Capítulo 12

Egipto es el Nilo y el Nilo, Egipto. Eso han dicho siempre los sentenciosos, sin que nadie ose contradecirlos: que éste no es nada sin aquél, que uno es el cuerpo y el otro las arterias que lo nutren. Y es cierto que aquéllos que se alejan de las orillas del gran río constatan cómo lo egipcio se desvanece con rapidez con la distancia. Incluso en lugares como Per-Atón, a tan sólo una jornada del Nilo, mucho es ya mestizo y casi ajeno, como si la esencia se hubiese diluido para dejar una carcasa de arquitecturas, ropajes y costumbres contaminadas. Por eso se dice también que un egipcio, cuando viaja, prefiere siempre hacerlo por el gran padre río. Ése era el caso de Snefru de Dyebat-Neter, desde luego, para quien navegar era respetar la maat, una forma de apuntalar el orden natural, y pocas actividades había que le diesen tanta paz de espíritu como el surcar las corrientes del Nilo.

Justo antes del alba se habían ido despertando unos a otros para, al poco, abandonar la casa de su anfitrión en Menfis. Les acompañaba todo un séquito de guardas, criados, escribas. También los cuatro saqueadores, a los que llevaban de nuevo maniatados y con los cuellos unidos por una soga, como si fuesen prisioneros de guerra o bestias rumbo al mercado.

Se había ocultado ya la luna y, al este, aún no asomaba sino una línea tenue de penumbra, por lo que hubieron de caminar hasta el embarcadero casi en tinieblas. Campesinos y artesanos seguían en sus casas, ya levantándose, porque los gallos cantaban en lo alto de las tapias, anunciando la llegada del sol. El mundo estaba quieto, calmo y, como no soplaba aún brisa, sólo se oía el rumor del agua en los canales. En silencio, alerta por si, pese a todas sus astucias, hubiese enemigos al acecho, llegaron al mismo embarcadero de piedra del que, a primera hora de la noche, había partido la nave señuelo. Allí, en la oscuridad que precede al alba, les aguardaban ya dos embarcaciones a las que Snefru supuso de buen porte, a juzgar por sus sombras.

Embarcaron todos en una de ellas, guiados en voz baja por la tripulación, ligeros, de forma que la salida del sol les sorprendió ya río arriba, rumbo al sur, navegando a todo trapo por aguas en las que la autoridad del faraón no iba a tardar en difuminarse. Snefru había ido a sentarse a proa, cerca de la caseta, donde pudiera estar cómodo sin causar molestia. Allí, envuelto en un manto blanco ribeteado de rojo, había asistido al clarear del día y, según la negrura daba paso al grisor del alba, había podido apreciar que ambas naves eran sólidas, de maderas de acacia y cedro, velas mucho más anchas que altas, con casetas a proa, popa y centro. Su embarcación era tan grande que tenía dos palos y, si era igual a la que navegaba delante, su mascarón de proa sería de cabeza de cocodrilo, con grandes ojos pintados en las amuras.

Fue una intuición, aunque luego iba a constatar que así era. No era de extrañar, habida cuenta de que el cocodrilo era uno de los animales asociados a Seth y las naves eran propiedad de Tamit. Tampoco le sorprendió que la nave más pequeña y ligera, que durante todo el viaje les precedió, la vela hinchada por el viento, llevase el nombre de Aliento de Seth, mientras la suya tenía el mucho menos inquietante de Estrella del Norte.

Pero de todo eso se iba a enterar más tarde. En esos precisos momentos, su atención estaba puesta en el día. En el sol que ganaba altura al este, pasando ya de disco rojo deforme a otro perfecto, dorado, cegador. El cielo se teñía de azul, el mundo se llenaba de colores y corría brisa fresca, propia del amanecer, que hacía agitarse los palmerales de las orillas. Pese a ese aire, se iba disipando el frío de la madrugada y Snefru no tardó en desechar su manto, contento de comenzar aquel viaje entre el estallido de imágenes tan vivas, propias de primera mañana —campos muy verdes, cielos azules, nubes blancas, grandes bandadas de aves sobrevolando las aguas—, el rumor del río, el recrujir de maderas y cordajes, los olores a vida que llegaban desde las orillas.

Si no fue gran sorpresa el nombre de la nave más pequeña y rápida, tampoco lo fue el advertir, antes del mediodía, que su dueña estaba a bordo. Navegaban paralelas las embarcaciones, una a la zaga de la otra y, desde la proa de la segunda, Snefru pudo ver a esa hora cómo Tamit subía a la popa curva y alta del Aliento de Seth, para conversar con el timonel, que gobernaba con las dos manos sobre la barra. La observó allí, inconfundible, con una túnica blanca sin mangas que la brisa fluvial hacía ondear, y una gran peluca negra de tirabuzones.

Ella también le vio. Cambiaron miradas sobre las aguas llenas de sol, el uno sentado a proa, la otra en pie junto al timón. Fueron sólo unos latidos, antes de que ella se volviera para decirle algo al timonel, quién sabe si instrucciones sobre hacia dónde navegar. El mensajero del faraón se quedó ahí a proa, observando su espalda, los brazos desnudos, esa túnica que el viento hacía flamear. No le sorprendía que aquella mujer se hubiese embarcado, en lugar de volverse a Dyebat-Neter o aguardar noticias en su casa de Menfis. No, conociendo lo caprichoso de su carácter y lo ardiente de sus odios y afectos.

Sin embargo, pese a que durante las singladuras del viaje pudieron cruzar ojos cada vez que el ángulo entre las naves lo permitía, si ella se acercaba a popa de su nave, no llegaron a encontrarse en persona. Al caer la noche atracaban en alguna población ribereña, pero Snefru no pudo acercarse al Aliento de Seth. Apenas tuvo ocasión de bajar y estirar un poco las piernas, y fue de los más afortunados en eso. Petener parecía haber planeado el viaje hasta el mínimo detalle, con el rigor que se le atribuía en la corte de Sau, lo que hizo suponer al mensajero del faraón que, fueran cuales fuesen las pesquisas que había tenido que realizar Memisabu en Menfis, aquellos dos sabían ya, de antemano, cuál era su destino final.

Arribaban a puerto con las últimas luces de la tarde y zarpaban apenas clarear, y siempre había alguien aguardando para aprovisionarlos. A la vista de todo aquello, y de las continuas maniobras de velas, Snefru acabó por pensar que habían calculado las distancias y graduaban la velocidad, para ser vistos lo menos posible en las escalas. Por eso mismo no dejaban bajar a casi nadie a tierra, lo que indicaba que el seneti se guardaba las espaldas, no fuese que hubiera algún espía entre los suyos, y tratara de escabullirse para avisar a agentes tebanos locales.

Llevaban a tantos con ellos que las embarcaciones iban atestadas. Tanto que, haciendo de la necesidad virtud, fingían ser peregrinos religiosos. Ocultaban las armas, las insignias de oficiales del faraón y muchos se habían disfrazado. Snefru había vuelto a asumir, casi con gusto, el papel de hombre humilde y viajaba descalzo, con calzón a la cintura y lienzo a la cabeza, anudado a la nuca, a la jornalera. A los curiosos que se acercaban durante las pernoctas en puerto, los guardias les decían que eran devotos rumbo a Tebas, a visitar los grandes templos. Y otro tanto voceaban los marineros, de nave a nave, a los que se cruzaban lo bastante cerca como para interesarse por su destino.

Porque aquellos tripulantes eran todos empleados de Tamit; hombres de toda confianza, de familias que habían trabajado durante generaciones para la de su esposo muerto. Navegantes avezados, sabían tener la boca cerrada y, llegado el caso, también luchar, pues habían bogado por tramos conflictivos del Alto Nilo en los que, por falta de ley, acechaban los piratas.

Siempre hacia el sur, siempre con buen viento, atravesaron las riberas del principado de Nenenesut, cuyos gobernantes eran más bien aliados de Psamético, para adentrarse en aguas del de Unet, que lo eran del faraón negro, ya que sus príncipes habían recibido la legitimidad sobre esas tierras del legendario Pianji, fundador de la dinastía nubia. Y, a la mañana del cuarto día, en esas tierras hostiles, llegaron a destino. Ya sospechaba el mensajero del faraón que así habría de ser, porque, por primera vez en todo el viaje, el Estrella del Norte había zarpado el primero, para bogar por delante del Aliento de Seth, y como sólo Memisabu y Petener conocían su destino exacto, no era difícil colegir que aquélla no iba a ser una singladura más.

De nuevo estaba Snefru a proa, cavilando sobre uno de los amuletos que había visto en la muñeca del patrón de la nave cuando éste se había acercado a aquella parte, atento al ir y venir de sus marineros. No era el primer símbolo setita que veía a los tripulantes, ni mucho menos. No le sorprendía pero, como en sus cuellos y muñecas se mezclaban amuletos de los dioses más dispares, se preguntaba si no rendirían culto a Seth por respeto a la familia de su antiguo patrón. Si el señor de los desiertos sería su dios principal o lo serían otros, más aceptados por el vulgo. Para un egipcio, no había contradicción en lucir juntos amuletos de Seth y Horus, pese a que eran enemigos y el primero había arrancado un ojo al segundo. Tampoco la había en rendir culto a dioses antagónicos, cosa que desquiciaba a muchos viajeros, que no veían coherencia alguna en la mitología, los ritos o las prácticas religiosas de las Dos Tierras.

Era una suposición de Snefru y bien podía ocurrir justo lo contrario. Que aquellos marineros fueran setitas y que los símbolos de otros dioses les sirviesen de camuflaje, para hacerse aceptables a ojos de las gentes. Lejos estaban, junto con la grandeza y la gloria, aquellos días en que Seth era una de las deidades supremas de la Tierra Negra, cuando la dinastía de los Ramsés la tenía como tutelar e incluso como epónima. Otrora un dios respetado, patrón de reyes y arqueros, y ahora poco más que un demonio de gran poder, no muy distinto a la Serpiente del Mal. Muy valiente tenía que ser aquél que osase mostrar en público su adoración a aquel dios antiguo, al que las gentes veían con horror.

Abandonó esas reflexiones al advertir que Petener cambiaba unas palabras con el patrón; cómo le señalaba río adelante y cómo el segundo, tras otear con ojos entrecerrados aguas arriba, comenzaba a dar órdenes a voces. Snefru había vuelto la cabeza, buscando puntos conspicuos en las orillas que le pudieran dar idea de dónde se hallaban. Navegaban por un tramo sinuoso del río, en el que las condiciones propias del valle del Nilo se manifestaban de forma harto extrema. Porque, si la margen occidental era baja, llana, fruto de miles de años de inundaciones y aluviones, y ahora cubierta de vegetación profusa, en la oriental se alzaban farallones hoscos, de piedra descolorida, como una muralla natural.

Mientras Snefru observaba, la nave entró en una zona donde aquellos cerros retrocedían para formar una bahía en la margen este. Él conocía de sobra aquel paraje. Las embarcaciones solían enmendar a estribor para alejarse de esa bahía, en tanto que la gente rehuía residir, cultivar o siquiera poner el pie en la margen izquierda, de forma que, pese a lo feraz de la zona, no se veían aldeas, campos, huertas o siquiera ganado pastando. La vegetación silvestre lo cubría todo y las únicas voces eran las de las aves que planeaban sobre el río, entre los farallones y la llanada.

Aquellos valientes que al pasar con los barcos se atrevían a mirar, desafiando a la mala suerte, llegaban a columbrar en la margen derecha, entre las palmeras y los sauces, restos de grandes muros, como si antaño se hubiera levantado allí una ciudad ciclópea, capaz de rivalizar con Tebas o Menfis. Pero no eran muchos los que se atrevían a poner siquiera los ojos en esa ribera condenada.

En aquella ocasión, ya lejana, en la que peregrinó a Tebas, ignorante de que se vería por primera vez arrastrado a una batalla, un Snefru más joven había tenido la ocasión de preguntar por qué aquel tramo estaba maldito y algunos de sus compañeros de más edad, ceñudos, le habían conminado a callar, no fuese que atrajera la desgracia sobre todos. Los dioses habían fulminado aquellos lugares, habían aniquilado todo signo de vida humana, antes de borrarlo de la memoria de los hombres, que lo mejor que podían hacer era acatar la voluntad divina y no hacer siquiera preguntas.

Los marineros estaban inquietos y otro tanto le ocurría al patrón, aunque a este último se le notaba por lo excesivo de algunos gestos y voces. También lo estaban aquellos pasajeros que habían reconocido el paraje. Los únicos egipcios y nubios que mantuvieron una serenidad perfecta en aquel trance fueron, cosa curiosa, Itef y su parentela. Las manos atadas por delante, para que pudieran valerse en acciones simples, acuclillados en cubierta, observaban imperturbables la ribera despoblada. Puede que, como hombres bajos e ignorantes que eran, desconociesen la maldición que pesaba sobre la bahía. O tal vez, siendo un hatajo de impíos, sin respeto por hombres ni dioses, no se amilanasen ante amenazas que hacían flaquear a egipcios de valor probado ante enemigos de guerra.

Una nueva recurva, esta vez hacia el sudeste, como a dos tercios de la longitud de la bahía. Justo desde ahí y hasta donde los farallones cerraban el anfiteatro al arrimarse de nuevo casi al borde del agua, había un puñado de islas aluviales, creadas por las inundaciones y rebosantes de vegetación. Aquel archipiélago de limo y árboles estaba separado de la orilla por un canal y hacia este último, a una orden del patrón, enfiló el timonel del Estrella del Norte, y no hacia las aguas abiertas del otro lado, que era por donde solían navegar las naves.

Los marineros no tuvieron tiempo de inquietarse por esa maniobra, porque el patrón comenzó a abrumarles con órdenes: arriar la vela, acudir a los remos para surcar aquel brazo estrecho de agua, empuñar pértigas para apartar la nave de los bancos de arena y lodo. Snefru a proa, el arco recién recobrado ya entre las manos, volvía la mirada a veces a popa, al Aliento de Seth, que seguía su estela a golpe de remo, y a veces a la orilla, a esos restos de grandes construcciones que se dejaban entrever entre los árboles.

A otra voz del patrón, el Estrella del Norte reviró para enfilar la orilla y, antes de lo que se tarda en decir, fue a varar, con un estremecer que corrió de proa a popa, en la profusión de plantas acuáticas de la ribera. Pero ya varios tripulantes saltaban desnudos por la borda, con hachas en las manos, para abrir canal entre los papiros, cañas, juncos, en tanto que otros lo hacían con las manos vacías, para empujar los costados del batel. Con la atención ahora puesta en sus esfuerzos, Snefru acarició las palas de su arco, contento de tener a aquel viejo compañero entre las manos. El Aliento de Seth había imitado su maniobra, unos keths al norte, y también ahora algunos de sus tripulantes se afanaban en abrirle paso por entre las plantas. Todo aquello tenía que haber sido planeado en Menfis o incluso en Dyebat-Neter; una maniobra para ocultar las naves tras los islotes; protegerlos de las miradas de las embarcaciones que transitaban por el Nilo. Snefru volvió los ojos a los palmerales ribereños y aún más allá, porque, pese a cualquier maldición que pudiera caer sobre su cabeza, se sentía más que curioso por aquellas ruinas entrevistas.

Le sacó de su escrutinio un alboroto súbito. Las aguas estancadas reventaron de repente en surtidores de espuma, fango y lotos. Entre bramidos, una gran bestia grisácea surgió de entre las plantas como una maldición antigua. Un hipopótamo furioso, tal vez porque sus dominios habían sido invadidos, que cargaba ciego de rabia contra aquellos hombrecillos que ahora trataban de dispersarse, entre un gran griterío, unos abandonando sus hachas y otros blandiéndolas, como si así pudieran defenderse.

Fue todo tan rápido que muchos de los que se encontraban en cubierta se estaban todavía girando, preguntándose alarmados qué pasaba, cuando ya la bestia, entre espuma y estruendo, caía sobre el grupo de cortadores, bramando y con las fauces abiertas de par en par. Hubo confusión tremenda, tallos sacudidos como por un vendaval, surtidores de agua y espuma, hombres que se revolvían, tratando de hurtarse a las mandíbulas del monstruo. Un alarido dio a entender a todos que al menos uno de los cortadores había sido víctima de la furia del hipopótamo, pero casi nadie llegó de verdad a ver algo.

Pero si veloz había sido la bestia, veloz había sido Snefru de Dyebat-Neter que, incluso antes de saber con certeza qué ocurría, ya había montado el arco y puesto una flecha. Con dedos ágiles, a pesar de la turbamulta de hombres y salpicar de rociones, encajó dos, tres proyectiles emplumados en el lomo de esa bestia de colmillos amarillentos. El bruto se revolvió entre bramidos de dolor y, ciego de ira, olvidados los hombres, lanzó su mole contra la embarcación. Atrás dejaba aguas enrojecidas por la sangre de la víctima a la que había partido en dos de un bocado.

Acometió contra la embarcación como si quisiera volcarla y quebrarla con su golpe de ariete. Pero Snefru, sin acobardarse, un pie sobre la borda, seguía disparando sus flechas sin pensar. Y no sólo él, pues algunos de sus compañeros de viaje también habían reaccionado, de forma que un chaparrón de lanzas cayó sobre aquel demonio del río que cargaba hendiendo las aguas verdes de vegetación. Acribillado por una veintena de proyectiles, flaqueó a unos codos de distancia. Llevada de su impulso, dejando una estela roja de su propia sangre, la bestia fue a chocar contra el costado del Estrella del Norte, de forma que la hizo retemblar con el impacto, mientras las maderas resonaban como un tambor. Luego, rebotó ya muerta, para alejarse unos palmos y quedar de lado entre los lotos, varada en las aguas bajas, con su mole gris erizada de varas de proyectiles.

Ya regresaban los cortadores, algunos de manos vacías, pues habían perdido las hachas cuando cada cual trataba de hurtarse a esas fauces terribles y salvar la vida. Entre gritos, consternados por la muerte de su compañero, unos se arrancaban los paños de la cabeza, en tanto que otros escupían y pateaban a la bestia muerta. Pero Snefru, arco en mano, había vuelto su atención ahora a Bakenamón, que parecía descompuesto de miedo. Sin duda, aquel hombre pacífico que había vivido años sin sobresaltos, al ver cómo el hipopótamo arremetía contra la nave, terrible, las mandíbulas de par en par, bramando, había creído ver llegar la muerte. Y, aunque hubiese pasado el peligro, el corpachón le retemblaba bajo la túnica y tenía el rostro demudado.

—Ya está. Tranquilo. —Quiso sosegarle—. La fiera está muerta. La hemos matado.

El otro se volvió a él, con unos ojos tan desencajados, que el mensajero del faraón se inquietó.

—¿Qué te pasa? Siéntate, que te vas a caer.

Pero el constructor de tumbas no hizo sino agitar la cabeza de forma bastante perdida y sólo al cabo acertó a balbucear:

—Esto es una señal. Una señal, Snefru. Los dioses se han manifestado. Se oponen a esta empresa.

—Ah. Los dioses. Ya. —Con un gesto más que seco, quiso cortarle la verborrea. Mientras desmontaba la cuerda del arco, observó adusto a su amigo, tratando de no darle una réplica demasiado dura—. Bakenamón, no era más que un animal furioso.

—No. No. No puede ser causalidad, justo que cuando arribamos ocurra esto…

Snefru se encogió de hombros, como hacía siempre que no quería discutir, reprimiendo también una sonrisa áspera. Así que hasta Bakenamón, que tanto despotricaba contra la degradación de los hábitos y la deriva religiosa del vulgo, cedía a la creencia popular de que los animales podían ser los propios dioses. Quien no se lo tomó tan a bien fue Petener, que entró como una tromba en esa discusión, quizá porque los marineros más próximos estaban prestando oídos.

—¿Dioses? ¿Qué dioses, Bakenamón? ¿Cuál de ellos? ¿Set? ¿Tauret?[18] ¿Podrías iluminarnos al respecto, por favor?

El constructor de tumbas se arrugó un tanto ante aquellas puyas. Pareció volver un poco en sí, al tiempo que Snefru tendía una palma abierta al seneti, para pedirle un poco de contención, y que tuviese en cuenta que el otro había perdido los nervios. Sin embargo, la irritación de Petener era lógica, ya que, siendo aquella tripulación devota de Seth, anunciar que un animal asociado a ese dios les había atacado como muestra de desagrado divino no iba a propiciar precisamente sosiego entre ellos.

Por suerte, la mofa del seneti y la no réplica del otro hicieron que los que estaban oyendo se relajasen. Además, intervino el patrón para, a gritos, exigir a los suyos que dejasen de holgazanear y desembarcasen en ayuda de los compañeros que estaban en el agua. Saltaron los aludidos por la borda, entre estampidos de superficie de agua al romperse y chorros de espuma, y Snefru, aprovechando que se habían quedado solos, puso una mano afable sobre el hombro de Bakenamón.

—No debes perder la compostura así, amigo, y menos ante terceros.

—No. No debes. —Petener, su báculo en una mano y la espada griega en la otra, no se anduvo con tantas contemplaciones—. Nos perjudicas. Nos comprometes.

El otro asintió, aún aturdido. Snefru se dijo, perplejo, que no reconocía en aquel obeso tembloroso al joven que unos años antes se había batido con valor en la defensa de Tebas. Acto seguido, al hilo de ese pensamiento, se preguntó si ese recuerdo no sería tan falso como el de los incendios que asolaron la ciudad aquel día de desastre. Falso o, al menos, exagerado. Si de verdad aquel amigo suyo había combatido con el mismo empeño con que él lo recordaba. Pero Petener, que hervía de rabia, no se iba a conformar con tan poco.

—Bakenamón. No me hagas lamentar el haber aceptado que vinieses. Recuerda que yo no quería. Nos has sido de gran ayuda, pero eres hombre de paz. Te lo dije. Si estás aquí, con nosotros, es porque insististe e insististe.

El constructor abrió la boca para replicar, pero el seneti le contuvo con un gesto del báculo, dando a entender que aún no había terminado.

—Que pierdas los nervios en público mancha tu dignidad. Pero, encima, has hablado demasiado.

—¿Yo?

—Sí. Tú. Acabas de reconocer, ante terceros, que hemos venido aquí con una misión concreta.

—Vamos, Petener —quiso mediar Snefru—. Eso es algo obvio.

—Una cosa es suponer y otra tener la certeza. —Apuntó con su báculo al constructor—. Certeza que tú les has dado. Vigila tu lengua y que no vuelva a suceder, que nos jugamos demasiado.

Se alejó para atender al desembarco de hombres y canastas, sin dar tiempo a réplica. Snefru, por su parte, se lanzó con los pies por delante a las aguas bajas, a recobrar las flechas que había disparado contra el hipopótamo. Junto a la fiera muerta se encontraba, risueño, el griego Hermolaos, aquél que, junto con sus dos hermanos, se hiciese cargo de los saqueadores presos en un brazo del Delta. Los tres estaban entre los expedicionarios, cosa que no extrañaba a Snefru, puesto que gozaban de la confianza de Petener. También él había arrojado una lanza al monstruo. Acababa de arrancarla del lomo grueso y ahora la blandía con la diestra, la hoja tinta en sangre fresca.

—Gran arquero —chapurreó en pésimo egipcio—. Rápido, muy rápido.

Snefru aceptó el cumplido con una sonrisa, antes de aplicarse a extraer sus propios proyectiles. Ocupado en ello estaba cuando se le acercó Memisabu, el sacerdote, desnudo y con sus ropajes doblados y sobre el hombro, pues se había desvestido antes de bajar, para que los linos blancos no se manchasen con el verde, la sangre y el fango de esas aguas revueltas.

Uetuti nesu. Quisiera adelantarme a echar una ojeada, mientras aquí varan las naves y bajan los bultos. ¿Querrías darme escolta?

—Será un honor para mí, santo.

El sacerdote no esperó a que el oficial del faraón acabase de sacar sus flechas y prosiguió hacia tierra firme. Snefru se había quedado observando un instante las espaldas de ese hombre macizo, con aspecto de gozar aún de fuerza tremenda pese a sus años, mientras se alejaba vadeando, las ropas al hombro y el bastón en la diestra. Luego arrancó una a una las flechas y le dio alcance, gracias a la demora que se tomó el otro para vestirse, ya en la orilla, de forma que se alejaron los dos juntos de aquel caos de movimiento y voces, para ser los primeros en internarse en la bahía.

A no muchos keths del agua, entre las palmeras ribereñas, se toparon con las ruinas —simples basamentos de piedra— de lo que en tiempos debió de ser un edificio sólido, construido con esmero. Memisabu golpeó con la contera de su báculo los sillares, al tiempo que meneaba la cabeza.

—Aquí está. Un templo. —Volvió a agitar aquella cabeza rapada, de forma y rasgos tan poco egipcios—. Las tablillas no mentían, no. Ahora, estoy seguro de que tendremos éxito.

Snefru le había observado, sin saber muy bien a qué se refería. Tal vez a las pistas que había encontrado revisando los archivos de la Biblioteca de Nínive. No quiso preguntar nada, empero, y el sacerdote, tras una última mirada satisfecha a esas ruinas, echó a andar por entre las palmeras. No tuvieron que caminar mucho porque, apenas a una docena de keths de la orilla, fueron a salir a lo que en su día fue una avenida que corría paralela al agua, en algunos tramos pegada a la misma margen. De nuevo, por los gestos ufanos, coligió Snefru que el sacerdote sabía que eso era lo que iba a encontrar. De hecho, debía de ser lo que estaba buscando con ese paseo porque, con un ademán de la zurda, le indicó que tenían que tomarla en dirección norte.

Hubo de ser en tiempos una gran avenida, sí, una carretera exterior de aquella ciudad olvidada porque, a pocos pasos, se toparon con las ruinas de un barrio grande, con sus viviendas y muros reducidos ahora a montones de adobes carcomidos por el tiempo y los vientos. Reparó Snefru en que la franja feraz era estrecha, que enseguida comenzaba lo árido, al pie de la ciudad muerta: una llanada baldía, pelada, de tierra seca, hasta los lejanos farallones pétreos. El sacerdote, como si quisiera cerciorarse de que estaba ante algo real y no una visión, volvió a golpear con su báculo los restos de un muro, de forma que levantó una nubecilla de polvo rojizo.

—Aquí, uetuti nesu, tienes la ciudad del faraón cuyo nombre es mejor no mencionar.

El aludido volvió los ojos a los acantilados, allá a lo lejos, para después posarlos en lo que quedaba de muros y casas, reducido todo a restos de baja altura.

—¿Qué fue lo que pasó aquí? ¿Fue de verdad fulminada esta ciudad por la ira de los dioses?

—Tal vez fue la ira divina, pero su instrumento fueron las manos humanas. —El otro se permitió una sonrisa—. La arrasaron los hombres. Hombres que desmontaron los sillares, las columnas, incluso muchos de los ladrillos de adobes.

Snefru meneó la cabeza muy despacio y también él, como si quisiera asegurarse de que no estaba ante un espejismo, paseó la mano por una pared, de forma que los dedos se le mancharon de aquel polvo rojizo. Por las dimensiones de los distintos solares, aquel bario había albergado toda clase de edificios, desde moradas de campesinos y pastores, pasando por las de funcionarios, a mansiones de magnates.

—¿Por qué un esfuerzo así?

—En parte para aprovechar los materiales y, en parte, como castigo; para borrar a esta ciudad del mapa.

—Debió de ser muy grande.

—Su fundador soñó que fuera capital de Egipto, y lo fue, por unos años. Nació por deseo del faraón al que es mejor no nombrar, aunque fue residencia de varios de sus sucesores.

—Jamás oí hablar de ella.

—Ésa es su maldición: olvido para ella y para sus constructores. Yo he tenido oportunidad de leer su nombre, inscrito en tablillas de la Biblioteca de Nínive, pero no lo pronunciaré en voz alta, no sea que alguna de las viejas maldiciones caiga sobre mi cabeza. —Golpeó casi solemne con su báculo sobre la tierra—. Grande es el poder de Amón y no seré yo quien lo desafíe en vano.

—¿Puedes decirme al menos qué pasó para que los sacerdotes del dios decretaran un castigo tan terrible?

—No lo tengo claro. Los sacerdotes de Amón instigaron la ruina de esta ciudad. Su mano está detrás, también, de que se borraran a golpe de cincel las estelas. Ellos deben de conservar memoria de todo esto, pero yo sólo puedo especular.

Un golpe de viento del noroeste hizo arremolinarse torbellinos de polvo rojo, arrancado a los escombros de adobes. El sacerdote, allí parado, a pleno sol, báculo en mano y con las ropas blancas, ahora tocadas de polvo, alborotadas por ese viento, volvió los ojos a los farallones lejanos.

—Creo que toda una dinastía de faraones se enfrentó a los viejos dioses. De alguna forma, trataron de subvertir el orden natural. Por lo que he podido deducir leyendo antiguas tablillas, tal vez trataron de encumbrar a un solo dios, por encima de la multitud de deidades tradicionales. Sé que suena increíble, pero al parecer eso fue lo que ocurrió. Y las consecuencias no se hicieron esperar. Se sucedieron las hambrunas, las calamidades, y los sacerdotes de Amón lideraron la oposición contra esos faraones herejes. No sé más, aparte de que fueron vencidos y, después, borrados de la historia.

—¿Y cómo supiste tú de todo esto, si todo fue eliminado de forma metódica?

—Por una circunstancia afortunada. Ya sabes que fui esclavo durante años en Nínive. El gran Asurbanipal construyó la Gran Biblioteca y mandó almacenar en ella todos los documentos dispersos por archivos y sótanos. Allí, gracias a mi facilidad natural para los idiomas, que me ha permitido aprender una docena de lenguas y escrituras, pude acceder a la correspondencia que aquellos faraones malditos mantuvieron con los reyes de Asiria. O, al menos, a la mitad de la correspondencia. La parte que enviaron los reyes asirios debió de ser destruida.

—Así que no sólo conoces el nombre de esta ciudad, sino también los de esos faraones…

—Por supuesto. O, al menos, su versión acadia.

Snefru asintió. Los egipcios siempre habían preferido comunicarse con sus vecinos en escrituras que no fueran la suya. Atesoraban sus jeroglíficos como un bien preciado, dominado sólo por los escribas. A los egipcios les disgustaba que los forasteros supiesen escribir, o tan siquiera leer, en su idioma y, por esa causa, siempre se habían comunicado en acadio con las potencias asiáticas. Y a esas tablillas antiguas era a las que había accedido Memisabu.

—Sin duda tuviste suerte o te guió algún dios. Asiria es antigua, poderosa, y debe de conservar miles de tablillas.

—Miles. Sí. Pero no fueron los dioses ni la suerte, sino la fatuidad humana la que me dio la pista que nos ha traído a esta ciudad. Los oficiales asirios de la biblioteca, vanidosos, no se recataron de mostrarme tablillas que daban fe de la grandeza de su nación. Tablillas en las que está escrito cómo Asiria se ha codeado desde siempre con sus vecinos y cómo éstos han usado su escritura para la diplomacia internacional.

—Entiendo.

De nuevo volvió a alzarse viento, haciendo cimbrearse las copas de las palmeras y alzando polvaredas rojas entre las ruinas. Snefru, sofocado por ese polvo, se dijo que, a la postre, no serían las maldiciones de los sacerdotes ni las armas de los faraones, sino la mano del viento la que acabaría por borrar a aquella ciudad condenada de la faz de la tierra. Señaló con su arco avenida adelante, al norte.

—¿Hemos de proseguir, santo?

—No. Podemos volvernos ya. —Al advertir la perplejidad del arquero, el sacerdote esbozó una sonrisa—. He venido hasta aquí para constatar que yo tenía razón: que la ciudad está aquí. Durante años, he consultado miles de tablillas en busca de alusiones, porque más no hay. He vivido con la certeza de tener razón y, a la vez, con el miedo a estar equivocándome.

Señaló a su vez con el báculo la avenida.

—Años de esfuerzo, de estudio. Sí. Tenía que venir aquí. Ya sé que tengo razón y ya podemos regresar con los demás, uetuti nesu. Mañana nos espera más trabajo. Todavía tenemos que descubrir dónde está la tumba del faraón cuyo nombre no debe pronunciarse.