Capítulo 7

Casi legendaria era en Dyebat-Neter la casa de Merytneith, hija de Huya, que fuera decano de los jueces de la ciudad. Legendaria por lo antiguo del linaje, de pura cepa egipcia, y por la opulencia que se le atribuía. Pero casi nadie hablaba sobre ella con conocimiento de causa, ya que eran escasos los que habían pisado sus estancias y jardines desde que ella regresase viuda de Menfis. Los pocos que eran admitidos allí callaban; aunque eso, en vez de apagar el fuego de los chismes, más bien los alimentaba.

La imaginación popular bebía en muchas fantasías mezcladas con algo de realidad. Cierta era la antigüedad de la familia, su sangre pura egipcia, y que la dama Merytneith, a la que llamaban Tamit, había vivido grandes avatares. Casada muy joven con un mercader de Menfis, había regresado a Dyebat-Neter tras el asesinato de su esposo e hijos durante la última guerra entre asirios y nubios, y a esa circunstancia terrible atribuía la gente que viviese casi retirada, y que siempre anduviera rodeada de guardas armados.

Snefru había escuchado esa historia, claro, así como que rendía culto al abominado Seth. Las malas lenguas atribuían a esas prácticas religiosas su retiro, pues el mito popular adornaba los ritos secretos en honor de ese dios toda clase de excesos. Pero nunca hubo otra cosa que chismes sobre ese particular.

Aquella noche, tras llegar a la casa protegidos por los guardas de Petener y la propia Tamit, pudo Snefru constatar hasta qué punto eran exagerados los rumores. Tras las grandes puertas se respiraba opulencia, sí, pero no esa riqueza extrema de las habladurías, más propia de la cámara funeraria de un gran faraón que de una morada. Si algo extraordinario había allí, eso era el diseño de la casa. Algo, tal vez las proporciones, la relación entre planta y altura, engañaba respecto a sus dimensiones, de forma que, por dentro, resultaba mucho más grande de lo que parecía desde fuera.

El patio era harto espacioso, con pórtico de seis columnas con capiteles en forma de hojas de papiro, ajardinado, con un estanque en T, lleno de lotos y nenúfares, en el que los patos flotaban dormidos a esas horas, los picos sobre los pechos. Había palmeras, sicómoros, higueras, altares para los dioses, un pabellón con tejado de cañizo para resguardarse del sol.

Accedió Snefru a ese patio guiado por el mayordomo de la casa. Como un guarda se había adelantado para avisar de que volvía el ama con invitados, habían ya dispuesto sillas y mesitas con jarras de vino, copas, fuentes de higos, dátiles y granadas. Todo al resplandor de lámparas de aceite, de forma que sombras y penumbras danzaban entre los troncos de los árboles.

Snefru dejó sobre una estera casco y armas, antes de tomar asiento casi con un suspiro de satisfacción, ya que por fin podía relajarse. Había sido él quien aconsejase, temeroso de que los atacantes volvieran con refuerzos, no quedarse en casa de Bakenamón sino el tiempo que necesitaron los escoltas de Petener para acudir. Fue entonces cuando Tamit ofreció su propia vivienda, sólida como un fortín y protegida por muchos hombres armados.

El mayordomo le estaba tendiendo una copa de vino. Agradecido, la tomó en sus manos. Antes de beber, tuvo tiempo de reparar en la belleza de aquel recipiente de cerámica vidriada color turquesa. Dio un primer sorbo. Vino exquisito, de uva, enriquecido con un toque de vino de palma, tal como era costumbre entre las clases pudientes del Delta.

El mayordomo se había retirado al borde de la penumbra de las lámparas y allí aguardaba, junto a una higuera, con falda y nemes blancos, tan digno como un sacerdote ante los pilonos de su templo. Un pebetero próximo arrojaba vaharadas de incienso y Snefru, la copa entre las manos, echó una ojeada distraída a sus armas, no por desconfianza, sino por simple costumbre. Apreciaba el detalle del ama de la casa, ya que nadie le había pedido que se desarmase a la entrada, lo cual era tanto una muestra de deferencia personal como de respeto a su rango de uetuti nesu.

Otro sorbo de vino. Si estaba solo en aquel patio era porque los cuatro a los que acababa de salvar la vida se habían rezagado a la entrada, con excusas vagas que había aceptado sin cuestionar. Era lógico que quisieran discutir entre ellos lo ocurrido, aunque fuese de forma rápida, y que quisieran hacerlo en privado, y nada de eso iba a molestar al mensajero del faraón.

Rápida debió de ser la discusión, en efecto, ya que no tardaron en aparecer Petener y Bakenamón, para sentarse con él y aceptar copas de vino. El primero bebió con tanta mesura como un catador en busca de veneno, en tanto que el segundo vació su copa de un trago. Y, como ocurre a menudo entre viejos amigos, se enfrascaron en conversación privada, sobre sus vidas, sus asuntos, recuerdos, y no acerca de lo ocurrido esa tarde.

En ésas estaban cuando entró la anfitriona, que había querido asearse un poco. Llegó con túnica ceñida y, sobre ésa, otra de gasa tan leve que más parecía niebla. Se había cambiado de peluca, y de algunas joyas, y retocado el maquillaje de los párpados, según advirtió Snefru cuando se levantaron por respeto a su condición de dueña de la casa. Ella, antes de nada, se dirigió a Snefru.

Uetuti nesu, quiero pedirte excusas. No te había dado las gracias por salvarnos la vida.

—No tienes por qué darlas. Estoy para hacer valer la ley.

—¿Aunque sea uno contra doce? No creo que muchos llevasen el cumplimiento de su obligación tan lejos.

—No puedo hablar por otros. —Se encogió de hombros—. No ha sido tanto, señora. Tal vez la violencia impresiona…

—¿Impresionar? No, uetuti nesu. La violencia a mí no me impresiona gran cosa. —Sonrió con languidez, al resplandor amarillento del aceite—. Estoy acostumbrada a ella.

El mensajero del faraón no pudo por menos que observarla, curioso. Las luces trasparentaban la sobretúnica y la pintura de sus párpados le daba cierto aire felino, tal vez buscado a propósito. Ella recogió de manos de su mayordomo una copa de vino y, cuando lo hacía, Snefru sintió que le llegaba un perfume hecho de mirra y canela. Se fijó en la mano con la que recogía la copa. Entre la multitud de pulseras, colgaba un pequeño amuleto de Seth. Ella debió de advertir algún cambio en él porque, con fluidez, se sentó de forma que esa muñeca quedó oculta entre las sombras.

El mayordomo quiso escanciar más vino. Petener rechazó con un gesto, porque su copa estaba aún medio llena. Bakenamón tendió en cambio la suya. Lo mismo hizo Snefru, que se quedó observando aquel líquido oscuro en la penumbra oscilante de las lámparas. No había mosquitos en ese patio, pese a que el gran estanque, con su profusión de plantas, debiera de haber sido buen nidario de larvas. Tal vez mezclaban con el incienso algún repelente y, al hilo de ese pensamiento, alzó los ojos para observar cómo los murciélagos revoloteaban al borde de la penumbra. En los árboles de aquel patio, como en todas las casas ancestrales, sin duda habitaban insectívoros —aves y murciélagos— que habían convivido con los humanos durante generaciones.

Llegó por fin el sacerdote, que no dio explicación alguna de su demora, aunque Snefru advirtió que se había deshecho de aquellos papiros que con tanto mimo acunase durante todo el camino a casa de Tamit. Le vio dirigirse a un lateral, junto con un par de sirvientes, a los que allí dejó que le desnudasen, antes de subirse a un tabladijo de madera, para que le bañasen con el agua tibia de unas cántaras.

Bakenamón, por picotear de las bandejas con demasiada ansiedad, se atragantó con un higo. Al ver cómo tosía apurado, el mensajero del faraón casi dejó escapar una sonrisa. Grande de cuerpo, cada vez más grueso, aquel amigo de la más tierna infancia había soñado, lo mismo que Snefru, con vivir grandes aventuras. Pero, al cabo, se había hecho cargo del negocio familiar, como todo el mundo, excepto el propio interesado, sabía que iba a ocurrir. Y, con el día a día, y los asuntos cotidianos, había ido relegando los viejos sueños al fondo de la cabeza, sino directamente a la nada.

Luchaba afanoso por aspirar aire mientras la anfitriona, dejando de lado sus modales lánguidos, se inclinaba sobre él preocupada. Estaba claro que aquella mujer sentía un gran aprecio por el constructor. Petener se encaró con Snefru, al ver que había llegado también a la conclusión de que el otro no se iba a asfixiar. No lo hizo para retomar la charla amistosa de un rato antes, ni para discutir lo ocurrido al ocaso.

—¿Qué opinas de la situación, ahora, en el Delta?

El mensajero del faraón levantó los ojos, sorprendido, porque el seneti sabía de sobra cuáles eran sus ideas políticas. Tal vez le estaba preguntando de cara a la galería, para que la anfitriona supiese de primera mano de qué bando estaba. Pero, como no le veía un motivo para hacer eso, optó por escurrir el bulto.

—¿Mi opinión?

—Alguna tendrás, ¿no?

—Claro que la tengo. Pero es irrelevante. No soy más que un agente de policía que va de un lugar a otro.

—Eres bastante más que eso. No te hagas ahora el humilde. Justo eso de que vayas de un lado a otro, ambulante, hace tu opinión el doble de valiosa.

—Si tú lo dices…, pero yo sólo sé lo que ven mis ojos y oyen mis oídos. Eso es bien poco.

El seneti suspiró de forma ruidosa, antes de dar un sorbo a su copa azul vidriada.

—Snefru, Snefru. Nunca cambiarás. Siempre tan reservado.

—No es reserva. Un hombre como tú, Petener, tan introducido en la corte, dispone de mucha más información, recibida de muy diversas fuentes, y puede hablar con mucho más conocimiento de causa que alguien como yo.

—¡Qué equivocado estás! Los uetuti nesu son bien recibidos en casi todos los lugares. Casi todos, no todos, es cierto. —Se permitió una sonrisa torcida—. En general, un agente de la ley es bienvenido, al revés que otros oficiales del faraón, a los que muchos poderes locales pueden ver como amenazas. En estos tiempos de desunión, tú has visitado más nomos que la mayoría, visto mucho, hablado con hombres de toda condición…, por eso, lo que tú opines vale para mí más que un puñado de zafiros.

Los otros dos, pasado el ahogo de Bakenamón, les observaban ahora atentos. Snefru, casi turbado por el halago, dio un trago, para ganar algo de tiempo mientras paladeaba el vino oscuro.

—¿Quieres mi opinión? Te la daré. Se ha levantado ya el viento del cambio. Sopla y no va a amainar. Tebas ha sido destruida y eso ha sacudido las conciencias de las gentes. Oyes las conversaciones y te das cuenta de que la sensación, en general, es de que es hora de que Egipto vuelva a unirse bajo una mano fuerte. Que, de no hacerlo, perecerá. Que es algo inevitable que…

—¿Inevitable? —graznó Bakenamón.

Petener le lanzó una mirada asesina, porque el exabrupto logró descentrar al mensajero del faraón, en esos momentos casi ensimismado en la respuesta. Le vieron menear la cabeza, como el que se despabila.

—Inevitable. Sí. No se me ocurre palabra mejor. Unos ven la reunificación con agrado, otros con disgusto o temor. Pero todos asumen que ya no puede detenerse. Que, todo lo más, puede retrasarse. Psamético es faraón y todo fluye para unir a Egipto bajo sus cetros. Todos lo dicen: llegará el día en que Psamético gobierne sobre las Dos Tierras, se quiera o no.

—Porque algunos no lo quieren —gruño Petener—. Bastantes, diría yo.

—Por supuesto. Siempre hay quienes salen perdiendo con este tipo de cambios.

Había sonreído al pronunciar esa última palabra. Cambios. Al poco de la guerra triple entre egipcios, nubios y asirios, la que acabó con la derrota de los segundos y su expulsión más allá de la Primera Catarata, Snefru había coincidido en Iunu con un viajero griego, uno de esos trotamundos que a veces se internaban en Egipto, tanto por curiosidad como en busca de negocios.

Fue un par de estaciones atrás y, en esos días, eran mucho más visibles los daños en murallas y edificios, producto de combates sucesivos. Recordaba haber mantenido con aquel extranjero conversaciones jugosas. El mensajero del faraón no sólo dominaba bastante bien el griego, sino que ni fingía desconocerlo ni se tenía en menos por usarlo si era necesario. El viajero a su vez era de Jonia, en la costa de Asia, y se había congratulado por poder hablar con un egipcio culto que, además, era oficial saíta. Sabía aquel viajero que las informaciones de segunda mano eran a menudo inexactas, sino falsas del todo, y estaba ávido de recabar noticias contrastadas.

—Es verdad que ahora hay en Egipto más de un faraón. —Tuvo que admitir Snefru a regañadientes, porque eso era algo que ningún egipcio contaba de buena gana a los extranjeros—. Pero es una anomalía, fruto de los malos tiempos que vivimos.

—¿Más de un faraón? —El viajero había sonreído con malicia—. Dos docenas, diría yo.

—No, amigo. Muchos príncipes y jefes independientes, sí. Pero sólo hay dos grandes que se atrevan a proclamarse faraones. Psamético de Sau, que es amo de buena parte del Delta, y Tanutamani de Nubia, que cuenta con el respaldo de los sacerdotes de Amón y algunos poderosos del Alto Egipto.

—¿Y el faraón de Dyanet?

—Ah, eso. —Snefru se demoró un instante en responder. Por lo común, los extranjeros no estaban tan informados—. Los príncipes de Dyanet fueron en su día faraones y gobernaron parte del Delta. Sí. Pero hace mucho que no aspiran de verdad al faraonato. Otra cosa es que siempre hayan sido muy guerreros, indomables.

Se quedó un instante en silencio, porque se le vino a la cabeza el gran Petubastis[8] de Dyanet, ejecutado por los asirios hacía no tanto. El griego le había planteado distintas cuestiones y él unas las había respondido con franqueza y soslayado otras con astucia. Evitó mencionar, por ejemplo, los problemas de legitimidad de Psamético, por más que pudiera remontar su linaje a una dinastía anterior, destruida por los nubios. Dinastía que, de todas formas, no dejaba de ser de origen ma.

Era, además, difícil de explicar a un extranjero el caos de ambiciones, alianzas y cambios que había sido Egipto en las últimas décadas. El ir y venir de ejércitos nubios y asirios, los nombramientos de gobernadores por parte de estos últimos, y las incesantes traiciones, revueltas, escarmientos. No le faltaba razón al griego cuando aludía a una multitud de faraones. Para él, faraón era sinónimo de rey, ya que nada podía saber un bárbaro de las funciones mágicas y religiosas que correspondían a un soberano, ni de su papel clave en el mantenimiento de la maat. A sus ojos, alguien como Psamético no era sino el más poderoso de toda una pléyade de monarcas. Uno que dominaba el Delta Occidental, el principado de Hut Ta-Hery-ib e Iunu,[9] y las jefaturas de Dyebat-Neter y Per-User-Neb-Dyed, en tanto que todo el Delta Oriental seguía en poder de jefes ma o príncipes como los de Dyanet.

Y, en el resto del reino, Psamético era muy poco o nada. En el Alto Nilo —sobre el que aún revoloteaba la sombra de los nubios, recién expulsados hacia el sur— imperaban los sacerdotes de Amón, amos de la Tebaida. E, interpuestos entre ellos y los saítas, varios príncipes, cada uno con su propio juego, como Padisis de Jenen-Nesu,[10] que se acercaba al señor de Sau por temor a los nubios, o Nimlot, dueña de Unet,[11] aliada de éstos.

Snefru, empero, había tratado de explicar aquel laberinto al griego. Éste, tras mucho escucharle, había terminado por menear la cabeza, risueño, antes de sentenciar que, en todo lugar, entre toda raza, se cumplía una misma norma; la de que las ambiciones de los mediocres llevaban a la desunión, y ésta a la pobreza y la ruina.

—Así ha sido en Egipto, sí —aceptó Snefru con sonrisa amarga.

—Y así será en mi patria, en la costa de Asia. Y si no, tiempo al tiempo. En fin, amigo, que te agradezco el tiempo que te has tomado en tratar de explicarme este embrollo. No es fácil encontrar con quien hablar en estas tierras.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es la verdad. He viajado mucho y sé que es norma, en todos lados, recelar del extranjero y despreciarle, por más que se le acoja con cortesía. Pero los egipcios, además, odiáis cuanto llega de fuera.

—Odio es un término excesivo.

—Es el correcto. Eso sienten muchos egipcios por los extranjeros.

—Yo diría que, más que a los extranjeros, a lo extranjero.

—Un matiz interesante. —El otro le había observado con viveza—. Pero ¿por qué?

—Porque Egipto es la tierra de los dioses. Creada perfecta, tal como debía ser. Eso nos han enseñado nuestros mayores, eso les enseñamos a nuestros hijos. Eso proclaman nuestros sacerdotes. La inundación en fechas y con su caudal justo, la siembra en su estación, la cosecha en la suya. Los ritos cuando se debe y el faraón en su puesto, como garantía de la maat.

Hizo una pausa, una mueca.

—Nada de eso es así ahora.

—¿Y qué tiene eso que ver con…?

—Lo extranjero no tiene cabida en un Egipto en orden. Cuando la maat regía y el faraón gobernaba, el egipcio vivía en Egipto, el libio al oeste, el sirio y el beduino al este y el nubio al sur. Cada uno en su tierra. No había extranjeros en nuestro suelo. Vuestra simple presencia es el recordatorio de que el orden está perturbado.

—Pero hubo un tiempo en que Egipto no era conquistado, sino conquistador. Forjó un imperio y sometió a muchos de esos pueblos que mencionas. ¿Cómo encaja algo así en la visión del mundo que me presentas?

—Durante miles de años, los egipcios vivimos por y para Egipto, sin que nos interesasen los vecinos. Si acabamos por crear ese imperio que mencionas, fue para defendernos. Una reacción a las invasiones que hemos sufrido. Pero es largo de contar y, si quieres, otro día podemos extendernos sobre ello.

—Con mucho gusto.

—Respecto al odio, sí, lo admito. Algunos, o muchos, os odian. Pero yo no. Los extranjeros no tenéis la culpa de nuestras desgracias. Eso es confundir el síntoma con el mal. La pérdida de la maat hizo posible que, en siglos pasados, entrasen gentes ajenas que acabaron por sojuzgarnos e imponernos sus leyes. Pero de esa pérdida de la maat somos nosotros, los egipcios, los principales culpables. Y es a nosotros a los que nos toca restaurarla.

Memisabu había acabado de bañarse. Snefru, al observar cómo los sirvientes le envolvían en linos blancos, reparó en la reciedumbre de su cuerpo. Aquel hombre, sin duda, había sido fuerte como un toro. Quizá como reacción al escrutinio, el sacerdote, ya vestido y con un hombro al descubierto, se acercó directo a Snefru.

—Ahora que estamos más tranquilos, te doy las gracias por la ayuda prestada.

—No he hecho más que cumplir con mi deber.

Petener observó en el fondo de su copa, y viéndola, ahora sí, acabada, se la tendió al mayordomo. Meneó sonriente la cabeza.

—Snefru es así. Su sentido del deber es mayor que las grandes pirámides.

—¿Acaso eso es malo? —El sacerdote tomó asiento y, como había enarcado una ceja, su rostro, de rasgos tan poco egipcios, adoptó al resplandor de las lámparas casi el aire de un demonio burlón de los desiertos.

—¿Malo? Al contrario. Lo digo con envidia.

—¿Envidia? —Ahora fue Snefru el que se sonrió.

—Sí. Ya quisiera yo para mí tu capacidad para vivir en un mundo ordenado, diáfano, en el que está muy claro dónde está el bien y dónde el mal.

—Ojalá fuese así. —Ahora, el mensajero del faraón sonrió de manera abierta, encajando la puya—. Pero no, Petener. No siempre sé qué está bien o mal. Pero sí que, ante cualquier situación, hay formas más y menos correctas de actuar. Y yo siempre procuro hacer lo correcto, dentro de lo posible.

—Bien dicho. —Memisabu había agitado la cabeza, apreciativo, y, por la luz que pasó por sus ojos, supo Snefru que su opinión sobre él acababa de cambiar de forma drástica. Antes, sin duda, podía considerarle valeroso. Ahora, algo más.

El mayordomo escanció aún más vino, a un gesto de la anfitriona, y Snefru volvió a observar, entre sus pulseras, aquel amuleto de Seth. Pero no tuvo tiempo de darle vueltas a ese hecho, ya que Memisabu se dirigía de nuevo a él.

—Me han dicho, hace un rato, que eres partidario decidido de la unión de todo Egipto bajo la autoridad de Psamético.

—Soy un oficial del faraón. —Se permitió una nueva sonrisa—. Mal servidor sería si pensase de otra forma.

—Cierto, cierto. —El otro sonrió a su vez, casi con rudeza—. Pero he creído entender que han sido tus creencias las que te han llevado al servicio del faraón y no al revés.

Snefru se llevó la copa a los labios, para ahorrarse una mirada de disgusto a sus viejos amigos. Se preguntó qué habrían contado aquellos dos, ya que le molestaba que se hablase de él, por más que sus ideas estuviesen en boca de todos. Ideas que, en su día, sus amigos habían compartido en mayor o menor medida. Algo debió de advertir el sacerdote, aunque él no mudó de gesto ni cruzó ojos con los otros dos, ya que el sacerdote prosiguió con calma.

—Había oído hablar de ti. Tu nombre no es desconocido en Sau. Tus hazañas y tus convicciones hablan por sí solas. Me ha alegrado conocerte y de ahí mi pregunta, que no sé si te habrá molestado.

—No, no lo ha hecho. Respondiendo a ella: llegué a entrar al servicio del faraón gracias a una mezcla de circunstancias.

—Y una de ellas son las ideas que profesas.

—No tengo por qué negar nada, ni nada de qué avergonzarme.

—Claro que no. ¿Pero de verdad crees que devolver al faraón su autoridad sobre todo Egipto será la solución a todos los males?

—Parte de la solución. El faraón debe administrar Egipto. Hay que restaurar la maat. Las aguas deben volver a su cauce.

—Buena respuesta, digna de un verdadero egipcio. —Bakenamón alzó su copa. Había vaciado varias ya y, puede que por esa rapidez, o porque el susto le había alterado el cuerpo, su voz sonaba algo pastosa.

Pero el sacerdote ni se había dignado replicar a eso. Observaba con detenimiento al mensajero del faraón, entre el agitar de las luces de las lámparas.

—Restaurar la maat…

—Sí —aceptó, casi desafiante.

Memisabu asintió despacio, antes de llevarse la copa a los labios. Snefru observó cómo bebía despacio. Parecía amigo de placeres y, con aquellos hombros fuertes y grandes manos, podría haber sido un gran soldado o un excelente cantero. Tenía aspecto de ser uno de esos hombres recios, amigos sin embargo de la reflexión y el estudio, con los que Snefru se había cruzado en más de una ocasión. Y sin duda sabía beber con sabiduría. El otro bajó la copa.

—Escucha con atención, uetuti nesu. Soy un hombre próximo a Psamético, aunque seguro que nunca has oído hablar de mí. —Alzó una mano—. La corte de Sau no es tan grande, pero yo no ocupo ningún cargo y soy de ésos que se encuentran más a gusto si se mantienen en las sombras.

—Entiendo.

—Voy a contarte algo de mi historia, para que puedas entender mis motivos para servir a Psamético. Fui sacerdote durante muchos años en un templo de Abedyu.[12] Allí vivía a gusto, entregado a mis obligaciones, ocupado con mi familia, y allí hubiera acabado mis días, supongo, en paz, de ser otra la época. Pero me vi mezclado, casi sin querer, en una conjura que acabó de mala manera. Los nubios de Taharqa, instigados por los sacerdotes de Amón, dieron un escarmiento; de hecho, hicieron una matanza que desbordaba en mucho los límites de la conjura. Mataron a familias enteras en sus casas, a sacerdotes dentro de los recintos sagrados de los templos.

»Yo salvé la piel, pero sólo para acabar desterrado en uno de los oasis occidentales. Sobreviví durante años en ese infierno, hasta que logré escapar y, vagabundeando, acabé por refugiarme en Dyanet. Pero no me duró mucho el sosiego, porque, cuando los asirios dieron uno de sus escarmientos, acabé unido a una cuerda de prisioneros, rumbo a Nínive. De nuevo mi suerte hizo que yo viviera donde muchos murieron y, en vez de acabar desollado vivo, entré a servir a los reyes asirios. Habrás notado que hay algo extraño en mi acento. Se debe a los muchos años que he pasado viviendo entre extranjeros, hablando una lengua que no es la mía.

»Mi destino en Nínive no fue tan malo. Me gané el aprecio del que hoy es el rey asirio, Asurbanipal. Sé que aquí es considerado un azote, un destructor, alguien cuyo solo nombre invoca a la muerte y la ruina. Es un hombre implacable, sí. Pero también un erudito, un amante de la sabiduría. Es verdad que ha reducido a escombros a ciudades enteras, pero también que ha construido una gran biblioteca en Nínive, donde ha almacenado todo el saber escrito de su tierra.

Hizo una pausa, tomó otro sorbo de vino.

—Siempre he sido un hombre con gran facilidad para los idiomas. Eso y mi condición de sacerdote egipcio, además de mis conocimientos como escriba, me consiguieron un puesto en la Biblioteca. Allí aprendí a leer varios alfabetos. Era una buena vida y tal vez me hubiese quedado allí hasta el fin de mis días, pero de nuevo intervino mi destino. Cuando Psamético se refugió en Nínive, huyendo de los asirios, decidí unir mi destino a él y a la causa de un Egipto unido. Mi amo me dio licencia de buena gana, convencido de que un hombre como yo le sería de utilidad al faraón, que es su aliado, y regresé con él a Egipto.

—Así que los dos creemos en la misma causa.

—Así es. Además, añoraba Egipto. Uno nunca es feliz del todo lejos del Nilo. Lo llevamos en la sangre. Algún día, si viajas lo bastante lejos y durante suficiente tiempo, te darás cuenta. Yo era feliz entre documentos y tablillas, pero no podía quedarme. Tú mismo, ¿no podrías haber llevado una vida más pacífica?

—Tal vez.

—No comparto tus creencias, por supuesto, pero sí la idea de que hay que restaurar la maat, para que Egipto vuelva a ser lo que era. Las Dos Tierras deben unirse otra vez bajo un dios que ciña ambas coronas y, ahora, ése no puede ser otro que Psamético. Para ayudar a ese objetivo sagrado dejé la Biblioteca de Nínive. Creo que a un hombre como tú no le será tan difícil entender que hay anhelos, causas, que pueden hacer que uno lo abandone todo.

—No.

Snefru dio vueltas a la copa azul entre las manos. El sacerdote estaba siendo sincero, sí; pero, a la vez, su conversación no tenía nada de casual. Petener, que le conocía de sobra y le estaba observando atento, al advertir su actitud, entre el agitar de penumbras, debió de pensar que aquello no iba del todo por buen camino, porque terció de repente.

—Hace un momento lo has dicho tú mismo. La unificación tiene muchos enemigos.

—Sí. Y también hay quienes quieren esa unidad, pero bajo otro faraón. —Snefru agitó la cabeza al recordar que varios de los atacantes, su jefe entre ellos, eran nubios.

—O un Egipto gobernado por otro poder —habló de repente la dueña de la casa, Tamit, sorprendiendo a Snefru.

—¿Otro poder? ¿Te refieres a los asirios?

—Ésos tienen sus propios problemas.

—¿Entonces?

—Estoy hablando de los malditos sacerdotes de Amón.

Pronunció esas palabras con gran suavidad, pero tan llenas de veneno que Snefru se echó un poco atrás, cogido a trasmano, como el que, al destapar un cesto hermoso, ve asomar a una cobra enfurecida.

—También —intervino de nuevo Petener, que no había dejado de advertir la turbación del otro—. Enemigos de la unidad han tratado de matarnos o secuestrarnos esta tarde. Ése es el hecho. Otra cosa es quién o quiénes les hayan enviado.

—Petener, que te conozco. —Snefru alzó la diestra—. Y tú me conoces a mí. Ya sabes que no me gustan nada las intrigas.

—También sé que no eres de los que se acobardan ante los peligros, por grandes que sean. Esta misma tarde lo has demostrado.

—Para, que temo a tus lanzas, pero temo más aún a tus regalos —citó con sonrisa ácida—. Al grano. ¿Adónde quieres llegar?

—Descuida, no estamos tramando el asesinato de ningún príncipe, para acelerar la unificación —sonrió a su vez el otro.

—Es un alivio.

—¿En serio temías algo así? —Memisabu se inclinó hacia delante—. No. ¡Qué tontería! En una coyuntura política como la actual, vale más la diplomacia que el veneno. Los agentes del faraón están ya negociando con varios príncipes y jefes de diversas partes de Egipto.

—¿Y tú crees que se van a someter por las buenas?

—Depende de las seguridades que se les den. Todos saben que llega la inundación, que los días de los reyezuelos están acabando. Pueden elegir: ser grandes bajo Psamético o cadáveres olvidados. Cada cual que decida.

—Ya. —Snefru se paseó la palma de la mano por la cabeza calva—. Mis ideas no son ningún secreto, pero no sé adónde nos lleva esta conversación. Como mensajero del faraón, estoy obligado a que la justicia se cumpla, y a eso me aplico. No sé de grandes políticas y tampoco me interesan demasiado.

—Lo que dije antes de la diplomacia era un preámbulo. Verás: la buena diplomacia siempre está respaldada por ejércitos poderosos.

—Eso es lo que siempre se ha dicho. Pero sigo sin ver adónde vamos con todo esto.

—¿Cuántas veces lo hemos discutido tú y yo? —Ahora fue Petener quien tomó el relevo—. Los egipcios nos hemos vuelto blandos. La sangre se nos ha aguado. ¿Quiénes son los soldados de los príncipes o del propio Psamético? Los egipcios, desde luego, son una minoría. Son mercenarios libios, nubios, carios, griegos, árabes. Ser faraón cuesta muy caro, sobre todo cuando tus dominios se reducen a parte del Bajo Egipto.

—¿Y?

—Psamético necesita oro para apuntalar su poder. Oro. Sin oro, su imperio se vendrá abajo antes de llegar a nacer siquiera.

—Sigo a ciegas, Petener.

—Nosotros cuatro hemos estado trabajando para conseguir el oro que necesitan las arcas de Psamético. Oro suficiente como para sufragar sus gastos corrientes, hasta que pueda imponer su hegemonía sobre todo el Bajo y luego el Medio Egipto. Una vez que consiga eso, nada podrá ya detenerle.

—¿Y por qué me lo cuentas a mí?

—Porque tienes derecho, habida cuenta de que nos has salvado del desastre.

—Vamos… —Snefru se echó hacia atrás en su asiento, sonriendo con dureza, ya casi encrespado por lo sinuoso que podía llegar a ser el otro.

El seneti había sonreído a su vez, al captar qué significaba su mueca.

—Piensa de mí lo que quieras. No me importa. Pero los dioses te han puesto en nuestro camino por algo. ¿No lo crees así?

—No sé qué decir. Ignoro los designios de los dioses.

—Un hombre como tú no puede desamparar una causa como la nuestra.

—Yo ya defiendo al faraón cumpliendo las obligaciones de mi cargo.

—¿Qué obligación mayor que ayudar a afianzar su poder?

Snefru se acarició la cabeza afeitada. Se paseó luego los dedos por la perilla azul.

—¿Tiene todo esto alguna relación con aquellos saqueadores que detuvimos en Per-Atón? —preguntó a bocajarro.

El seneti no cambió de gesto, pero Bakenamón se llevó la copa a los labios casi con un sobresalto, lo que le dio a entender que no andaba descaminado. Petener lanzó otra mirada asesina al constructor, en tanto que la anfitriona y el sacerdote se mantenían al margen, precavidos, asumiendo que aquello era casi un asunto entre viejos amigos.

Snefru, con un suspiro, meneó muy despacio la cabeza. Se llevó la copa azul a los labios. Oro, secretos, saqueadores. Llevó la mirada más allá de los contertulios. En la penumbra agitada, justo al borde de los resplandores de las lámparas, una de las serpientes de la casa estaba jugando con uno de los gatos. Contempló cómo el reptil se erguía y curvaba, y cómo el gato le amenazaba juguetón con la pata. Los demás, curiosos, acabaron por volver la cabeza, buscando con los ojos qué le llamaba tanto la atención.

—Muy bien se llevan aquí gatos y culebras.

—Ésta es una casa antigua —manifestó con orgullo la anfitriona—. Ha pertenecido a mi familia durante muchas generaciones. Dicen que un antepasado la edificó en tiempos del faraón Amenemopet. Esos gatos y serpientes que ves aquí descienden de los que se trajo aquel antepasado, así que imagina durante cuántas generaciones han convivido.

—Hasta los gatos y las culebras harán buenas migas, si conviven el tiempo suficiente. —El mensajero del faraón sonrió, al tiempo que bebía.

—Snefru —volvió a la carga Petener—. Por Onuris-Shu que no hay nada deshonroso en todo esto.

El mensajero del faraón suspiró. Al borde de las luces amarillas, la culebra se encrespó de repente, puede que porque el felino le había sacado las uñas. El gato se alejó perezoso, a jugar quizás a otro lado. Oro, saqueadores. ¿Qué podía significar eso sino tumbas? Más de un faraón había cedido a la tentación de financiarse con el expolio de viejas sepulturas, y a punto estuvo de levantarse e irse.

Uetuti nesu —medió de repente la anfitriona—. Si se te presentase la oportunidad de restaurar la maat, ¿la rehuirías?

—La maat se restaura ejerciendo la rectitud. Nada bueno sale nunca de lo malo.

—En este asunto no hay nada deshonroso, como te acaba de decir el seneti, ni nada sacrílego. Te lo juro por mis antepasados.

Snefru la miró dubitativo, pero ella le devolvió la mirada sin pestañear. Intervino de nuevo Petener.

—Es la verdad, amigo. Te temes que sea algo turbio, pero ya conoces el dicho: no se puede sembrar a orillas del Nilo sin meterse hasta las corvas en el fango.

Snefru asintió adusto. Acabó la máxima.

—Y el fango, aunque mancha, es fuente de vida. Invocas principios a los que no puedo dar la espalda, así que de acuerdo. Contad conmigo, al menos de momento.