Mientras Tamit se cimbreaba sobre Snefru, con párpados caídos y esa laxitud de la que se abandona a sí misma, él sabía, ya más allá de cualquier duda, que ella estaba haciendo magia. Lo que en la azotea de Menfis fuese una sospecha, se había convertido allí, entre las ruinas de una ciudad maldita, en certeza. Magia; por más que tratase de camuflarla ella, de que se escudase en su propia naturaleza caprichosa y de que él hiciera como si se conformase con esa explicación.
Acompañaban a la dama, en aquel viaje, no pocos sirvientes. Y algunos de ellos habían levantado, en la ciudad central, entre los restos de templos y palacios, un pabellón de cuatro varas, semejante al de la terraza de Menfis, con dosel, dos lados cortinados con gasas blancas y rojas, y esteras finas sobre el suelo. Hasta él había guiado al mensajero del faraón y ahora se agitaba y sacudía encima de él, despacio pero con fuerza; desnuda pero cubierta de collares, pulseras, peluca nubia, los párpados pintados de un azul intenso. Snefru, bocarriba, los ojos casi cerrados, las manos en los muslos de ella, se dejaba hacer. Sus pensamientos iban y venían entre espasmos de placer, cada vez más fuertes. Se le ocurría que no podía ser casualidad que se hubiese levantado un viento tempestuoso y cálido. Las ráfagas sacudían rugientes el pabellón. Hacían ondear las cortinas como estandartes rojos y blancos y, como el dosel hacía de vela, medio temía él que se rasgase, si es que no salía todo volando, si aquellas varas delgadas no aguantaban.
Se agitaba ella sobre él, cada vez más rápido, cada vez con menos control. Se apretaba a él con los muslos, saltaba encima con tanto ímpetu que les causaba dolor a ambos. Adelante y atrás, jadeando, la boca entreabierta, los ojos ya cerrados, ni una gota de sudor resbalando por su cuerpo, porque aquel viento abrasador les agostaba la humedad casi antes de surgir, de forma que su piel estaba lustrosa y, sin embargo, seca.
A Snefru, que ahora le sujetaba por las caderas, le llegaba ese olor suyo a canela cada vez más fuerte, porque ella estaba ya fuera de sí. Empujaba, los dientes desnudos como las fieras, le salía un sonido ronco del fondo de la garganta y, a cada embestida, los abalorios de sus collares tintineaban. Estaba haciendo magia en honor a Seth y parecía como si, en respuesta, se hubiese desatado aquel viento furioso y como de fuego. No le importaba a Snefru. De hecho, había descubierto que disfrutaba de ello. Del sexo a plena luz del día, abiertos a los cuatro vientos. De las ráfagas que llegaban de baldíos quemados por el sol. Del rumor de palmerales alborotados, del flamear de telas. Del resplandor hiriente del sol de media mañana. De poder girar la cabeza con ojos entornados y, entre arremolinar de cortinas y espasmos de placer, tener a la vista, lejos, los farallones de la bahía.
Como dos pucheros que, puestos al fuego, ganan calor poco a poco hasta que, de golpe, rompen a hervir con bullicio incontrolable. Así fue y, en ese preciso instante, ella le clavó las uñas con tanta fuerza que hubiera parecido que quería arrancarle la piel del pecho. Acabado todo, se le quedó encima todavía un tiempo, resollando hondo, envuelta en ese olor suyo a canela y mirra, antes de descabalgarle despacio, con esa flexibilidad tan suya. Mientras lo hacía, el viento rugiente iba encalmándose y, aún más que nunca, tuvo Snefru la certeza de que todo aquello había sido un rito mágico en honor del dios proscrito.
Seth, el temible. Amigo de los arqueros, protector de aquéllos que viajan por los desiertos. Amo de las arenas ardientes y de los vientos de fuego, señor del sexo estéril. ¿No le habría elegido Tamit por eso? En la marejada de pensamientos que muchas veces suceden al placer, dio en pensar que ninguno de los dos tenía hijos, igual que estériles eran Seth y su esposa Nebet-Het, diosa de muerte y de noche. No, no era un rito en honor de Seth, sino uno destinado a alimentar el poder de ese dios de altares abandonados por las gentes.
Ella, que aún jadeaba con fuerza, no se había tumbado a su lado, sino que, por alguno de sus caprichos, se había sentado con una pierna doblada y la otra tendida, de espaldas a él, los ojos puestos en los cerros distantes. Snefru, adormilado, la había dejado estar un rato, arrullado por la respiración de ella, que poco a poco se iba normalizando. Luego se sentó también. Sirvió agua de una jarra en una copa sola, como a ella le gustaba. Apuró hasta el fondo aquel líquido tibio, agradecido, porque, cuando se está sediento de verdad, no hay bebida que pueda compararse con el agua.
Rellenó la copa de alabastro para tendérsela. Ella tomó un sorbo, despacio, sin apartar los ojos de la distancia. Parecía haber cambiado de humor y, luego de tanta agitación, se había deslizado a un sosiego pensativo. Él, al recordar la excursión a las tumbas del día anterior, vio el momento de preguntarle:
—Tamit. ¿Qué encontrasteis en las tumbas? ¿Por qué Bakenamón salió tan enfadado?
Eso la sacó de sopetón de aquel estado contemplativo. Le miró con esos ojos oscuros suyos, pintados en esa ocasión de azul intenso. Él vio cómo cambiaban las luces de su mirada, un instante antes de que rompiese a reír.
—Pobre Bakenamón. —Hablaba a trompicones, entre las carcajadas—. No voy a poder acordarme nunca de lo que sucedió ayer sin morirme de risa. Fue de lo más cómico.
—¿Pero qué pasó?
—Memisabu afirma que, en la época de los faraones malditos, Egipto estaba en la cima de su poder. Dominaba Nubia por el sur, y las tierras de los hebreos y los fenicios por el norte. Se codeaba con imperios poderosos. Se trataba de igual a igual con Asiria y reinaba la paz…
—Todo eso lo sé. Él mismo me lo ha contado.
—También se lo contó a Bakenamón y a éste le parecía lógico pensar que, si Egipto estaba en su cumbre, las artes plásticas de la época tenían que ser algo supremo, puras, destilar la esencia de lo clásico.
—Ya. —Snefru se acarició pensativo la perilla azul—. Así que, en ese hipogeo, descubrió que estaba equivocado.
—Equivocado por completo. Uni nos llevó a esa tumba porque pensó que era la más adecuada. Ya nos había advertido que era pequeña en comparación con otras, pero mucho más rica en pinturas y estatuas. Entramos y… —Se interrumpió para reírse—. ¡Tenías que haber visto la cara de Bakenamón cuando puso el ojo en esas pinturas! Uetuti nesu, el arte en la época de aquellos herejes era distinto de todo lo que conocemos. Distinto y bien distinto, y yo diría que no sólo del arte egipcio, sino de cualquiera en el que puedas pensar.
—¿A qué te refieres?
—Las artes egipcias, asirias, griegas, todas las que puedas mencionar, tienen algunos puntos en común, por más que le duela a Bakenamón. No lo quiere ver porque, en ciertos temas, le puede la ceguera del fanático. Todos los estilos son idealizaciones, pero el de esos herejes no. Es como si hubieran querido que su arte fuese un espejo de la realidad. —Se interrumpió, negó con la cabeza—. Miento. Espejo no, porque la exagera, recalcando las imperfecciones. Muchas figuras muestran panza. Los cráneos y las barbillas son alargados…
Una nueva pausa, ésta para tomar otro sorbo de agua.
—Tendrías que verlo para hacerte una idea.
—Por cómo lo describes, no me parece que sean unas imágenes muy bellas.
—A mí, al menos, no me lo parecen en absoluto.
—¿Y eso hizo enfurecer tanto a Bakenamón? La verdad, me parece una reacción desmedida.
Ella, antes de contestar, cambió de pierna: estiró la izquierda para doblar la derecha, de forma que, de nuevo, Snefru pudo apreciar esa flexibilidad felina suya.
—Sigues sin entenderlo. —Sonrió—. Y eso que tú quizá debieras de hacerlo mejor que otros.
—¿Yo? ¿Entender una reacción propia de un niño pequeño?
—A tus ojos tal vez. Pero para él tiene mucha importancia. —Se giró sobre la estera para encararse con él, los párpados azules entornados—. Uetuti nesu, ¿no fue acaso Bakenamón, en su día, un mesenti?
Snefru, sorprendido por ese giro tan inesperado de la conversación, se encogió de hombros.
—No. Asistió a arengas de los mesentis, como tantos otros. Pero no tardó en volverse hacia la tradición y la ortodoxia…, cuadra más con su forma de ser.
—Pero algo le quedó. Los mesentis sois magos. Mediante el ejercicio de la virtud en lo personal, creéis ser capaces de devolver la maat a toda la Tierra Negra… —Sonrió casi maliciosa—. ¿A qué viene esa cara, uetuti nesu?
—A que no recuerdo haber afirmado nunca ser un mesenti.
—Entonces lo afirmo yo. Yo, Merytneith, hija de Huya. —Se echó ahora a reír de forma abierta—. Ya había oído contar cómo soslayas el tema. Todos dicen: es imposible sacar una palabra a Snefru sobre esa cuestión. Pues ya que no lo dices tú, lo digo yo: eres un mesenti, lo eres en espíritu, que es lo que importa.
Él, por toda respuesta, se encogió otra vez de hombros y ella, sin amilanarse, se inclinó hacia él.
—No importa. Haz lo que quieras. Por no desviarnos del tema, te diré que los dos hemos oído a Bakenamón afirmar que, en las pautas más clásicas de nuestro arte, reside una magia capaz de hacer a Egipto grande y poderoso.
Snefru asintió. Por un instante, sintió casi un escalofrío al darse cuenta de que ya no corría aquel viento de fuego de antes. Era como si el sexo, en los términos a los que le había llevado Tamit, hubiese desencadenado el aliento de Seth sobre la tierra. Ella añadió:
—En el fondo, Bakenamón y tú compartís algunas creencias.
—¿Qué estás diciendo?
—Que tú crees que el respeto a las leyes es una magia poderosa. Que, cada vez que obras con rectitud, estás haciendo un acto mágico. Él piensa lo mismo, sólo que lo suyo es decorar según las formas clásicas. Él también hace magia, el mismo tipo de magia que tú, sólo que según un rito distinto. Y la semilla de esa creencia suya sólo pudieron sembrarla en él las prédicas de aquellos mesentis que acudían a Dyebat-Neter hace años. De esa semilla nació un árbol distinto al tuyo, pero su origen es el mismo.
Snefru optó por no contestar nada. Volvió los ojos a la distancia y, acariciándose la perilla azul, volvió a su pregunta primera.
—¿Y eso le enfureció tanto?
—Cuando vio aquellas pinturas, se quedó horrorizado. Luego, como ocurre a todos los fanáticos cuando ven disolverse los espejismos en los que viven, montó en cólera. Una cólera terrible. Nunca le había visto así. Ya oíste lo que decía cuando salió: que si por él fuera, subiría con una cuadrilla a destrozar el interior de esas tumbas.
—Sería una forma de hablar.
—Te equivocas. Anoche discutió con Petener porque le estuvo exigiendo que le diese varios hombres para hacer justamente eso: arrasar los hipogeos con mazos y cinceles. Insistió e insistió, y Petener acabó por mandarle a paseo; le respondió que tenía cosas mejores que hacer que prescindir de seis hombres útiles para algo tan ridículo.
—Se le ha ido la cabeza con tanto sol.
—Pues yo creí que tú entenderías el motivo de tanta furia. Insiste tanto en que la gloria de Egipto va aparejada al respeto de los cánones artísticos… Cuando vio lo que había en esas tumbas de ahí arriba, fue como si el cielo se le cayese encima.
—Sigue pareciéndome una reacción excesiva.
—Será porque eres tan sensible como un hipopótamo, uetuti nesu. —Casi se impacientó ella. Un golpe de brisa, muy distinta del viento rugiente de antes, hizo ondular las cortinas de gasas—. Descubrió que, en una época en que Egipto era grande, su arte era extraño, deforme. ¿Cómo no iba a llevarse las manos a la cabeza?
—Este Bakenamón no tiene, en algunas cuestiones, muchas luces. O es, como dices tú, que su fanatismo le ofusca el entendimiento. —Su mano se agitó sobre las jarras y, tras un pestañeo de duda, optó por servir ahora una copa de vino bien colmada.
Ella se arrimó a su espalda para besuquearle entre el cuello y el hombro. Al estrecharle el pecho, sus manos rozaron aquella zona en la que, hacía un rato, había clavado las uñas. Él gruñó y ella, al palpar las magulladuras, dejó revolotear las yemas de los dedos sobre ellas, como para constatar que de verdad había causado ella esas heridas.
—¿Por qué dices eso?
—Pero debiera de haber pensado justo lo contrario. Esas pinturas le darían la razón. Cuando el faraón que no debe nombrarse subió al trono, Egipto estaba en lo más alto. Él, con su locura, lo trastocó todo, de la religión a las artes. Abandonó las sendas de sus antepasados, y ¿cuál fue la consecuencia? ¿No has oído contar a Memisabu lo que descubrió en las tablillas de Nínive? El régimen de los faraones herejes trajo el declive a Egipto, conflictos interiores y exteriores que llevaron a la caída y fin de esa dinastía. Si yo pensase como Bakenamón, supondría que una de las causas del desastre fue ese cambio artístico. Sería la prueba palpable de estar en lo cierto.
—Tienes razón. —Con la cabeza sobre su hombro, se echó a reír—. Se lo diré en cuanto le vea. Mejorará su humor.
—Recalco lo de «si yo pensase como Bakenamón», que no lo pienso. Estoy más bien con Memisabu, que se burla del exceso de inmutabilidad que algunos defienden.
Bebió de la copa de vino.
—Ese hombre es sorprendente. Supongo que la vida que ha llevado hace que vea las cosas de otra forma. Esta misma mañana se reía a costa del concepto de inmutabilidad. Decía que en Egipto siempre hemos hecho las cosas igual, de la misma forma, durante miles de años, y que eso tiene sus ventajas.
—No le veo la gracia. —Ella le quitó la copa de las manos.
—Tampoco yo. Pero él sí. Decía, aunque no lo entendí, que gracias a eso ha encontrado los papiros que necesita para descubrir el paradero de la tumba.
—Si es por eso, me parece que ha tenido un éxito excesivo. —Se despegó de su espalda para tomar un sorbo de vino—. ¿No has visto cuántos papiros han desenterrado? Una verdadera montaña.
—Me pregunto qué espera encontrar Memisabu en esos rollos. Es un hombre muy sabio y no dudo de él, pero me parece absurdo pensar que en alguno de ellos pueda haber indicaciones precisas o un mapa. La construcción de esa tumba debió de hacerse en el mayor de los secretos, o los sacerdotes de Amón ya hubieran dado con ella.
—Tampoco yo sé qué busca. Lo cierto es que me come la curiosidad al respecto. Pero es un hombre tan reservado… —Volvió a inclinarse sobre su cuello, juguetona—. ¿No podrías sonsacar a tu escriba?
—Antes le preguntaría a una estatua. —Negaba con la cabeza, sonriendo—. No conoces a Kayhep. Ha jurado guardar silencio y es un hombre muy religioso, aparte de que se toma sus obligaciones como escriba muy en serio. No faltaría a ellas por nada ni por nadie. Lo que no puede esconder es que está contento, así que me parece que la búsqueda en los rollos está dando algún tipo de frutos.
—Algo así ha dado a entender Memisabu en tal sentido, sí. Esta misma mañana, nos mostró un buen montón de rollos y, por lo orgulloso que estaba y lo que insinuó, en ellos podría estar la clave para llegar a la tumba.
—¿Pero qué clave? ¿No dijo nada más?
—No. Justo entonces llegó tu escriba y Memisabu nos pidió que le dejásemos solo, porque tenía mucho trabajo por delante.
—Parece entonces que no nos demoraremos mucho aquí. Mejor. No me gusta este sitio y tengo ganas de abandonarlo lo antes posible. Cuanto más tiempo estemos, más posibilidades tenemos de que los nubios nos caigan encima.
Ella se echó a reír.
—Pero si quedan muy pocas tropas nubias en el Alto Egipto. El último golpe asirio fue devastador. El poder de Tanutamani es humo y el de los tebanos poco más que apariencia. Los poderes locales se mantienen sumisos sólo en las formas. Lo único que les queda, de verdad, es la Tebaida. Una acción decisiva y todo caerá en poder de Psamético.
—Tal vez. Pero hace falta emprender esa acción decisiva.
—Para propiciarla estamos aquí. —Le mordisqueó el hombro.
—Eres demasiado optimista, Tamit. Los tebanos y los nubios pueden reunir, a tiempo, fuerzas de sobra como para aplastar diez veces a nuestra pequeña expedición. Más vale que nos demos prisa.
Ella se frotó una vez más contra su espalda y de nuevo le llegó a él su aroma a mirra y canela. Luego la sintió apartarse y, al girar la cabeza, vio que se había puesto en pie y recogido su túnica. Desnuda, la túnica en la mano, ondeando en el aire cálido, le observaba.
—Uetuti nesu. ¿Regresamos?
Snefru asintió despacio. Ya se había percatado de que a ella le causaba un placer adicional el marcar los tiempos, ser la que citaba y la que decidía cuándo se había acabado el encuentro. Y a él no le molestaba dejarle hacer.
—Sí. Vamos. Espero que Memisabu encuentre pronto lo que busca. Yo tal vez vaya a entrenar con el arco, si no aprieta demasiado el calor. Lo cierto es que, aquí, tengo bien poco que hacer.
* * *
Pero si algo no le faltaron a lo largo de ese día al mensajero del faraón, eso fueron quehaceres. La dama y él habían regresado desde las ruinas del núcleo central dando un paseo despreocupado, por la calzada, la túnica blanca ondeando en la brisa cálida; él con su arco en la mano, como si fuera el báculo de autoridad. Cuando ella estaba del humor adecuado y abandonaba esas posturas algo distantes, se asentaba entre ellos la intimidad; algo que no dejaba de asombrar a Snefru. Era una sensación que ni tan siquiera rozaba desde hacía mucho tiempo y, para alguien como él, empujado a la soledad y a vagar por el valle del Nilo más por las circunstancias que por el carácter, resultaba tan valiosa como la pasión.
Fueron unos momentos amables, sosegados y, más tarde Snefru habría de recordar cómo, cuando estaban ya llegando a la barriada meridional, ella se reía de su simplicidad, porque se le había ocurrido inquietarse por cuanto dejaban a la espalda —pabellón, esteras, vajilla— sin custodia alguna.
—¿Quién va a robar nada aquí? Relájate, que ni se lo van a llevar ni a romper. En este lugar maldito de Amón no hay ni hombres ni fieras…
Dejó ella la frase en el aire al advertir que él había cesado de prestarle atención para observar, de golpe alerta, más adelante. Puso ella los ojos ahí, mientras la sonrisa se le esfumaba como humo al viento. Había agitación de hombres entre las ruinas de adobe. Cruzaron miradas, porque la conmoción tenía lugar ahí donde se había instalado Memisabu y, aunque ninguno dijo nada, ambos apretaron el paso. La diestra de Snefru revoloteaba de manera inconsciente junto a la maza de guerra, como si ésta quisiera asegurarse por su cuenta de que podía empuñarla sin trabas.
Aquéllos eran hombres de Petener y estaban armados, lo que no podía indicar que algo bueno hubiese ocurrido. Snefru llegó el primero, a paso rápido, haciendo zigzags entre las tapias de adobes, mirando para todos lados. El sacerdote se había instalado allí con sobriedad. Un toldo sobre varas, un par de mesitas, un taburete, apenas más. Allí, a la sombra, había pasado horas y horas revisando y descartando un rollo tras otro. Pero ahora reinaba un desorden fruto de una pelea. Snefru había visto demasiados escenarios así como para llamarse a engaños. Las mesas y el taburete estaban volcados, había rollos de papiro por todos lados, como si hubiesen salido rodando, e incluso una de las varas estaba torcida, porque alguien, quizás en un forcejeo, debía haber chocado con fuerza contra ella.
Los ojos de Snefru descubrieron un cuerpo caído entre papiros, con la cabeza de lado. Uno de piel oscura, músculos fuertes, cabellos crespos y calzón blanco. El guardaespaldas nubio de Bakenamón. Observó el cadáver entre atónito y lleno de alarma, antes de volverse a mirar por todos lados.
Su escrutinio no descubrió al constructor de tumbas, pero sí a Memisabu, que se había sentado sobre los restos de un muro carcomido, para que le curase el médico de Tamit. Conversaba con Petener, que se inclinaba sobre él, magro y fuerte, con expresión tormentosa, aferrando su báculo de cabeza de chacal como si fuera una maza de guerra, tal como hacía siempre que estaba en tensión. Tamit, que había llegado unos pasos detrás del mensajero del faraón, se había ido derecha a interesarse por el sacerdote. A cambio Petener, en cuanto reparó en la presencia de Snefru, se dirigió hacia él a grandes zancadas, el báculo siempre sujeto por la caña.
—¿Qué ha pasado aquí? —quiso saber el mensajero del faraón.
—Amanimet. —Como viera la incomprensión en los ojos de Snefru, el seneti señaló con su bastón el cadáver del nubio y el otro cayó en la cuenta de que, hasta ese instante, no había sabido su nombre—. Se presentó aquí hace un rato, con excusas, y trató de apuñalar a Memisabu. Memisabu consiguió desarmarle, lucharon a brazo partido y venció nuestro sacerdote. Le desnucó con sus propias manos.
—Vaya con Memisabu. —Snefru meneó la cabeza admirado, porque el nubio no sólo era recio, sino que estaba en la plenitud. Al parecer, era también un agente tebano, sin duda infiltrado entre los sirvientes del, para algunos asuntos, cándido Bakenamón. Llevado luego de la inquietud, el mensajero del faraón volvió a mirar a todas partes.
—Kayhep. Mi escriba. ¿Dónde está?
—Tranquilo, que éste es el único muerto. Aprovechó que Kayhep y Uni habían salido a buscar otra tanda de documentos recién desenterrados… Sí. Ha aparecido otro depósito en otro patio. No debieron sacar, en su día, ni un solo rollo de la ciudad. Pero, volviendo a lo que nos ocupa, Amanimet debía de estar espiando por las inmediaciones y, al ver que se le presentaba una ocasión, vino a matar a Memisabu. Suerte que éste anduvo listo, porque está claro que debía suponer que no había confiado a nadie el fruto de sus averiguaciones y quería silenciarlo.
—¿Dónde está Bakenamón? ¿Se encuentra bien?
El seneti le dedicó una mirada tan sombría que el mensajero del faraón se encontró temiendo que el nubio hubiera asesinado a su patrón, antes de intentar hacer lo mismo con el sacerdote. Al cabo de un instante, con una mueca, Petener sacudió la cabeza y, por algún motivo, sus párpados pintados de kohl le dieron un aire lúgubre.
—Ay, Snefru. No sé ni cómo decírtelo. Ha sido Bakenamón el que ha enviado a Amanimet a asesinar a Memisabu.
—¿Pero qué estás diciendo, hombre?
—Lo que oyes. No me mires así. No sufro de insolación. Más quisiera yo. A mí se me quedó la misma cara que a ti, hace un rato, cuando llegué a la conclusión que te estoy contando.
—Quiero saberlo todo —demandó Snefru con sequedad, porque era obvio que el cortesano, amigo también de la infancia, estaba más afectado de lo que quería o podía dejar traslucir.
—Hay poco que explicar. Mientras Amanimet intentaba el asesinato, Bakenamón huía con un saco de papiros; el saco que contenía los que Memisabu había seleccionado como los más útiles.
—Me pierdo, Petener. ¿Me estás diciendo que Bakenamón vino y robó el saco?
—No. Memisabu los había mandado al campamento del río. Eran los que ya había seleccionado. Perdona si no cuento las cosas con mucha claridad. El caso es que más de uno vio cómo Bakenamón salía con ese saco al hombro pero, claro, nadie pensó que estuviese haciendo nada mal. Sólo después…
Se miraron durante largos instantes, a cada cual más desalentado. Snefru se pasó una mano por el rostro, como si así quisiera despejar ideas tormentosas, antes de apartarse del lado del seneti para ir a interesarse por la salud del sacerdote. Éste, al verle llegar demudado, sonrió con rudeza.
—No te preocupes, uetuti nesu. No tengo más que golpes y arañazos. Podía haber sido mucho peor.
—Y tanto. Estás hecho un toro, santo, a pesar de tus años.
—He llevado una vida difícil. No es la primera vez que tengo que luchar por mi pellejo.
Snefru resopló, antes de hacer las preguntas que temía.
—¿Puedes decirme qué ha pasado con exactitud?
—Ese perro de Amón quiso aprovechar que los escribas se habían ido a buscar otra partida de papiros. Vino con un recado de su amo, o eso decía, pero no era de los hombres que saben disimular. Estaba tenso, recelé de sus intenciones y no le di en ningún momento la espalda. Así que él, entre irse de vacío o arriesgarse, optó por lo segundo y echó mano al cuchillo. Yo estaba atento y pude agarrarle por la muñeca. Forcejeamos, le hice soltar el cuchillo, luchamos luego a manos desnudas y él se llevó la peor parte.
—Dice Petener que el instigador ha sido Bakenamón.
—Me temo que no hay ninguna duda al respecto. Lo siento, sé lo amigos que erais. Yo también le apreciaba. Pero, mientras su esbirro trataba de acuchillarme, él robó unos papiros. Yo mismo le había confiado lo valiosos que eran. Fui un estúpido. Hablé demasiado. Ha huido hacia el sur, pero los escribas y un par de arqueros van en su persecución. No llegará lejos.
—No.
Snefru se sentó sobre los restos de adobes, junto al sacerdote, y le dio vueltas en silencio al arco entre las manos. Se imaginó a Bakenamón jadeante, bajo aquel sol de justicia, sobrado de kilos, bajo de forma, con los arqueros a los talones.
—Sigo sin entender del todo qué es lo que ha ocurrido.
—Tal vez porque es todo muy sencillo. Le confié el valor de esos papiros y fui tan vanidoso como para darle a entender que estaba a punto de poder asegurar dónde debíamos buscar la tumba. Es, de eso ya no cabe duda, un agente de los tebanos, quizá debido a su devoción por Amón. Como ya desesperaba de que sus aliados fueran a atacarnos, robó los rollos aprovechándose de que nadie desconfiaba de él y mandó a su guardaespaldas a cerrarme la boca.
—¿Por qué no vino a matarte en persona? No hubieras sospechado de él.
—Supongo que no se atrevió. Será un estudioso, un erudito en algunos campos, pero es hombre de valor físico escaso, si es que tiene alguno. Y es también un traidor. Traidor a sus amigos, leal a la causa de Amón.
El médico, enojado, exigió a Memisabu que dejase de hacer aspavientos, porque le estaba estorbando en la cura. Snefru volvió a pasarse la mano por el rostro, porque se sentía sofocado y no por culpa del sol.
—¿Son grandes las pérdidas?
—Sí y no. Ya había examinado esos papiros y conservo aquí los datos —se golpeó la cabeza calva con el índice—, aunque no me vendría mal poder echarles un segundo vistazo. En todo caso, esos documentos no deben llegar a manos de los tebanos.
Snefru aguardó unos instantes, pero el sacerdote no explicó más.
—Tú eres el mejor juez, puesto que eres el que más sabe de todo eso.
—Así es. En todo caso, los escribas le darán alcance y se arreglará todo.
El médico mandó a Snefru que se fuese, porque, de lo contrario, no habría forma de que su paciente se estuviera quieto. Obedeció el mensajero del faraón, con la cabeza convertida en un puchero al fuego. Su viejo compañero de juegos. Debiera haber recelado de él, de no haber servido de pantalla la amistad de tantos años. Había tenido la oportunidad y cuadraba con la idiosincrasia de Bakenamón que, de tan ortodoxo, caía en lo herético, con su sueño de cánones artísticos, la cabeza puesta en un Egipto mítico y perfecto que sin duda no había existido jamás. ¿Cómo extrañarse de que estuviese del lado de los tebanos, de los sacerdotes de Amón, que para muchos eran una de las esencias de Egipto?
Cuando Petener recurrió a él, por sus conocimientos sobre tumbas, debió de ver la ocasión perfecta para servir al Oculto. ¿Qué mejor agente en una casa que su propio dueño? No sólo había espiado, sino tendido una trampa a los otros en su propia finca, pues les había llevado a aquel parral apartado, so capa de discreción, para que fueran presa fácil de los nubios. Él había estado informando de todos sus movimientos. Él, al ver que todo fallaba, había sido capaz de aquel acto de valor desesperado: robar los papiros y huir por la ribera del Nilo…
Regresaban los dos escribas a paso ligero, taciturnos, los arcos montados, signo de que el peligro rondaba no lejos. Petener salió a su encuentro, el puño apretado sobre la caña del báculo, pues por sus caras se veía que no habían cumplido lo encomendado.
—¿Es que se os ha escapado?
—Le esperaban cómplices —gruñó Uni—. No sabemos de dónde han salido, pero había huellas de hombres mezcladas con las suyas. Debían de estar esperándolos en las ruinas de ese templo que está al sur, al pie de los farallones.
—¿Muchos?
—Suficientes. Llegamos a tiempo de verles embarcar en una nave, en la boca sur del canal. Nos volvimos para avisar de inmediato.
—Habéis hecho lo correcto —aprobó el seneti.
—Hay que perseguirles.
—Lo haremos. —Petener esbozó una sonrisa sin alegría, de forma que, en ese instante, volvió a ser el cortesano al que tantos temían en Sau—. Tratarán de llegar a la Tebaida o incluso buscar refugio en Sauty o en Quis, si es que piensan que les son lo bastante leales. Si lo consiguen, no podremos hacer nada. Pero, en cuanto supe lo ocurrido, por si acaso, mandé botar y aparejar el Aliento de Seth. Tiene que estar listo ya.
—Entonces, yo mismo iré detrás de Bakenamón. —Snefru empuñó su arco.
—No es preciso.
—Sí lo es. Debo.
—No, no debes y preferiría que te ahorrases el mal trago. Pero no tenemos tiempo para discutir. Si te empeñas, adelante. Toma cuantos arqueros necesites y ve tras ellos. Eso sí —blandió su bastón de cabeza de chacal—, llegado el momento, que no te tiemble la mano.