Habían vuelto las fiebres y, con ellas, aquellos sueños atroces en los que el Innombrable se levantaba del polvo de siglos para retar una vez más al Oculto. Pero lo que llevó en plena madrugada a Montuemhat, alcalde de Tebas, a visitar a Karkhebi, Primer Profeta, en sus propias estancias, no fue tanto el deseo de escuchar su relato de primera mano como el aviso de que, en esa ocasión, la crisis había sido tan grave que los médicos temían por la vida del doliente.
Por eso el alcalde se había echado en plena noche a las calles de Tebas, a la luz de las antorchas y rodeado de arqueros negros. Y, mientras caminaba por una ciudad a la que la oscuridad y el resplandor de las teas daban una faz desconocida, tiempo tuvo para reflexionar sobre cuanto estaba ocurriendo. Asombrarse de que las visiones volviesen al Primer Profeta al mismo tiempo que las nuevas habían llegado a él desde el Delta.
Pese al aviso de los médicos, encontró a Karkhebi, hijo de Horemakhet, que también fue Primer Profeta, en relativo buen estado. Había superado el pico más alto de la crisis, por lo que se hallaba lúcido, aunque débil, con los ojos ardientes de fiebre y el cuerpo bañado en un sudor que los sirvientes enjugaban con paños mojados. Descansaba el Primer Profeta en una estancia sobria, de mobiliario escaso, que el alcalde supo apreciar. Aquél sí que era un verdadero servidor de Amón, atento a la grandeza del dios y a acrecentar su poder, y no a rodearse él de comodidades. Un par de lámparas de alabastro alumbraban aquel cuarto y, a su resplandor tenue, criados, sacerdotes y médicos se agolpaban en torno al lecho.
El paciente, el rostro lustroso de sudor, apenas vio entrar al alcalde, conminó a todos, de repente imperioso, a dejarlos a solas. Hizo salir incluso hasta al último de los sirvientes, por lo que Montuemhat, sujetándose el vuelo de los linos blancos con la zurda, se arrimó un taburete para sentarse al lado y, tomando paños, ir lavándole ese sudor incesante. Se inclinó sobre el profeta, tanto para ahorrarle la fatiga de alzar la voz como para asegurarse de que no les oyese nadie desde la puerta.
—¿Otra vez los mismos sueños?
—Los mismos, los mismos. —Un susurro ronco—. Se me aparece el Innombrable, una y otra vez. Le veo con la corona doble, revestido con todos los atributos del faraonato. Lleva la barba postiza de los dioses y me mira con ojos de fuego…, dame agua.
El alcalde, sombrío, le acercó una copa a los labios.
—El Innombrable murió hace siglos. Desapareció y su obra fue aniquilada. Se destruyeron los papiros que le mencionaban y su nombre fue borrado de las estelas y los monolitos.
—No es suficiente. Era un faraón. Un dios. Los dioses no siguen los mismos caminos que los hombres. Los dioses pueden renacer aun del polvo al que los mortales puedan reducirlos…
Montuemhat, al ver cómo le corrían los regatos de sudor por el rostro oscuro, tomó un lienzo limpio y lo mojó en la palangana. Olfateó el paño, tratando de decidir a qué olía aquella agua, sin llegar a ninguna conclusión. Los médicos debían de haber disuelto sustancias medicinales en el agua, pero no supo decir cuáles. Escurrió el paño, antes de pasarlo por el rostro y el pecho del enfermo, con el mismo cuidado con el que lo haría un hijo con su viejo padre.
—No debes cansarte.
—Escucha. Esta vez soñé también con la tumba del Innombrable.
El alcalde le observó, paño goteante en mano.
—Esa tumba nunca fue encontrada.
—Nunca, nunca… —murmuró con voz seca el profeta, de forma que Montuemhat se inclinó aún más; pues ni siquiera él, cuarto profeta del dios, conocía todos los secretos del culto—. El Innombrable, loco de soberbia, quiso forjar un Egipto nuevo. Desterró a los viejos dioses e incluso mandó levantar una capital nueva…
Montuemhat asintió. Conocía el lugar, a medio viaje entre Tebas y Menfis, en la orilla oriental del Nilo. Un lugar maldito que todos evitaban, aunque pocos sabían por qué. Unas ruinas sin nombre, morada de escorpiones y serpientes, en el que acechaban los demonios de las arenas. Pero el Primer Profeta seguía hablando.
—Sabemos que se hizo construir una tumba en las colinas cercanas a la capital. Pero está vacía. O nunca depositaron su cuerpo en ella o lo sacaron al ver que se derrumbaba su causa. Dame más agua.
De nuevo el visitante le acercó la copa de alabastro a los labios agrietados.
—Escucha. No pudimos derrotar al Innombrable mientras éste vivió. Sólo tras su muerte pudimos alzarnos y cambiar las tornas. Conseguir que uno de sus sucesores volviese a la fe tradicional, que se restaurase a los dioses y a sus servidores en los lugares que a cada uno les pertenecen. Su ciudad fue abandonada y nosotros ejecutamos nuestra venganza aun sobre las mismas piedras, pues conseguimos que se usase como cantera. Los templos y palacios que mandó levantar, todo fue desmantelado para usar los sillares e incluso los adobes…
—Borrada de la faz de la tierra. Así sea con todos los enemigos de Amón.
—Pero los nuestros jamás consiguieron encontrar su tumba, Cuarto Profeta. Jamás, y eso que la buscamos durante generaciones. Siempre hemos supuesto que los más fieles de su credo, temiendo nuestra venganza, escondieron la momia en algún otro lado. Esa sepultura vacía puede ser falsa, o tal vez los suyos le sacaron de allí…
—Sí, sí. —El alcalde asintió paciente, pues el enfermo, con la cabeza algo nublada por la fiebre, estaba dándole vueltas al asunto.
—Nunca encontramos la verdadera tumba. Pero no desistimos. Los agentes de Amón recorrieron todo Egipto como chacales, buscando, para ejecutar el castigo que se merece el Innombrable.
—Pero no pudo ser.
—No.
Montuemhat secó una vez más el rostro del enfermo y, tras servir de una jarra, le dio un poco más de agua.
—Karkhemi, Primer Profeta —musitó, paño en mano—. Si esa tumba nunca se usó, o fue vaciada por sus fieles y no por ladrones, entonces el Innombrable debe reposar rodeado de un gran tesoro funerario.
—Así pudiera ser, para humillación nuestra. Su ka disfruta en el más allá de toda clase de comodidades, mientras que grandes faraones y sacerdotes han sido expoliados en sus tumbas y…
—Tranquilízate. No debes alterarte.
—Un tesoro. Uno muy grande. Cuando el Innombrable subió al trono, para extender su herejía como una lepra, Egipto vivía una edad de oro. Ocupaba grandes territorios y reinaba la paz. Era la época de los Grandes Reyes…
—Basta. Te estás fatigando.
—Hemos de obrar. Por algo me manda el dios estas visiones.
—Y yo que digo que descanses. Descuida, que no me he quedado de brazos cruzados. Hay ya en el Delta hombres de confianza, devotos de Amón, tratando de contrarrestar las conjuras que intentan socavar nuestro poder. Tú, cuando te restablezcas, encárgate de los ritos y la magia propicia. De los puñales ya me he ocupado yo.
Pero, pese a esas palabras, cuando Montuemhat abandonó por fin las estancias del Primer Profeta, lo hizo comido por las preocupaciones y el temor. Espantado también por las señales tan claras que les estaba enviando el Oculto. No podía ser casualidad que el Primer Profeta soñase con tumbas, justo cuando sus agentes en el Delta le habían dado noticias que parecían apuntar a que, en efecto, alguien andaba tras la pista de la sepultura del Innombrable.
Montuemhat, Cuarto Profeta de Amón, tan sinuoso como erudito, amigo de estudiar sobre antiguos tiempos, no necesitaba que nadie le revelase que el tesoro del Innombrable debía ser fabuloso. ¿Cómo no soñar con apoderarse de él? ¿No sería un golpe maestro saquear la tumba del Innombrable? Humillarle en la muerte, dañar su estancia en el otro mundo. Usar también el oro de alguien que osó tratar de destruir el poder de Amón, justo para restaurar Tebas, tan castigada por el último golpe asirio. Pero el dios le estaba mandando avisos que no podía soslayar. Avisos que, sumados a la noticia, recién llegada, de que sus agentes habían fracasado a la hora de secuestrar a aquéllos que podían ponerle sobre la pista de la tumba, sólo podían indicar que era prudente establecer prioridades y, por tanto, cambiar de estrategia.
Se giró hacia uno de sus hombres de más confianza, que caminaba a su diestra, portando él mismo una de las antorchas.
—Manda de inmediato palomas mensajeras al Delta, a quienes tú ya sabes. Éste ha de ser el mensaje: que se olviden de capturar a nadie. Que los maten. Que mueran todos, cuanto antes mejor.