golpes para que cupiesen sin dejar hueco en ellos. Había sacudido la cabeza para ahuyentar esas ideas y, a una indicación de Petener, salió en avanzada por la senda, mientras los cuatro saqueadores se echaban cada uno su canasto a la espalda.

Y, durante todo el camino de descenso, no hubo palabras. Todos eran conscientes de la hora, del retraso, de lo que habían hecho. Fueron bajando en silencio, a un paso razonable, aliviados de que, al menos, la temperatura, con la tarde, fuese bajando.

Paso a paso, dejaron a la espalda los farallones, los impíos doblados bajo el peso de sus canastos cerrados, vigilados por la espada de Uni, el báculo de Memisabu, la lanza de Petener. Al margen caminaba Tamit, con su sombrilla, en tanto que Snefru se había echado de nuevo a flanquear, yendo y viniendo, atento a la presencia de posibles emboscados.

Petener azuzaba a los saqueadores, como el que arrea acémilas, crispado, lo que no sorprendía a Snefru. El seneti se sabía en precario, por la ausencia de sus tres griegos y, sin duda, se maldecía por no haber pensado en llevar algo más de escolta, lo que le hubiera ahorrado multitud de sinsabores. Correteaba el mensajero del faraón con su arco, a pocos pasos del grupo, cuando una voz de aviso del seneti le hizo detenerse. Al girarse y ver la expresión de su rostro, y cómo señalaba hacia el sur, llevó los ojos más allá. Campo a traviesa, de meridión, llegaba un hombre solo y desarmado.

Entornó los párpados. Nubio, sin duda. Alto, negro, espigado, de pelo ensortijado, con un taparrabos de piel a las caderas y una mano alzada en gesto de paz. Sin pestañear, montó la cuerda del arco y acudió a unirse a los otros. Petener, la lanza en la diestra, hizo gesto al que llegaba de que se acercase con tranquilidad. Snefru, por su parte, mientras sacaba casi moroso una flecha, los ojos fijos en esa silueta que se acercaba a través de una atmósfera que a esa hora había dejado de vibrar, se preguntó si iban a perderlo todo tras tantos avatares. Si los tebanos, pese a los cálculos de Petener, no habrían reunido una banda lo bastante nutrida como para acabar con ellos y apoderarse de aquel tesoro antiguo.

Porque el que llegaba era nubio, sí. Un guerrero con tatuajes en las mejillas y plumas de colores en el cabello. Un veterano de manos callosas, hechas al arco y la maza; un espíritu templado, sin miedo, que osaba llegarse a enemigos que podían matarle sin mediar palabra. Petener le mostró la palma de la mano, tanto en gesto de paz como para indicarle que se detuviese.

—¿Qué hay, hombre? —le preguntó con una serenidad que admiró a Snefru. Pues, allí parado, con su peluca nubia y la túnica ceñida con cinturón, con la lanza a manera de báculo, parecía un funcionario a las puertas de su caseta, presto a despachar asuntos ordinarios.

El nubio le mostró la palma de las manos, en señal de respeto, antes de señalar en dirección a Snefru, que estaba un par de pasos atrás, una flecha en el arco. El seneti frunció el ceño, en tanto que el mensajero del faraón, la flecha presta, le observaba imperturbable.

—Busco a Snefru, el uetuti nesu, el gran arquero.

—Ése soy yo.

—Me envía Tjenti, servidor de Amani.

—No sé quién es.

—Sí que lo sabes, aunque tal vez no hayas oído su nombre hasta este momento. Os habéis cruzado varias veces e incluso os batisteis con arco anteayer, en el río. Yo estaba a su lado y lo vi todo. Fueron tus flechas las que mataron a Bakenamón de Dyebat-Neter.

Echó la mano a la espalda y Snefru tensó con levedad la cuerda del arco, pero fue sólo para descolgar tres manos derechas, recién cortadas, y mostrárselas. Snefru le miró, perplejo.

—¿Qué quieres?

—Tjenti me manda a decirte que le derrotaste en el río porque la ventaja estaba de tu parte. Que, cara a cara, hombre contra hombre, el resultado tal vez sea distinto. Te reta a un duelo de arqueros, uno contra uno.

Snefru se acarició la perilla azul, los ojos fijos sin pestañear en el nubio. El otro, como viese que no contestaba, volvió a agitar las manos cortadas.

—Hay deudas de sangre entre vosotros dos. También una cuestión de honor pendiente. Tjenti no ha sido capaz de deteneros, ha perdido muchos hombres y algunos de ellos eran amigos y parientes. Y tú eres en buena medida responsable. —Agitó por tercera vez las manos—. Pero Tjenti, a su vez, mató anteayer a un hombre muy cercano a ti. Lo sabe, porque vio cómo reaccionaste cuando su flecha acabó con él.

Snefru no mudó de gesto a la mención de su escriba muerto. El nubio agitó por tercera vez las manos.

—Ahora, Tjenti ha matado a esos tres griegos que mandasteis marchar. Fuera a donde fuesen, fuera el mensaje que llevasen, nunca llegarán ni lo entregarán. —Mostró en alto las manos—. Su arco los mató a los tres. Éstas son sus manos. Él los mató y él mismo se las cortó, para aumentar la deuda.

El mensajero del faraón tampoco dijo nada. Se imaginó que Petener, unos pasos delante, debía de estar conteniendo una risa sin alegría, pues el nubio, creyendo hacer mal a sus enemigos, había ajusticiado a los mercenarios que le habían traicionado. Para evitar que la expresión de su rostro le traicionase, desvió los ojos hacia los saqueadores, que se habían descargado, felices, del peso de los canastos y, acuclillados, lo observaban todo sin gran interés. Sin duda, asumían que les separaba de la muerte los keths que mediaban entre su lugar y las ruinas, y disfrutaban de esos momentos de descanso con la abulia que a menudo acompaña a los que se saben condenados.

—¿Qué es lo que me propone Tjenti?

—Que os encontréis paralelos a la calzada, por la parte de tierra, mañana, luego de que salga el sol por encima de los farallones. Él subirá desde el sur, tú puedes partir del lugar que desees. —Iba señalando con la mano, como un maestro de ceremonias que distribuyese a los partícipes de un desfile—. Los dos solos. Con los arcos. Para demostrar cuál de los dos es el mejor arquero.

—Acepto.

—Hay algo más. El cuerpo del vencido quedará abandonado a los buitres y a los chacales. No conocerá ritos, ni embalsamamiento, ni tumba. Será comida de alimañas y no gozará de otra existencia.

—Si eso es lo que quiere, sea. ¿Qué garantías me das de que acudirá solo?

—Tjenti confía en su brazo y en su ojo. Me manda a decirte que jura por Amani que acudirá solo, en las condiciones que te acabo de relatar. —El rostro tatuado adoptó una expresión solemne—. Y yo, a mi vez, te juro por Amani, por Apedemek, que estoy repitiendo sus palabras con absoluta fidelidad. Que mi cuerpo sea quemado, mi nombre borrado, mi alma destruida, si falto a la verdad.

—Me basta. Vete y dile que acudiré. Que lo haré solo y a la hora señalada. Lo juro yo por Onuris-Shu y Ptah.

El nubio le mostró la palma y, tras arrojar al polvo las tres manos cortadas, como signo de desprecio por el trofeo, se alejó al trote por aquellas llanadas baldías, bajo el sol de la tarde. Snefru, tras una mirada sombría a las manos caídas por tierra, devolvió la flecha a la aljaba. Petener, sin volverse a mirarle, señaló con su lanza.

—Adelante. Se nos hace tarde.

Reanudaron la marcha, en dirección a las ruinas, al paso lento de los que iban cargados con los canastos. Snefru, al advertir cómo se doblaban bajo el gran peso, se dijo una vez más que el botín debía de ser más que cuantioso. Y fue en ese instante, al detenerse a observar, cuando aprovechó Petener para ponerse a su altura. Señaló con su lanza.

—Ahí nos esperan hombres fuertes. Tomarán el relevo de esos cuatro despojos, que ya van desfondados. Zarparemos sin demora. Por suerte, hay luna llena y podremos navegar durante la noche, aunque sea despacio.

—Es lo mejor, sí.

—No sabes qué ganas tengo de llegar a riberas controladas por los nuestros. —Como el otro no decía nada, optó por ser más directo—. No podremos esperarte.

—Ya lo sé.

—¿De verdad estás dispuesto a batirte con el arco contra ese nubio?

—¿No me has oído antes?

—Amigo, la gente dice una cosa y suele hacer otra. Tenía la esperanza de que sólo fuesen palabras; una treta para darles largas.

—Juré por los dioses que más respeto cumplir lo acordado. Además, quiero medirme con ese tal Tjenti.

—¿Y qué garantías tienes de que él cumplirá su parte?

—Su palabra. Es un hombre de fe. Por servir a Amón, ha corrido riesgos y fatigas. Un hombre así jamás rompería un juramento hecho en su nombre.

Petener dio varias zancadas en silencio, golpeando a cada paso el suelo con la contera de su lanza, antes de decir por lo bajo:

—No debieras haber dado tu palabra. No te pertenece. —Como el otro no respondía, prosiguió—: Eres un uetuti nesu, un oficial del faraón. Te debes a tu cargo, pero te vas a apartar de nuestro lado para dirimir una cuestión personal.

—No tan personal. Es un enemigo. Un servidor de los tebanos. Y, descuida, que seguiré con vosotros hasta que se os unan los hombres que nos están esperando.

—¿Y después? Nos aguardan días de navegación por aguas poco amistosas.

—Lleváis hombres de sobra y, en cuanto a mis obligaciones, ese nubio es culpable de crímenes…

—¡Basta! —Petener golpeó con rabia, con la contera, contra una roca—. No me salgas ahora con que esto es una cuestión de justicia.

—Pues lo es.

—No. Lo es de venganza. Quieres ajustar cuentas con él, porque mató a tu escriba. ¿Así es como haces valer la maat?

—Mis motivos son cosa mía. De ellos responderé, en su momento, ante los dioses. Son mis actos los que importan y voy a pararle los pies a ese nubio enemigo del faraón.

Petener resopló. Alzó la mirada para calcular qué distancia les quedaba hasta las ruinas; preguntándose quizá también por qué no les habían avistado los vigías que dejó en aquel punto.

—No eres distinto al resto de los hombres, Snefru. No lo eres.

—Nunca he pretendido serlo.

—Claro que sí. Actúas como si estuvieses hecho de otra pasta. Pero, al final, somos todos iguales. —Al ver que el otro, según su costumbre, se encogía de hombros, prosiguió con más pasión—: A algunos les mueve el poder, a otros la sed de riqueza. A ti, que siempre andas buscando pelea, la lucha. Eso es toda la diferencia. No hay ningún mérito en lo tuyo. No cedes a la ambición ni a la codicia porque no las sufres. Es todo.

Una figura de taparrabos blanco y paño en la cabeza apareció entre las palmeras, al pie de las ruinas, a algo más de un tiro de arco. Les saludó con su lanza, se volvió para dar una voz de aviso y luego se marchó, sin duda para buscar a sus compañeros ocultos.

—Ahí están ya los hombres —indicó Snefru, impasible. Petener asintió, antes de pasarse la mano por el rostro, como si quisiera borrarlo todo.

—Que todo vaya bien, amigo. Espero volver a verte, sano y salvo.

Snefru, asintiendo, redujo el paso. Fue rezagándose y, en ese momento, se le acercó Tamit.

Uetuti nesu. Estaré en Dyebat-Neter. Mi casa está abierta para ti, día y noche. —Le observó con sus ojos sombreados—. Si sales vencedor, como espero, no tardes en ir a llamar a mi puerta.

Como él no respondía nada, añadió:

—Quiero darte algo. No me lo rechaces.

Le hizo detenerse, dejó caer al descuido la sombrilla y, tomándole el brazo derecho, le ligó a la muñeca un amuleto, una vieja punta de flecha de piedra, engastada en cobre.

—Es un amuleto muy antiguo, muy poderoso —murmuró ella, antes de tomarle la mano entre las suyas para besársela—. Ve y derrota a tu enemigo, que es también el mío.

Volvió a besarle en los nudillos y él no supo si aquél era un gesto de afecto o si estaba haciendo algún tipo de magia; insuflándole el aliento de Seth en la mano que tensaba el arco. Luego ella prosiguió y Memisabu, al pasar, le palmeó el hombro con rudeza.

—Que tu brazo no tiemble, arquero, que te bendigan los dioses —se echó a reír, a la par que enarbolaba su báculo— y, sobre todo, que te sonría la suerte.

Y así, el mensajero del faraón abandonó a los otros. Permaneció unos instantes observando cómo sus compañeros se alejaban hacia las ruinas, al paso lento de los saqueadores cargados con los canastos. Reparó en que Uni se había quedado atrás, y que se tentaba la espada, y no tuvo la más mínima duda de que, apenas llegasen los hombres apostados entre los adobes, pasaría por el filo a aquellos cuatro. No deseando presenciar lo que iba a ser una matanza de hombres atados y exhaustos, se dio la vuelta y, con la cabeza puesta en el duelo fijado, se alejó a buen paso hacia el norte.