Capítulo 5

Desde Per-Bastet, Snefru había seguido un camino errante que, al cabo de varios días, acabó por llevarle a Dyebat-Neter, solar de sus antepasados. Como mensajero del faraón, era libre de dirigir sus pasos a donde quisiera, ya que las ocupaciones de su cargo no podían ser más variadas —otra consecuencia de la turbulencia de los tiempos y de la escasez de medios—, lo que en la práctica le convertía en un agente ambulante de la justicia, con labores que iban desde lo casi diplomático a la represión de la delincuencia. Perdida en las brumas del pasado estaba aquélla era gloriosa de los Grandes Ramesidas, cuando el estado disponía de una legión de funcionarios, con las atribuciones de cada uno estipuladas al detalle. Eso era ya materia de la leyenda y la nostalgia. Y el propio Snefru, aunque partidario acérrimo de la reunificación y pese a haber corrido peligros y penurias al servicio de esa causa, era de los que se temían que aquella edad de oro nunca habría de volver.

Como cada vez que regresaba a Dyebat-Neter, no tardó en visitar la necrópolis del oeste, para realizar ceremonias fúnebres en la tumba de su esposa e hijos. Y, como siempre, lo hizo en compañía de gran número de parientes. Celebraron honras, ritos y un banquete funerario en el que ofrecieron comida, bebida y cartas a su familia ya ida. Un ritual que tuvo, como siempre, la virtud de sosegarle no poco el ánimo; de confortarle con la idea de que, aunque no había podido impedir que la desgracia cayese sobre los suyos —lo mismo que un hombre no puede parar con las manos desnudas una tormenta de arena—, al menos podía ofrecer sustento y comodidades a sus kas, para que su estancia en el otro mundo les fuese grata.

Fue por eso que, a primera hora de la tarde, aquellos navegantes que viajaban rumbo al sur por aquel brazo del Nilo, al cruzarse con la embarcación que llevaba a la parentela de Snefru de regreso a la ciudad, de haberse fijado y haber reconocido a aquel hombre delgado, fuerte, de cabeza afeitada, se hubieran percatado de que su expresión era bastante más suave que de ordinario. Iba sentado el mensajero del faraón a proa, envuelto en linos inmaculados, en compañía de su tío Sitepehu, sacerdote del templo de Onuris-Shu, tutelar de Dyebat-Neter, que no había dejado de fijarse en ese cambio de ánimos, ni de apuntar:

—¿Tan presentes están todavía para ti?

Snefru, que había tenido ojos y mente perdidos en el estallido de verdor que inundaba las riberas, quedó pillado a trasmano. Aquel viejo tío suyo era quizás el hombre que más le conocía. Hombre áspero, intrigante, de esos sacerdotes metidos hasta la cintura en politiqueos, fue también el principal de sus tíos; el que de pequeño velaba más por él, le llevaba a hombros, le hacía pequeños obsequios, encubría sus trastadas.

Asintió sin palabras. La brisa que soplaba a lo largo del río les agitaba los ropajes, muy blancos, de forma que un hipotético observador, que hubiese estado mirando hacia la proa de esa nave que surcaba las aguas centelleantes, habría podido pensar, al verlos allí sentados, que no eran sino dos sacerdotes de regreso a su templo, entregados a una charla reposada.

—Sobrino. Sus cuerpos descansan en lugar sagrado. Sus kas están en la región de los muertos, bien alimentados gracias a las ofrendas y los ritos. Es bueno recordar a los que ya no están: eso es lo adecuado. Pero no es bueno para el que los recuerda hacerlo hasta el punto de que ese recuerdo estorbe su propia vida.

—Y que lo pasado no tiene vuelta atrás. Ya sé, ya sé. —Sentado en la proa, con un báculo de cabeza de halcón, símbolo de su dignidad, en la mano, observó cómo las copas de un palmeral ribereño se mecían en el aire cálido—. Pero también es humano pensar a veces en lo que pudo ser y no fue. En una vida distinta, en ver crecer a mis hijos…

Más allá del palmeral, un grupo de campesinos desnudos, hundidos hasta las pantorrillas en fango negro, trabajaba con azadas para desatascar un canal. El viejo Sitepehu puso también los ojos sobre ellos, al reparar en cómo cambiaba el rostro de su sobrino ante la imagen de familias enteras afanándose en la labor, hombres y mujeres desnudos, con los críos chapoteando en su redor.

—El ensueño de futuros imposibles, especular sobre lo que ya no será, ver reflejadas las propias oportunidades perdidas en el presente de los demás…, todo eso son males que aquejan a los hombres solitarios. Los dioses no aprueban que un varón sano no forme familia, ni son propicios a los que renuncian a engendrar vida.

—Que los dioses me perdonen. —Sonriendo de manera casi torva, se acarició la perilla que le cubría el mentón, ya lo bastante crecida como para haber podido teñirla de azul—. Y si no quieren perdonarme, aceptaré con gusto el castigo.

—Muestra un poco más de respeto. Parece mentira que, justo tú, tan formal en otras cuestiones, hables así. Si no engendras hijos, ¿quién cuidará de tu tumba, quién alimentará a tu ka en el futuro?

—Si formase una nueva familia, no tendría las manos tan libres para perseguir a los profanadores de tumbas. ¿Es que capturarlos y llevarlos ante los jueces no es tarea grata a los dioses?

—Por supuesto que sí, pero tú a mí no me engañas. Fui el primer hombre que te tuvo en brazos, aun antes que tu padre. Tú no haces eso para honrar a los dioses, sino para vengarte en otros y aplacar de esa forma tu dolor. Aunque tus actos en sí sean loables, dudo mucho que una actitud así te gane el favor de los dioses. Recuerda que lo que pesan en el Juicio es el corazón.

Snefru, que sabía que no era rival para su tío en disquisiciones de ese tipo, optó por encogerse de hombros. Siempre le había chocado oír a aquel viejo intrigante disertar, tan solemne, sobre cuestiones morales y, más de una vez, se había preguntado si se dirigiría a sí mismo un discurso igual, cuando se mirase en el espejo. Pero no podía negar que sus palabras eran acertadas, lo que aguó bastante la paz que se había asentado en su espíritu y abrió las puertas a esa angustia que tan a menudo le asediaba. Pese al calor de la tarde, la brisa le hizo sentir, por un momento, frío en el cuerpo.

—Vivo en el temor de que algo pueda ocurrirle a la tumba de los míos.

—¿Algo como qué?

—Como que sea asaltada y saqueada por profanadores. Es una idea que me obsesiona, que me roba el sueño.

—Por ese lado, no temas. —Su interlocutor meneó la cabeza—. La necrópolis está bien guardada. Los ladrones de tumbas no soñarán ni en acercarse y, si alguno lo hace, acabará empalado.

—Yo no pienso en hoy, ni en mañana, ni en dentro de cien años. He visitado Tebas Occidental. Tú también lo has hecho. ¿Es que no recuerdas el estado en que se encuentra Ta-Sekhet-maat?[6] Es lamentable. He visto con mis propios ojos las tumbas abiertas de grandes faraones de la antigüedad y de funcionarios que fueron todopoderosos en su tiempo. Durante cientos de años, sus momias descansaron a salvo entre sus tesoros y sus pinturas funerarias, protegidas por la policía de Ta-Sekhet-maat, pensando que su reposo sería eterno.

Hizo una pausa, observó los reflejos del sol en el agua verde.

—Pero mira lo que hizo el tiempo con toda esa riqueza, todo ese poder. Egipto ha conocido largas épocas de decadencia, como ésta que ahora nos ha tocado vivir. La autoridad de faraón es ignorada, la policía de Ta-Sekhetmaat ya no existe. La maat está perdida. El reino está dividido, los funcionarios son corruptos, toda clase de extranjeros pisotea nuestro suelo. Los ladrones han saqueado todas esas tumbas. Y no se han conformado con robar sus tesoros, sino que por pura maldad, para perjudicarles en el Más Allá, han roto las pinturas y destrozado a las mismas momias.

—Sólo Egipto es eterno —murmuró Sitepehu, más como fórmula que por convicción.

—¿Cómo no me va a obsesionar la idea de que, algún día, los ladrones puedan entrar en la tumba de los míos, robar sus ofrendas, mancillar sus momias? Me resulta insoportable la idea.

—La suya es una tumba sobria. En ese sentido, la austeridad es una buena defensa contra los saqueadores.

—Si algún día ya no quedasen guardias para defender la necrópolis, la profanarían igual.

Se coló luego un silencio entre los dos. La nave seguía su curso río abajo, por uno de los canales, entre riberas llenas de huertas. El aire hacía chasquear la tela de la vela, las aguas golpeteaban contra la proa, los mantos de lino blanco se agitaban. Snefru seguía con los ojos puestos en las márgenes y su tío le observaba a él.

—Si tanto te oprime ese temor —apuntó el segundo por fin—, tal vez debieras tomar medidas. Por ejemplo, construir una tumba secreta. No serías el primero en hacerlo. Podríamos trasladar allí las momias, con discreción, para preservarlas de la codicia humana.

—Ni siquiera eso es garantía absoluta.

—¿Pero qué quieres, sobrino? —El sacerdote giró la cabeza, ahora algo exasperado—. Eres un hombre de mundo, has visto y viajado. ¿No sabes que las garantías absolutas no existen?

El exabrupto hizo volver en sí al otro, que apartó por fin los ojos de las orillas para contemplar a su tío, con un punto de perplejidad.

—Tienes razón. Disculpa. En todo caso, me parece que algo así está por encima de mis posibilidades económicas.

—Barato no es. Eso desde luego. ¿Pero por qué no visitas a tu amigo el constructor de tumbas?

—¿Bakenamón? —Miró a su interlocutor, ahora confundido.

—Sí, ése. ¿Quién si no? No eres el único que teme a los saqueadores y sé de buenas fuentes que ha construido más de una tumba secreta. También que ha instalado en algunas pasadizos ocultos y trampas. Vete a verle, habla con él.

El báculo en la diestra, Snefru se pasó la zurda por la cabeza afeitada, caviloso. Volvió a acariciarse la perilla azul. Bakenamón era un viejo amigo de la infancia, sí. Más que eso. Era uno de los que estuvieron en la primera defensa de Tebas, luchando en mitad del río, aunque luego su vida hubiera seguido derroteros más grises que los de Petener, o más pacíficos que los de Snefru, y hubiera prosperado como constructor de tumbas.

—No creo que yo pueda pagar algo así y no sería capaz de pedirle que…

—Se trata de consultarle, sólo eso. Después, dependiendo del precio, ya veremos qué hacemos. —Y, como viese que seguía dudoso, añadió—: Mira, sobrino, la vida es ya de por sí bastante dura. No tiene sentido que sufras por culpa de esa angustia enfermiza, siempre temiendo el saqueo de la tumba de los tuyos.

—Me ahoga, sí.

—Entonces, ve a consultar a Bakenamón.

El mensajero del faraón se limitó a asentir, sin añadir más, por lo que el sacerdote se quedó con la duda de si sería capaz de tragarse el pudor para ir a visitar a su antiguo amigo.

Lo cierto es que tampoco Snefru tenía claro si haría o no caso de la sugerencia. Pero al menos la retuvo en su cabeza y, tras poner pie en los muelles de piedra de Dyebat-Neter y despedirse de sus parientes, echó a caminar, aún envuelto en los linos blancos, por las calles de su ciudad natal. A esa hora de la tarde, campesinos, artesanos, mandaderos, comerciantes y mercenarios extranjeros se codeaban, todos revueltos, en los espacios públicos. Pero Snefru iba abriéndose paso entre ellos casi sin verlos, con la atención más puesta en los templos y las casas ricas, con sus fachadas monumentales, pintadas de colores vivos. Era como si las viera por primera vez y, mientras las contemplaba, no podía dejar de comparar esa prosperidad con la ruina y el abandono que había presenciado en tantas ciudades de Egipto.

Dyebat-Neter, bajo jefatura ma, se había mantenido al margen de las conjuras antiasirias, lo que, sumado a su ubicación muy al norte, no tan lejos ya del mar, le había ahorrado primero la invasión nubia y luego el catastrófico contraataque asirio, que tanta devastación y muerte habían sembrado en otros lugares. A Snefru, que había visto con sus propios ojos el estado en que quedó Menfis tras conquistas sucesivas, le desazonaba la idea de que algo así pudiera ocurrir en su ciudad natal. Porque, en Menfis, primero los nubios se habían ensañado con los partidarios de Necao, el padre de Psamético, y luego los asirios habían hecho lo propio con los de Tanutamani, el faraón negro, de forma que las viejas calles quedaron cubiertas de cascotes y muertos. Sin duda, Menfis había pagado bien caro el vivir sumida en el sueño de sus pasadas glorias, el creerse aún la capital de Egipto.

Basculaba Snefru, mientras deambulaba por las calles, entre esos pensamientos sombríos y ponderar el consejo de su tío, y de todo eso se distrajo al cruzarse con un noble y su séquito, y advertir hasta qué punto era patente la herencia líbica en los rasgos de aquel notable. Se decía —era ya un lugar común en las conversaciones— que la sangre de los egipcios se había aguado, que habían dejado de ser guerreros para confiar su destino a las lanzas de extranjeros. Pero Snefru, hombre instruido, crecido y criado entre gentes cultivadas, como su tío Sitepehu, era capaz de salvar los tópicos para echar una mirada más reflexiva al pasado de su nación.

A los pies de eruditos, les había escuchado disertar sobre la decadencia social que había ido carcomiendo Egipto durante generaciones, como termitas que devoran un madero grueso y cuya acción no se hace visible sino al cabo de mucho tiempo. Había estudiado cómo los gobernantes y funcionarios se habían ido sumiendo en la ineficacia y la corrupción, y de cómo los egipcios habían recurrido a las armas extranjeras: a los nubios para su policía, a los libios para los ejércitos. Y cómo estos últimos se habían hecho fuertes en todo el Delta, habían escalado posiciones sociales, se habían ennoblecido y, a la postre, tomado el poder, de forma que sus descendientes gobernaban en buena parte del norte.

Eso reprochaban algunos tradicionalistas a Psamético de Sau; su sangre ma, aunque Snefru no estaba seguro de si eso no sería una señal, un signo de nuevos tiempos. Pero, cada vez que, durante una discusión, había puesto ese argumento sobre la mesa, no había cosechado más que las iras de los más conservadores. El cambio, la mutación, era un concepto que repugnaba a la mentalidad egipcia. El Mundo, hasta su último detalle, había sido creado perfecto, tal y como debía ser, desde las inundaciones del Nilo a las estaciones o las fases de la Luna. Así era, así debía ser y la sociedad egipcia, con el faraón a la cabeza, honraba a los dioses y celebraba los ritos, para garantizar que todo permaneciese igual.

Se tenía al cambio por aberración, por un mal que sólo podía acarrear desgracias. Y la historia parecía dar la razón a quienes defendían tal argumento, ya que cada variación, a lo largo de los tiempos, no había hecho sino castigar a Egipto. Sin embargo, Snefru no dejaba de pensar que la era de los Grandes Ramesidas había pasado, que la maat se había perdido y que para restaurarla eran necesarios, quizá, elementos nuevos…

Sumido en esas ideas, cada vez más confusas, llegó casi sin darse cuenta a las puertas de una casa de cerveza de sobra conocida. Frecuentaba ese establecimiento desde que tenía recuerdo, ya que había llegado a él de la mano de su inevitable tío Sitepehu. Esa casa de la cerveza estaba en pie mucho antes de que llegase él al mundo y sin duda seguiría mucho después de que lo dejase. Decían en Dyebat-Neter que antes caerían los templos que aquella casa de la cerveza; así de antigua era. Aunque nada era seguro en aquellos tiempos calamitosos, y siempre podía suceder que, un día, invasores irrumpieran en la ciudad y redujesen aquel lugar venerable a un montón de tierra oscura que el viento dispersaría poco a poco.

Era de patio amplio, muy antiguo, como atestiguaba el grosor de los árboles que lo sombreaban. Sicómoros, palmeras, acacias, higueras; hasta media docena de especies arbóreas se encontraban allí, así como resguardos de cañizo para dar sombra a los clientes, y estatuas del dios Bes, chaparro y barbudo, protector de las libaciones. En el centro, un estanque cuadrado a la sombra de palmeras, rebosante de nenúfares y lotos.

En ese patio, a esas horas, no había más que unos pocos ociosos dispersos, bebiendo casi todos cerveza. Snefru, viejo conocido allí, fue a buscarse un rincón donde sentarse tranquilo, y lo halló a la sombra de un sicómoro. Se arrellanó en una estera, en la posición del escriba y, como antiguo cliente, sólo tuvo que hacer una seña a uno de los servidores para que éste acudiese con una jarra de cerveza roja y una caña en forma de T.

Paseó la mirada por aquel patio. Nadie sabía con certeza en Dyebat-Neter cuándo podía haber sido edificada esa casa, ni se la recordaba regentada por familia distinta de la actual propietaria. Tomó la jarra y, con suavidad, introdujo la caña por la boca estrecha, para dar un primer sorbo a través de la capa de las impurezas que flotaba sobre el líquido. Entornó luego los ojos y se dejó mecer por la música. Porque a esa hora para el local temprana, a la sombra de una higuera, dos jóvenes interpretaban música tradicional; la una con flauta, la otra paseando los dedos por las cuerdas de un arpa. Y, próxima a ellas, una bailarina evolucionaba para entretener la mirada de los clientes.

El mensajero del faraón observó con párpados entornados a la muchacha delgada, ágil, de piel oscura, que vestía un taparrabos de lino y lucía una cabellera muy larga, reunida en lo alto, en copete, mediante un pasador de terracota. Tenía tatuajes del dios Bes en ambos muslos y se contorsionaba, más que bailar, muy despacio, con una flexibilidad imposible, haciendo en ocasiones el puente y ondeando con lentitud la mata de cabello, casi como si estuviera calentando para más adelante, para cuando hubiese mayor número de clientes en el patio.

Recostado contra el tronco del sicómoro, cerámica y caña en mano, Snefru cerró por un instante los ojos. Era agradable el narcor de la cerveza, la música lenta y suave, el susurro del follaje agitado por la brisa de la tarde. Sus pensamientos comenzaron a divagar, a hacerse imprecisos, a confundirse en un oleaje de ideas. Sólo le sacó de aquella duermevela la sensación de que alguien se detenía a su lado. Abrió los ojos, ahora alerta, perdida de golpe cualquier somnolencia.

Pero sólo era uno de los hombres de confianza del dueño, un sirio gigantesco, de rostro feo, manos enormes y modales corteses. De pelambrera negra ceñida con cinta, y barba espesa, aquel gigante ejercía de guardaespaldas para el patrón, pues éste temía a las pendencias y a los cuchillos que salen a relucir cuando discuten hombres que han bebido en demasía. Y la simple presencia de aquel sirio enorme, de puños como mazos de picapedrero, solía ser bálsamo milagroso para aplacar erupciones de cólera.

Se inclinó ante el mensajero del faraón, tan solemne como si lo hiciese ante uno de los reyes de Fenicia, como para disculparse por haberle sobresaltado en su reposo, antes de informarle de que el dueño deseaba invitarle a sentarse con él. Snefru, algo sorprendido, se incorporó para ir a agradecerle el detalle. El amo de la casa solía instalarse no en el pórtico de entrada sino al fondo, junto a sus almacenes, bajo un techado de paja, y allí echaba sus cuentas y despachaba con proveedores, a la par que vigilaba el negocio. Y allí estaba ahora, rematando algún asunto con un escriba que, al ver que se acercaba un oficial del faraón de Sau, cubierto de linos blancos y con un báculo de autoridad en la diestra, se apresuró a recoger sus útiles de escritura y despedirse.

Uetuti nesu Snefru. Me alegra verte en mi casa —le saludó con deferencia el dueño, al que tanto tiempo sentado, así como las tentaciones del comer y el beber, habían vuelto orondo—. Ya no nos frecuentas como antaño.

—No es por mi gusto, amigo Merefnebef. Casi siempre estoy de viaje, recorriendo los nomos que reconocen la autoridad del faraón. Pero ya ves que, cada vez que regreso a casa, no tardo en venir a buscar la sombra de tus árboles.

—Tal como están las cosas, imagino que siempre hay mucho que atender.

—No lo sabes tú bien.

—Te admiro, amigo Snefru.

—¿Admirarme? ¿Por qué?

—No te asusta la fatiga, ni te rindes al desaliento.

—Pongo mi grano de trigo para ayudar a restaurar la maat, eso es todo.

El otro asintió, casi solemne. Había conocido a Snefru cuando sólo era un joven de sangre ardiente que prestaba, como tantos, oídos a hechiceros y sacerdotes ambulantes, que andaban por las plazas y los caminos de Egipto, proclamando que la causa de todas las desgracias del reino estaba en la pérdida de la maat, y que aún mayores desastres habrían de ocurrir, de no restaurarse ésta. Otros, con el paso de los años, si no olvidaron todo aquello, al menos lo habían convertido en una cuestión secundaria, más ocupados por el día a día, pero, al parecer, no aquel mensajero del faraón. Puso un cuenco lleno de buena cerveza en la mesa, entre ambos, y ofreció una caña a su invitado. Señaló con la cabeza a la bailarina, que seguía sus contorsiones, con tanta lentitud como precisión.

—No he podido evitar fijarme en cómo la mirabas.

Snefru, caña en mano, se giró a medias para observarla mientras ella hacía de nuevo el puente, echándose atrás muy despacio, haciendo flamear su melena espesa y ondulada, hasta apoyar las palmas de las manos en el suelo. Asintió.

—Por si te interesa saberlo, se llama Syheferner. Es de Dyanet y, si la deseas, no tienes más que decírmelo.

Snefru, con sonrisa distraída, aún observó unos segundos a aquella mujer espigada, de piel oscura y articulaciones tan flexibles.

—Te lo agradezco, amigo. Pero vengo de realizar un banquete funerario en la tumba de mi esposa e hijos. No considero apropiado, en un día así…

No acabó la frase. Hubo un silencio y ambos bebieron del cuenco, antes de que el patrón prosiguiese.

—Suponía que no aceptarías. —Sonrió al ver la expresión de su invitado—. Perdona la artimaña, pero hacerte un ofrecimiento así ha sido una forma de justificar el que te invitase a sentarte conmigo. Tengo algo que contarte y disculpa que no entre en materia con mayor sutileza, pero creo que el asunto urge.

—Pues tú dirás. —Caña en mano, le observó ahora intrigado.

—Son malos días, amigo Snefru. Nadie está a salvo.

Una sombra pasó por el rostro del mensajero del faraón, como una nube de tormenta ante el sol. El otro alzó una mano.

—Pero no eres tú el que está en peligro.

—Eso significa que alguien sí lo está.

—En efecto. En peligro y me parece que serio.

—¿Y por qué no has avisado a las autoridades de la ciudad?

—Porque me da miedo hacerlo. Por casualidad, he sabido que alguien está preparando una mala jugada a alguien, y es muy posible que haya puesto sobornos en las manos adecuadas, para que no le estorben. Entenderás que, en condiciones así, acudir a las autoridades puede suponer que me ponga también en peligro a mí mismo.

—¿Y sin embargo recurres a mí?

—Eres un uetuti nesu, un oficial del faraón. Es más, te conozco desde que te traía tu tío Sitepehu de la mano. Sé que eres un hombre recto. —Hizo una pausa, un instante—. Ocurre, además, que en todo esto hay involucrados amigos tuyos.

—¿Qué estás diciendo? ¿Quiénes?

—Bakenamón, el constructor de tumbas, y Petener, que es seneti del faraón.

Snefru le miró atónito, no sabiendo de cuál de esos nombres asombrarse más.

—¿Petener? ¿Pero es que está en Dyebat-Neter?

—Parece ser que sí, que ha llegado con discreción.

—Cuéntame lo que sepas.

—No tanto como debiera, me temo. Anoche vino a esta casa una patulea de hombres dudosos, a los que nunca había visto antes. Se sentaron allá —señaló con su caña—, y estuvieron bebiendo y cuchicheando. Algún asunto turbio se traían entre manos, se les notaba a distancia por la forma en que bajaban la voz y en cómo miraban, cada dos por tres, por encima del hombro, para asegurarse de que ningún cliente se les sentaba demasiado cerca.

—Pero tú te enteraste de lo que discutieron.

—De una parte sí, al menos. El cuidado que se tiene con otros clientes no se suele tener con los empleados que, de tanto ir y venir, acaban por volverse invisibles. Algunos de ellos captaron fragmentos de su conversación, que es todo lo que yo te puedo ofrecer, tras hilar lo que entre todos me contaron. Esos sujetos que, por cierto, tenían muchos de ellos acento del sur, estaban tramando un asalto contra la finca de tu amigo Bakenamón.

—¿Un robo?

—No. Los ladrones evitan los encuentros y estos pretenden sorprender a tus amigos. A mí me huele a asesinato. Planeaban saltar las tapias que dan a la orilla del río, a última hora de la tarde de hoy, y atacar a varias personas que van a estar reunidas en esa parte de la finca. Qué motivo puedan tener para ello, o qué buscan, no lo dijeron, o mis empleados no llegaron a oírlo.

Snefru agitó la cabeza, pensando. Si Petener iba a estar allí, podía tratarse de un asesinato político. Porque, que hubiera una reunión discreta en la propiedad de Bakenamón sugería algún tipo de intriga, de las que tanto gustaban al seneti. Aunque, que Snefru supiese, Bakenamón siempre había huido de la política como de una plaga.

—¿Y dices que es posible que hayan sobornado a funcionarios, para que no estorben el golpe?

—Uno de ellos aseguró a los otros que no habría patrullas cerca. Es cuanto puedo decirte.

Ahora Snefru suspiró, la cabeza convertida en un caldero de ideas en ebullición. El patrón casi se sintió obligado a precisar.

—Recurro a ti porque sé que eres un defensor de la maat, y porque Bakenamón fue, en tiempos, buen cliente de esta casa. Temía que le matasen esta tarde y no sabía qué hacer, ni a quién acudir. Los dioses te han traído, sin duda, a mi patio en el momento justo, aunque te juro que me disgusta meterte en este aprieto…

—Has hecho lo correcto. Lo único que podías hacer. —Dejó la caña sobre la mesa y se incorporó—. Me voy. Parece que no sobra el tiempo y ahora a mí me toca hacer lo que buenamente pueda.