Capítulo 11

Bel-Nirani, servidor del Ojo de Dios, no estuvo presente, claro, en el combate fluvial que se libró a menos de un iteru[17] del canal de Iunu. Pero sí llegó a hablar con más de un arquero que participó en él y, por eso, años después, retirado cerca de Nínive, convertido en un anciano que, aunque respetado, era cada vez tenido menos en cuenta, pudo contar esa historia a los jóvenes de la familia, alguna noche de invierno. Hubo, eso sí, muchos detalles que dedujo, o se los inventó directamente, pero fue por motivos dramáticos y no para falsear la verdad del relato.

Por ejemplo, no podía saber lo que pasó por la cabeza del nubio Tjenti cuando, tras el ocaso, sus espías llegaron a toda prisa, con el aviso de que los saítas se habían embarcado y partido Nilo arriba, pese a ser de noche. Pero sí pudo imaginar cómo mordió a fondo el anzuelo. Como debió de suponer que la singladura nocturna era una maniobra para dejar atrás a posibles perseguidores. Que debió de pensar que los saítas pensaban que nadie osaría seguirles, en la oscuridad, por esas aguas traicioneras, llenas de bajíos y de camalotes a la deriva.

Supuso también Bel-Nirani que el nubio debía de contar con hombres audaces y pilotos expertos, porque partió sin dudar en la embarcación que, desde hacía días, tenía presta en unos muelles de Menfis. Un batel tripulado por devotos de Amón, muchos de ellos tebanos y nubios, ansiosos de tomar parte en la guerra sagrada contra los enemigos del dios.

Toda esa noche y el día siguiente, debieron de navegar en pos de sus enemigos, a la distancia justa para no perder de vista su mástil, las dos naves a poca velocidad, llevadas por la corriente. La una detrás de la otra, viraron para tomar el brazo más oriental de todos en los que se divide el Nilo en el Delta, y acabaron por rebasar la embocadura del canal de Iunu. Plantado en la proa alta y recurva de su batel, el nubio de piel oscura y vestiduras albas que se agitaban con la brisa, los ojos fijos en aquel mástil lejano, debió de suponer que se dirigían a territorio dyanita, lo que explicaría ese viaje en una sola nave y con tanto secreto.

Secreto que convenía a los fieles de Amón, pues les daba la oportunidad de abordarles en algún tramo desierto del río. Desde luego, los saítas parecían no querer dejar rastro de su paso, pues, al caer la segunda noche, arribaron a un islote minúsculo, repleto de árboles. Apenas advirtió Tjenti que caían a estribor, reduciendo velocidad para arribar a lo que él veía como una arboleda que parecía surgir de las propias aguas, mandó ciar, para no ser detectados.

Uno de sus pilotos le informó de que en aquel islote había un embarcadero de piedra y un altar consagrado a Isis. Ahí, mientras oteaba desde la proa de su barco, Tjenti se preguntó si no querrían rezarle a la diosa por el éxito de la misión. Aunque lo más fácil era que les aguardasen provisiones, que les ayudarían a proseguir sin recalar en puerto fluvial alguno.

En todo caso, aquella pernocta era para ellos una bendición. Podrían abordarles, acabar con todos sin testigos, a no ser que alguno lograse tirarse al agua y ganar a nado la orilla. Porque las nuevas órdenes, llegadas desde Tebas en paloma mensajera, no admitían dudas. No capturar a nadie, matar hasta al último de los enemigos del dios. Ya lo habían intentado el día antes con el uetuti nesu y la mujer. Pero el primero era bien correoso, sin duda, o los asesinos enviados no tan buenos como parecían, porque aquél había muerto a dos y mutilado al tercero. Rabioso, a punto había estado Tjenti de matar con sus manos al superviviente, pero ahora casi se alegraba de ese fracaso. Así podría ajustar cuentas en persona con él, maza contra maza.

Se mantuvieron en posición a golpe de remo, hasta que asomó la luna lo bastante como para iniciar la boga con precaución. Se dejaron deslizar a favor de la corriente, por un mundo silente que, al claro de la luna, mostraba una cara bien distinta. Sólo se oían ruidos aislados: el chapuzón de un pez al saltar, el grito de un ave nocturna, algún crujido de maderas. Los devotos de Amón, agazapados, mazas y hachas en puño, permanecían inmóviles, los ojos puestos a proa.

Allí delante, cada vez más cerca, estaba la nave saíta, amarrada a una grada de piedra, tal como pronosticase el piloto del Delta. Nada se movía en cubierta. Era dudoso que la tripulación hubiese bajado a dormir a tierra, ya que el islote era minúsculo y húmedo, y sin duda el seneti había colocado al menos un centinela, pero éste tal vez se había dormido, arrullado por el mecer del río. Y así, la nave de Amón fue llegando, impulsada sólo por la corriente, para evitar que el rumor de remos pudiese despertar a los de sueño más ligero.

Tjenti dirigía la maniobra desde proa, con gestos de su maza. Las dos naves eran de similar porte, pero la de los amonitas llevaba más hombres, más aguerridos y, además, los saítas dormían. Al rebasar su proa la popa enemiga, Tjenti observó que había alguien acurrucado junto al timón, sin duda el centinela dormido. Se distinguían los bultos de los durmientes al resplandor descolorido de la luna y Tjenti, agitando la maza de guerra, indicó a su timonel que diese un golpe de barra. En un abrir y cerrar de ojos, el costado de su nave se fue contra el de la otra, con retumbar de tablazones.

Aún resonaban los ecos, y las dos naves oscilaban, cuando ya los amonitas pasaban al abordaje con gran griterío. Los pies desnudos resonaban sobre la cubierta y los atacantes, luego de la espera tensa y callada, descargaron una lluvia de golpes sobre los bultos dormidos. El propio Tjenti había saltado a la nave enemiga, el arma ansiosa, buscando como un lobo a aquel arquero que tantos sinsabores le había dado.

Pero, enseguida, los atacantes cesaron en sus golpes y gritos sanguinarios. Ni uno de los bultos se había movido, no se había alzado una sola voz. Uno, de una patada, deshizo lo que se reveló como un atado de hojarasca cubierto por un lienzo. Y ya no les dio tiempo de cambiar casi ni una mirada de alarma o desconcierto, antes de que se desatara el rumor inconfundible del vibrar de cuerdas y silbo de proyectiles.

Uno que estaba cerca de Tjenti cayó de rodillas, con un astil emplumado vibrándole en las espaldas. Otro se desplomó de espaldas, con gran estruendo de tablas. La nave saíta estaba vacía, todo había sido una celada y les estaban disparando desde aquellos árboles que hundían sus raíces al pie del agua. Seis o siete arqueros, apostados entre las sombras, en las ramas de los sauces, que tiraban a bulto contra los hombres, al claro de luna. No había donde resguardarse en aquellas naves sin borda, de proa y popas altas y curvas. Los proyectiles zumbaban y silbaban a través de las sombras, y los hombres caían gritando.

Tjenti, aunque ciego de furia, no había dudado. Cada instante perdido allí sólo podía aumentar el desastre. Con blandir de maza y voces destempladas, de las que otros se hicieron eco, conminó a los suyos a reembarcar. Saltaron para apartar su nave, entre el vuelo de flechas. Al empujón de varias manos, la embarcación de Amón derivó aguas abajo, ofreciendo enseguida peor ángulo a los arqueros, al punto de que algunos dejaron de disparar.

Algunos, no todos. El timonel, con una flecha en la nuca, se desplomó laxo sobre la barra, y no la partió de milagro. Tjenti hizo a un lado el cadáver para hacerse cargo del timón él mismo, sin que le arredrasen las flechas que aún llegaban silbando. Lanzó su cuerpo sobre la barra, al tiempo que gritaba que empuñasen los remos.

Importaba ocupar a los supervivientes, para que no se derrumbasen tras el desastre, aparte de que convenía salir a escape, antes de que los saítas, sin duda ocultos en la arboleda del islote, volviesen a su nave y fuesen en su persecución. El batel tebano trazó un gran arco en el seno del río, para aproar aguas arriba, siempre seguido por vuelo de flechas. Un clamor se había alzado en el islote. Los enemigos de Amón cantaban victoria desde la nave, la grada y las ramas de los sauces. Tjenti el arquero, mientras gobernaba él mismo su nave y los supervivientes se afanaban a los remos, entre los ayes de los heridos, no se ahorró miradas de ira hacia el islote y ganas tuvo de echar mano a su viejo arco y demostrar lo que valía cada cual. Pero tenía hombres a su cargo y una misión sagrada que cumplir, y todo eso estaba por encima de su orgullo herido.

A la primera ojeada a la cubierta de su embarcación, entre las sombras de la luna, calculó que casi la mitad de sus seguidores habían muerto o sido heridos. Una trampa, y él había caído de lleno en ella. Pero también había sobrevivido, y aún le quedaban voluntad y su arco. También el conocimiento que le había trasmitido el Cuarto Profeta de Amón, allá en Tebas. Y si la nave que iba al norte era un ardid, entonces él, a falta de algo mejor, navegaría hacia el sur, hacia aquella ciudad sin nombre de la que le habló Montuemhat, capital olvidada del Innombrable.