Con cada recaída en las fiebres, asaltaban al Primer Profeta de Amón visiones que, cuando llegaron a oídos de Montuemhat, Cuarto Profeta y alcalde de Tebas, le llenaron de inquietud. Pesadillas en las que el Innombrable regresaba de la tierra de los muertos para amenazar de nuevo el poder del Oculto y sus servidores. Pero no fueron los sueños en sí los que le causaron temor, porque era hombre pragmático, que había detenido por dos veces a los asirios con su diplomacia. En circunstancias normales, se hubiese tomado todo aquello como un simple delirio, el producto posible de unas fiebres recurrentes.
Pero, sólo unos días antes, uno de sus agentes en el Delta, hombre de fidelidad probada, le había hecho llegar aviso de algo que cuadraba hasta tal punto que no tuvo por menos que pensar que, en efecto, las visiones podían ser advertencias que el gran dios enviaba a sus leales.
Por eso Montuemhat mandó mensajeros al sur de Asuán. Y por eso Tjenti, el arquero, abandonó su pueblo natal, en el que creía ya que pasaría lo que los dioses le dejasen de vida, pastoreando, cazando, añorando viejas hazañas, envejeciendo entre hijos y nietos, respetado por sus vecinos. No en vano le llamaban allí el Arquero, ¿y a qué mayor honor puede aspirar uno entre los nubios, un pueblo que se jacta de nacer con flechas en las manos?
Tjenti —el del ojo certero y el pulso firme— se dirigió sin dudarlo a Tebas, con un grupo de leales. De regreso a la ciudad sagrada, no pudo por menos que abandonarse a la tristeza ante las murallas rotas, los edificios derrumbados, los grandes daños en los templos. Y, en aquella población tan castigada, que trataba de resurgir de sus cenizas, Montuemhat confió al arquero las visiones del primer profeta, antes de revelarle secretos antiguos, reservados a los altos sacerdotes, que se los trasmitía de unos a otros, sin osar consignarlos por escrito. Historias borradas del papiro y las estelas sobre faraones herejes que osaron desafiar a la Tríada Tebana. Por último, le encomendó una misión sagrada.
Misión que le llevó de nuevo al Delta. Dos veces había estado Tjenti en esas tierras bajas de pantanos, sembrados y grandes poblaciones. Las dos había recorrido sus caminos y canales en son de guerra, bajo los estandartes del faraón negro, de victoria en victoria, arrollando a los jefes del Bajo Egipto. Y las dos se había visto luego replegándose hacia el sur, con la derrota pesando, fugitivo ante los arcos asirios. Pero en esa tercera ocasión no llegaba como guerrero, sino disfrazado, junto a nubios y egipcios leales a Amón, dispuestos a dar hasta la última gota de sangre por el Oculto. Porque, como en las veces anteriores, su meta seguía siendo batir a los enemigos del dios.
«No puedes fallarnos, hijo».
Esas pocas palabras, con las que le había despedido Montuemhat en los muelles de Tebas Oriental, habían bastado para encadenar su voluntad a la misión, con grilletes que sólo abrirían la culminación o la muerte. Porque el plural hacía referencia tanto a los profetas como al dios mismo. La despedida fue por tanto solemne, como corresponde a un guerrero sagrado, pese a ser a escondidas, de noche, y no entre bendiciones, ofrendas y clamor de multitudes, que hubiera sido lo justo. Pero ni en la ciudad del Oculto faltaban espías de Psamético de Sau, que acrecentaba su poder día a día, como nube que crece en el cielo azul, a ojos vista, en tarde de bochorno.
Sus enemigos tildaban a Montuemhat de serpiente artera, de lengua doble, dispuesto a doblegarse ante los fuertes. Tjenti lo tenía por prudente, buen servidor de su dios. Donde otros veían falsedad, él sabiduría. ¿O no había evitado por dos veces la aniquilación de Tebas, con las manos vacías?
El alcalde sabía, a su vez, a quién encomendaba la misión. El arquero conocía el Delta, era de lealtad ciega, y no había dudado en viajar a Dyebat-Neter, en pleno territorio saíta. Y por eso iba a acometer una acción arriesgada, en una finca próxima al río, saltando los muros de adobe que cercaban la propiedad entera.
Soplaba ya brisa de última tarde cuando una decena larga de hombres salvó la tapia, atentos a que no les viese nadie. El terreno estaba en las afueras y, entre su parte trasera y el canal, no había otra cosa que algunas huertas, a esas horas abandonadas ya por los labriegos, que estarían a punto de cenar en casa. Aquélla era la finca de Bakenamón, constructor de tumbas de Dyebat-Neter cuya familia había prosperado desde hacía generaciones con ese negocio. Empleaba a albañiles, escultores, carpinteros, pintores, y en ese predio murado tenía no sólo su morada, sino también los talleres y plantaciones de las que sacaba maderas y esencias, de forma que en aquella propiedad tan extensa no faltaban estanques ni acequias.
Dos días antes, un agente de Montuemhat le había dado instrucciones precisas. Petener, alto funcionario de Sau, había llegado a la ciudad con tanta discreción que más bien era secreto. Si los informadores no habían mentido, a esa hora estaría en esa finca junto con otros conspiradores, claves en la trama que amenazaba el poder de Amón sobre el valle del Nilo. Tjenti conocía sus nombres: Petener, Bakenamón, un sacerdote llamado Memisabu y una dama adinerada de Dyebat-Neter, Merytneith, que apoyaba la causa saíta con kits de oro y sus contactos.
El agente tebano había insistido: bajo ningún concepto, matar o herir a ninguno de esos cuatro. Capturarlos vivos, embarcarlos rumbo a Tebas. Aquel agente había dado tantos detalles sobre la finca que Tjenti supuso que ahí dentro había algún espía. También le había dado la seguridad de que, a la hora del golpe, no habría patrullas de policía cerca del lugar.
Una embarcación les aguardaba en el canal. El nubio, veterano que era, había armado a los suyos con bastones y lazos, conminándoles a no empuñar mazas o hachas. Pese a todas las órdenes dadas, si acudían armas en puño y se producía un forcejeo, alguien podía asustarse o acalorarse, y herir a quienes sólo debían capturar.
La información era precisa y, en efecto, al otro lado del muro de adobe había una arboleda. Si alguno de los asaltantes hubiera sido ave, capaz de sobrevolar ese fondo de finca, habría visto que se dividía en cuadriláteros irregulares, cada uno con especies distintas de árboles y arbustos, todos útiles al negocio del dueño. En la zaga crecían sicómoros copudos, con tamariscos en los huecos, creando un terreno frondoso, ideal para ocultarse y avanzar sin ser vistos. Tjenti, mientras sus hombres salvaban con sigilo el muro, acarició el tronco de un gran sicómoro. Árbol sagrado, sombra de Hathor, Nut e Isis, que debían de cultivar allí por sus higos y su madera, de las más apreciadas para féretros.
Sólo cuando el último de sus hombres hubo saltado, Tjenti, que —él sí— empuñaba una maza de bola de piedra, les indicó se desplegasen para avanzar por la arboleda. La hora no podía ser más propicia. Con el sol ya tan bajo, las frondas estaban llenas de sombras. El suspiro de la brisa y el susurro de hojas ocultaban los pequeños ruidos causados al deslizarse. Con tanto sigilo iban que los pájaros cantaban en las ramas, al último sol, sin alarmarse por el paso de hombres armados entre los troncos. Tjenti iba delante, alerta, y por eso, al asomarse tras un tamarisco espeso, de hojas muy verdes que crecía desde ras de suelo, fue el primero en ver a los cuatro a los que habían ido a buscar.
Entre esos cuadriláteros de arboledas, uno, desnudo de plantas, formaba una especie de claro. Ahí, en ese rombo vacío, se alzaba un emparrado sobre postes de madera labrada, con vides subiendo como serpientes a su alrededor. Colgaban pámpanos y racimos sobre una mesa de tallas primorosas, en el centro, a la que se sentaban aquellos cuatro. No había nada más en ese calvero, fuera de varias estatuas de dioses, en diversas piedras —granito, diorita, basalto— y tamaños, colocadas aquí y allá.
El nubio tendió la mano abierta hacia atrás, para exigir a sus hombres extrema prudencia, antes de arriesgar otra mirada a través del follaje. De espaldas, se sentaba un sujeto de hombros anchos, ropajes suntuosos y peluca azul, muy a la moda, que no podía ser otro que el seneti. A su derecha, un sacerdote añoso, pero fuerte como un toro, de cabeza afeitada y vestimentas blancas, con rasgos que delataban ascendencia asiática. A la izquierda, una mujer de rostro fino, peluca negra, túnica sin mangas y multitud de alhajas en cuello y muñecas. Y, enfrente, un hombre grueso de túnica holgada: Bakenamón, el anfitrión, el único que hubiera podido ver a los invasores, de no haber estado tan absorto en los papiros sobre la mesa.
Mientras espiaba por entre las hojas, Tjenti sopesó diversas opciones. Podían salir a la carrera, contar con que la sorpresa paralizaría a sus víctimas lo suficiente como para salvar esos mehs[7] de distancia, caer sobre ellos y reducirles. Pero se decidió por desplegar a sus hombres, para cerrarse sobre ellos como la pinza de un cangrejo, no fuese que alguno echara a correr y complicase una acción que debía durar instantes. Se retiró un paso y, a cubierto del arbusto, fue señalando a sus hombres por dónde debían abrirse.
Así lo hicieron, muy despacio, al amparo de troncos, plantas, sombras, aprovechando que los reunidos sólo tenían ojos para los papiros que el sacerdote iba mostrándoles, con gestos persuasivos. Al espiar sus expresiones, Tjenti no tuvo duda sobre qué materia estaban tratando, y no pudo ahorrarse alguna mirada de impaciencia a los suyos, deseoso de que estuvieran todos dispuestos.
Otra mirada a través de las ramas. Ahora Petener, en pie y con las manos sobre el borde de la mesa, se inclinaba sobre el tablero, como queriendo verlo todo desde arriba. Tjenti afirmó el puño sobre el mango de su maza, llevado por el viejo instinto del cazador. Porque caza era. Había enfrentado a leones, búfalos, hipopótamos, y medido sus fuerzas con egipcios, trogloditas, libios, asirios, carios. Pero los allí reunidos eran presas distintas, mayores que cualesquiera otras que hubiera perseguido a lo largo de toda su vida.
Aquéllos eran enemigos jurados del dios, cada uno por un motivo distinto. Petener por ambición, la que le había llevado a abrazar a la causa saíta. Memisabu y la dama Merytneith por odio a los servidores de Amón. En cuanto al dueño de la casa, Bakenamón…
A su derecha, un chascar de ramajes rotos quebró el silencio. Se giró como el rayo, los dientes apretados, pensando que algún torpe había tropezado y caído sobre los arbustos. Captó de soslayo cómo Petener se erguía para darse la vuelta, porque algo debía de haber oído, y cómo sus compañeros levantaban las cabezas para mirarle a él, perplejos. Alzaba ya la maza para ordenar el ataque, cuando vio que uno de los suyos salía de tras un tronco, con traspiés de borracho y manotazos ciegos al aire. Le observó atónito, antes de darse cuenta de que llevaba la garganta traspasada por una flecha.
Mientras su hombre caía, ahogándose en su propia sangre, oyó el silbido de otro proyectil y vio de reojo como otro de sus seguidores, que se había apartado algo de la cobertura de los arbustos, tratando de saber qué pasaba, recibía el impacto en los riñones. El bastón cayó de manos de la víctima mientras ésta, ciega de dolor, salía dando tumbos a descubierto, antes de caer, primero de rodillas y luego también sobre las manos, incapaz de sostenerse. Mientras, las aves, asustadas por aquel grito suyo, alzaban el vuelo en masa desde la arboleda, con gran alboroto de alas.
Tjenti volvió los ojos al emparrado, casi loco de furia. Los cuatro reunidos se habían puesto en pie y estaban vueltos hacia los árboles. Sin duda, desde allí, alcanzaban a ver algún movimiento entre las frondas, pero no a distinguir nada en concreto, y debían de estar preguntándose qué estaba pasando. Quizá sólo Petener, que había empuñado su bastón de cabeza de chacal como si fuese una maza de guerra, presto a defenderse, se había percatado del peligro en el que se hallaban.
Llegó otra flecha a través del claro. Pero esta vez su víctima, un nubio ágil y flaco, compañero de muchas correrías de Tjenti, estaba alerta. La vio, se hizo a un lado de un salto, a la par que se agazapaba, por lo que el proyectil fue a perderse en la hondura de la arboleda. Varios de los más atentos habían visto de dónde había salido y, sin necesidad ya de sigilo, señalaron el punto, con aspavientos y algún grito. Sin embargo, no era necesario. Tjenti, arquero avezado, había descubierto también el escondrijo de su enemigo. En un ángulo del claro, entre una efigie de Hathor y un tamarisco. Buen apostadero, porque desde allí cubría el campo, sin que el parral le estorbase el tiro.
Petener, bastón en puño, había agarrado su asiento con la otra mano, a modo de escudo. Estaba preguntando a gritos, con el tono del hecho a mandar, qué sucedía ahí. Tras la estatua de Hathor, otra voz le contestó que había asesinos en la arboleda, y que debían quedarse donde estaban. Añadió luego esa voz que no tardaría en llegar la ayuda. Tjenti, que estaba atento al rostro de Petener, vio cómo por éste, al sonido de esa voz, pasaban expresiones rápidas, como nubes en día de viento. Asombro, alivio; visibles de forma patente porque, aunque la espesura estaba ya en sombras, él se encontraba a pleno sol poniente, bañado en un último resplandor dorado, con su peluca, el bastón, la túnica rica y el cinturón ancho. Conocía al arquero escondido, sin duda, y confiaba en él, porque algo dijo a sus compañeros, por encima del hombro, y ninguno se movió de donde estaba, aunque él tampoco retrocedió ni un paso.
* * *
Para Snefru supuso al menos un respiro constatar que su viejo amigo le hacía caso. Bastantes quebraderos de cabeza había tenido esa tarde, y en bastantes apuros estaban ya todos. Había abandonado sin demora la casa de la cerveza, con la cabeza caliente, para dirigirse a la casa de su tío, el sacerdote. Por desgracia, el viejo no estaba, justo en un trance en el que necesitaba sus consejos sobre cómo actuar.
El mensajero del faraón se sentía casi atrapado por las circunstancias. En condiciones normales, debiera haber acudido a las autoridades locales. No sólo era nativo de la ciudad, conocido en ella, sino también oficial del faraón, con la misión de hacer cumplir la ley y con poder para reclamar la ayuda armada que le fuese necesaria. Pero, de ser cierto lo que le había contado el dueño de la casa de la cerveza, hacer tal cosa sería, como poco, una imprudencia.
Tanto Dyebat-Neter como Per-User-Neb-Dyed estaban controladas por nobleza ma. Las jefaturas ma del este, les llamaban algunos. Habían sido independientes durante generaciones y, aunque enemigos mortales de los nubios, los amos de esas dos ciudades se habían inclinado ante el faraón de Sau sobre todo por temor a su poder militar. En un panorama como ése, no era imposible que un plan para asesinar a un alto cargo saíta como Petener —también oriundo de Dyebat-Neter, también con sangre ma en las venas— fuese visto con cierta complacencia por algunos poderosos locales. No podían permitirse una oposición abierta a Sau, pero sí mirar a otro lado y pretextar ignorancia.
Había confiado tales temores a su tía Atkhebasken mientras se armaba. Pero aquella mujer de lengua dura había bufado al oír el nombre del seneti.
—Ése es un oportunista. Si lo matasen, ¿qué se perdería?
—¡Tía! —se escandalizó Snefru, que se estaba calando el casco semielíptico de bronce—. Estás hablando de un amigo mío.
—La gente como Petener no tiene amigos. A ver cuándo abres los ojos. Ni amigos ni principios. Se ha unido a la causa saíta por simple interés.
—Es una causa que yo también defiendo.
—Tú eres hombre de madera bien distinta, gracias a Nut.
Snefru optó por encogerse de hombros, porque su tía no era mujer que diese el brazo a torcer. No estaba seguro de que sus palabras fuesen justas. Petener era un arribista, cierto, pero la causa del faraón era, en aquellos días, peligrosa y, a veces, los hombres más calculadores pueden ocultar alguna veta de idealismo.
Descartó luego esos pensamientos para preguntarse en voz alta:
—Y Bakenamón. ¿Qué tiene que ver él con todo esto?
—Que es un tonto como tú. Otro que considera a Petener amigo suyo. Bakenamón es un hombre pacífico, buena gente. Seguro que el liante ése le ha enredado en sus intrigas, lo mismo que ha hecho contigo más de una vez en el pasado.
Snefru lanzó un gran suspiro, dando así a entender que no pensaba discutir. Ella apuntó, preocupada bajo su manto de irritación.
—¿Seguro que están implicados algunos funcionarios de la ciudad?
—No lo sé, tía.
—Te vas a meter en un buen lío.
—O no. Nadie se va implicar, de manera abierta, en algo así. Estamos hablando de asesinar a un seneti del faraón. Otra cosa es que haya quien esté al tanto y no mueva un dedo para impedirlo. O a lo mejor es todo más simple. Tal vez los asesinos han sobornado a alguna patrulla para que cambie su ruta…
—Para el caso, es lo mismo.
—No voy a dejar que los maten como a ratones. Son amigos míos y, aunque fuesen unos completos desconocidos —se golpeó el collar pectoral, símbolo de su autoridad—, no debo consentir un crimen así.
Se echó la aljaba al hombro, recogió su arco.
—He de actuar. Y, si no puedo conseguir ayuda, iré solo.
—¿Y tu escriba?
—No sé dónde está en este preciso momento. Le di licencia por todo el día y no tengo tiempo de buscarlo.
—Si tu tío…
—¡Qué más quisiera yo que estuviese aquí! Él sabría qué hacer. Pero por desgracia no está.
—Ya he mandado gente a que le avise.
—No dispongo de tiempo para esperarle. Cuéntale todo cuando por fin aparezca.
Y así, con su collar de autoridad, armado hasta los dientes pero solo, fue como se plantó en el porche de la casa de su amigo de la infancia, Bakenamón, lo que provocó no poco revuelo entre los sirvientes. El portero había franqueado el paso, patidifuso, a ese oficial de casco de bronce, perilla azul, párpados pintados de negro, que se presentaba arco en mano y con las maneras del que no está para perder el tiempo. Acudieron más criados. Muchos conocían a Snefru de antiguo, de cuando era un hombre de ocupaciones más pacíficas, y no faltó quien corriese a avisar al ama de la casa, ni quien le informase de que el dueño no estaba, en esos momentos, en la vivienda.
Llegó a buen paso Hemiunu, el mayordomo, y casi a sus talones Khenemetptah, la esposa de Bakenamón, más que alarmada. Pero el visitante no tenía tiempo para zalemas. Los partos y la molicie habían vuelto a Khenemetptah tan gorda como habladora y a Snefru le supo mal provocar la alarma en su casa. Pero no había lugar para circunloquios, por lo que, tras anunciar que el dueño y sus invitados corrían peligro de ser asesinados, exigió saber dónde estaban.
Lamentó luego haber sido tan directo, porque a la anfitriona le fallaron las fuerzas, al punto de que tuvieron que sujetarla los que estaba más cerca. Se deshizo en lágrimas, balbuceos y ese resoplar agónico del que se queda sin aire de pura angustia. Y todo eso era lo último que necesitaba un Snefru apurado de tiempo. En mitad de la escena, el mayordomo se le llevó aparte, con la familiaridad que le daba haberle tenido en las rodillas, cuando el padre de Snefru visitaba esa misma casa. Le confirmó que el amo había recibido a visitantes: el seneti, un sacerdote llamado Memisabu y a la dama Merytneith, información esta última que le dejó perplejo. No conocía a ningún Memisabu, pero Merytneith, hija de Huya, era mujer muy rica, dueña de barcos, almacenes, minas, negocios. Había residido en Menfis y regresado a Dyebat-Neter tras la muerte de su esposo e hijo, durante los disturbios que acompañaron a la conquista nubia de Menfis. Vivía bastante retirada y cuál podía ser su papel en ese embrollo era otro misterio para Snefru.
Pero no había tiempo para especulaciones. Aquellos cuatro se habían ido al fondo de la finca, a discutir negocios privados. La propiedad era grande, estaba en las afueras de la ciudad y en ese punto estarían a merced de posibles asesinos. Pero el mensajero del faraón tampoco iba a encontrar ayuda en aquella casa. Tanto el seneti como la dama habían acudido con escoltas, sí; pero ambos los habían despedido hasta la caída del sol. Tal vez lo habían hecho para no trastornar la casa con la presencia de tantos hombres armados. O puede que no quisiesen que ni sus guardas conocieran esa reunión, pues habían llegado a horas distintas.
Para colmo de males, había poco personal en esos instantes. Los trabajadores se habían ido ya a casa, mientras que algunos sirvientes estaban de peregrinación, con permiso del amo. Recurrir a los pocos hombres presentes era exponer a la familia de Bakenamón, en caso de que también atacasen la vivienda. El mensajero del faraón estaba solo. La única noticia alentadora era que los guardas de Petener estaban en una casa de cerveza no muy lejana, matando el rato mientras llegaba la hora de ir a buscar a su patrón. Así que, al menos, pudo Hemiunu enviar a un muchacho corriendo a alertarles.
Ordenó luego el mayordomo atrancar todas las entradas, armarse a todos los hombres útiles y, a los que no, que subiesen a la azotea junto con las mujeres y niños, por si asaltaban la casa. Pero, por desgracia, algo en principio tan sencillo no lo fue tanto, ya que la dueña se había llevado a sus hijos a los altares familiares y allí seguía ante los dioses domésticos y a los antepasados, pidiéndoles protección a alaridos, y había contagiado de ese frenesí a algunas de las criadas más asustadizas.
Pero Snefru —con un resoplido fatalista, porque había contado con reclutar alguna ayuda— abandonaba ya la vivienda por la puerta trasera del patio, dejando a sus espaldas un pandemonio de carreras, portazos, resonar de metales, gritos, llantos. Conocía desde que era un niño aquella propiedad, había correteado por sus veredas, y no necesitaba que nadie le guiase. Sin duda, Bakenamón y sus invitados estaban en un emparrado, al fondo de la finca. Buen lugar para mantener conversaciones discretas. Pero buen lugar también para un asesinato.
Por sendas de tierra, a través de huertas, acequias, arboledas, talleres y cobertizos, anduvo hasta columbrar, por entre los troncos de perseas y cedros, el claro y su emparrado sobre postes. Al otro lado del calvero crecían sicómoros copudos y tamariscos frondosos, desde ahí hasta el fondo de tapia de la finca. La lógica indicaba que los asesinos entrarían por esa parte, si no lo habían hecho ya. Si no llegaban a aparecer, Snefru sería el primero en alegrarse, aunque, sin duda, tendría que dar muchas explicaciones.
Se aproximó con cautela, por entre las perseas. Ya que estaba solo, había descartado la opción de entrar en el claro y unirse a los del parral. Eso sólo supondría sumar uno contra nadie sabía cuántos. Además, ignoraba si los asesinos habían invadido ya la finca y, de ser así, era mejor enfrentarse a ellos en terreno despejado que entre los árboles. Al acecho, tenía al menos una oportunidad de sorprender a los agresores.
Captó un movimiento entre las frondas del otro lado. Observó con ojos entrecerrados. Sí. Alguien se deslizaba por entre las plantas. Fue a situarse tras una estatua de la diosa Hathor, grande, tallada en granito, junto a un tamarisco. Había efigies dispersas por el claro, en distintos tipos de piedra y tamaño; tal vez encargos aún no recogidos, o puede que esculpidas en épocas de poco trabajo, para tener a los obreros ocupados, en la confianza de que se habrían de vender, tarde o temprano.
Caía la tarde, la luz se suavizaba cada vez más: era ya color oro viejo y pronto se teñiría de ese rojo que precede al ocaso. En la hondura de la arboleda, enfrente, las sombras se espesaban y, como corría brisa, temblaban las copas de los sicómoros con susurro de hojas. Los del emparrado estaban absortos en el estudio de unos papiros; tanto que Snefru, mientras los espiaba por entre las ramas, tuvo casi la sensación de estar contemplando una pintura en el muro.
Los postes de cedro labrado, las hojas de parra, racimos, pámpanos. Los contrastes de luz tardía y sombras. Petener, con sus rasgos de halcón y su peluca azul, casi caricatura del hombre ocupado y enérgico. Bakenamón, grueso y de gestos tan ampulosos como los de un vendedor de dátiles. Del sacerdote poco podía ver, fuera de sus ropajes albos y su cabeza afeitada, porque le daba la espalda. Y frente a éste la dama Merytneith, a la que todos llamaban Tamit, la gata, quizá porque era delgada, con aspecto de ser tan flexible como una bailarina. O quizá porque solía maquillarse los ojos de tal forma que su rostro adquiría cierta cualidad felina. Snefru no la veía ahora bien, porque le estorbaba el sacerdote, pero se había cruzado con ella unas cuantas veces por las calles de Dyebat-Neter…
Nuevos movimientos en la arboleda. Esta vez, sin duda, varios hombres. Montó la cuerda del arco, se cercionó de que la aljaba estaba en posición cómoda para la mano. Sí. Un número considerable de invasores estaba deslizándose por el límite de los árboles. Acechó con párpados de nuevo entornados. Estaban tomando posiciones, al amparo de las frondas, de las sombras del atardecer, de la ignorancia de sus víctimas. Ocho, diez, tal vez doce, se dijo con la boca seca. Podía atisbarlos por un instante entre las hojas, antes de que se esfumasen de nuevo. Advirtió que llevaban bastones, lo que casi le hizo soltar un suspiro de alivio. De haber llegado con armas arrojadizas, su situación hubiera sido más desesperada aún de lo que era.
Los intrusos se habían desplegado. Sin duda, pensaban atacar en abanico, para evitar que alguna de sus víctimas huyese. Detectó a uno que, desde su posición, le quedaba a medias visible tras un tamarisco. Le observó ahí inmóvil, medio agazapado, sin duda esperando la señal de atacar. Inspiró y, oculto entre el matorral y el granito de la efigie, tensó con cuidado su gran arco asirio.
* * *
No dispararon más flechas, ni se advertía movimiento alguno tras el tamarisco, junto a la mole de la diosa, pero Tjenti sabía que el arquero seguía ahí, espiando sus movimientos, con ojos que debían ser tan fijos como los de las serpientes. Giró la cabeza para observar a sus muertos. El uno de brazos abiertos sobre las ramas de un tamarisco. Otro en el suelo, con una flecha en la garganta. El tercero dentro del claro, despatarrado y con una vara emplumada surgiéndole recta de los riñones. La bilis le quemó la garganta al observar a ese último, porque era pariente lejano, compañero fiel de las campañas egipcias.
Regresó con los ojos al emparrado. Petener seguía un par de pasos delante, el bastón de cabeza de chacal en una mano y la silla en la otra. Justo a su espalda, el sacerdote Memisabu con su báculo a dos manos. A Tjenti, que en tantos combates había participado, algo en su forma de agarrarlo le dijo que sabía cómo manejarlo. Junto a la mesa seguían el dueño de la finca, entre atónito y acobardado, y la mujer, que se había puesto en pie para observar la arboleda con ojos sombreados de verde. Las egipcias no iban a la guerra, como algunas nubias, pero aquélla parecía capaz de dar problemas, aunque fuese con uñas y dientes.
Y Tjenti ya había perdido a tres buenos hombres, además del factor sorpresa. Si acudían ahora a la carrera contra el emparrado, el arquero podía abatir a dos o tres, y sus víctimas iban a defenderse. Tanto si dividía a sus hombres como si los mantenía agrupados, aquello tenía salida, sobre todo si el arquero no había mentido y un grupo de hombres armados podía presentarse en cualquier momento.
Obcecarse sólo podía conducir al fracaso; a la muerte de muchos de sus seguidores y puede que a la suya propia; y todo para nada. Tjenti estaba hecho a las victorias y a las derrotas. Era, a su manera, un fatalista que encajaba los favores y los reveses de la suerte. Pero también un guerrero fiero, de los que en su tierra decían que eran capaces de luchar con las manos desnudas contra leones. Entre jadeos de asombro de los suyos, se apartó un par de pasos del tronco de sicómoro para mostrarse, maza de guerra en mano, los ojos puestos desafiantes en la estatua de granito.
Los del emparrado vieron así que, de repente, aparecía un nubio alto, membrudo, apuesto, de piel muy negra y mate, con los cabellos crespos ya sembrados de canas, que vestía falda blanca y empuñaba maza de bola de piedra. Aún revoloteaban sobre el lugar algunos pájaros asustados, piando, y la brisa de la tarde hacía temblar los follajes. Y, como en réplica a ese desafío mudo, de tras la estatua de Hathor surgió un egipcio con casco de bronce y arco asirio. Con decisión, sacó del cinto su propia maza y la clavó en el suelo, a modo también de reto.
Tjenti apretó el puño sobre el mango de su maza. Observó la perilla teñida de azul del arquero, lo mismo que éste creyó ver tatuajes en las mejillas del nubio. El servidor de Amón se lamentó, por un instante, de no haber llevado más hombres, ni armas arrojadizas. Luego apartó con disgusto esas ideas, indignas de un hombre bravo. Había hecho lo que debía, pero los dioses no habían querido favorecerle. El arquero del casco seguía ahí, esperando. Tjenti le apuntó con la cabeza de su arma, dándole a entender que eso no había acabado, que se había creado una cuenta por saldar entre ambos. Retrocedió de espaldas y, con una voz áspera, ordenó a los suyos recoger a los muertos.
Los asesinos se hicieron cargo de los cuerpos y dos, incluso, salieron a por el que había caído en el claro, sin quitar ojo al arquero. Pero Snefru se limitó a observarles, hasta que se esfumaron por la arboleda, sin pensar siquiera en disparar más flechas. El encuentro había acabado en empate y no iba a ser él quien rompiese ese equilibrio inestable, habida cuenta de que los enemigos aún eran muchos. Cada vez había más oscuridad bajo los árboles. Se escuchó algún estremecer de ramajes, susurro de hojas, poco más. Los asaltantes se habían ido, tan sigilosos como habían llegado, dejando atrás algo de sangre vertida.
Pero el mensajero del faraón consideró prudente aguardar aún algún tiempo, para asegurarse de que se habían marchado. Desclavó la maza, se la puso al cinto, echó a andar hacia los del emparrado, que iban ya a su encuentro. Petener todavía con el bastón en puño, presto a romper cabezas, y el sacerdote con papiros enrollados entre los brazos. El dueño de la finca, las carnes retemblándole bajo la túnica, se adelantó al tiempo que abría la boca, pero Snefru impidió cualquier pregunta con un gesto de arco que, sin embargo, resultó afectuoso.
—Ahora no, amigo. —Con la habilidad que dan años de práctica, colocó la flecha paralela al arco, usando los dedos de una sola mano—. Aquí estamos en peligro. A la casa, y rápido.