Capítulo 16

Sólo bien de madrugada y lejos de todos, pudo por fin Snefru conciliar algo parecido al sueño, entre las ruinas de la ciudad central. En cuclillas, junto a un esquinazo de sillares, el arco asirio entre las manos, cayó en una duermevela inquieta a la que, de continuo, acudían sueños que eran más bien recuerdo de años lejanos. Sueños en los que Bakenamón y él mismo, con no más de seis o siete años, correteaban a placer por las calles de Dyebat-Neter, los pastizales, la ribera. También por la gran finca del padre de Bakenamón. Desnudos, los pies negros, la cabeza afeitada, la coleta infantil aleteando, curiosos como gatos, traviesos, huyendo de los obreros que les maldecían con voces broncas, porque no hacían más que molestar y, a veces, ponerse en peligro por enredar por donde no debían.

Imágenes a caballo entre los sueños y los recuerdos, hasta el punto de que Snefru no podía deslindar entre sucesos reales y simple imaginación. Cierto era que habían sido inseparables durante toda la infancia; ellos dos y unos cuantos más, todos de edades similares. Una pandilla tumultuosa para la que el futuro era sólo una palabra; un grupo que actuaba como si hubiesen de permanecer así para siempre. Uno más entre aquella turbamulta de muchachos había sido, por cierto, un Petener muy distinto al que luego sería de adulto. Uno que nunca llegó a destacar, flacucho, poco agraciado. Pero el que luego sería seneti del faraón no llegó a aparecer en esos sueños agitados, quizá porque había sido una presencia muy real sólo horas antes, cuando el Aliento de Seth regresó al canal que separaba la ribera de los islotes aluviales.

Arribaron al crepúsculo, aunque a Snefru, que viajaba como en brumas negras, casi le había desconcertado que hubiese aún algo de luz diurna. Tantos sucesos, todo tan rápido: el robo, la persecución, el combate fluvial. Sentado a proa, pudo advertir gran actividad en la ribera. Habían botado también el Estrella del Norte e izado sus dos mástiles, lo que daba a entender que habrían de abandonar esa bahía maldita de Amón en breve.

El patrón del Aliento de Seth, recio, renegrido, de taparrabos blanco, había saltado por la borda para vadear las aguas someras e informar sin dilación a su ama, que era a quien se debía. Snefru, en cambio, no había querido apartarse del cadáver de su escriba. Se quedó en el agua, hundido hasta las rodillas, vigilando mientras los bateleros bajaban el cuerpo. Sólo cuando Uni, que llegó chapoteando en sentido contrario, le insistió en que fuera a reunirse con Petener, que él se ocuparía de velar por el muerto, aceptó marcharse a regañadientes.

El seneti, enterado ya por el patrón de lo ocurrido, había preferido buscar un lugar aparte, cosa que Snefru agradeció. Él mismo había desplegado unas esteras bajo unas palmeras, a cierta distancia del agua; pues, cuando era necesario, era capaz de abandonar cualquier formalismo. Allí aguardaba, paciente, sentado en la postura del escriba, las manos sobre las rodillas, con túnica blanca, peluca azul, los párpados y comisuras de los ojos negros de kohl. Contempló cómo llegaba el mensajero del faraón por entre los troncos de palmera, con aire casi ausente, arco en mano, casco aún calado y, con un ademán, le invitó a tomar asiento frente a él. Snefru, casi con parsimonia, se había desprendido de arco, aljaba, escudo, maza y, antes de sentarse, se miró de pasada las palmas de las manos, un gesto extraño a ojos del seneti, que no dejó de preguntarse a qué sería debido.

No podía saber que Snefru, tras disparar dos flechas contra la espalda de Bakenamón, se había quedado con los ojos puestos en la mancha de espuma que indicaba el lugar donde su viejo amigo se había hundido en las aguas del padre Nilo, para pasto de cocodrilos y peces. Bakenamón, que tantas tumbas había construido, que tantas trampas para ladrones había diseñado, vería su cuerpo mortal aniquilado y no conocería la vida en el otro mundo. Había sido en aquel instante cuando Snefru, lleno de horror, había apartado su arco y, al mirarse las manos, las había visto rojas. Y, aunque toda aquella sangre en las palmas era de su escriba, al que había recogido al caer, fue como si las viese manchadas por la muerte de Bakenamón.

Bajo las palmeras, con la última luz de la tarde, habían guardado silencio largo tiempo. El seneti había estado observando a su viejo amigo que, a su vez, aunque no apartaba la mirada, parecía no verle. La brisa vespertina hacía oscilar las copas de las palmeras y el color del cielo pasaba a violeta por el este y a rojo por poniente. Algunas nubecillas blancas, tocadas de arrebol, flotaban muy alto y las aves, al planear, se recortaban de forma nítida contra el aire tenue. El seneti, la espada griega en su vaina al lado, al alcance de la diestra, y la vara de cabeza de chacal en el regazo, fue el primero en hablar.

—Snefru, amigo mío; me veo obligado a decirte que has faltado a tu deber.

—¿Cómo dices?

Aquella apreciación inesperada tuvo al menos la virtud de hacer volver a la tierra al mensajero del faraón. Observó adusto al seneti que, a su vez, asintió de forma casi imperceptible, como satisfecho consigo mismo, de forma que, más tarde, al repensar esa conversación, Snefru habría de sospechar que le había soltado eso así, a bocajarro, adrede.

—Has faltado a tu deber como oficial del faraón. Sí, Snefru; no me mires así. Cuando estabais a punto de abordar la nave de los tebanos y aniquilar a todos sus tripulantes, diste orden al patrón del Aliento de Seth de cobrar vela y rezagaros, para dejarlos seguir. ¿Es eso cierto?

—Lo es.

—¿Cómo justificas una decisión así?

—Porque Bakenamón, al caer al agua, se llevó consigo todos los papiros. Se hundieron juntos. Ya no había por qué luchar.

—Por supuesto que sí lo había. Tenías en tu mano el exterminar a esos enemigos que tantos problemas nos han dado.

—A cambio de perder hombres en una lucha estéril.

—No tantos. Estaban muy diezmados. ¿O no?

—No voy a negarlo. Apenas les quedaban los hombres justos para seguir gobernando su nave.

—Dejarles con vida ha sido más que un error. Ha sido una falta. La situación política es aquí confusa. Los nomos de la zona siguen bajo autoridad tebana de forma nominal, pero es difícil saber cuán leales les son de verdad. Tampoco sabemos cuánto vale su alianza con Nimlot de Unet, que es señora de estas riberas. Si esos supervivientes logran arribar a un puerto amigo, darán la alarma y puede que, antes de que logremos salir de aquí, tengamos que vérnoslas con toda una flota enemiga.

—Lo dudo. De haber tenido esa opción, la hubieran aprovechado antes. Si robaron los rollos es porque no podían conseguir hombres para caernos encima. Y si les di alcance en el río es porque no se atrevieron a detenerse en ciudad alguna, justo por lo que acabas de decir: no confían en la fidelidad de los de esta zona.

—Ya. Pero tal vez ahora opten por cambiar de táctica. Tal vez prefieran que el oro del faraón que no debe nombrarse acabe en manos de Nimlot o cualquier alcalde local, antes que en las de Psamético. Sólo matándolos a todos hubiéramos podido estar tranquilos. Tú tuviste la oportunidad y no la aprovechaste. Nos has puesto en riesgo, si no en peligro. Y eso, amigo mío, es faltar a tu deber.

El mensajero del faraón se quitó el casco de bronce y la cofia de paño. Con esta última, se secó el sudor de la frente.

—Tienes razón. Lo admito.

—Como si te dieses cuenta ahora. Tú sabías lo que hacías. —El seneti, báculo entre las manos, se inclinó hacia delante—. ¿Por qué tú, siempre tan celoso de tus obligaciones, has tenido que actuar así?

—Lo hice sin pensar. —Volvió a secarse la frente, porque sudaba como si tuviera fiebres—. He matado a Bakenamón. Lo he matado, Petener. Yo mismo, con este arco.

—Lo sé. —El seneti frunció los labios—. Has hecho lo que debías.

—Era amigo nuestro.

—Sin duda lo fue, pero ahora fingía serlo. Nos ha espiado, usado la confianza que le hemos otorgado, nos ha engañado, ayudado a que nos tendieran trampas mortales…

Se detuvo. Agitó la cabeza con tanto vigor que los tirabuzones de su peluca oscilaron.

—Bakenamón también era amigo mío. Yo le conocía tan bien como tú o puede que más. Por eso te puedo asegurar que él, mientras nos traicionaba y tendía trampas, no sentía los remordimientos que tú sientes ahora por haberle matado.

—¿Qué dices? Bakenamón era un buen hombre.

—Pues mira cómo lo ha demostrado. Además, tú lo has matado en mitad de un combate, en caliente, en tanto que él, lo que hizo, lo hizo en frío. No tienes nada que reprocharte.

—Yo sabía muy bien contra quién estaba disparando mis flechas.

—Contra un traidor.

—Contra un amigo. Y yo no usaría la palabra traidor. Bakenamón era un devoto de Amón, creía en una causa y la ponía por delante de otras consideraciones.

—También tú y yo creemos en una causa. —Suspiró—. ¿Pero cómo es posible que todavía le defiendas?

Snefru se encogió de hombros, como siempre que no sabía o no quería responder a algo. Comenzaba ya a apagarse la última luz del día; el cielo pasaba de violeta a negro y las copas de las palmeras susurraban bajo una brisa cada vez más fuerte. El seneti señaló al uetuti nesu con el pomo de chacal de su vara.

—No seas tan tozudo. Escucha lo que voy a decirte. Yo no les doy a las cosas mil vueltas, como haces tú, y quizá por eso, en ocasiones, veo con más claridad. Estás hundido por haber matado a Bakenamón, pero él, en tu lugar, si fuese él quien hubiera causado tu muerte, no lo estaría. ¿Sabes por qué?

—No era ningún monstruo…

—Calla ahora, por favor. —Agitó el báculo, para impedir que le interrumpiese—. Escucha. Bakenamón era un hombre afable, hogareño, tranquilo. Sí, lo sé; sé que no era fachada. Pero, insisto, él no sufriría los remordimientos que ahora tú sientes. No porque fuese un monstruo, no, sino porque era un simple.

Volvió a blandir el báculo.

—Sí. Un simple. Para ti y para mí las cosas suelen ser complicadas. Para él no. Era un fanático y, por tanto, todo en su mundo era fácil, diáfano. Se aferraba a unas verdades, inamovibles como las pirámides. —Meneó la cabeza—. Qué tonto he sido yo también. Conociéndole, debiera al menos haber recelado.

Se golpeó el pecho con la vara.

—Seré un cortesano, un hombre prosaico. Pero claro que tengo mis dudas, sobre muchas cosas…

—En cambio, Bakenamón y yo lo tenemos todo muy claro. —Quiso ahora sonreír—. Eso nos decías siempre.

—No, amigo, no. —Volvió a negar con la cabeza—. Tú te respaldas en la voluntad de los dioses y procuras actuar de acuerdo con sus leyes. Los hombres como Bakenamón, en cambio, se esconden detrás de los dioses. Son débiles, se aferran de forma ciega a credos y preceptos, para no tener que afrontar la vida desnudos. Eso no tiene nada de respetable.

Snefru no despegó los labios. Se limitó a asentir, pero su interlocutor nunca llegó a saber si eso indicaba que aceptaba sus palabras, o si tan sólo era una forma, muy suya, de dar por cerrado el tema. El seneti, con otro ademán, le dio a entender que, lo que por él era, esa conversación, a caballo entre lo oficial y lo privado, había concluido. El mensajero del faraón se incorporó en la ya penumbra del ocaso, se caló el casco, recobró sus armas y, con paso lento, se perdió en la creciente oscuridad de los palmerales.

Pero, aunque el mensajero del faraón no deseaba esa noche más que un poco de soledad, algún dios, no se sabe si con buenas o malas intenciones, no estaba dispuesto a concedérsela. En los aledaños del templo del río, le salieron al paso hombres de Tamit que debían de haberle estado buscando. Porfiaron tanto que, al final, aunque muy a desgana, dejó que le guiasen hasta la tienda de la dama, ya con lámparas encendidas en las manos. Si accedió fue, sobre todo, porque pensaba que, justo a ella, le debía una explicación. Tamit no sólo había sido amiga íntima de Bakenamón, sino que también le consideraba su maestro, el hombre que la había introducido a las artes, le había enseñado sus claves y despertado su pasión por las mismas.

Desde luego, los servidores de la dama sabían cómo dar a ésta comodidades. Habían tendido cuerdas entre cinco troncos de palmera, para crear una gran tienda de telas y gasas coloridas, con el suelo alfombrado de esteras y bien surtida de taburetes y mesitas. En cada una de las esquinas, conos de perfume se derretían poco a poco con el calor, llenando el interior de aromas. Al resplandor de varias lámparas de aceite, giraba el humo de un pequeño pebetero, en el que se quemaban no hierbas aromáticas, sino otras, destinadas a espantar a los insectos que llegaban en nubes del río, porque uno de los cinco cortinajes de gasas estaba alzado, para renovar el ambiente.

Ella le recibió descalza sobre las esteras, sin peluca, collares ni pulseras, con una túnica corta de gasas, de un solo tirante, que dejaba los hombros desnudos. De alguna forma así, en la penumbra tranquila de las luces de aceite, con las piernas al aire, libre de adornos y alhajas, los párpados sin pintar, parecía mucho más joven, como si se hubiese librado de algo más que de atavíos. Le estaba recibiendo como sólo se hacía con parientes cercanos, amigos íntimos o amantes, pero no sonreía, ni le dio la bienvenida. Al verle pasar a través de las cortinas transparentes, se limitó a escanciar vino en una copa de alabastro.

Él dejó el arco con cuidado sobre una de las mesitas.

—No sé si he hecho bien en venir. No soy una compañía muy alegre esta noche.

—Estaba preocupada por ti. Quería verte, saber que estás bien. ¿He hecho mal, uetuti nesu?

—No, claro que no —aceptó él, cogido a contrapié. Hubo unos momentos de silencio que ella aprovechó para tenderle la copa.

—Puedes dejar las armas y también el casco. Aquí no vas a necesitar nada de eso.

Él vació la copa de alabastro de un trago y, mientras ella la rellenaba, comenzó a librarse de sus armas. Cuando se giró, tras dejar la maza de bola de ébano sobre una de las mesitas, vio que ella había colocado entretanto, encima de otra, una gran palangana de agua. Le tomó por las muñecas y le condujo hasta ella. Luego, mientras el mensajero del faraón se dejaba hacer, le lavó con esmero las manos, que mostraban costras resecas.

—Me han dicho que no llegasteis a combatir cuerpo a cuerpo. —Frotaba con esmero bajo las uñas de aquellas manos fuertes, hechas al arco y la maza.

—Es cierto.

—¿Cómo es entonces que tienes sangre en las manos?

—Es de mi escriba. Le mataron de un flechazo, a mi lado. Traté de recogerle y fue entonces cuando me manché de sangre.

—Sí. Ya estaba informada de su muerte. Lo siento, uetuti nesu. Sé que había una buena amistad entre vosotros. —Comenzó a secarle las manos con un lienzo.

—No sé si llamarlo amistad. A su manera, guardaba las distancias. Pero era leal, inteligente, llevábamos años juntos, salimos juntos de más de un apuro y nos entendíamos. Yo le apreciaba y creo que él a mí también.

—Por supuesto.

—Son tiempos difíciles. —Quiso esbozar una sonrisa que se quedó en mueca agria—. Cuando se sirve al faraón, tal como están las cosas, uno no debe contar con morir en su cama.

—Al faraón o a cualquier otra causa. —Apartó el lienzo, bebió de la misma copa—. Piensa en Bakenamón. Mejor hubiera hecho quedándose en Dyebat-Neter, construyendo tumbas y tronando sobre cánones artísticos.

—Mejor, sí. Pero él eligió el camino que le llevó a la muerte.

—También me han contado que fuiste tú el que acabó con él.

—Pongo a Anubis por testigo de que, cuando embarqué, yo no buscaba su muerte. Estaba entre nuestros enemigos y cayó bajo mis flechas, como podría haberlo hecho bajo las de cualquier otro de los nuestros.

Ella observó su rostro, sombrío al fluctuar de las lámparas, con la cabeza afeitada y los párpados pintados de un negro que se alargaba por las comisuras de los ojos, hacia las sienes. Paseó una mano por su pecho, acariciando salpicaduras de sangre seca.

—No te duela haberlo matado.

—¿Cómo no iba a dolerme? Era amigo mío.

—También mío. Si vosotros crecisteis juntos, él y yo tuvimos una relación estrecha en estos últimos tiempos. Visitaba mi casa, como yo la suya, y nos confiábamos el uno al otro los pequeños problemas domésticos. Pero nos ha traicionado.

—No. —Negó muy despacio con la cabeza.

—¿No? ¿Cómo llamas tú a fingir aprecio por unos a los que, al mismo tiempo, tratas de perder? Eso se llama traición.

—Bakenamón creía en la causa tebana, como yo en la saíta. Era un hombre sedentario y, sin embargo, fue capaz de arriesgarlo todo, hasta la vida. Creo que su amistad era sincera, pero antepuso otras prioridades. No es más de que lo que he hecho yo mismo, Tamit. Yo le apreciaba, mucho, y esta mañana lo he matado.

—¡Un traidor! —Ella le observaba ahora con ojos ardientes—. Un esbirro tebano. Un perro de Amón. ¡Bien muerto está! ¿No te das cuenta de que debió de ser él quien avisó a aquellos asesinos que nos estaban esperando en la campiña de Menfis?

—Ya lo sé.

—Entonces, ¿por qué le defiendes?

Snefru, en la penumbra de la tienda, agachó la mirada.

—Tamit. Con estas manos, con éstas —se las mostraba, las palmas vueltas—, le quité hace unas horas no sólo esta vida, sino también la otra, porque su cuerpo se hundió en el río. Déjame que, al menos, preserve su memoria como la de alguien que creyó en una causa lo bastante como para superarse, para dejar casa y fortuna, y arriesgar hasta la vida.

Ella no supo qué contestar a eso. Se hizo un par de pasos atrás y Snefru volvió la cabeza hacia la pared de gasas abiertas, a la oscuridad de los palmerales, que comenzaban a iluminarse al resplandor de una luna casi llena. Tamit dejó la copa sobre la mesa.

Uetuti nesu, ven. Tienes el cuerpo y la falda manchados de sangre.

El mensajero del faraón apartó la mirada de los palmerales en sombras para observarse a sí mismo. Su falda estaba sucia, sí, porque en ella se había limpiado la sangre de las manos, para que no le resbalasen los dedos, antes de disparar las flechas que mataron a Bakenamón. Ella estaba insistiendo.

—Un hombre de tu condición no debe andar así manchado. Es impuro. Deja que te lave y te cambie. Por favor.

Se acercó él, casi con un suspiro. Ella le soltó el cinturón y el nudo de la falda. Fue un acto cotidiano pero, pese a que la mente de Snefru estaba nublada por pensamientos negros, su cuerpo reaccionó al roce de sus manos. Le subió un calambre por la columna, como un latigazo. Fue como haber estado entumecido por el frío del desierto de noche y regresar de repente a la vida. Ella debió de sentir igual, o tal vez reaccionó a su excitación obvia, porque él notó el revuelo de sus dedos en su cintura, y le llegó a él su olor a mujer, lleno de aromas a mirra y canela.

Estaban los dos muy cerca, las cabezas gachas sin mirarse, como de común acuerdo. Snefru, con otro suspiro, tomó las muñecas de ella entre sus manos.

—Tamit, no tengo cuerpo ni cabeza para esto. De verdad. Ya te lo dije, esta noche no soy buena compañía, en ningún aspecto.

Ahora ella sí que levantó la cabeza, el rostro casi pegado al de él, para mirarle a los ojos.

—Claro que lo eres, uetuti nesu. No seas niño. Pero tienes razón en algo: no es momento para ciertas cosas.

Arrojó a un lado la falda manchada, como un trapo cualquiera, para, tomándole ahora ella a él de la muñeca, conducirle hasta un taburete. Luego, con un paño que iba mojando en la palangana, fue lavándole todo el cuerpo.

Al acabar, le paseó la mano por el pecho, como si quisiera comprobar que estaba limpio, antes de acariciarle la mejilla.

Uetuti nesu, ¿me permites que te rasure?

—¿Cómo dices? —Snefru, que se había dejado hacer, pasivo, volvió el rostro a ella.

—Te ha crecido el pelo. Raspas. No es acorde con la dignidad de tu cargo. Deja que yo te rasure. —Como le viera dudar, se echó a reír—. No temas. No te degollaré por accidente. Soy buena con la cuchilla. Afeitaba a mi padre, y luego a mi esposo y a mi hijo. Aún afeito a veces a mis criadas. Tengo buen pulso y, además, hacerlo me relaja.

Así que Snefru asintió con la cabeza. Ella sacó, de alguna parte, una cuchilla de pedernal, y se dedicó a rasurarle con esmero cabeza, mejillas, pecho. No mentía. Manejaba la hoja con pericia de barbero. La deslizaba sobre la piel con tanta suavidad que su roce resultaba sedante. Aun después se empeñó, y él también consintió, en frotarle perfume por el cuerpo. Mientras le masajeaba cerca del cuello, se inclinó para susurrarle al oído.

—Tienes los hombros como piedras, estás tenso. Sigues doliéndote por la muerte de Bakenamón y no debieras. Tú eres un hombre justo.

—Procuro serlo, que no es lo mismo. No sé si siempre lo consigo.

—¿Por qué no te quedas aquí esta noche? Hablemos.

Snefru, aún desnudo, sentado en el taburete, señaló con el mentón al exterior, que ya estaba al claro de la luna.

—Te lo agradezco, Tamit, pero tengo mucho en que pensar. Y pensar se hace solo. Voy a ir a las ruinas, a pasear, aprovechando que hay luz, a ver si pongo un poco de orden en mi cabeza.

Ella se apartó para, con el lienzo de antes, secarse las manos. Snefru volvió a reparar en lo joven que parecía con las piernas al aire, sin peluca, adornos ni afeites. Tamit recogió una falda limpia, del todo blanca, que debía de haber mandado sacar de los cestos de sus hombres.

—Esas ruinas están malditas. Rondan por ellas los demonios y a ti no se te ocurre nada mejor que ir a ellas, en la oscuridad. Pero en fin, uetuti nesu, si lo pienso, no creo que esta noche puedas toparte ahí con ningún demonio peor que los que llevas dentro. Ven que te vista.

Así que Snefru dejó que ella le ciñese la falda limpia. Aun después le ayudó a armarse y ella misma le colocó el casco. Luego el mensajero del faraón, arco en mano, se perdió por entre los palmerales en sombras.

* * *

Al resplandor de una luna casi llena, entre sombras muy negras, se fue apartando del río para llegarse primero a la calzada y, una vez allí, girar al norte, hacia la ciudad central. No fue algo que hubiera decidido con antelación, sino que dejó que le guiasen sus pies y, una vez entre aquellas ruinas, se dedicó a deambular entre basamentos de sillares y palmeras, rozando a veces con los dedos lo que quedaba de los viejos muros. Una brisa nocturna mecía rumorosa las copas de las palmeras y le acariciaba la piel desnuda. Era un viento tenue, suave, y se le ocurrió que llevaba la voz de Amón, el Oculto, señor de los misterios, cuyos sacerdotes habían maldecido todo aquel lugar, que le advertía así de las consecuencias de alzar una mano contra los suyos.

Al hilo de ese pensamiento, se le llenó la frente de sudor. El castigo de los dioses podía llegar de muchas maneras. Podía ser arrollador —inundaciones, pestilencias, plagas— o más sibilino. Llegar en lo inesperado, como las ondas lejanas causadas por una piedra en un estanque. Él, Snefru de Dyebat-Neter, se había opuesto a Amón y a sus sacerdotes, había batido a sus devotos y, quizá como consecuencia, se había manchado las manos con la sangre de un amigo de la infancia.

El entendimiento ofuscado, fue a refugiarse en un esquinazo, pobre resto de lo que fuera gran palacio, para acuclillarse y huir así de ese viento. Allí acurrucado, arco en mano, a salvo de ese soplo nocturno que se le antojaba la voz del Oculto, pudo por fin reposar un poco. En el silencio de la noche, falta de estímulos externos, su cabeza fue por fin sosegándose. Sus pensamientos comenzaron a divagar, se hicieron poco a poco imprecisos y fue deslizándose en el sopor que acomete a los que se sientan a reposar un rato, luego de una jornada agotadora.

Fue entonces cuando le acometieron aquellas visiones, recuerdos muy lejanos tamizados por el filtro de los sueños. Ya otras veces, durante las duermevelas, resbalaba hacia otros tiempos, como suele sucederles a los que tienen el pasado demasiado presente; sombra en el umbral que sólo aguarda a que aflojen los cerrojos de la consciencia para colarse como fantasmas por la rendija.

Sólo que, en esa ocasión, los sueños le llevaron mucho más atrás que de ordinario. Entre cabezadas, en la oscuridad, volvió a la niñez, a esos días olvidados de carreras por las calles. A una jornada lejana, de sol resplandeciente y colores vivos. Había estado soplando el viento, la atmósfera era despejada y, además, en los sueños, a veces todo se muestra más limpio e intenso. Cielos azules, arboledas verdes, pájaros blancos, aguas como espejos del sol. Bakenamón y él se habían escapado a los pastizales de la ribera, a jugar a los grandes héroes. Snefru ya había olvidado todo aquello, pero a Bakenamón le gustaba ser un guerrero tebano, un lancero invencible, paladín del gran Amón y sus profetas. Snefru, por el contrario, en tales juegos, solía ser un campeón de los faraones del Delta…

Recordar aquello le sacó de la duermevela, con un sobresalto. Hacía mucho que había olvidado todo aquello. De nuevo estaba sudando. En los días remotos de la infancia, de alguna manera, jugando, habían anticipado lo que sería el capítulo final de su amistad de toda una vida. Soplaba ahora el viento con más fuerza, sentía casi frío y, al levantar curioso los ojos y advertir un asomo de claridad al este, se dio cuenta de que había estado dormitando mucho más de lo que pensaba.

Le pareció oír un ruido en la oscuridad y se quedó inmóvil, sin respirar. Otro ruido, sí, luego otro más. Alguien merodeaba por entre las ruinas, al claro de una luna ya muy baja. Los sonidos podían causarlos un bastón o la vara de una lanza al golpear contra las piedras de los basamentos. Montó con sigilo el arco, comprobó que podía empuñar la maza en un pestañeo, se asomó cauteloso por encima del borde de la esquina. Un hombre caminaba por entre los muros desmantelados, sí, pero se trataba de Memisabu, el sacerdote. Lo observó un instante: una aparición casi fantasmal en esa noche, con esa silueta fornida, calvo y con ropas albas que parecían resplandecer a la luz de la luna. Había sido su bastón el que había producido esos ruidos y, en esa ocasión, por alguna de las razones místicas que mueven a los sacerdotes a vestir ciertos adornos, llevaba sobre el hombro izquierdo la piel moteada de un leopardo.

El mensajero del faraón chistó por lo bajo, al tiempo que se incorporaba con lentitud, no deseando sobresaltar mucho al otro. El sacerdote se volvió, los linos blancos aleteando con la brisa que precede al alba, y Snefru desmontó la cuerda de su arco, antes de acercarse a él. Se saludaron con gestos de cabeza y dejaron un silencio entre ambos, antes de que Memisabu señalase con su báculo a levante.

—No falta mucho para que amanezca. —Hizo una pausa—. No sé por qué, imaginaba que no andarías lejos.

—¿Me estabas buscando?

—No, uetuti nesu. He venido a presenciar algo sobre lo que leí hace mucho, en las tablillas de Nínive. Un fenómeno que sólo se puede presenciar al alba y que no tendré otra oportunidad de ver, porque nos vamos hoy mismo.

—¿Hoy? —La pregunta era casi retórica, porque el hecho de que Petener hubiese hecho botar el Estrella del Norte había indicado ya a Snefru que no tardarían en partir.

—Esta misma mañana iremos a los farallones, algo al sur de las tumbas del norte. —Señaló con la vara hacia la línea de acantilados, que se intuían en la distancia, al claro de la luna—. Creo haber visto datos suficientes como para suponer dónde pueda estar la tumba que buscamos.

—Entonces, los papiros que robó Bakenamón no tenían valor alguno…

—Lo tenían y mucho, por más de una razón. Puedo asegurarte que es mucho mejor que estén en el fondo del Nilo que los tengan los tebanos.

—Pero no acabo de entender, santo. Acabas de reconocer que no los has necesitado para descubrir el paradero de la tumba.

—Ven conmigo. El fenómeno del que te hablo sólo se puede presenciar desde un punto concreto, a una hora determinada.

Echaron a caminar por entre las ruinas, el uno arco en mano, el otro empuñando su bastón.

—Escúchame con atención, arquero. No esperarías que alguien hubiese dejado escrito, en un papiro, en los archivos del templo o de palacio, el lugar donde se abrió la tumba que buscamos, ¿no? —Tras observar el gesto de asentimiento de su interlocutor, señaló de nuevo con el báculo a los farallones, esta vez al este, a la línea que se recortaba en el grisear del alba—. ¿Recuerdas que ahí se abre una garganta? ¿Sí? Si te internases por ella, acabarías por llegar a un hipogeo vacío. Ése, en origen, había de ser el lugar de reposo de la momia del faraón que no debe nombrarse. Pero, previendo la ruina de su régimen, hombres leales excavaron una nueva tumba, secreta, para evitar que, si futuros faraones volvían al credo tradicional, como en efecto hicieron, alguien pudiera profanar los restos. Como es lógico, nada se consignó por escrito.

—Sí, es lo lógico. Pero ¿qué es lo que has estado buscando con tanto trabajo entre tantos papiros?

—Pistas, a través de datos indirectos. Eso es lo que estaba buscando. —Volvió a menear su cabeza pesada—. Somos un pueblo milenario, arquero. Siempre hemos hecho las cosas de la misma manera. No sólo somos famosos fuera por tal causa, sino que nosotros mismos estamos orgullosos de ello. Pero eso hace que seamos, en muchos aspectos, previsibles, a pesar de que nosotros no nos demos cuenta de ello. Yo sí soy consciente, tal vez por haber vivido tanto tiempo entre extranjeros. Y eso me ha permitido sacar ventaja de tal característica.

»Hace ya años que, en las tablillas de Nínive, encontré la historia de los faraones malditos y su capital olvidada. Más bien la reconstruí, porque allí sólo está la mitad de la correspondencia; las cartas que esos faraones enviaron a los reyes asirios. Las respuestas de éstos deben de estar enterradas por aquí, o puede que se hayan perdido para siempre.

»Desde el primer momento, tuve una certeza. La de que los escribas, sacerdotes, funcionarios del régimen, cuando se vieron obligados a abandonar esta ciudad, sin tiempo para recoger nada, debieron de enterrar sus archivos en los mismos patios de los edificios que ocupaban. Así se ha hecho siempre en Egipto. Y, como bien sabes, no me equivocaba. Desenterré esos archivos. Encontré lo que buscaba.

—Pero ¿qué exactamente, santo?

—Paciencia. Te lo estoy contando paso a paso. Los egipcios no sólo hacemos siempre las cosas de la misma manera. También somos un pueblo que lo anota todo. Absolutamente todo. Somos la raza más legalista de la tierra. Yo quería consultar las contabilidades, las partidas de material, los cálculos de transporte, jornadas, sueldos, las incidencias. Por pequeña que sea una obra, todo eso lo anotan y archivan, día a día, los escribas.

—¿Y de ahí que se puede sacar en claro?

—Tú, que eres un policía curtido, dime: Si persigues a un criminal y no sabes dónde se oculta, ¿qué haces? Indagas, preguntas, buscas indicios, huellas. Te acercas a él de forma indirecta, ya que en línea recta no puedes. Lo mismo he hecho yo.

»He leído las cuentas y las partidas. Lo he cotejado todo con cuidado, apartando lo que no parecía corresponder a ninguna de las tumbas ordinarias, las partidas en las que no estaba claro el destino último. He revisado a qué zonas se enviaron obreros, cuáles eran sus oficios, cuánto tiempo estuvieron, qué materiales se despacharon. Ha sido un esfuerzo enorme, por el mucho material y el poco tiempo, por más que los dos escribas me han ayudado en algunas etapas. Pero ha dado su fruto. Creo saber a qué zona de esta tierra maldita de Amón mandaron a esos obreros y esos materiales, y se emplearon esas jornadas sin justificación clara. Es ahí donde encontraremos la tumba.

—Si nadie ha sabido nunca dónde buscar, ¿por qué íbamos a temer ahora que los tebanos se apoderasen de aquellos rollos?

—Porque los sacerdotes de Amón podrán ser casi cualquier cosa, pero no tontos. En cuanto le echasen un ojo a los papiros que yo había apartado y oyesen lo que tenía que contar Bakenamón, no hubieran tardado en sacar sus conclusiones. Y yo, hasta última hora de la tarde de ayer, no estuve más o menos seguro sobre dónde debemos buscar.

En la cada vez mayor claridad, volvió a buscar con la mirada por entre las palmeras y los restos de muros. Señaló con el báculo.

—Ahí, arquero. —Se desvió en esa dirección—. La muerte de Bakenamón no ha sido estéril. Podría haber contado muchas cosas a sus amos.

—Es algo que hubiera preferido ahorrarme.

—Eso nos ocurre a todos, muchas veces, a lo largo de nuestra vida.

Redujo el paso, echó una mirada inquisitiva alrededor, luego de nuevo a los farallones lejanos y, por último, golpeó con la contera del bastón contra unas piedras.

—Aquí.

—¿Pero qué es lo que buscamos? —Snefru, a su vez, miraba a todos lados, sin encontrar más que sillares polvorientos, entrevistos a la luz del amanecer.

—Buscábamos. Un lugar concreto. Y ya lo hemos encontrado. Mira, uetuti nesu, porque estamos justo delante del gran palacio de los faraones malditos.

—Ya. ¿Y ahora?

—A esperar.

El mensajero del faraón se encogió de hombros, para dar a entender que renunciaba a preguntar más, antes de ir a sentarse sobre lo que quedaba de un muro. El sacerdote se apoyó en su vara, las ropas blancas ondulándose, la cara al este.

—Matar a un viejo amigo es como matar a un pariente. Quema en las manos y en las entrañas. Pero has cumplido con tu deber.

Snefru, que tras descargarse de arco y aljaba, se estaba quitando el casco, negó con la cabeza.

—Te equivocas, santo. Disparé mis flechas lleno de odio y no para cumplir ningún deber. Mi deber es hacer valer las leyes de Egipto. Pero, cuando vi que habían matado a mi escriba, creo que perdí la cabeza. Lo vi todo rojo, y eso no es digno de un oficial del faraón. Yo quería venganza, matar. ¿Quién puede decir que algo así sea un acto justo?

—¿Y quién puede decir lo contrario? Deja que sea Toth el que pese tu alma, llegado el momento justo. Ni los actos ni las intenciones son nunca del todo puros, por eso ha de sopesarse todo en la balanza.

Snefru se pasó las palmas por el rostro, no supo el sacerdote si por fatiga física o interior.

—Nos conocíamos desde que nacimos. Éramos casi de la misma edad y nuestras familias eran amigas desde el tiempo de nuestros bisabuelos. —Volvió a frotarse el rostro—. Me acuerdo de cuando su padre nos llevaba a los dos, de la mano, a pasear por los estanques de su finca…

—Entiendo.

—No. No entiendes, santo. ¿Qué le voy a decir yo ahora a su esposa? ¿Cómo voy a mirar a los ojos a sus hijos?

¿Cómo voy a explicarles que, estos mismos brazos que los sostuvieron, han sido los que han matado a su padre?

—Basta, arquero. —El sacerdote, de repente adusto, golpeó el suelo con su báculo—. No mezcles las cosas. Eso no son remordimientos, ni dudas, sino temor a tener que enfrentarte, ante tu ambiente, a las consecuencias de tus actos. Nada tiene que ver con que hayas hecho bien o mal.

—Tienes razón —aceptó a regañadientes.

Se instaló el silencio entre ellos. Pasó una ráfaga fría, propia del amanecer, para alborotar los linos del sacerdote y poner la piel de gallina a Snefru. Memisabu no apartaba ya los ojos de los farallones, en esa primera luz convertidos en una meseta roja que iba de norte a sur, rota por la garganta que tenían justo enfrente.

—Se dice que eres un mesenti, arquero.

—Eso dicen, sí.

—Aquéllos que eligieron en su día ser mesentis, tomaron un camino espinoso. Obrar con rectitud, sean cuales sean las circunstancias, no es fácil. Es una gran carga y por eso los mesentis, aunque despertaron grandes simpatías, no lograron muchos adeptos. Procurar ser justo lleva a conflictos internos y externos, y no sabe uno cuál es más doloroso. Velar por la maat exige una voluntad de basalto. Tú elegiste ese camino y ahora te encuentras en un trance amargo. Persevera o desiste, pero no te quejes de lo que aceptaste con libertad. Eso no es digno de un hombre de tu coraje.

Snefru, que había estado observándose las palmas de las manos, había alzado ahora los ojos para ponerlos en las espaldas anchas del sacerdote, a medias cubiertas de piel de leopardo sobre lino blanco, asombrado ante la vehemencia repentina de su discurso. Pero el otro no le dio tiempo a replicar.

—Mira. Mira, arquero. Ahí viene el sol.

Apuntaba ahora con el báculo, la túnica agitada por el viento de la mañana, y el mensajero del faraón siguió la dirección que marcaba, más que intrigado. A levante, asomaba ya el sol y, por algún milagro o, mejor dicho, por decreto de un faraón y pericia de sus arquitectos, desde donde estaban, el antiguo palacio, vieron cómo surgía incandescente, justo por la garganta que quebraba los farallones, al otro lado de la llanada.

De un instante a otro, aquella brecha oscura entre rocales se inundó de luz, tal y como en edades perdidas debía de haberlo hecho con el agua de las tormentas. Y, como esas aguas al desbordarse, se formó por un momento un camino de resplandor, una lengua dorada, que atravesó la planicie aún en sombras para iluminar el punto en el que se hallaban. Era como una espada incandescente que hendiese las tierras grisáceas y Snefru, tomado por sorpresa, se incorporó con una exclamación.

El fenómeno tan sólo duró unos momentos, lo que tardó el sol en rebasar el nivel de los farallones. La luz se derramó luego por encima del borde rocoso, como agua que desborda una presa, para llenar de resplandor aquel anfiteatro árido y hacer desaparecer, por inundación, la magia de aquel río resplandeciente.

—¿No es algo prodigioso? ¿No es algo digno de ser contemplado al menos una vez en la vida?

Observó cómo Snefru asentía.

—Supe de este fenómeno gracias a las tablillas depositadas en la Biblioteca de Nínive. El faraón que no debe nombrarse, el primero de los malditos, quiso construir aquí su capital por razones tanto estratégicas como simbólicas. O eso creo porque, como te dije, a veces es difícil entender bien las cosas cuando sólo se puede leer la mitad de una correspondencia. Estratégicas porque, desde aquí, se controlan mejor el Alto y el Bajo Egipto, sin descuidar a ninguno de los dos. Simbólicas porque una capital nueva era el mejor signo de que había llegado un régimen nuevo, una nueva era.

Se giró para contemplar los pobres restos de lo que debió de ser edificio grandioso.

—Emplazó aquí el palacio real por un motivo claro. Su dios único, al que quiso imponer sobre todo el valle del Nilo, era solar y, desde aquí, justo desde aquí, se puede saludar al sol cuando asoma por la garganta.

Snefru, los párpados entornados, echó una mirada al sol que colgaba ya sobre los farallones, aún rojo y ovalado. Trató de imaginarse al faraón hereje, saliendo cada amanecer a un balcón de piedra, a saludar a su dios, encarnado en el sol naciente.

—No debiste venir solo, santo. Has corrido un riesgo.

—No tanto. Aprendí mi lección, cuando aquel nubio trató de asesinarme. Esta noche confié todo cuanto sé a Petener. Mi muerte, ahora, no cambiaría nada.

—Excepto que irías ante los dioses antes de tiempo, por nada.

—Por nada, no, que ver nacer el sol por ahí bien merecía la pena. Además, sabía que andabas tú por aquí, que eres un gran arquero.

Snefru, como siempre que no sabía qué contestar a algo, se encogió de hombros. Y el sacerdote, luego de un momento, indicó en dirección al arco.

—Hay algo que me causa curiosidad… Ése es un arco de guerra asirio.

—Así es, santo.

—¿Me permites verlo?

A medias sorprendido, porque no era ni mucho menos el primero en manifestar interés por aquella arma, se levantó del muro para tenderle el arma. El sacerdote la sopesó en su mano, la sostuvo en alto.

—Un arco de primera. ¡Qué factura excelente! En Asiria conocí a más de un fabricante de arcos. Son una élite entre los artesanos, porque los asirios dan tanta importancia como los egipcios a la arquería. Dime, ¿cómo conseguiste un arma así?

—Podríamos decir que ella vino a mis manos.

—¿Y eso?

—Lo obtuve durante la primera defensa de Tebas. —Había vuelto a sentarse sobre los sillares y, a un gesto de invitación del sacerdote, le habló de aquel día de fuego, de los combates en el río, de cómo habían protegido a flechazos el paso de las barcas. Y de cómo su embarcación se había topado con otra, llena de asirios muertos, en la que había encontrado aquel arco.

Memisabu le había estado escuchando con atención y, aun antes de que acabase su relato, estaba dando vueltas al arco entre las manos, buscando detalles reveladores. Sus ojos se detuvieron en la inscripción en acadio, cincelada en el cobre cerca de la empuñadura.

—Adapa —murmuró—. Adapa…, pero esto es asombroso.

—¿Adapa? ¿Qué significa?

—No me digas que nunca te leyeron lo que ponía aquí.

—Jamás. Tendría que habérselo pedido a un asirio y no me parece prudente, habida cuenta de la forma en que me hice con el arco.

—Tienes razón. Bueno. Adapa es el nombre de su anterior dueño.

—¿Y qué tiene eso de asombroso?

—Que yo sé quién era. Te digo más: le conocí en persona. Un guerrero muy bravo, de linaje antiguo. Como no le faltaban tierras de labor, ni ganado, el hambre que tenía era de gloria. Estuvo en la campaña de Asaradón contra Taharqa, sí, y desapareció en la conquista de Tebas. Ahora está claro cómo murió. ¿Echasteis a pique su nave?

—¿Para qué? La dejamos seguir río abajo. Siempre creí que los suyos la habrían interceptado.

—Pues no fue así. —Meneó la cabeza, al tiempo que le devolvía el arco—. A saber qué le ocurrió a su barca.

—¿Quién sabe? Fue un día de gran confusión. —Paseó los dedos por aquellos símbolos acadios—. Te agradezco que me lo hayas leído. Nunca supe si era un nombre o una fórmula mágica.

—Lo primero, nada más, y ahora esa inscripción es errada. Debiera decir Snefru. No creo que a un bravo como Adapa le disgustase que su arco anduviese en manos de un hombre como tú. Eres buen arquero, y un hombre justo.

—Lo primero es cuestión de entrenamiento. Lo segundo…

—Actuar con rectitud es más difícil que acertar en el blanco. Sí. —Sonriente, echó una mirada al sol—. En fin, vamos al encuentro de los nuestros. No tardarán en llegar por la calzada y conviene que nos demoremos lo menos posible.