Volver a atravesar aquella bahía árida y batida por el sol, con rumbo a los farallones, fue para Snefru todo un viaje, y no porque cruzasen grandes distancias. Alguien, tal vez Petener, asesorado por Uni, que había vuelto a explorar el día anterior, había decidido seguir la calzada hasta las ruinas de la ciudad central y, una vez allí, acortar ya por el campo hacia el nordeste. Porque su destino eran aquellas paredes rocosas, eso se veía enseguida. Con todo, pese a que desde los restos del palacio hasta los cantiles no debía de haber más de cien keths, la caminata se le hizo a Snefru interminable.
Interminable por lo lento del paso, ya que llevaban con ellos a los cuatro ladrones de tumbas. En esa ocasión les habían librado de los dogales de soga, sólo para trabarles las muñecas y los tobillos con cuerdas, dejando unos palmos de libertad para que pudiesen caminar, cargado cada uno con un gran canasto de mimbre. Supuso el mensajero del faraón que en ellos llevarían útiles de cavar, lámparas, algo de provisión, agua. Pero el caso era que, estorbados por las sogas y el peso, aquellos cuatro miserables no podían caminar muy rápido.
Interminable también por la tensión, por el temor a sufrir un ataque, ya que eran pocos, por decisión expresa de Petener. Una vez más, el seneti había elegido introducir en el secreto a los menos posibles, y eso implicaba la renuncia a una escolta fuerte. Así que el grupo que, a primera hora, había partido hacia la línea de farallones, era demasiado pequeño para la tranquilidad del mensajero del faraón.
Estaban aquellos cuatro saqueadores, cubiertos sólo con taparrabos, con las pelambreras salvajes, mugrientos, con sus cestos, vigilados por Hermolaos y sus dos hermanos, los tres con escudos, lanzas y espadas. Y, a los tres griegos, sólo cabía sumar al propio seneti y su escriba, a Memisabu, claro, y, para disgusto de Snefru, a Tamit, que parecía no haber sido capaz de quedarse atrás.
Snefru quiso tratar el tema de la seguridad con Petener, unos pasos aparte del resto, pero el otro no había prestado mucha atención. Le escuchó, sí, pero luego sólo había meneado la cabeza. Él también, para ese día, había trocado su gran peluca de tirabuzones por otra nubia y, aunque ceñía su sempiterna espada griega al costado, llevaba en puño no la vara de cabeza de chacal sino una lanza que le servía de báculo para caminar por los baldíos.
—Me parece casi imposible que suframos un ataque.
—Muy optimista te veo. Esos nubios, o tebanos, o lo que sean, son hombres tenaces. Lo han demostrado de sobra.
—Es una cuestión de posibilidades, amigo, no de voluntad. Nuestros enemigos, tras la paliza que les disteis ayer, tenían pocas salidas y creo que ninguna de ellas les permite atacarnos hoy. —Sonrió con frialdad—. O bien han tratado de llegar a puerto amigo y dar la alarma, o bien viraron para volver a donde estamos nosotros. No hay más opciones. ¿Cierto?
—Cierto.
—Tú mismo dijiste, y el patrón del Aliento de Seth me lo confirmó, que quedaron muy pocos vivos; apenas los necesarios para tripular su nave. —Alzó la mano izquierda, para que no le interrumpiese—. Suficientes para tratar de darnos un disgusto, ibas a decir, ¿verdad? Bueno, pues yo te digo que no. Casi no les quedan arqueros, si es que les queda alguno. Aquí estáis Uni y tú. Y yo, además, como no me gusta ser imprudente, he mandado vigías al norte y al sur. Si un grupo de seis o siete hombres tratase de cruzar la bahía, muy bien lo tendrían que hacer para que no los viesen.
»La otra opción que tenían era navegar para dar la alarma. Y ahí se les abren dos posibilidades. La primera es seguir hacia el sur, en busca de un puerto fiel a los tebanos. Eso requiere su tiempo, llegar, convencer a las autoridades locales para que armen naves, venir hasta aquí. Y para entonces ya nos habremos ido.
»La segunda es virar hacia el norte y dirigirse a Unet con la misma historia. Pero, en ese caso, los funcionarios locales no se atreverían a tomar ninguna decisión sin consultar con su ama. Más demora aún. A no ser que no andemos listos, veo difícil que nos puedan caer encima.
—Todo lo que dices me parece de lo más razonable —Snefru, que caminaba arco en mano y con el casco calado, había meneado la cabeza, nada convencido—. Pero, como nos demostró anteayer mismo Bakenamón, un amigo de toda la vida y por el que hubiéramos metido la mano en un canasto con áspides, hay que esperar lo inesperado. No hubiera estado de más un poco de escolta. Hombres no nos faltan.
—Los hombres de total confianza siempre escasean. —Petener había vuelto a sonreír de esa manera tan suya, que no trasmitía precisamente alegría—. Ya sabes cuál es el objetivo de este viaje y eso no es algo que se pueda compartir con todo el mundo.
—Todos, en esta expedición, se huelen por qué hemos venido a este lugar maldito de los dioses.
—Te repito lo que te dije hace un par de días. No es lo mismo una suposición que la certeza. Chismes de todas clases corren a todas horas, sobre cualquier tema posible. ¿A quién le importa? Pero no debe haber nadie, nadie, que no sea de absoluta confianza, que pueda ir luego contando por ahí qué fue lo que sacamos de este lugar maldito de Amón.
Snefru seguía sin estar convencido y hubiera querido seguir objetando, pero el seneti, al siguiente paso, golpeó con fuerza el suelo con la contera de la lanza, a punto de perder la paciencia.
—Basta, uetuti nesu. Es mi decisión y es inapelable. —Suspiró luego de forma ruidosa—. De verdad que, cuanto te pones tozudo, no sólo no atiendes a razones, sino que sacas de sus casillas al más sereno.
—Advierto un posible peligro. Es mi deber avisar de ello.
—No te creas tan superior a los demás. Si tú eres cumplidor con tus deberes, los demás también lo somos. No haces más que darle vueltas a esto porque sabes que no debiste dejar que esos tebanos escapasen ayer con vida. Sabes que has cometido una falta y ahora te estás mostrando celoso en exceso.
—Si tú lo dices… —Snefru se encogió de hombros, irritado por esa última apreciación—. En tal caso y si no te molesta, seneti, me voy a campear un poco por los alrededores…, sólo para quedarme más tranquilo.
—Adelante, uetuti nesu. No encontrarás nada, pero el ejercicio te sentará bien. Fatigar al cuerpo ayuda a despejar la cabeza.
Se apartó así el mensajero del faraón de la pequeña comitiva, a paso ligero, para avizorar un puñado de keths al sur, sin perder nunca la expedición de vista. Mal servicio haría si, justo por batir el terreno en busca de emboscados, desamparase a sus compañeros y no estuviera a mano para ayudar en caso de ataque. Procuró ganar sobre todo las ondulaciones del terreno, para tener así algo de altura, otear y asegurarse de que no había enemigos ocultos en hondonadas.
Subido en una de aquellas elevaciones, había vuelto los ojos a los farallones, cada vez más próximos. Un murallón rojizo, de cima plana y laderas estriadas por antiguas cárcavas, fruto de arcaicas lluvias torrenciales, desde allí más perceptibles que de más cerca. Soplaba un viento a ráfagas que le echaba tierra contra la piel desnuda, pues no llevaba más que el casco, la falda y las sandalias. Hacía ya un calor sofocante, sí; pero a Petener no le había faltado algo de razón y la caminata a paso vivo le había desahogado un poco, luego de tanto tiempo de cavilaciones sombrías.
Volvió los ojos al sur. En esa dirección, ahora invisible tras unas ondulaciones del terreno, estaba aquel misterioso poblado aislado. A falta de una imagen ante los ojos, volvió con el recuerdo a esas ruinas, a los restos de viviendas de adobes apiñadas. Fantaseó con que aquel mismo aire, que ahora le castigaba la piel, soplaba por sus callejas, arrastrando torbellinos de polvo arrancado a las paredes de adobe reseco. Se imaginó esa aldea siglos atrás, rebosante de vida, de artesanos trabajando, mujeres cocinando, niños correteando. Nacida de la nada por capricho de un faraón, vuelta a esa misma nada por el de otro. Al aventar de su cabeza esa imagen para volver los ojos al norte, observó a sus compañeros que caminaban hacia el nordeste, a cuatro o cinco keths de donde él se hallaba. A través de ese aire que ya vibraba por el calor creciente, vio a Uni abriendo la marcha, unos pasos delante, la túnica ondeando, un velo sobre la cabeza y, tal vez porque compartía la confianza de su superior, el arco terciado a la espalda. Luego el seneti con su lanza, el sacerdote con sus linos y su piel de leopardo, la dama asiendo la sombrilla de flecos. Cerraban la marcha, a otros tantos pasos tras ellos, los saqueadores, de a dos, con las pértigas y los cestos, renegridos, custodiados por los tres griegos de túnicas coloridas que, aunque relajados, mantenían las distancias y no les quitaban ojo.
Se quedó contemplando a los cuatro presos, casi desnudos, renegridos, peludos, más doblegados por el calor que por el peso. Se le vinieron a la cabeza las palabras de Petener de hacía solo un momento, acerca de que nadie que no fuera de toda confianza debía poder contar qué habían sacado de esa tumba. Recordó también la promesa, hecha en el camino de Per-Atón, de que aquellos impíos no escaparían sin castigo. No importa lo que les hubiese prometido a ellos, esos cuatro no iban a salir con vida de la aventura. Y tenían que saberlo, al menos los de más edad. Les observó avanzar entre el temblor de la atmósfera, trabados, con las pértigas de hombro a hombro, dóciles. Supo, sin lugar a duda, que estaban comprando un poco más de vida, el derecho a unas pocas bocanadas de aire más, antes de adentrarse en una oscuridad que a gentes como ellos remataba en un juicio implacable y las fauces del Devorador de Almas.
Algo más tranquilo respecto a la posible presencia de enemigos en las inmediaciones, volvió al lado de los demás cuando estaban ya a no más de una docena de keths del pie de los farallones. Había llegado a creer que su destino final era el grupo de tumbas del norte pero, ya a esa distancia, luego de un cambio de impresiones entre Memisabu y Uni, y de que este último señalase con insistencia más al este, habían torcido con claridad, por lo que su meta debía de estar más al sur de esos hipogeos.
Fue mientras recorrían ese tramo cuando Snefru tuvo ocasión de distanciarse unos pasos en compañía de Tamit; de dejar pasar a los saqueadores y a sus custodios, para conversar un poco. De nuevo llevaba la dama su peluca nubia, una túnica sin mangas y otra más liviana encima, a modo de capa, lo que, junto con la sombrilla, le servía para protegerse del sol. Se había maquillado los párpados de negro y otra vez estaba de ese humor tan tornadizo que el mensajero del faraón nunca había llegado a saber si era real o postura adoptada. Fuera una u otra cosa, en esa ocasión le había servido muy bien como escudo contra Snefru, cuando éste le recriminó sin mucha delicadeza que se hubiese unido a la partida.
—¿Tienes ganas hoy de discutir, uetuti nesu? —Ella había sonreído con acidez, al tiempo que hacía girar el parasol entre las manos—. Primero te peleas con Petener y ahora conmigo.
—No es motivo de risa. —Él se había apoyado el arco en el hombro, para descansar el brazo—. Tendrías que haberte quedado en el río.
—¿Tendría? ¿Y por qué tendría? Te recuerdo que yo he financiado el grueso de esta expedición. Míos son los barcos, mías las tripulaciones, por no contar todo el desembolso previo que me ha costado.
—¿Y eso te da derecho a venir a la tumba? Esto puede ser peligroso, y tu presencia puede retrasarnos.
—No creo que yo camine con más lentitud que Bakenamón, y a él le hubierais aceptado que viniese, caso de haber sido las cosas de forma distinta. —Sonreía, pero no de buen humor—. Y éste es uno de mis precios. El arte, te recuerdo, es una de mis pasiones. ¿Esperabas que os dejase invadir una tumba así y que yo me quedase atrás sin rechistar? ¡Qué poco me conoces aún, uetuti nesu!
Había algo en esas frases, una cualidad tan afilada como la cuchilla de pedernal con la que le había afeitado la noche anterior, que atemperó bastante a Snefru. No obstante, no se privó de sacudir la cabeza.
—Esto puede ser peligroso.
—Y dale con el peligro. Hay algo más. —Ahora sí que le asomaba la irritación—. No sé si debía dignarme a explicártelo, ya que me estás tratando de frívola. Pero voy a decírtelo, aunque tú ya debieras haber caído en ello. Si Petener acudió en su día a Bakenamón fue por sus grandes conocimientos sobre arquitectura funeraria. Muerto él, soy yo aquí, de lejos, quien más sabe sobre el tema. Puedo llegar a ser útil, si se presenta el caso. Así lo ha entendido Petener, cosa que tú no, porque vives a veces en un mundo estrecho.
Snefru aguardó varias zancadas antes de responder.
—Discúlpame —dijo luego con llaneza—. Han sido unos días difíciles, apenas he dormido y, a veces, me cuesta pensar con claridad.
—No se hable más. Anda, uetuti nesu, dame ese brazo tuyo para subir.
Porque, en efecto, habían llegado ya al pie de los farallones y Uni estaba guiando el ascenso por lo que no era sino un último vestigio de una antigua senda, tan borrada por los vientos que, de no haber estado buscándola, bien hubiera podido pasarles desapercibida. La dama no necesitaba del antebrazo del mensajero del faraón, claro, pero era una forma de hacer las paces. Ya no hubo más palabras por parte de nadie. Los mercenarios azuzaban con la contera de sus lanzas a los presos, como a ganado, en tanto que Uni había vuelto a destacarse unos pasos. Iba y venía, buscando e indicando, de forma que los llevaba hacia arriba sin titubeos.
En un momento dado, Memisabu hizo gesto para que se detuvieran. Apoyado en su báculo, escudriñó la ladera; se volvió luego hacia la llanada y el río, como si buscase puntos conspicuos. No llevaba consigo ningún rollo, sin duda porque no había querido dejar nada por escrito. Se pasó una mano por aquel rostro rudo suyo, para secarse el sudor del ascenso a pleno sol, observó de nuevo el tramo de farallón en el que se hallaban y, por último, hizo una indicación a Uni, que a su vez se volvió hacia los saqueadores.
—Soltad eso y a buscar. Venga —les ordenó con aspereza, tal vez porque el sacerdote no deseaba mancillarse cambiando siquiera palabras con gente tan inmunda.
Los ladrones de tumbas, siempre cabizbajos, como bestias bien domadas, apearon los canastos de sus hombros sin chistar, antes de abrir uno. Los griegos se echaron un par de pasos atrás y, aunque dejaron los escudos a la espalda, empuñaron a dos manos las lanzas. Relajados pero atentos. Porque habían comenzado a sacar azuelas y unas barras que parecían mezcla de palanca y cincel, en tanto que el viejo Itef procedía a montar él mismo los tramos de una caña, para formar una vara larga y delgada.
Él mismo, anadeando con sus pies trabados con cuerda, comenzó a recorrer la ladera. Observaba de cerca, de lejos. Con paciencia de pescador, golpeteaba la cuesta árida, hundiendo la punta a veces, hurgando. Snefru, que se había quedado un poco atrás, luego de desmontar la cuerda del arco, no pudo por menos que observar casi fascinado la escena que formaban, no sólo el viejo saqueador, sino todo el grupo en su conjunto.
Los tres griegos, curiosos, se mantenían también un poco aparte, apoyados en sus lanzas y, lo mismo que Uni, sin perder de vista al resto de ladrones que, de cuclillas para recuperar el resuello, seguían las evoluciones de su patriarca con esa mezcla de respeto que causa el saber de los maestros y de dejadez que acaba por producir lo muchas veces visto. Memisabu, apoyado en su báculo, contemplaba con párpados entrecerrados. Tamit era la que más desapego mostraba por todo aquello, porque a ella le interesaban las artes en sí, y no las tumbas. A Petener, por el contrario, se le veía impaciente, incapaz de estarse quieto. Iba de un lado a otro, con su lanza, y, viéndole, Snefru no pudo dejar de preguntarse qué pesaría más en el ánimo complicado de aquel hombre: si el deseo de descubrir la tumba para colmar el sueño de un Egipto unido o el interés personal de triunfar en esa misión y, por tanto, subir peldaños en la corte.
Itef, los labios fruncidos, se movió unos pasos, guiñó los ojos, volvió a hundir la pértiga en la ladera. Snefru observó esos manejos precisos con suma atención porque, aunque había perseguido y llevado ante los jueces a muchos saqueadores de tumbas, jamás se había preocupado de saber cómo ejercían sus artes innobles.
Con un gruñido de satisfacción, Itef se puso a remover con la pértiga. Petener, olvidada cualquier prudencia, se acercó a ver qué ocurría, arrastrando con él al sacerdote y la dama. Snefru, por el contrario, se hizo un paso atrás, ya que su esposa e hijos muertos acababan de acudir a su memoria, a plena luz del día, como pájaros ba que se presentasen de golpe aleteando. Al ver los rostros entre expectantes y satisfechos de sus compañeros, se preguntó cómo era posible que él, Snefru de Dyebat-Neter, uetuti nesu, pese a todas las circunstancias que pudieran concurrir, hubiera acabado ahí, ayudando a expoliar a un muerto.
Con gesto imperioso, Uni indicó a los otros tres ladrones que empuñasen sus azuelas y, como viera que lanzaban miradas indecisas al viejo, se les acercó en dos zancadas.
—¡A cavar! Aquí no necesitáis más permiso que el nuestro. A cavar y nada de tonterías.
—Estamos atados y vosotros tenéis armas, escriba —le replicó con amargura el hijo mayor—. Tenéis también a nuestras familias. ¿Qué más seguridades queréis…?
El más moreno de los griegos, aunque no entendió la réplica por las palabras, sí lo hizo por el tono. Alzó su lanza para castigar al preso con la vara, pero Petener le contuvo tendiendo una mano.
—Es igual. A cavar, que es lo que importa. Demostrad que tuve razón al dejaros con vida y no entregaros a los empaladores.
Así que los ladrones más jóvenes empuñaron azuelas y, con la economía de movimientos de los que saben su oficio, vigilados por los griegos, que se mantenían ahora a distancia, las lanzas prestas, comenzaron a retirar tierra. Itef, como patriarca y anciano, permanecía atrás y, pértiga en mano, le explicaba a Memisabu:
—Tú podrías pasar mil veces por delante, sin ver nada. Pero ahí abajo no hay piedra sólida, sino cascajo que alguien usó para tapar una entrada. He visto otras así y no iba a ser ésta la que escapase a mi ojo.
Hablaba con orgullo, pues hasta los seres más bajos se envanecen de ser artistas de sus vilezas. Snefru, el arco aún desmontado en su mano, se despegó de todo eso para otear la bahía. Tal vez buscaba la presencia de posibles enemigos en aquel semicírculo árido, pero enseguida los ojos se le fueron a la línea de palmerales, al río lejano. Se quedó allí, observando, ajeno al ruido de las azuelas, entre la polvareda cada vez menor, como si dar la espalda a todo eso le pusiera un poco a salvo de lo que allí se estaba haciendo. Volvieron a su cabeza sus familiares muertos, los años posteriores como oficial del faraón. Las fatigas, los caminos polvorientos, los viajes por el río. Se dejó acunar por misiones más sencillas, persiguiendo enemigos, criminales e impíos, como los que ahora tenían ahí trabados con sogas. Y, oyendo el ruido de las azuelas a su espalda, no podía dejar de preguntarse si todo eso había valido la pena.