Capítulo 15

Era como si la urgencia de Tjenti y sus compañeros se trasmitiese a la nave, y le diese alas mientras remontaban el Nilo, en demanda de puerto aún leal a los sacerdotes de Amón; un refugio donde su alcalde acatase de veras la autoridad tebana y al que arribar no fuese todavía peor que arriesgarse a vérselas con posibles perseguidores. Pero lugares así escaseaban, ya que Montuemhat, alcalde de Tebas, había salvado a la ciudad sagrada de ser devastada a cambio de cláusulas onerosas, como la renuncia a posibles guarniciones nubias, lo que suponía, en la práctica, que los nomos entre Unet y la Tebaida estaban sometidos de forma sólo nominal.

La situación era tal que Tjenti había sentido ante todo alivio al dejar atrás las riberas controladas por Nimlot de Unet, pese a que era, en teoría, uno de los aliados más fieles de Tebas. Pero ya bogaban lejos de ese principado, ganando sur iteru a iteru, y sólo le quedaba a Tjenti vigilar las aguas a popa, y rezar a Amón y a Montu para que les auxiliasen en su viaje. Porque no tenía duda alguna de que los saítas habrían salido en su persecución y la incógnita era cuánto se habrían demorado en aparejar sus naves. Bastante, si Amanimet había logrado degollar a aquel sacerdote sin templo que presumía de conocer el secreto de la tumba del Innombrable. Secreto que ahora estaba a bordo, llave para hacerse con el tesoro funerario y que permitiría a los sacerdotes de Amón ejecutar en el hereje su castigo final, tantos siglos demorado.

Guerrero de las Dos Tierras se llamaba aquella nave, un buen barco que volaba río arriba, pese a estar su tripulación tan disminuida, luego del desastre sufrido en el Delta. Disminuida y cansada, pues habían navegado toda la noche, a la luz de una luna casi llena, sabiendo que la oscuridad no iba a detener a los saítas. Pero se había levantado un viento firme del norte que les empujaba contracorriente a buena marcha, de forma que muchos de los tripulantes cantaban a pesar de la fatiga. Se decían unos a otros que, sin duda, aquel viento constante debía de ser el propio Amón, que quería premiar a sus devotos luego de tantos sinsabores. ¿O no era Amón un dios de los vientos?

Tjenti, aunque no había querido refutarlos, por lo bajo no sabía si reírse o enojarse, porque todas esas simplezas no eran más que corrupción de la vieja teología del Oculto. Amani era dios de vientos, sí, pero de vientos sutiles, metáfora de su propia naturaleza divina, y nada tenía que ver con ventarrones. Pero, al menos ese día, las interpretaciones populacheras servían a la causa del dios. Eran como luz sobre ánimos largo tiempo sombríos por culpa de las dificultades y reveses que habían tenido que sufrir en los últimos días.

Sin embargo, Tjenti nunca había dado la misión por perdida. Demasiadas derrotas había sufrido ya a lo largo de su vida, tanto más grandes cuanto más segura creían la vitoria. Arco en mano, había seguido a Taharqa cuando invadió el valle del Nilo para someter a príncipes y jefes. Y, en consecuencia, vivió la derrota tremenda que el faraón negro sufrió ante las armas de Asaradón y la consecuente caída de Tebas. Años después estuvo también en el ejército que, tras sojuzgar gran parte de Egipto, entró victorioso en Menfis. Ejército al poco destrozado por la contraofensiva asiria y que, convertido en una diáspora de bandas fugitivas, tuvo que refugiarse en el sur lejano.

Al recordar tantos avatares, muchas veces se había preguntado si de nuevo habría de pasar por trago igual de amargo. Si, después de tener el éxito en la punta de los dedos, no se alzaría para revelarse humo tras el que se ocultaba el desastre. A duras penas, con la mitad de los suyos muertos o incapacitados por las flechas saítas, había logrado escapar por los canales del Delta. A falta de algo mejor, había enfilado hacia el sur, hacia las riberas del principado de Unet, aliado antiguo pero cada vez menos de fiar. Allí, en la orilla este, en un tramo desierto, según le había confiado Montuemhat, se alzaban las ruinas de lo que fuese en su día la capital del Innombrable. Un lugar maldito, rehuido por campesinos y cazadores, del que los navegantes apartaban incluso los ojos al pasar.

Los saítas le habían tendido la trampa para apartarle del lugar obvio. Así que, sin duda, la tumba secreta estaba en algún lugar cercano a esa ciudad a la que el Innombrable soñó gobernadora de todo Egipto, en detrimento de la sagrada Tebas. Allí estaban ahora los saítas, buscando entre las ruinas, y allí, al sur de la bahía, habían arribado los servidores de Amón. El propio Tjenti había estado rondando y espiando los movimientos de los enemigos del dios hasta dar con aquel constructor de tumbas de Dyebat-Neter, devoto del Oculto, por el que no había dudado en exponerse, pese a que, al verle, nadie le hubiera supuesto hombre de mucho valor.

Había conseguido contactar primero con Amanimet, el guardaespaldas, y, por medio de él, reunirse con Bakenamón cerca de los farallones sur de la bahía. Por boca de este último, tuvo la certeza de lo que había estado temiendo. Se les acababa el tiempo. El sacerdote sin templo había desenterrado los antiguos archivos de los herejes, gran número de papiros, y parecía estar a punto de averiguar el paradero de la tumba. Había sido esa noche clara, de luna muy creciente, cuando el constructor propuso al arquero un plan desesperado que demostraba que tenía más coraje de lo que la gente pensaba. Quizá, se había dicho el segundo, la fe en Amón le daba lo que la naturaleza le había negado.

Porque el plan, aparte de arriesgado, suponía un salto al vacío. Implicaba dejar casa, fortuna, posición, familia; arrojarse al exilio. Consistía en enviar a su guardaespaldas —suministrado por el propio Tjenti, luego del asalto fallido a la finca— a acabar con el sacerdote, cosa que no debía ser difícil, pues el nubio sabía manejar el hierro y su víctima era hombre de edad avanzada y estaría solo. Mientras, Bakenamón se haría con los rollos que el propio sacerdote había señalado como claves. Y eso implicaba no sólo exponerse, sino también descubrirse; condenarse a no volver a su casa del Delta.

Así se había hecho y Bakenamón, cargado de papiros, había huido hacia el sur de la bahía, donde le aguardaban Tjenti y varios de los suyos, para escoltarle hasta la ribera, y su nave, el Guerrero de las Dos Tierras.

Y así ahora, a primera hora de la mañana, navegaban a toda vela hacia el sur, a buena velocidad, pese a que Tjenti no sentía a Amón en ese viento fuerte del norte que hinchaba la lona y sí en esos otros soplos que, al rolar por un momento, le susurraban al oído. Sus hombres se afanaban, ojerosos tras una noche en vela, y él se había plantado a proa, el arco a la espalda, y observaba el espumar de las aguas, el vuelo de las aves, los árboles en las riberas, y, cuando se cruzaban con alguna nave que iba hacia el norte, saludaba agitando una mano.

A sus espaldas, en la camareta del mástil, sentado en la postura del escriba, Bakenamón estaba revisando los rollos, con el ceño fruncido. Al advertir su expresión, entre hosca y desconcertada, Tjenti se había llegado a él, temeroso de que un nuevo ardid les hubiese hecho dueños de papiros que no valían para nada; pues, si algo había demostrado el seneti Petener, era el gusto por la astucia como arma. Pero no. Los rollos no eran una trampa. Ocurría que el constructor de tumbas no lograba sacarles ningún sentido. No contenían relaciones, poemas o cualquier tipo de escrito que pudiera llevar, aunque fuese de forma indirecta, a la tumba. Eran cuentas e inventarios sobre provisiones y partidas de obras.

—Soy un hombre sencillo, la escritura se la dejo a los escribas. —El nubio se había encogido de hombros. Sabía leer los rastros en la tierra y la actitud de los hombres por sus gestos, pero no los símbolos de los papiros y las estelas—. Pero ¿no afirmaba Memisabu que en estos rollos estaba la clave que le llevaría a la tumba?

—Sí. Es tal como te lo he contado.

—La clave. No que lo contase directamente.

—Aun así…

—Amigo, yo no sé leer y tú sí. Pero me parece que no sabes ver y por eso no encuentras. Pero no te preocupes, que los sacerdotes de Amón sí que sabrán. Deja de lado ahora esas preocupaciones.

Las palabras del arquero hicieron que el semblante de Bakenamón se aclarase un tanto. Renunciando a seguir con algo que no comprendía, enrolló el papiro que tenía entre manos con cuidado casi excesivo, propio de uno que acostumbra a manejar objetos frágiles e insustituibles. Lo guardó en el saco para ponerse en pie y estirar algo las piernas. Llevó los ojos más a popa y el nubio, que le estaba observando a él, vio cómo su expresión cambiaba de nuevo. El rostro se le volvió color ceniza y sus ojos castaños, hasta ese momento plácidos, se llenaron de un espanto que el nubio había visto en muchos. El miedo que produce verse, de golpe, ante la muerte, a hombres que han llevado una existencia reposada y lejos de los peligros.

Él también pasó los ojos más a popa, sabiendo incluso antes de ver qué era lo que iba a divisar. Sí. Allí, a popa y algo a estribor, navegaba una gran nave, de extremos curvos y muy levantados, con casetas en ambos, ojos en la proa, mascarón de cocodrilo y una vela inmensa, ornada con la imagen del dios Onuris-Shu, tutelar de Dyebat-Neter. Aquella vela, de más superficie que la suya, era lo que les estaba permitiendo darles alcance.

—¿Son ellos? ¿Los saítas? —Mientras preguntaba, ya estaba descolgando el arco para montar la cuerda, pese a que no se advertía mucho movimiento en cubierta.

—Es el Aliento de Seth —respondió el otro con susurro áspero, como el del que tiene la garganta reseca por el polvo del desierto—. El Aliento de Seth.

Tjenti le observó desconcertado, no sabiendo si hacía alusión al dios maligno, o es que ése era el nombre de la nave.

—¿Es uno de sus barcos? —insistió.

—Sí. El más rápido de los dos.

Tjenti observó la nave con sus ojos negros, sin sentir siquiera gran desazón, puede que porque, en el fondo, había estado esperando que les alcanzase el desastre en cualquier momento. Sí notó ese regusto en la boca, tan conocido por probado, del que ve cómo el triunfo se le escurre entre los dedos. El mismo sabor amargo que sintió en dos campos de batalla, ante la embestida blindada de los asirios. El que llevaba en los labios cuando, superviviente del vencido ejército de Tanutamani, retrocedía más allá de Asuán, lleno de ira, temeroso de que los arqueros de Asurbanipal no se detuviesen e invadieran la propia Nubia. «¡A Kusu! ¡A Kusu!», recordaba haber oído rugir a aquellos bárbaros asiáticos a lo lejos, ebrios de victoria. Kusu, así llamaban aquellos bárbaros de Asia a Nubia. Sacudió la cabeza.

—Me parece que Amanimet no ha conseguido su objetivo —afirmó con suavidad.

—¿Por qué dices eso? —El constructor volvió a él el rostro, aún del color de la ceniza.

—Si lo hubiese conseguido, no tendríamos esa nave en los talones. Le hubieran perseguido a él y, con el revuelo, tu robo habría tardado en descubrirse. Fracasó y supongo que está muerto. —Pulsó la cuerda de su arco, como un arpista, tal como es costumbre entre arqueros, tanto para probar su tensión como para llamar a la suerte—. Amón le bendiga, era un hombre valiente.

La nave perseguidora no sólo era más veloz, sino también más grande. Ya en circunstancias normales debía contar con más hombres, con lo que, en la presente situación, la desventaja sería abrumadora. El viento del norte hinchaba la gran vela blanca y Tjenti, al ver agitarse la imagen del dios bordada, no pudo por menos que decirse que él había estado en lo cierto y sus hombres errados. Que el viento del norte no lo enviaba Amón, sino aquel otro dios aéreo, Onuris-Shu, tutelar de Dyebat-Neter y, sin duda, protector de aquel oficial del faraón saíta, Snefru, al que le parecía de hecho distinguir a proa. Viento fuerte, constante, rugiente, propio de una deidad guerrera.

Se llegó a popa para observar el avance de sus enemigos. Había ya un arquero apostado en la caseta de proa. Se le ocurrió que, además de ser más numerosos, los saítas tenían que ser todos hombres aguerridos, seleccionados uno a uno para una misión tan turbia como la del robo de una tumba real. Y el patrón debía de ser veterano de combates fluviales, porque gobernaba su nave por estribor del Guerrero de las Dos Tierras, de forma que sus arqueros tendrían ventaja a la hora de disparar, ya que estaban menos obligados a exponerse.

El Aliento de Seth seguía acortando distancias, keth a keth, y aunque a proa sólo se veía al arquero de la caseta y al mensajero del faraón, que se tocaba con casco de bronce, Tjenti, que había cazado toda clase de fieras, y luchado en muchas batallas, sabía de aquellas quietudes falsas. Apartó de su cabeza cualquier pensamiento que no tuviera que ver con el combate que se avecinaba, toqueteó los amuletos que colgaban de su cuello y del arco y, a voces, comenzó a dar órdenes a los suyos, que hacía rato que habían dejado de cantar.

Dispuso la defensa lo mejor que pudo. Situó a un hombre con un gran escudo egipcio junto al timonel, antes de distribuir a sus contados arqueros. No le quedaban sino cuatro, todos nubios. El resto eran casi todos hombres de armas que, aunque prestos a morir por el Oculto, no sabían manejar el arco. En la otra embarcación, fuese porque vieran sus preparativos, o porque ya se consideraban a la distancia adecuada, daban ya señales de actividad. Tjenti se pasó la mano por los cabellos oscuros y crespos, salpicados de canas. Como por arte de magia, la cubierta enemiga hervía ahora de hombres que, sin duda, habían estado tumbados en cubierta. Con la boca seca, constató hasta qué punto eran muchos los arqueros, y que había también hombres suficientes como para cubrirles a todos con escudos, como había hecho él con su timonel.

Puso los ojos, sombrío, en aquella figura que recorría ahora toda la eslora de la nave enemiga, dando órdenes, tocada con casco egipcio y con un gran arco en la mano. Snefru, el mensajero del faraón, el mago mesenti. De forma inconsciente, sus dedos rozaron la cuerda del arco, como ávidos de tenerle a tiro, para que su muerte fuese, al menos, bálsamo que suavizase el desastre.

Porque el desastre, palmo a palmo, llegaba. Los saítas comenzarían a disparar sus flechas de un momento a otro, bien cubiertos por escudos, en tanto que los nubios tendrían que asomarse para responder. Llovería la muerte sobre el Guerrero de las Dos Tierras y aquello acabaría de una de dos formas: o, caído el timonel y sus sustitutos, la nave iría a varar a la orilla por falta de gobierno, o, cuando hubiesen abatido a suficientes defensores, los perseguidores los abordarían para acabar con mazas y hachas con los pocos supervivientes.

Eso era lo hablado, en efecto, entre Snefru y el patrón del Espíritu de Seth. Pero el primero, para asombro del segundo —un hombre recio, rapado, que ceñía taparrabos y brazaletes, y no sabía de sutilezas— dio la orden de no disparar hasta que él lo mandase, pese a que ya estaban a tiro. Los arqueros, agazapados tras escudos de base plana y borde superior semicircular, con flechas ya en las cuerdas, habían observado perplejos cómo el mensajero del faraón entregaba el arco a su escriba, antes de erguirse para hacer bocina con las manos y, a gritos, conminar a los de la otra nave a arriar vela y entregarse, en nombre del faraón Psamético.

Por tres veces gritó esa orden y, a la tercera, alguien le disparó una flecha que esquivó sin dificultad. Entonces, con el rostro nublado, recuperó su arco de manos de Kayhep y dio orden de comenzar a tirar. Fue el arquero de la caseta de proa el que lanzó una flecha de tanteo. El proyectil pasó silbando sobre las aguas para ir a clavarse en la popa. Y ahí dio comienzo el duelo de arqueros.

Entre las flechas que iban zumbando de nave a nave, cada cual tiraba según su temperamento. Así, unos aparecían de repente tras los escudos, como cola de escorpión, para soltar cuerda y ocultarse, en tanto que otros espiaban por el borde, buscando algún blanco factible, aunque eso les expusiese más. Los saítas arrojaban sin pausa, abrumando con su superioridad numérica, y los nubios contestaban como podían, pues hasta aquel viento tenían en contra, ya que aminoraba la fuerza de sus flechas, en tanto que daba alas a las contrarias.

Sobre las aguas verdes y centelleantes del Nilo, se alargaban los gritos en largos ecos, entre chasquear de velas, cuerdas, maderas. Hasta tres embarcaciones que navegaban río abajo se cruzaron con esas dos que luchaban y los viajeros, atónitos, dieron luego cuenta en distintos puertos de aquel combate. También de que en la nave más grande, la perseguidora, ondeaba un estandarte con las armas del faraón, algo que había inquietado al patrón, pues temía que pudieran cruzarse con algún batel armado local, o incluso uno tebano que, al verlo, podría suponer que la perseguida era de las suyas, y entrase en liza. Pero Snefru, siempre tan legalista, no se había apeado en ese particular. Debían enarbolar enseñas del faraón de Sau, bien visibles, para dar legalidad al abordaje.

La disparidad era abrumadora. Andanadas de flechas barrían la nave de Amón, los hombres iban cayendo y ya la embarcación, escasa de manos, comenzaba a dar bordadas que hacían más difícil a los supervivientes apuntar o incluso protegerse, pues, al llevarlos de un lado a otro, les exponía a los arcos enemigos. Algún herido reptaba por cubierta, regando la tablazón de sangre, y los que seguían en pie se encomendaban a Amón, a Osiris, a Toth, mientras tentaban los mangos de las armas, pues sabían que no tardaría en producirse un abordaje del que ninguno iba a salir con vida.

Así lo había entendido Tjenti que, casi echando espuma, se volvió a Bakenamón, que se agazapaba detrás de unos cestos, para gritarle:

—¡Tira el saco al agua! —Y, al ver que le miraba loco de miedo, como si no le comprendiera, volvió a gritar—: ¡Tíralo!

Mientras colocaba otra flecha en el arco, al amparo de un escudo, el nubio pudo ver cómo el constructor, al menos, tenía el buen tino de buscar algo pesado para lastrar el saco. De reojo observó cómo, la túnica mojada de sudor pese al aire que corría por cubierta, la peluca torcida, anudaba un lastre de piedra a la boca del costal, cosa que a él mismo, en el ardor de la pelea, no se le había ocurrido.

Pero también le vieron desde la nave saíta, que estaba ya muy cerca, y al menos uno comprendió cuáles eran sus intenciones. El nubio captó cómo un hombre se asomaba por el borde de un escudo para advertir algo a Snefru y no era de los que dejaban pasar las oportunidades. Antes de que pudiera pensar, sus manos habían actuado por él, tensando y soltando. La flecha traspasó el cuello de aquel hombre, que se derrumbó entre los dos escudos. También Snefru obró sin pensar, porque dejó caer el arco para recoger a su escriba herido. Anonadado, le sostuvo un instante entre los brazos; pero Kayhep estaba muerto. Le había querido advertir de que Bakenamón iba a tirar los papiros al agua y, en ese instante, cuando se expuso, recibió una flecha. El proyectil debía de haberle roto las cervicales, porque la cabeza colgaba laxa. La sangre se le escapaba a chorros y Snefru, mientras el portaescudos se movía para cubrirle, depositó el cadáver sobre las tablas. Al secarse la sangre de las manos en su propia falda, lanzó una mirada llena de ira hacia la nave perseguida, buscando al que había hecho aquel tiro mortal.

Pero el otro, veterano, se había escondido como un áspid tras picar. Los ojos del mensajero del faraón encontraron, eso sí, a Bakenamón, que acababa de ligar el lastre con dedos torpes y se disponía a arrojarlo a las aguas del Nilo. Los cestos no bastaban para ocultar su gran cuerpo y Snefru recogió cegado su arma. Sin respiro, sin pensar o calcular, con el tino del que ha nacido para el arco y lleva toda una vida practicando, tiró a su vez una flecha.

Alguien se había adelantado por la cubierta con un escudo, buscando proteger al constructor de tumbas, pero no llegó a tiempo. La flecha de Snefru se clavó en la espalda de Bakenamón y, mientras éste iba tambaleándose hacia delante, ya aquél lanzaba otra sin pausa, con ese instinto mortífero del arquero nato. Ese segundo proyectil se hundió en la nuca del otro que, con la vara emplumada vibrando entre los rizos de la peluca, tal vez ya muerto, se fue por la borda con el costal en la mano. Puede que, con la muerte, los dedos se le crispasen sobre la boca del saco, o puede que los amuletos de la muñeca se le engancharan en los nudos. Eso le dijo un día, aún por llegar, a Montuemhat, uno de los pocos supervivientes de ese día aciago, cuando pudo regresar a Tebas para dar cuenta de lo ocurrido. Que el hombre de Dyebat-Neter tenía amuletos de Amón en esa muñeca y que, sin duda, el dios no quiso que su sacrificio fuese en vano.

Lo cierto es que hombre y costal cayeron al río, con gran estruendo de agua y saltar de surtidores. Tjenti volvió la cabeza, para ver si salía a flote. Snefru, por su parte, se quedó con los ojos clavados en aquel rebullir de agua y espuma, señal de donde se había hundido su amigo de la infancia, pero no asomó. El parche de aguas revueltas quedó primero del través, luego atrás. La ira de Snefru se había esfumado. Blanco como un muerto, el arco sujeto apenas en mano ahora débil, se volvió para seguir mirando esa mancha de espuma que la corriente dispersaba.

Tjenti aprovechó la ocasión y tuvo que ser el propio patrón de la nave el que detuviese con escudo esa flecha que llegaba zumbando, al tiempo que gritaba al mensajero del faraón que volviese en sí. Él, a duras penas, apartó los ojos de la espuma ya muy a popa. Algo le dijo al patrón, que se puso a dar voces. Tjenti no llegó a distinguir qué ordenaba pero, a cubierto de los escudos, vio cómo los marineros del Aliento de Seth cobraban vela, y cómo el timonel abría el rumbo de la nave para separarse, en tanto que un par de hombres, a los remos, ciaban para frenar la marcha.

Enseguida, el Aliento de Seth quedó atrás y cesó el cruce de flechas. Tjenti hizo apartarse a su portaescudos. La brisa le secaba el sudor de la piel y le alborotaba los cabellos crespos. Pasó la atención de la nave enemiga a sus propios hombres. ¡Qué pocos quedaban! La mayor parte de ellos caídos en cubierta, casi todos inmóviles, con varas emplumadas asomándoles de las carnes. Contempló los rostros de alivio de los supervivientes, las expresiones de unos que, ante las fauces de la muerte, ven cómo ésta se aparta en el último instante. Volvió la vista de nuevo a popa. La nave de los saítas estaba virando a golpe de remo, para enfilar hacia el norte.

Él no sentía alivio alguno por haber salvado la vida. Había vuelto a fracasar. Tal vez los saítas no habían conseguido recuperar los papiros pero, desde luego, él no podía considerarse vencedor. Ignoraba por qué habían renunciado al abordaje, cuando podían haberlos aniquilado, pero algún motivo tendrían, porque aquel mensajero del faraón no era hombre misericordioso. Con gestos que no admitían réplica, indicó a los que quedaban que virasen como pudieran, que la partida aún no había terminado y que debían seguir al Espíritu de Seth, a la distancia apropiada para no ser detectados.