Capítulo 10

Cuando ella se giró para inclinarse sobre él y besarle en el hueco de la clavícula, ahí donde late la arteria, Snefru había podido oler de nuevo, con más fuerza, ese aroma suyo a canela y mirra. Sobre todo a canela. A eso olía toda su piel, hasta el punto de que él ya no podría dejar de asociarla a ese perfume. Ese olor le recordaba, sí, las fragancias que se fabricaban en el Delta pero, al tiempo, no era igual a ninguno de los que él conocía. Quizá la dama, caprichosa por naturaleza, se hacía fabricar uno de composición secreta, sólo para ella. Y fue quizá la inmovilidad repentina de Snefru, producida por la concentración con la que olisqueaba, tratando de identificar los elementos del aroma, lo que hizo que ella alzase los ojos a él y, tras un parpadeo de observación, preguntase en voz muy baja:

Uetuti nesu. ¿Qué tipo de relación has tenido con las mujeres, desde que murió tu esposa?

Él le había devuelto el escrutinio con párpados caídos, entre adormilado y caviloso. Sin saber qué contestar, le acarició la cabeza. Cuando ella se había despojado para él de la gran peluca de tirabuzones, Snefru había descubierto que, al contrario de lo que hubiera podido creer, no llevaba la cabeza del todo afeitada, sino cubierta por cabello muy corto, de la longitud de un dedo o menos, como si sólo cada cierto tiempo sometiese el cuero cabelludo a la hoja de sílex. Tamit era de cráneo fino y pasear la palma de la mano por ese pelo como cepillo le producía a Snefru un estremecimiento, como un calambre que le subiese hasta el codo, parecido al que se recibe al tocar ciertas superficies, algunos días nublados. Era como si el contacto con ella le hubiera afinado al límite los nervios, dejándolos en extremo sensibles a ciertos estímulos.

Se levantó, de golpe, una bocanada de aire muy caliente que hizo ondear las gasas del pabellón. Entre el revuelo de visillos, al girar la cabeza, el mensajero del faraón divisó por un instante la panorámica de terrazas, pilonos y obeliscos de Menfis. Estaban tumbados muy juntos, sobre esteras finas, entre almohadones, en la azotea de la casa de Tamit, a plena luz del mediodía, pero protegidos del resplandor del sol bajo un pabellón de cuatro postes, techado con dosel de tela y con los laterales cubiertos por gasas rojas y blancas, envueltos en el olor de los conos de perfume que ella misma, al llegar, había colocado junto a cada uno de los cuatro postes.

Snefru volvió a acariciarle la cabeza, mientras ella le mordisqueaba juguetona un pezón. Volvió a alzarse ese aire a rachas, propio de las horas de más calor; un viento seco, abrasador, que otra vez hizo agitarse los visillos, para abrir el pabellón a los cuatro horizontes. Ella, al ver que no respondía nada, volvió a levantar el rostro hacia él.

—¿Es que no deseas responderme, uetuti nesu?

Él había asentido, los ojos aún entrecerrados. Había sido allí, en esa terraza, hacía un rato, donde había caído en la cuenta de que ella le llamaba tan a menudo por su rango, uetuti nesu, no como forma de respeto, sino que, llevada de uno de sus caprichos, lo hacía así porque le gustaba cómo sonaba. Descansó la mano sobre su nuca.

—Ocurre que no sé si he entendido tu pregunta.

—¿Has estado, en este tiempo, con alguna mujer que no fuese una prostituta o una bailarina?

Snefru, por toda respuesta, se había encogido de hombros. Ella, al verle, se había permitido una sonrisa casi taimada.

—No pareces el tipo de hombre que se conforme con mujeres que pueda comprar en una casa de la cerveza.

—Tal vez las apariencias engañan. —Él reacomodó su brazo—. En todo caso, en estos últimos años, he estado más que ocupado; siempre de un lado a otro. No he tenido tiempo de establecer ninguna relación seria.

—Eso, en caso de que hubieras querido hacerlo —se rió ella por lo bajo y, llevado de uno de sus impulsos, se frotó contra su pecho, como una gata.

Él se dejó hacer, sintiendo el roce de piel contra piel, adormilado. Había descubierto que ella hacía honor al apodo que le daban, no sólo por lo flexible de su cuerpo y lo caprichoso del carácter. Cuando se retiró la peluca, pudo ver él que tenía las orejas un poco en punta y como, para aquel encuentro a plena luz del mediodía en la terraza, se había repintado los párpados, para acentuar todavía más ese aire gatuno de sus ojos, era imposible no establecer la semejanza. Al hilo de eso último, con la cabeza divagando por el calor y la somnolencia, le dio por pensar que, desde luego, maquillarse así los párpados era todo un arte, o puede que un ejercicio de precisión, para el que él no estaba dotado. Pero ella volvía a la carga, en voz siempre baja.

—No trates de engañarme, uetuti nesu. No necesitas hacerlo. Durante estos años has buscado mujeres en las casas de cerveza por la misma razón que yo he evitado, estas últimas estaciones, a cualquier hombre que pudiera llegar a interesarme de verdad.

Él bajó los ojos hacia los de ella.

—¿Y qué razón es ésa?

—Perdí a mi esposo, uetuti nesu. Sucedió de repente y, durante todas estas estaciones, he estado guardando su lugar en mí como el que cierra a cal y canto la habitación de uno que se ha ido para un largo viaje. Me producía horror que nadie pudiera pretender invadir lo que es suyo. Y a ti te ocurre lo mismo. A mí no puedes engañarme.

Él no dijo ni que sí ni que no. Tendido bocarriba entre almohadones, entre el temblor de visillos transparentes, blancos y rojos, sintiendo el soplo de ese aire que no refrescaba sino que, muy al contrario, era fuego, se quedó en silencio unos instantes, antes de esbozar una sonrisa distraída.

—He de entender entonces que, si me has traído a esta terraza, es porque te resulto un hombre intrascendente.

Ella, sonriendo a su vez, subió por su pecho para besuquearle el cuello y mordisquearle la perilla azul. Aspiró él otra vez ese olor suyo a canela, con fuerza renovada. Con los ojos casi cerrados, sintiendo sus dientes en el mentón, le dio por fantasear que la piel de esa mujer era como esas maderas nobles que, a fuerza de ser lustradas durante años con ceras olorosas, se impregnan del aroma. Fantasear con que, en los momentos de excitación, los poros de su piel se abrían para exudar ese olor a mirra y canela; como si ella también, luego de usar tanto tiempo el perfume, se hubiera embebido de sus esencias, hasta el punto de convertirlo en su olor a mujer.

Uetuti nesu, no seas niño. Sabes que contigo es distinto. Tú conoces lo que es perder de golpe a todos los tuyos. Sabes lo que es guardar como un tesoro lo que sólo podrá ser suyo. Contigo sí podría estar, y estar a gusto, porque sería como dejarte entrar en esa casa de la que hablaba antes, con la seguridad de que respetarías esa parte de la misma que nunca podrá pertenecerte.

Snefru puso los ojos en el dosel de tela roja, tanto porque no sabía qué responder como para ocultar su turbación. Ella, en otro cambio de humor, se acurrucó contra su pecho, abrazándole, para susurrar:

—Cuando, hace unas horas, mataste a esos hombres, me sentí excitada. Mucho, mucho. Nunca había sentido algo así. Ya hace unos días, en Dyebat-Neter, cuando te vi aparecer de repente con tu arco e hiciste retroceder a todos esos esbirros de Amón, tú solo, supe que era una señal de Seth.

—Seth… —musitó él.

—Eres un gran arquero. Lo dicen todos y yo lo he comprobado con mis propios ojos. Dicen también que, para ti, tu arco es como para otros el báculo de autoridad; el símbolo de lo que eres. ¿No es Seth un dios amigo de los arqueros?

Como al conjuro de esas frases, regresó el soplo cálido del mediodía, de forma que los visillos se levantaron y arremolinaron, y otra vez se abrió aquel interior a los cuatro vientos, con un estallido de luz. Entre el alboroto de gasas, Snefru volvió los ojos hacia una de las esquinas de la azotea, en la que había un pequeño altar consagrado al dios Seth. Se quedó con la mirada allí puesta, pensativo.

Cuando, en repetidas ocasiones, ella se había referido a los «esbirros de Amón», él había creído que se trataba de un insulto común, pues no era, ni mucho menos, la única en el Delta que llamaba así a los nubios de Tanutamani. Pero ahora ya sabía que el apelativo era algo más. Antes, en esa terraza, la primera vez que él puso los ojos en ese altar, un poco sorprendido, ella le había confesado que su esposo había sido adorador de Seth, uno de los pocos que aún se atrevía a rendirle culto de forma abierta, y que, justo por ese motivo, había sido asesinado, por instigación de los sacerdotes locales de Amón, en los días rojos que siguieron a la conquista de Menfis por los arqueros del sur.

Seguían soplando esas ráfagas abrasadoras, rugientes, hasta el punto de que Snefru, volviendo de esos pensamientos, casi se estremeció. ¿Acaso no era Seth señor del viento ardiente de los desiertos? Como si notase en él un cambio de humor, Tamit se despegó de su pecho para inclinarse hacia una bandeja repleta de granadas troceadas e higos. Él se quedó con los ojos puestos en esa espalda, lustrosa por los bálsamos olorosos y el sudor. No era de sorprender que ella hubiese querido llevarle allí arriba, a la plena luz del mediodía, a esa terraza abierta al azote de vientos secos de fuego.

Se preguntó, casi perezoso, si todo eso no sería otra muestra de la religión popular, que habría llegado a arraigar en alguien de clase alta, como era aquella dama. Si aquel encuentro amoroso allí no sería alguna especie de ritual en honor del dios Seth. Y no sólo por el emplazamiento elegido. ¿No era Seth dios, aparte del arco y del viento ardiente, del sexo estéril y sin procreación? Snefru no había dejado de advertir cómo había usado ella sus manos y su boca, ni cómo le había ofrecido la espalda, como en un rito de gestos precisos. O cómo le había aplicado bálsamo con extracto de acacia,[15] con movimientos lentos y meticulosos. Y todo aquello le había inflamado, no iba a negarlo. Situación, gestos, rituales.

Ella, sentada ahora con una pierna doblada y la otra extendida, mordisqueaba con fruición un trozo de granada. Un hilillo de sudor, muy fino, le resbalaba por el cuello y, a él, la visión de esa gota de humedad que iba deslizándose con lentitud por la piel lustrosa consiguió excitarle sobremanera. Ella se volvió hacia él para ofrecerle un mordisco de la porción de granada que tenía en la mano. Snefru hundió los dientes en los granos rojos, gustoso de sentir ese sabor tan peculiar, dulce y áspero a un tiempo. Luego, como si se hubiese contagiado del humor de ella, se aventuró a preguntar:

—¿Amabas mucho a tu esposo?

—No le amaba. —El trozo de granada en la mano, meneó la cabeza con sonrisa tenue. Y, pese a esa afirmación, pareció de repente más joven, como suele ocurrirles a los que, de sopetón, vuelven con la memoria a días más felices—. Era un hombre bueno, siempre me cuidó y aprendí mucho de él, en todos los sentidos. No creo que fuese amor, pero llegué a quererle mucho y aprendí también a respetarlo.

Snefru asintió despacio. Ahora entendía el porqué de aquel paseo hasta el coloso de Ramsés II. Sin duda, su esposo muerto llevaba a su familia hasta aquella misma estatua gigantesca para honrar a su dios. No en vano la dinastía de los Ramsés había tenido como dios tutelar a Seth y el culto a éste, en esos tiempos, había llegado a su máximo apogeo y prestigio. Pero ya el culto, como Egipto mismo, estaba en plena decadencia y el mensajero del faraón, casi por un instante, estableció alguna especie de vínculo entre ambos hechos.

Luego se incorporó a su vez. Fue a servirse una copa de vino, pero ella se le adelantó con dedos rápidos. Escanció de la jarra en una sola copa, tallada en alabastro, para catar primero un sorbo y tendérsela luego a él. De nuevo, algo en lo medido de todos sus gestos hizo que Snefru se preguntase si ella no estaría ejecutando magia para honrar con todo aquello al dios. Seguía el aire a bocanadas, alborotando los visillos, secándoles el sudor con su roce seco y ardiente. Al hilo del anterior pensamiento, Snefru, con un punto de temor supersticioso, se preguntó si el dios no se estaría manifestando en los elementos.

—Tamit. ¿Es el asesinato de los tuyos la causa por la que apoyas a Psamético?

—Has acertado. —La copa de alabastro sujeta a dos manos, dio otro sorbo al vino oscuro del Delta.

Snefru se acarició ahora la perilla azul, buscando la forma adecuada de formular sus palabras.

—Sin embargo, Psamético no es precisamente favorable al culto de Seth.

—Es bien sabido —aceptó ella casi con sequedad.

—¿Entonces…?

Ella, copa en mano, se echó a reír casi con rabia, al tiempo que le espiaba con sus ojos de gato.

—Ya que te has quitado para mí tu collar de mensajero del faraón y debo decir también que parte de ese envaramiento de momia tuyo, voy a confesarte que no siento especial simpatía por ese advenedizo.

Mientras decía eso, estaba atenta a su reacción, pero él se había limitado a encogerse de hombros.

—Ésta es una conversación privada. —Y eso le dio a él la satisfacción de desconcertarla un poco, ya que le había llamado rígido como momia. También de animarla a proseguir.

—Como todos los arribistas, Psamético siempre tiene que ser más exagerado que los que nada tienen que demostrar. Su familia se jacta de remontarse a la dinastía de Tefnakhte. ¿Y qué? Esos faraones no eran más que usurpadores, descendientes de mercenarios ma. Psamético sigue siendo un ma. Yo soy egipcia, hasta la última gota. Llevo Egipto en las venas y no necesito aparentar como todos esos ma, que ahora quieren ser más egipcios que los egipcios de verdad.

Snefru casi se echó atrás, ante ese estallido de vehemencia. La observó con párpados entornados. Ahí acababa de asomar una mujer muy distinta a la lánguida de ordinario. Una orgullosa, envanecida incluso de sus orígenes, que desdeñaba no sólo a los extranjeros, sino a todos aquellos compatriotas por cuyas venas corriese sangre foránea. Se preguntó qué pensaría una mujer así, de la vieja nobleza egipcia de Dyebat-Neter y acaudalada por matrimonio, de alguien como él que, después de todo, no era más que un funcionario de medio nivel, al servicio de un faraón al que reconocía desdeñar. Quiso apartar esos pensamientos.

—Así que lo que te mueve es la venganza.

—¿Qué otra cosa podía ser?

—Por ejemplo, devolver Egipto a su pasado esplendor.

—Eso se lo dejo a los soñadores como tú. Te admiro, no me interpretes mal, pero permite que también exista gente como yo, que no tiene puestos los ojos en horizontes grandiosos y muy lejanos. Disculpa que a mí me preocupe más ajustar cuentas que, sin duda, ante la historia y los dioses, son minúsculas, pero que para mí son importantes.

Snefru, como muchas otras veces ante discusiones espinosas, que cualquier respuesta podía empeorar, optó por guardar silencio. Ella prosiguió.

—Psamético es enemigo a muerte de los nubios y los tebanos. Eso es lo que de verdad me importa. Ayudándole a derrotarlos, ejecuto mi venganza.

—Haz lo que creas que debas. Por mi parte, aunque reverencie a Psamético como el dios que es, le sirvo por el ideal que encarna, no por el personaje en concreto.

A esas palabras, ella se suavizó de golpe, como al parecer era costumbre en ella. Le observó con ojos ahora casi tiernos.

—Sí, uetuti nesu. No es difícil darse cuenta de ello, si se está atenta, porque siempre hablas de su causa y nunca has tenido una palabra sobre él.

—Entonces, deja que te aclare algo. Puede que Psamético sea un arribista. No lo sé, puesto que no soy un dios para pesar sus intenciones. Pero he de decir que, si lo que le mueve es la ambición, al menos es un ambicioso con grandeza. Él sueña con reunir a las Dos Tierras bajo su mando, no con hacerse el jefe de cualquier rincón de Egipto.

—Quizá —aceptó ella, como a regañadientes—. Eso sin duda es digno de alabanza. Como lo son los hombres como tú. Te envidio, porque sueñas con construir y no con destruir.

—Sólo las pinturas del muro tienen un solo lado —citó él con suavidad, al tiempo que recordaba las recriminaciones de su tío Sitepehu y de Petener, acerca de sus motivos últimos para servir como mensajero del faraón.

Ella meneó la cabeza. Algo había cambiado entre ellos y ella volvía a mudar de humor. Apartó la copa, descruzó con lentitud la pierna para luego incorporarse. Se apoyó en uno de los postes de cedro labrado.

—Antes, vino el escriba Uni, con un mensaje del seneti Petener. Quiere que te reúnas con él en casa de Haunefer.

—¿Antes? ¿Cuándo?

—Descuida, el mensaje decía que antes del anochecer. Y para eso aún queda.

Snefru asintió entonces. Haunefer era un médico de Menfis, el personaje bajo cuyo techo se alojaban. Allí había mandado mensajeros Tamit, apenas pisaron la casa de ésta, para avisar de que habían intentado acuchillarlos en los campos aledaños a la ciudad.

—Voy a tomar un baño, uetuti nesu. Dispón de mi casa como si fuese tuya. Si quieres bañarte o necesitas ropa limpia, habla con mis criados, que ellos te proveerán de cuanto necesites.

Sin aguardar a una posible respuesta, salió desnuda al sol, sin peluca, cubierta sólo con collares, pulseras y ajorcas. Se detuvo allí, a la luz deslumbrante del mediodía, para abrir los brazos en cruz, con las palmas vueltas hacia arriba y los ojos, intuyó Snefru, cerrados. El mensajero del faraón no estuvo nunca seguro de si fue un gesto para secarse al aire, un saludo al sol, o una forma de recibir sobre la piel, de lleno, la caricia del viento ardiente, atributo del dios Seth.

* * *

Pájaros de inquietud picoteaban en los ánimos de todos. Tenían la casi certeza de que, tras los repetidos intentos de asesinato y secuestro, estaba la mano del faraón negro o, casi mejor, de Montuemhat, Cuarto Profeta de Amón, alcalde de Tebas y amo casi en la práctica de todo el Alto Egipto, desde Asuán al principado de Unet. Y, quien más, quien menos, recelaban de que entre los suyos hubiera algún espía al servicio de los sacerdotes de Amón o los nubios. Sólo así se explicaba la precisión de los ataques, lo que, aunque nadie se pronunciase en voz alta, pesaba en el ambiente.

Consciente de ello y conociendo a Petener, no le sorprendió a Snefru que el seneti le anunciase, por medio de su escriba, que habrían de partir en las próximas horas. Tamit se había quedado en su mansión, atendiendo negocios pendientes, y el mensajero del faraón, pese a sus casi ruegos, no había querido aceptar una escolta armada para cruzar Menfis. A veces Snefru se permitía gestos de temeridad, casi como si cada cierto tiempo necesitase afirmarse a sí mismo. Y quizás había llegado tiempo de uno de tales gestos, puede que por estar enervado de tanto temer a asesinos y emboscadas, de forma que, báculo en mano, había transitado a solas, sin vacilar, por las calles estrechas de la vieja capital, rumbo a su alojamiento.

No se le escapó la mirada de soslayo que le dedicó el seneti cuando le vio entrar, sin duda enterado ya de que había pasado buena parte del día en la casa de Tamit. Debía de estar en ascuas sobre qué habría pasado en ese lapso de tiempo, pero no hizo el más mínimo comentario al respecto. Petener, aunque tuviese la mala costumbre de mezclar obligaciones y ambiciones, sabía también anteponer las prioridades cuando era menester. Y esa tarde tenían asuntos de peso que tratar.

El propietario había cedido a sus invitados uno de los patios pequeños, para que pudieran discutir a sus anchas, antes de eclipsarse, discreto. A las puertas montaba guardia el escriba de Snefru, Kayhep, armado con espada. Dentro, a la sombra de los árboles, le aguardaban ya Petener, Memisabu y Bakenamón, cada uno con una mesita al lado y cántaros de cerveza. Para Snefru había sido una sorpresa que el tercero hubiese aparcado sus negocios en Dyebat-Neter para viajar con ellos hasta Menfis. Tal vez aquel cuerpo arruinado por la vida sedentaria guardaba todavía, muy dentro, una brasa de aquel fuego deseoso de aventuras de la infancia. Rescoldo casi muerto y de golpe avivado por el incidente vivido en su propia finca.

Cuando accedió al patio, discutían sobre arte, sosegados, pero con posturas muy definidas. No le sorprendió a Snefru, ya que ése era un tema favorito de Bakenamón. De hecho, Petener se mantenía más bien al margen, en tanto que los otros dos mantenían un pulso dialéctico, ya que, al parecer, el sacerdote estaba muy lejos de las posturas del constructor de tumbas.

—El arte es inseparable de la maat, es parte de la misma, diría yo —aseguraba este último.

Había echado una mirada de soslayo al recién llegado, casi como si quisiera arrastrarle con esas palabras en su defensa. Pero el recién llegado había preferido sentarse y tomar un recipiente de cerveza roja y una caña, sin decir esta boca es mía, pues no estaba de mucho humor para esgrimas verbales.

—Parte de la maat… ¿De dónde sacas esa conclusión? —El sacerdote, el cráneo lustroso recién afeitado, envuelto en linos blancos y con un hombro al descubierto, había lanzado una mirada casi aviesa a su interlocutor, como si sólo esperase un desliz para triturarle de palabra.

—Es obvio. La degeneración de las costumbres, nuestro declive como nación, corre parejo a una decadencia de la pintura, la escultura, la arquitectura.

—Supongo que llamas degeneración a los cambios que se han producido en esas artes desde los tiempos clásicos.

—Degeneración. Ése es su nombre verdadero. Hasta la escritura sufre el mismo proceso.[16] No me lo puedes negar.

—Dejemos de lado las manías de los escribas, que son cosa aparte. En cuanto a lo demás, veo que, para ti, el arte ha de ser inmutable. —Y, al decir eso, cruzó los grandes antebrazos sobre el pecho, adoptando una postura que daba a entender que en absoluto estaba de acuerdo con tal opinión.

—Piensa en las pinturas que se conservan de las grandes épocas de nuestra historia. Ahí reside la perfección. Hemos de volver a ellas. Alguien como tú, un sacerdote, debiera ser el primero en entenderlo. Hemos de recuperar las reglas clásicas, de forma que la magia implícita en esas formas y proporciones sea lo más poderosa posible.

—No mezclemos, amigo. —Memisabu seguía con los brazos cruzados sobre el pecho—. La ejecución precisa de los rituales es lo que garantiza su eficacia, es cierto. Pero no lo es que todo deba permanecer, por fuerza, igual a lo largo de los siglos.

—¿Cómo que no? Otros pueblos pueden pintar y decorar por motivos estéticos. Pero nosotros somos egipcios, practicamos la magia de las formas. Nuestras artes son el reflejo y la consecuencia de lo que somos. No son un simple elemento estético. Si degeneran, nosotros lo hacemos.

—Escucha ahora a alguien que ha viajado, vivido lejos del Nilo y frecuentado a hombres de pueblos remotos. Las gentes de otras razas también valoran la magia de las artes. Y, a la par, nosotros, los egipcios, también mostramos una voluntad estética en cuanto hacemos.

—Yo sostengo que eso es un elemento extraño, ajeno a nuestra esencia. He recorrido Egipto y visitado los antiguos lugares. Estoy convencido de que, para los egipcios de antes, la decoración no era tal sino magia pura. Que no había lugar para el adorno porque sí. ¿Por qué decoramos las tumbas? En previsión del día en que la parentela del muerto se extinga y ya no quede nadie que celebre banquetes fúnebres en su honor, ni le haga ofrendas. Por eso pintamos festines en las paredes de las tumbas; para que, mediante la magia de esas imágenes, los muertos sigan disfrutando de comodidades en el más allá.

Alzó una mano para impedir posibles réplicas. Se enjugó el sudor con un lienzo.

—Sostengo, tras viajar, ver y reflexionar, que los antiguos egipcios hacían lo mismo con todo. Hemos perdido la esencia. Decoramos con escenas felices las paredes de nuestras casas por la misma razón que pintamos banquetes en las tumbas. Para traer prosperidad a los moradores. Pero hemos olvidado. Olvidado. Y, por tanto, ya no sirve de nada ni propicia nada.

Memisabu estaba ahora observando al orador con ojos entrecerrados, en tanto que Petener y Snefru lo hacían perplejos. El segundo carraspeó.

—Ésa sí que es una opinión radical. Nunca hubiera esperado oírte una teoría tan heterodoxa, viejo amigo.

—Heterodoxa, sí. —El sacerdote mostró sus manazas de picapedrero, como para quitar hierro a tal afirmación, antes de volverse a Snefru—. Aunque, en tal sentido, tengo entendido que tú tampoco te quedas atrás.

—Cuando alguien sigue un camino distinto, no faltarán chismosos dispuestos a señalarle con el dedo. —Snefru sonrió con dureza—. Mis creencias son bien conocidas, santo.

—No creas. En realidad, se dicen muchas cosas de ti, algunas contradictorias.

—Si lo que se dice a las espaldas no se puede decir a la cara, no merece la pena prestarle oídos.

—No me malinterpretes. Nadie habla mal de ti. Al contrario. Dicen que eres hombre riguroso, amante de la ley, y que das gran importancia a la restauración de la maat…

—¿Doy? ¿Es que acaso no la tiene?

—Por supuesto que sí. —Sonrió, tal como lo haría un discutidor curtido al verse ante un rival correoso—. Pero cuentan que lo has hecho un eje de tu vida. Que, en su día, prestaste oídos a las prédicas de esos magos ambulantes, los mesenti, que recorrían el Delta proclamando que era posible restaurar la maat en Egipto mediante el esfuerzo personal.

Snefru, como siempre que sacaban ese tema a relucir en su presencia, no dijo nada. Impasible, se encogió de hombros, antes de tomar su recipiente y dar un sorbo con la caña. Pero el sacerdote no iba a cejar en su empeño a las primeras de cambio.

—¿Y tú acusas a Bakenamón de heterodoxo?

—Yo no acuso a nadie de nada. Nosotros tres somos amigos de siempre. —Señaló con la caña a Petener y Bakenamón, antes de apuntarse a sí mismo—. Nos conocemos bien. Crecimos juntos y juntos acudimos a escuchar a los mesenti. No es ningún secreto. Muchos lo hicieron. Luego, con el paso de los años, cada cual tomó por su propio camino. Es por eso que me ha sorprendido oír una opinión así, en boca de Bakenamón.

—No es apresurada, sino fruto de la reflexión —matizó el constructor de tumbas, con aires de dignidad ofendida.

—¿Lo he dudado acaso? —El mensajero del faraón, ya irritándose, volvió a dar otro sorbo de cerveza—. Parece que hoy todo el mundo malinterpreta lo que digo.

—Crees poder restaurar la maat tú solo, con ese arco tuyo. Allá tú. Yo creo que puede hacerse volviendo a las formas perfectas, a la magia divina de las artes clásicas. Puede que, en el fondo, me quede algo de aquellos mesentis. Tú sigues siéndolo, aunque lo niegues o, más bien, no digas nunca nada. —De repente sonrió—. Tal vez incluso queden resabios de mesenti en nuestro buen amigo Petener.

El sacerdote volvió a cruzar los antebrazos para observarlos, mientras el seneti y el uetuti nesu cruzaban miradas perplejas, porque ninguno de los dos hubiera esperado un comentario de esa naturaleza.

—¿Por qué dices eso? —inquirió el aludido.

—¿No trabajas para instaurar la autoridad del faraón sobre todo Egipto? No lo harás todo por simple ambición, como dicen las malas lenguas, ¿no?

El seneti se echó a reír ante esa salida, sorprendido por tanta audacia en alguien que, por costumbre, evitaba los conflictos.

—Un hombre no debe descuidar su provecho personal. Si a algunos les parece mal eso, allá ellos. Que no lo hagan. Y si tienen algo que reprocharme, que hablen en voz alta. Yo he servido con lealtad a la causa de la unidad. Me he jugado la vida ahí donde muchos de los que hablan no arriesgaron ni un pelo. Sí. Creo que Egipto debe ser gobernado por un faraón. Un faraón egipcio, no nubio ni asirio. Y creo que hay que restaurar las viejas instituciones. Sólo así Egipto recobrará su vigor.

—Me das la razón.

—En absoluto. —Dejó escapar una sonrisa pensativa—. Hace mucho que dejé de creer en la magia mesenti. Pero es cierto que todo árbol tiene sus raíces.

Hubo un silencio de un instante. Luego pasó y fue como si un golpe de viento barriese la expresión casi soñadora del rostro del seneti, que regresó a lo práctico.

—Basta de esto. Snefru está aquí y tenemos problemas que tratar.

—Cierto. —El mensajero del faraón echó una mirada al sol, por entre las ramas de los árboles de aquel patio—. Será mejor que reúna mis cosas.

—No hay prisa. —El seneti movió la cabeza, para dar énfasis a la frase.

—¿No? Tu escriba dejó el mensaje taxativo de que partiríamos esta misma noche, aprovechando que hay luna llena.

—Sé cuál fue mi mensaje. Pero la realidad es otra.

Snefru le observó con el ceño fruncido y Bakenamón boquiabierto, en tanto que la expresión inmutable de Memisabu dio a entender al primero que ése conocía lo que tramaba el seneti.

—Petener —se animó a preguntar el constructor de tumbas—. ¿No vamos a partir esta noche?

—Nosotros no. Sean quienes sean nuestros enemigos, nos vigilan. Nos siguen los pasos como hienas hambrientas y esta misma mañana han querido matar a Snefru, a Tamit o a los dos.

—¿Y? —Snefru se inclinó hacia delante, el recipiente de cerveza entre las manos.

—Memisabu cree haber averiguado ya lo suficiente…

—Apenas lo justo —matizó el sacerdote, con un gruñido.

—Lo sé, santo. Pero no hay tiempo para más. Aguzar en demasía una espada puede llegar a arruinar su filo. Es mejor confiar en que ya sabemos bastante.

Aspiró cerveza de su caña, creando una pausa dramática, satisfecho de la atención que todos le prestaban.

—Se supone que nuestro plan es tomar esta noche una nave que nos estará esperando en la orilla, no cerca de esta casa, para ir en busca de la tumba de ese faraón hereje. Eso le hemos dicho a los nuestros. Pero mucho me temo, a la luz de todo lo que ha estado ocurriendo, que pueda haber espías entre nuestra propia gente. Y, de ser así, es muy posible que, visto el gusto de nuestros enemigos por las acciones contundentes, tengan a su vez aprestada una embarcación y hombres de armas. Que nos sigan y nos aborden en algún tramo desierto del río.

Snefru asintió para sus adentros. Con sus palabras, el seneti estaba dando a entender que la tumba debía de encontrarse en territorios no controlados por Psamético. Y eso a su vez implicaba que no se podía proceder de forma abierta, ni acudir con grandes fuerzas. Sin contar con que un faraón tan cuestionado no debía asumir el coste político de que se supiese que se había financiado con el saqueo de tumbas, fueran o no de antiguos herejes. Pero Petener continuaba.

—He tendido una trampa a nuestros enemigos. La nave está lista para partir, en efecto. Y lo hará. Subirá por el brazo tanítico del río. El motivo de haber elegido la noche es que dispongo de hombres de confianza que saldrán de esta misma casa, tras el ocaso, disfrazados de forma convincente. A la luz de la luna, los espías, que tendrán que observar a distancia, creerán que somos nosotros los que embarcamos.

Snefru echó una ojeada rápida a los otros dos oyentes. El sacerdote seguía sin cambiar de expresión, en tanto que al constructor de tumbas se le veía estupefacto, lo que daba idea de quién estaba al tanto y quién no.

—Buena idea. —El último se repuso un tanto del estupor—. Pero ¿y nosotros?

—Partiremos al amanecer, en dos naves que ha puesto a nuestra disposición Tamit. Aguardan en muelles de su propiedad, como si hubieran llegado en busca de carga.

Bakenamón se había quedado de nuevo mudo. Ahora su expresión era tan penosa que el seneti, apiadado del viejo amigo, meneó con simpatía la cabeza.

—No te duelas, hombre. Si no te revelé el plan es porque no lo hice con nadie que no fuese imprescindible. Cualquier desliz o indiscreción lo arruinarían todo. No dudo de ti, como no dudo de Snefru, al que tampoco he contado nada hasta ahora. Pensé que, si no os enterabais hasta el último instante, actuaríais con más naturalidad y todo sería más creíble. En cuanto a Tamit, era necesaria para la ejecución del plan y le hice jurar por sus dioses más sagrados que no le contaría nada a nadie, ni siquiera a alguien tan amigo suyo como tú.

—Comprendo. —El otro rearmó su orgullo como pudo.

Y Snefru, por su parte, asintió sin despegar los labios. Al tiempo que entornaba los párpados, se acarició la cabeza afeitada. Petener, sin duda, no lo había contado todo. Luego se le ocurrió algo.

—El plan es ingenioso, ya que disponemos de las embarcaciones. Si creen vernos partir esta noche, retirarán la vigilancia. Y, aunque no fuese así y nos vieran marchar al alba, es absurdo pensar que puedan tener una nave de reserva.

—Sí. Absurdo del todo.

—¿Pero qué destino le espera a la nave señuelo que partirá esta noche? ¿Qué ocurrirá si les atacan?

—El uetuti nesu Snefru. Siempre atento a esos detalles. —El seneti sonrió—. Descuida, protector de los pobres, que estarán seguros. Si los dejan en paz, navegarán hasta Dyanet y allí se descubrirá el engaño. Pero, si a sus perseguidores se les ocurre recurrir a la violencia, recibirán un buen escarmiento. Les abordarán creyendo enfrentarse a marineros comunes, un sacerdote, un par de oficiales del faraón y sus escribas… Pero se van a encontrar con que la nave está llena de arqueros. Sí; ese encuentro no va a ser como ellos esperan.

—¿No podría Snefru, que es hombre avezado, salir y eliminar a esos posibles espías? —propuso Bakenamón.

—¿A qué viene eso ahora? ¡Qué tontería! —El seneti le observó, casi molesto—. Eso supondría ponerle en peligro para nada. Y, si le detectasen, se estropearía todo el plan.

—Disculpa. —El otro agachó la cabeza, azarado—. Ya sabes que no soy hombre de acción.

—Por eso estoy en contra de que vengas con nosotros, amigo. Pero no me quieres hacer caso…

—¿Qué ocurrirá cuando sepan que hemos partido en otra nave?

—No sabrán hacia dónde y, aunque llegaran a saberlo o suponerlo, ya sería tarde. —Observó el rostro del constructor de tumbas—. ¿Qué ocurre, hombre? ¿Quieres dejarlo? Hazlo, sería lo más sensato. Te lo digo en serio. Es mejor que nos dejes esta parte del asunto a los que estamos más acostumbrados a las armas, por si hubiera pelea. Tú ya has cumplido.

—No, no. —Negó con vehemencia repentina—. No me voy a echar atrás. Quiero estar presente, ver con mis propios ojos esa tumba.

El seneti, que debía haber porfiado mucho y en vano sobre ese tema, se limitó a esbozar una mueca. Pero el otro volvió a la carga, al hilo de un nuevo pensamiento.

—¿Y si nos equivocásemos? ¿Y si no fuesen los tebanos nuestros enemigos? ¿Y si tras esos ataques que hemos sufrido estuvieran los asirios?

—Los asirios —intervino ahora con voz amable Memisabu— ya se hubieran ocupado de nosotros, de manera expeditiva. Además, ¿para qué iban a querer estorbar a quienes buscan reforzar a Psamético, al que ellos pusieron en el trono?

—Tal vez ambicionan el oro.

—De ser así, nos hubieran apresado e interrogado. Y hubiésemos hablado. —Se permitió una sonrisa sombría—. Les conozco y sé cómo actúan. Saben romper voluntades, créeme. Los verdugos asirios son expertos en hacer que el más duro maldiga a su madre por haberle traído al mundo.

Bakenamón hubiera seguido objetando, pero Petener acabó por perder, en aquel momento, lo poco que le quedaba de paciencia.

—Basta de especulaciones sin fundamento. Sean nuestros enemigos los tebanos, los asirios o algún príncipe del Delta, nos da ahora igual. Lo que importa es dar esquinazo a sus agentes.

Echó un vistazo al cielo, que iba tomando ese azul intenso propio de la última tarde. Como si convocados por el pensamiento, justo entonces aparecieron un par de sirvientes con lámparas, para iluminar más tarde el patio. Pero el seneti los despachó, al tiempo que se ponía en pie.

—Hemos acabado y conviene descansar. Mañana puede ser un día largo. Saldremos justo antes del alba, cuando puede dormirse el mejor de los espías, suponiendo que haya alguno al acecho.

—¿Hacia dónde?

Bakenamón no cejaba. Pero el seneti se limitó a ponerle una mano en el hombro.

—Mañana, amigo. Mañana.