Capítulo 18

Algo, puede que un cambio en el ritmo de las respiraciones de sus compañeros, hizo que Snefru saliera de sus cavilaciones para girarse. Debía de ser el único que no se había absorbido, casi hipnotizado, en los trabajos de apertura. Los vástagos de Itef, mientras el mensajero del faraón andaba con los ojos perdidos en la línea distante del Nilo, había removido roca y tierra con las azadas, con pericia, hasta desenterrar la boca del hipogeo. Había quedado al descubierto una entrada jambas, dintel, losa —pensada—, sin duda, para estar oculta, ya que no era perpendicular, sino que se inclinaba siguiendo el ángulo de la ladera. Una vez que se echase sobre ella tierra, ésta resbalaría hasta asentarse y, al cabo de no muchos años, nadie, al pasar, podría llegar a imaginar lo que se escondía a dos palmos de profundidad.

Como con pensamientos parecidos, Tamit, que había apoyado en el hombro la sombrilla, le oprimió con calor el antebrazo, para susurrarle al oído:

—Mira, uetuti nesu. La decoración de la entrada…

—¿Qué decoración? —La miró desconcertado.

—Ninguna. No hay tallas en dintel ni en jambas. Eso sólo puede significar que la diseñaron para estar enterrada.

Él asintió, envidiando la excitación que sus compañeros sentían ante toda esa operación, y no la culpa sorda que le aleteaba a él dentro del pecho. Los de Itef habían dejado de lado las azuelas para retirar las piedras sueltas. Trabajaban con pericia y economía de gestos, pese a las sogas, siempre bajo la vigilancia de los griegos que, aunque mostraban a las claras su curiosidad, no habían despegado los labios. Itef, el cuerpo moreno ahora blanqueado de polvo, pudo señalar por fin, con orgullo de especialista, esa puerta adintelada, cerrada por losa, para indicar que el trabajo estaba listo. Petener, a su vez con la mano, le indicó que abriesen. Luego, al reparar en la expresión tormentosa de Snefru, se sintió obligado a precisar:

—Hacedlo todo con cuidado. No causéis más daños de los necesarios.

Pero aquel patriarca de saqueadores, absorto ya en estudiar cómo encajaba la losa en las jambas, buscando la mejor forma de atacarla, se había limitado a asentir distraído, casi como si no lo hubiese escuchado. Los suyos echaron mano de aquellas herramientas híbridas entre cincel y palanca, mientras él paseaba los dedos por los bordes, muy despacio, como un ciego que tratase de leer jeroglíficos inscritos en una estela.

Algo dijo por lo bajo a los suyos, que se arremolinaron todos a la entrada, y Snefru ya no pudo distinguir muy bien sus manejos. Entrevió que introducían los extremos acuñados de sus herramientas, supuso que en las zonas de más holgura. Y ahí se notó de nuevo su experiencia pues, los cuatro a una, entre rechinar de roca contra roca, y repiqueteo de tierra y chinas sueltas al caer, desplazaron de golpe la laja casi un palmo. A partir de ahí, ya pudiendo meter las manos, resoplando y gruñendo, franquearon del todo el paso, uno de ellos con las palmas sobre la laja, no fuera que voltease y les aplastara.

Mientras los ladrones acababan de abrir, y sus compañeros alargaban el cuello, como si pudieran ver algo en la boca oscura abierta, entre la polvareda levantada, Snefru aprovechó para acercarse a Petener.

—Si te parece bien, yo me quedaré fuera, montando guardia.

El seneti, sin mirarle siquiera, pues tampoco él tenía ojos para otra cosa que no fuera ese acceso, abierto por primera vez en muchos siglos, denegó con la cabeza.

—No, amigo. Esta vez no. —Debió de captar de soslayo la mueca de disgusto del mensajero del faraón, ya que añadió por lo bajo—: Los griegos se quedarán fuera, de guardia. Los tres. No deben entrar, ni ver lo que hay ahí dentro.

—Como si no lo supusiesen.

—Te repito otra vez lo de antes. Suponer no es lo mismo que saber. Tienen que quedarse fuera y, por tanto, te necesito dentro. Sé lo que todo esto supone para ti. Si no fuese porque hay que vigilar a esos cuatro impíos, de buena gana dejaría que fueses tú quien se quedase fuera.

Entraron así, con lámparas de aceite en las manos, Uni y Snefru vigilando a los cuatro saqueadores. El primero había hecho guardar a los últimos sus herramientas en un saco, en tanto que el segundo se había echado el arco a la espalda, bien a disgusto, no fuese que por accidente las palas golpeasen contra las paredes de roca. Pero la otra solución era dejar su arco asirio atrás, y eso el mensajero del faraón no lo había hecho en su vida.

Cruzar ese dintel inclinado y sin adornos, pasar del resplandor del sol a la penumbra y, de ahí, a la negrura de las entrañas del farallón, fue casi como bucear en uno de los canales del Nilo. El tránsito del calor al fresco, y de ahí al frío, de la luz cegadora a las tinieblas. Snefru sintió cómo el sudor se le helaba en la piel y casi sucumbió a la fantasía de que estaba entrando, por su pie y voluntad, a su propia tumba.

Tras el dintel, había un vestíbulo pequeño, de planta cuadrada y, en la penumbra de esa estancia subterránea, Snefru tuvo por primera vez ocasión de contemplar ese estilo que tanto horror causase en Bakenamón. Las paredes estaban cubiertas de figuras humanas que adoraban al sol y él, turbado, constató que, en efecto, estaban adornadas con las imperfecciones de la realidad: panzas, rostros feos, cuerpos desgarbados. Pero apenas tuvo tiempo de echarles un vistazo, pues Petener, que no sentía el más mínimo interés por el arte antiguo, había cruzado el siguiente dintel y, como el mensajero del faraón cerraba la marcha, se vio obligado a proseguir para no despegarse.

Se llegaba a una segunda antecámara más grande, también cuadrada, al mismo nivel que la anterior. Al elevar su lámpara de alabastro, Snefru pudo captar detalles sueltos al titilar de la llama. Había frescos en el techo y las dos paredes laterales estaban adornadas con bajorrelieves y portales falsos: medias columnas talladas en las piedras, sustentando dinteles, pero que no llevaban a lado alguno, pues entre esas columnas no había más que un lienzo de pared. Y tras esa estancia, otra cámara, mucho más grande, con cuatro columnas cilíndricas talladas en la roca viva, que no se sabía si sujetaban el techo o eran simples adornos.

Los que le precedían no se habían detenido. Estaban ya pasando por otra puerta adintelada, al fondo, de forma que Snefru, sin dejar de vigilar a los cuatro saqueadores, porque esos agolpamientos podían ser peligrosos, pudo echar otra rápida ojeada alrededor, a la luz de su propia llama. Captó figuras regias con las manos alzadas al sol, más falsos portales, cartuchos[19] con jeroglíficos que debían de ser los de los nombres reales, y que parecían agitarse al resplandor de las luces de aceite. Las sombras iban y venían a cada chisporroteo de las llamas, y olía allí dentro a polvoriento, a siglos de cerrado y suelos sin hollar.

Como siempre, fue Snefru el último en abandonar esa cámara, lámpara y maza en manos, cuidando al pasar de no golpear su arco contra el dintel. Un pasaje muy corto, casi cúbico, llevaba por fin a la cámara funeraria, más grande aún que la anterior, también sustentada por cuatro columnas, abombadas en este caso y con capiteles en forma de hojas de papiro, dispuestas como en los vértices de un cuadrado, como una cámara imaginaria dentro de la propia cámara. Y, justo en el centro de ese cuadrado, reposaba un sarcófago ciclópeo, casi cúbico, de granito negro.

El mensajero del faraón sintió un vuelco al verse de sopetón, entre las penumbras de las lámparas, ante aquel sepulcro de piedra pulida. Pero, un instante después, al reparar en las expresiones de sus compañeros —Memisabu perplejo, Tamit pensativa, Petener como irritado— tuvo que preguntarse qué estaba mal. El seneti avanzó unos pasos, despertando ecos con sus sandalias, lámpara en alto, haciendo desplazarse las sombras que las columnas arrojaban sobre sarcófago y paredes. Tamit, por el contrario, se movió hacia uno de los laterales, como si quisiera examinar las pinturas y las tallas. Y fue entonces cuando Snefru empezó a darse cuenta de qué no encajaba.

Aquel sarcófago de piedra no sólo era cúbico, sino que sus dimensiones resultaban de verdad gigantescas. A no ser que el faraón sin nombre, además de trastocar de forma radical las artes plásticas, hubiera cambiado los usos funerarios, allí nada era como debiera. Aparte del sepulcro, ¿dónde estaban los tesoros? ¿Dónde los muebles fastuosos, los alimentos, los presentes de madera pintada, piedra labrada, metales forjados, que debían suministrar todo tipo de comunidades al difunto en la otra vida?

Petener, tras agitar varias veces la lámpara, haciendo oscilar en cada ocasión todas las sombras, se giró ceñudo hacia Memisabu. Golpeó con la contera de su lanza el suelo de piedra, despertando de nuevo ecos por toda la estancia subterránea.

—¡Esto no es una tumba real!

—Eso parece —aceptó el sacerdote, báculo y lámpara en manos, sin amilanarse.

—¿Dónde estamos? ¿Dónde? ¿Adónde nos has traído, sacerdote?

—No lo sé.

Se adelantó a su vez por entre las columnas para alumbrar por ese sepulcro titánico, en busca quizá de alguna inscripción, pistas. Pese a su aplomo, se le veía desconcertado. Fue entonces cuando intervino Tamit, de regreso de la pared.

—No. Ésta no es la tumba de un faraón, ni de un alto cortesano, ni de hombre alguno. Fijaos en ese sarcófago. No está hecho para contener un ataúd humano.

Quien más, quien menos, ya había reparado en esa circunstancia; puede que el que más Snefru, tal ver por ser el menos emocionado ante la idea de acceder a una cámara de tesoro intacta. Tamit se dirigió ahora a la pared del fondo, seguida con la mirada por los demás, pero su lámpara sólo alumbró una escena muy parecida a la de las laterales. Un portal falso, de dintel sobre medias columnas talladas en roca viva. Y las paredes, a ambos lados del portal, decoradas con escenas cinceladas en la piedra blanda.

Memisabu, tras dejar su báculo contra el granito del sepulcro, se había apoyado él mismo en él, con una mano, y ahora sí que parecía, por primera vez desde que Snefru le conociese, un anciano; uno fatigado y perplejo. Petener, en cambio, los ojos brillando en los claroscuros del aceite como los de las fieras, se encaró con los saqueadores, que contemplaban todo aquello con expresiones casi maliciosas. El seneti, fuera de sí por aquel fracaso, ni se dio cuenta; pero no así Snefru, que a punto estuvo de llegarse a ellos y pisotearlos, pues los habían hecho arrodillarse juntos, para mejor controlarlos.

—¿Y vosotros? ¿Qué tenéis que decir a todo esto? ¡Hablad!

Aunque se consultaron entre ellos con los ojos, fue, como siempre, su patriarca el que habló por todos.

—Ésta es la tumba de un animal, señor. Por el tamaño y la forma del sarcófago, yo diría que aquí está enterrado un buey sagrado.

A eso, sucedió un silencio espeso, hasta que Memisabu, aún apoyado contra el sepulcro, asintió despacio:

—Es muy posible. —Su voz tenía ese tono áspero de la del viajero que, tras larga caminata por el desierto, anuncia a los suyos que han estado viajando hacia un espejismo—. Es verdad que, en más de un documento, se menciona a un toro sagrado que era venerado en la corte del faraón sin nombre.

Petener agitó la cabeza, tal vez impaciente. E Itef, aunque nadie se lo había indicado, abundó sobre el tema:

—Tal vez el toro ni esté ahí. Para comprobarlo, harían falta más hombres de los que aquí estamos. Esa tapa es fácil de mover…

—¿Qué tonterías farfullas, viejo impuro?

—Mira a tu alrededor, seneti. No hay ofrendas. Tal vez nunca llegaron a enterrar aquí al buey.

—O tal vez los encargados de mantener la tumba lo robaron todo, tras la caída del régimen de los faraones herejes —gruñó Memisabu, que se había apartado del sepulcro y, tras recobrar su báculo, paseaba con su lámpara por entre las cuatro columnas—. Pero la tumba real existe. Existe. He leído acerca de ella, durante años. Se construyó una primera y luego otra, secreta, para preservar a la momia de la venganza de sus enemigos.

—No lo pongo en duda. Pero ésta no es. Eso está claro. —Petener, que había dejado su lámpara en el suelo y la lanza contra una columna, iba de un lado a otro, en paseos cada vez más largos, como tratando de poner orden en sus pensamientos—. La culpa tal vez es mía. Te he acuciado para que fueses más rápido. Puede que eso te haya hecho llegar a conclusiones equivocadas…

—O no —intervino de repente Tamit, regresando de la pared del fondo.

—¿A qué te refieres? —Petener se volvió como una serpiente a la que pisan, demostrando que su serenidad era pura fachada. Medio enseñaba los dientes—. No estoy para acertijos, la verdad.

Ella, sin responder, con sonrisa taimada, les hizo gesto de que le siguieran, más allá del inmenso sepulcro negro, hasta la pared del fondo. Todos menos Uni, que se quedó vigilando a los saqueadores, espada desnuda en mano, la acompañaron. Observaron cómo, la lámpara en la zurda, les mostraba las escenas talladas al fondo: sacerdotes, soldados, arpistas ciegos. Y Snefru comprendió que no había sido el amor al arte lo que le había llevado a examinar con tanto detenimiento las paredes de esa cámara funeraria. Algo había estado buscando.

—Bakenamón fue mi maestro. Uno muy generoso, que no se guardó casi ningún conocimiento para él —murmuró, mientras paseaba su luz por esos bajorrelieves—. Sabía mucho, porque había estudiado y reflexionado durante años, aunque no siempre sus conclusiones fuesen muy acertadas.

Se llegó al falso portal de ese fondo. En el vano de piedra alisada, como en los otros, habían cincelado cartuchos que debían de ser los del faraón y algunos miembros prominentes de su familia, y tal vez también el de su dios único. Se los ocultaba a la vista tanto el cuerpo de ella como el vaivén de las llamas y, como en ocasiones anteriores, se alegró de no poder leerlos, y de evitar así una posible maldición.

—Pintura, escultura, arquitectura… —murmuraba ella—. Bakenamón sabía de todo. Pero su gran pasión era la construcción funeraria. Y, sobre todo, le fascinaba el arte de ocultar, el diseño y colocación de trampas, señuelos, artificios.

Ahora paseaba las yemas de la diestra por las medias columnas talladas en la roca viva, primero el borde externo, luego el interno. Los demás la observaban sin moverse ni decir nada.

—Le gustaba hablar de las distintas formas de esconder una sepultura. Cómo hacerla invisible. Y recuerdo que siempre decía que el mejor método para ocultar un secreto es dentro de otro secreto.

Nadie respondió. Sólo Memisabu se acercó algo para alumbrarla, por si algo más de claridad pudiera servir de ayuda.

—Un secreto dentro de otro secreto. Así, los posibles invasores, tras descubrir el segundo, se retiran creyendo haberlo encontrado todo. Esta tumba se construyó en secreto, como atestiguan las tablillas y los rollos que estudió Memisabu, y como se ve por la disposición de la entrada. Me pregunto si… —Paseó de nuevo los dedos por el borde interior del falso portal. Sonrió y, entre los claroscuros de resplandores y sombras, su rostro adquirió una vez más una expresión felina—. La piedra de este vano es distinta. Parecida a simple vista, pero más dura. Y palpad aquí.

Tanto el seneti como el sacerdote, tras cambiar las lámparas de mano, rozaron con la punta de los dedos ese borde. Y, si el segundo se limitó a agitar satisfecho esa cabeza redonda y pesada suya, el primero casi brincó, lleno de energía nerviosa.

—¡Traed aquí a esos impuros! ¡Sacad los instrumentos! ¡Esto es una trampa de piedra! Hay que abrirla. ¡Vamos! ¡Vamos!

Uni hizo un gesto con la hoja desnuda de la espada. Pero no hubiera hecho falta porque los saqueadores, casi gozosos, sacaron del saco aquellas herramientas entre el escoplo y la barra, para llegarse luego sin dilación al, por más de un motivo, falso portal. Snefru dio un paso atrás, receloso, sujetando en largo la maza, ya que ahí había holgura de movimientos y aquellos útiles de saqueador podían convertirse en armas mortales.

Lo mismo debieron de pensar Petener y Memisabu, que se hicieron unos pasos atrás, el primero con la mano cerca del pomo de la espada y el segundo haciendo gesto a Tamit de que también se retirase. Pero aquellos cuatro, de natural cobardes o puede que sumisos tras tantos días de prisión, no parecían tener idea alguna de revolverse. O tal vez se dejaban arrastrar por ese instinto profesional, ese orgullo, que no falta ni siquiera en las ocupaciones más bajas.

Apelotonados ante el falso portal de piedra, tras cambiar unas pocas palabras entre cuchicheos, comenzaron a aplicarse con sus herramientas. La poca luz y los cuerpos agolpados impidieron de nuevo a Snefru distinguir con claridad qué hacían, fuera de que introdujeron los bordes afilados en cuña de los útiles, entre el vano y la media columna, para hacer palanca.

Tamit se pegó a él, le puso la mano en el codo y, sin apartar los ojos de los saqueadores y sus manejos, le susurró por lo bajo:

—Y pensar que siempre creí que Bakenamón se dejaba llevar por la fantasía en ciertos temas. Llegaba a hastiarme cuando se ponía a divagar sobre tumbas secretas de viejos faraones, pozos mortales, pasadizos falsos, trampas de arena y cosas así. Siempre creí que todo eso era leyenda.

—Y, en buena parte, eso es lo que debe de ser —contestó él con un murmullo.

—No todo, como estamos viendo. Yo le escuchaba por cortesía, y mira que a veces me costaba seguirle el hilo. Pero, al final, todas aquellas divagaciones suyas nos han servido de mucho.

A punto estuvo Snefru de suspirar. La voluntad de los dioses podía ser a veces, al menos a los ojos de un hombre, como el capricho de un loco. Qué paradójico resultaba que, justo Bakenamón, que tanto se había esforzado por impedir que los saítas llegasen hasta ese hipogeo, les hubiera dado al final la clave con su verborrea entusiasta.

Pero ya los cuatro saqueadores, entre gruñidos, jadeos, rezongos, estaban desplazando aquel fondo de piedra, decorado con cartuchos. Por lo que el mensajero del faraón pudo advertir, tuvieron que mover primero lateralmente la losa, casi dos palmos, mediante sus palancas, para luego introducir las manos, y tirando, hacerla ya girar hacia ellos. Al resbalar despacio, la piedra rechinaba sobre la piedra mucho menos de lo que hubiera cabido esperar, prueba de que sus constructores habían pulido en extremo las superficies de contacto. Mal hubiera deslizado de otra forma porque, como pudieron ver al abrirse resquicio, aquella puerta de piedra tenía sus dos palmos de espesor. Tamit volvió a susurrar en el oído de Snefru:

—Mira, uetuti nesu, qué astucia. Al deslizar algo de lado, cuando está cerrada la trampa, si alguien empujase, nunca cedería hacia dentro. —Sonreía—. Ya lo decía Bakenamón: a los egipcios nunca nos ha gustado usar la fuerza bruta, si hay una mejor solución.

—¡Basta! —Les indicó Petener a los saqueadores, porque ya habían abierto ángulo más que suficiente como para que pasase con holgura un hombre.

Él mismo se fue adelante, apartando a los cuatro impíos, como quien sube braceando desde el fondo del río, para romper la superficie del agua cuando ya se daba por ahogado. Ahí, en el mismo umbral, adelantó su lámpara. Más allá había un tramo descendente, formado por escalera en el centro y rampas a ambos lados. A Snefru le costó un instante entender por qué, cuando el resplandor del aceite alumbró eso, sus compañeros parecieron retener a una el aliento. Un parpadeo después cayó en la cuenta de que esa disposición en pozo descendente sólo se encontraba en las tumbas de los grandes, ya que las rampas servían para hacer deslizar los grandes sarcófagos de piedra.

Fue el propio seneti el que bajó primero los peldaños y el último siempre Snefru, vigilando la espalda de los saqueadores, la maza de nuevo en corto para blandirla bien en lo estrecho, de ser necesario. La escalera bajaba hasta un rellano y otro portal, sin adornos en jambas ni dintel. Más allá, se abría un pasadizo de cierta longitud que, por el contrario, mostraba frescos en toda la longitud de sus dos paredes. Al pasar, mientras arreaba a los cuatro presos como si fuesen bueyes, al resplandor de su lámpara, Snefru acertó a ver que en una de ellas había imágenes de extranjeros de muchos pueblos —sirios, libios, nubios— con las manos alzadas en adoración al dios sol del faraón hereje, en tanto que en la otra había, de nuevo, desfiles de sacerdotes, arpistas ciegos y soldados, unos a pie y otros sobre carros de caballos. Fueron todos atisbos, pero al mensajero del faraón le impactó, y mucho, que algunos de esos caballos de guerra estuviesen representados con la cabeza de frente, algo que él jamás había visto en edificio o estela alguna.

Al fondo del túnel había otra puerta, ésta con adoradores del sol tallados en las jambas y, en el dintel, una escena de lo que supuso sería la familia real. Hubo un cierto agolpamiento ahí y, cuando Snefru entró, se encontró en una cámara amplia, ya iluminada hasta cierto punto por el resplandor de todas las lámparas de los que le habían precedido. No pudo contener una exclamación, pero nadie hizo el más mínimo caso.

El parpadeo de las llamas de aceite alumbraba una estancia subterránea de planta cuadrada, amplia, con el suelo a dos niveles. El de la izquierda, un escalón más alto, parecía sustentado por dos pilares, tallados en la roca viva.

En el de la derecha, al nivel de la entrada, había un gran plinto y, sobre él, dos sepulcros de granito rojo, éstos sí humanos, aunque también enormes, pues debieron de ser diseñados para contener los varios ataúdes, unos dentro de otros, del faraón hereje y su consorte.

El danzar de las llamas creaba casi una ilusión de movimiento entre esos sepulcros, con el ir y venir incesante de sombras. Pero tal vez era ahí Snefru el único que prestaba un mínimo de atención a los sarcófagos de piedra pulida. Porque todos, del seneti al último de los saqueadores, parecían hechizados, con los ojos puestos en el sector alto, el de los dos pilares, donde las luces de las lámparas arrancaban destellos a las riquezas allí amontonadas. Amontonadas y sin asomo de orden, como si lo hubieran guardado ahí deprisa o no sabiendo muy bien dónde colocar todas las cosas.

Un desorden de mesas con patas de garra de león, sillas con forma de un animal mezcla de chacal y leopardo, fuentes, jarras de cerveza, recipientes llenos de comida, armas de guerra y armas de caza, bandejas rebosantes de alhajas, useptis[20] de cerámica vidriada, abanos que debieron de ser de plumas de avestruz, con adornos de oro. Sobre una mesa reposaba un hacha de oro y, al fondo, al borde de la penumbra, Snefru creyó distinguir el carro que debió de ser del faraón, desmontado…

Los metales preciosos y la pedrería centelleaban al reflejo de las llamas, en tanto que las luces y las sombras se movían por el rostro de todos los presentes. Memisabu había cargado su peso en el báculo, como un viajero que, tras muy largo viaje, contempla al final su meta.

—Ahí lo tienes, seneti. Yo estaba en lo cierto.

—Nunca lo puse en duda.

Petener se adelantó, para tomar de sobre una de las mesitas de patas de león un kopesh.[21] Lo sopesó en las manos, con expresión casi ausente.

En aquellos momentos de resplandores, de brillo de oro entre las sombras, Snefru, tal vez porque era el que más atrás estaba, o porque era el menos absorto en las riquezas funerarias que se les mostraban, fue quien captó un ruido muy leve, un roce, contra la piedra del portal de acceso. Se revolvió como una cobra, los dedos prietos en torno al mango de la maza, tan rápido que acertó a captar un atisbo de movimiento junto a la jamba, como si alguien hubiera estado ahí, atisbando desde la entrada.

No dudó de sus sentidos sino que, la lámpara por delante y la maza presta, se lanzó hacia el umbral, dando una voz. Sintió cómo Uni reaccionaba, aun sin saber qué ocurría, y que le secundaba con la espada en claro. Pero él ya se zambullía por el portal. Y sí, por el túnel escapaba alguien, una silueta negra, con una luz muy tenue por delante. Fue detrás en su persecución, agitando la maza de guerra.

El que huía dio un grito, una palabra que reverberó a lo largo del túnel. Snefru no entendió lo que decía pero, como en respuesta, se oyó el susurro de piedra sobre piedra. Alguien estaba cerrando la trampa. La silueta fugitiva cruzó el otro portal y un latido más tarde lo hicieron Snefru y Uni. Pero ya el otro subía a toda prisa por las escaleras, en busca de la ranura de la trampa entreabierta, visible gracias a alguna lámpara depositada en el suelo y que, sí, se estaba cerrando despacio, sin duda empujada por brazos invisibles desde el otro lado.

La sombra que escapaba se escabulló por esa brecha pero, en vez de esfumarse, una vez ahí se revolvió y, al resplandor de la vela que llevaba en la zurda, vieron brillar el hierro desnudo. Snefru, sin dudarlo, se echó hacia arriba, contra él.