Capítulo 2

Muchos tenían a Snefru de Dyebat-Neter por un hombre rígido, y lo era en cuanto a principios, sí, porque en cuestión de métodos no sólo era harto flexible, sino que lo tenía a gala. Estaba tan orgulloso de esa capacidad de adaptarse a las circunstancias como de su pericia en el manejo del arco o la maza. Ser flexible era algo vital en esos días difíciles, en los que un oficial del faraón no era precisamente bienvenido —a veces todo lo contrario— en muchos lugares de Egipto. Para prender malhechores o poner a salvo antiguas momias, se requería en ocasiones mucho juego de cintura. Y una buena dosis de ella iba a necesitar para cumplir el encargo del seneti Petener, porque no sólo se trataba de soslayar a los asirios, sino también de utilizar la fuerza justa. Al menor rumor, a la más mínima sospecha, la familia de Itef, sin duda, levantaría el vuelo. No se sobrevivía durante generaciones en ese oficio malhadado del saqueo de tumbas si no se era asustadizo como una codorniz.

Por suerte, el caos en el que se encontraba sumida la Tierra Negra servía, al menos por una vez, de ayuda. De haber estado Per-Atón bajo la tutela de alguna jefatura ma o, peor, de los faraones de Dyanet,[3] el negocio hubiera resultado mucho más difícil. También ayudaba el bandidaje y la violencia en los caminos, ya que, gracias a ello, a nadie había extrañado la gran escolta armada del seneti, porque los forajidos y los nómadas asaltaban y mataban a cualquiera lo bastante necio como para viajar sin la protección adecuada.

Y parte de la escolta del seneti estaba ahora bebiendo en una de las casas de cerveza del lugar. Sin duda, aquel establecimiento fue otrora morada de algún hombre próspero, pues era grande y de hermosas columnas en el atrio, aunque ahora las pinturas estaban descascarilladas. El patio era amplio, sombreado por árboles frondosos, y había dependencias en la zaga, otrora almacenes donde ahora se fabricaba cerveza.

A esa hora de la tarde había escasos clientes, dispersos por el patio en grupos de dos, tres, cinco, bebiendo de recipientes de cerveza mediante cañas. Aquéllos a los que Snefru había ido a buscar estaban en una de las esquinas del patio; una docena de hombres, apartados del resto, sentados en esteras, haciendo circular las vasijas de cerveza y conversando como quienes han acabado su jornada de trabajo. No mentía Petener: los conocía a casi todos, de haber compartido operaciones policiales a lo largo de todo el Delta. Y no pudo por menos que inquietarse algo al verlos allí, bebiendo, porque, aunque la concurrencia era poca y ellos hablaban en voz baja, siempre era posible que algún extraño captase más palabras de lo conveniente.

Al igual que había familias que vivían de saquear tumbas durante generaciones, así aquéllos que los perseguían se jactaban a su vez de ser herederos de una labor policial que se remontaba a la noche de los tiempos, a dinastías remotas y a la legendaria policía de tumbas de los Grandes Ramesidas. Y los allí congregados, unos eran policías de los nomos controlados por Psamético y otros privados que, pagados por gente piadosa, se ocupaban tanto de poner a salvo a las momias y a sus tesoros como de reprimir los expolios.

Se llegó a ellos y, muy consciente de su disfraz de jornalero, les pidió con respeto, bastón en mano, permiso para sentarse entre ellos y darles unos recados; todo por si alguien les estuviera observando. Sólo tras hacerse con una caña y beber su sorbo de cerveza, les trasmitió las órdenes de Petener, lo que le llevó después a dar unas explicaciones en las que él mismo no creía. Los veteranos allí reunidos escucharon con suma atención, unos inescrutables, otros perplejos y alguno con una mueca de escepticismo que lo decía todo.

Alguien se quejó de lo irregular del negocio y otro del riesgo que suponía obrar a espaldas de los asirios. Y Snefru, que pensaba igual que ellos, no pudo sino escudarse en que no era decisión suya sino del seneti. Lo más que pudo aducir fue que Petener, dada su posición en la corte de Sau, debía de tener elementos de juicio que ellos ignoraban. Pero aquello tampoco satisfizo a nadie, claro, y la conversación se hizo tan acalorada que acabó por llamar la atención de algunos clientes, por lo que los más cautos tuvieron que pedir contención a los ardorosos.

El riesgo de que alguien llegase a enterarse de qué estaban discutiendo era, empero, menor. Los policías del Delta, como ocurre en muchos oficios, hablaban una jerga desarrollada durante generaciones, llena de eufemismos, dobles sentidos y también —cosa paradójica— de vocablos extranjeros que la hacían casi incomprensible para los no iniciados. Pero nada podía enmascarar que el tono iba subiendo, ni que se discutía con encono.

Aquel rifirrafe verbal no sorprendió a Snefru. Tampoco le disgustó. Los allí reunidos eran hombres fuertes, tanto de cuerpo como de carácter. Gente del Delta, de extracción social muy diversa, unida por la profesión y los enemigos comunes, pero con puntos de vista muy distintos. Por acción de esas dinámicas propias de los grupos humanos, el centro de la discusión acabó por alejarse de Snefru, lo que le permitió distanciarse un poco. Al final, cuando el tema se agotó, pudo zanjar la cuestión señalando algo que debía haber sido obvio desde el principio: que las órdenes del seneti eran tajantes, y que iban a actuar según las mismas, les gustase o no. Y, una vez sentado eso, la conversación fue sosegándose para deslizarse de lo concreto a lo abstracto, como suele ocurrir en las reuniones de gentes de carácter fuerte que se quedan sin asunto sobre el que discutir.

Snefru, aposentado en la postura del escriba, se limitó a beber cerveza mientras escuchaba cómo los más fogosos se enzarzaban en disputas banales sobre temas que sólo de forma muy tangencial tenían que ver con el primer asunto. A algunos, los más nacionalistas, les parecía ofensivo tener que entregar los presos a unos griegos —bárbaros y mercenarios—, estuviesen o no al servicio del faraón. Y, a partir de ese punto, para unos banal y para otros clave, la charla fue derivando hacia discusiones de tipo más político. Porque eran muchos los que criticaban el peso que carios y griegos iban ganando en la corte de Sau, y algunos veían en especial aborrecible que se les hubieran concedido tierras en el Delta para establecer colonias.

Los más nacionalistas invocaban a la historia y a las lecciones que habían recibido los egipcios cada vez que habían tenido la mala ocurrencia de tolerar a extranjeros en su suelo. Recordaban las guerras terribles contra los hicsos, que habían llegado de Asia en grupos pequeños y en son de paz, que se habían asentado en despoblados y comprado tierras. Foráneos que, una vez se vieron poderosos, tomaron las armas y se hicieron amos del Delta. Sólo tras campañas sangrientas, que eran ya un mito entre los egipcios, habían conseguido expulsarlos del suelo sagrado de Egipto.

Pero sus detractores señalaban que el caso de los carios, lidios y griegos era distinto del de los hicsos. Se les habían dado colonias en la costa y al interior llegaban en grupos de hombres solos, sin sus familias. Eran buenos soldados, imprescindibles para defender Egipto de nubios y asirios, ya que los indígenas parecían haber perdido el vigor guerrero. Ante eso, los primeros le daban la vuelta al argumento para recordar lo ocurrido con los ma: otros que llegaron como mercenarios y acabaron por hacerse dueños del Delta.

Discusiones así abundaban a lo largo de toda la cuenca del Nilo. Y, como para discutir sobre eso habían abandonado aquella jerga suya, y se expresaban en voz alta, vehementes siempre y a veces con elocuencia notable, no tardaron en aproximarse algunos clientes, los más curiosos. Tiempo le faltó a alguno para dejar caer su propia opinión, tal como suele ocurrir en las casas de la cerveza, donde se codea gente de toda clase y no hay distancias sociales. Los compañeros de Snefru hicieron hueco con gusto a esos espontáneos, de forma que al poco había allí un corro de hombres que discutían. Aquello era tanto llaneza como estrategia. Departir con los lugareños solía ser una garantía, el mejor de los camuflajes. La experiencia indicaba que los grupos muy cerrados, cautelosos en exceso, despertaban recelos y nadie quería eso.

Uno de los congregados, un hombre entrado en años, con peluca de tres cuerpos y párpados pintados de verde, que, por las manchas de perfume en su túnica, lo rico de los collares y la actitud algo servil de sus acompañantes, debía de ser alguien de peso en la ciudad, no tardó en entrar en polémicas con Kayhep, el escriba de Snefru. Era éste de natural discutidor, recio de cuerpo, de grandes manos y gesto algo burlón. Un descendiente de sacerdotes que, por algún motivo, no había seguido el camino de sus ancestros. Instruido, de familia muy conservadora, era de los que con más pasión tronaba contra la presencia de extranjeros en suelo egipcio, con argumentos que a veces le resultaban a Snefru divertidos.

Porque Kayhep era también un partidario acérrimo de Psamético, y los ancestros de éste eran ma, libios llegados al Delta siglos atrás como mercenarios, para acabar por romper la unidad de Egipto, proclamar su propia dinastía y dividir el Delta en una miríada de jefaturas, egipcianizándose a lo largo de ese camino. Paradójico era que muchos elementos conservadores de la sociedad egipcia tuviesen puestas todas sus esperanzas en un descendiente de extranjeros.

Pero casi todo lo tocante a los faraones saítas resultaba paradójico, y no sólo por su origen. Para empezar, eran faraones porque así lo habían querido los asirios. Los reyes de Nínive, más que hartos de revueltas, de nombrar funcionarios que los traicionaban a la primera de cambio, de combatir una y otra vez a los faraones nubios, que estaban apoyados por los sacerdotes de Amón en Tebas, habían acabado por reconocer a Necao, padre de Psamético, como faraón de las Dos Tierras.

Esperaban así poder retirar sus tropas y dejar un aliado no demasiado poderoso en el Delta, pero sí capaz de mantener esas fronteras en paz. Pero eso no lo iban a tolerar los amos de la Tebaida, ni el rey de Nubia, que se llamaba a sí mismo también faraón. No bien retiraron los asirios el grueso de sus tropas del Bajo Egipto, los ejércitos de Bakara Tanutamani irrumpieron una vez más en el norte de Egipto. Llegaron a ocupar Menfis y Necao fue incapaz de hacer frente al huracán guerrero que llegaba desde el sur. Sus tropas fueron batidas en batalla, sus aliados dispersos y él mismo muerto mientras trataba de articular una contraofensiva.

Los nubios habían hecho matanzas entre los partidarios del saíta, pero no controlaron Menfis mucho tiempo, porque la reacción asiria no se hizo tampoco esperar y fue tan aterradora como de costumbre. Volvieron en son de guerra a Egipto y, tras derrotar a los nubios y desalojarlos del Delta, tomaron camino del sur para arrasar Tebas. Vencidos los nubios, colocaron en el trono a Psamético, que se había refugiado en Nínive, temeroso de correr igual destino que su padre.

Pero la conversación seguía y Snefru se obligó a salir de sus pensamientos para atender un poco a lo que se hablaba. Aún desde posturas muy distintas, casi todo el mundo parecía estar de acuerdo —bien es verdad que, en muchas ciudades, aún en voz muy baja— en que la fragmentación de las Dos Tierras no podía ni debía prolongarse más. Tres siglos de desunión, con Egipto dividido entre un sur controlado por los nubios y un norte bajo tutela asiria, atomizado en principados y jefaturas, habían llevado al país a la ruina. El legado era hambrunas, pobreza, opresión.

Los asirios, desanimados de anexionar Egipto y con problemas internos y en varias fronteras, preferían a un faraón aliado que les guardase las espaldas. Aunque siempre habían derrotado a los nubios, no querían enviar a sus ejércitos más allá de la Primera Catarata, a tierras remotas sobre las que no tenían información alguna. La propia Nubia estaba, pues, a salvo y podía en el futuro volver a enviar hordas de arqueros a la conquista de Egipto. El país era una olla puesta al fuego cuya ebullición ni la crueldad asiria lograba contener. El último escarmiento dado por Asurbanipal a los gobernadores traidores había cubierto las murallas de Nínive con sus pellejos, pero ni aun así habían cesado las intrigas.

En el sur, los sacerdotes de Amón seguían soñando con dirigir la política egipcia y los nubios no renunciaban a sentar de nuevo a un faraón negro en el trono. Sin embargo, se sabían inferiores a los asirios, que, con sus corazas de escamas y sus arcos compuestos, los habían batido siempre. El resultado de su último intento por dominar las Dos Tierras no podía haber dado un resultado más calamitoso: su expulsión del Alto Egipto y la ruina de Tebas, capital de sus grandes aliados, los sacerdotes de Amón. Dos veces había caído la mano asiria sobre la ciudad del Oculto y, en la segunda, el castigo fue terrible. Sólo la diplomacia del incombustible Montuemhat, Cuarto Profeta de Amón y alcalde de Tebas, había conseguido que la urbe no fuese borrada por completo del mapa.

Y aun así, Tebas, Ciudad del Sur, Morada del Oculto, había sufrido lo indecible. Los viajeros más pesimistas, al narrar lo que habían presenciado, movían con pesar la cabeza para afirmar luego que nunca recuperaría del todo su antiguo esplendor. La catástrofe había supuesto una conmoción a lo largo de todo el valle del Nilo. Sembró la pena y el miedo, a la par que sacudía muchas conciencias. Por un rebote extraño, aumentó la popularidad de Psamético entre las gentes, pese a que, en última instancia, la invasión asiria había tenido como objetivo sentarle en el trono. Pero la ruina de Tebas había hecho comprender a muchos hasta qué punto era débil un Egipto dividido. Todos culpaban ahora a esa desunión absurda de los males que sufría el reino y las voluntades se volvían contra los príncipes, los jefes ma, los nomarcas, los sacerdotes de Amón; contra todos los que, por ambición y codicia, propiciaban la decadencia general. Y, en esas condiciones, la única figura que parecía capaz mantener fuera a los asirios, expulsar a los nubios, meter en cintura a los príncipes y poner freno a los sacerdotes de Amón era Psamético de Sau.

No todos le apoyaban, claro. Los sacerdotes de Amón, en concreto, contaban con multitud de partidarios por todo el país, y ningún príncipe o jefe quería ceder poder. Los detractores tildaban a Psamético de títere de los asiáticos, al tiempo que señalaban lo ilegítimo de su coronación y no se recataban de recordar su sangre ma. Pero, en general, en el Bajo Egipto, la mayoría era partidaria del señor de Sau y muchos poderosos —como bastantes jefes ma del este— se iban plegando a su poder, fuese por convicción, oportunismo o miedo.

Pero la discusión tomaba ya las sendas de los lamentos, de las quejas sobre lo que llegó a ser Egipto y lo que era en la actualidad. Ayer conquistadora de Oriente y Nubia, victoriosa sobre esos mismos que hoy la hollaban. No faltaban los que temían que los grandes tiempos hubieran pasado para no volver; que Egipto fuese un anciano falto de fuerzas y escaso de dignidad, capaz sólo de añorar antiguas glorias. Kayhep, como siempre que oía plañidos semejantes, acabó por perder la paciencia, hastiado de tanta queja sobre la falta de orden, de respeto a los dioses, de que hasta los mismos ciclos de la vida estaban alterados.

—Se ha perdido la maat. ¿Quién lo duda? —Repuso irritado—. Pero ¿por qué? Si no hay ley, si estamos en manos de extranjeros y los dioses nos dan la espalda, es porque nosotros lo hemos propiciado. No echemos la culpa a nadie más.

«Los dioses nos dan la espalda a los egipcios porque nosotros lo hemos propiciado». Esas palabras le recordaron a Snefru otras oídas años atrás, en plaza pública. Le cayeron como flechas en el alma. Quizá, como había permanecido escuchando en silencio, sin participar, había sorbido demasiada cerveza. Se sintió de repente empachado de amargura. Dejó a un lado la caña de beber para incorporarse y, tras empuñar el bastón, abandonó la casa de la cerveza sin más ceremonia. Salió en busca de las calles y el campo abierto, y los lugareños, perplejos, preguntaron si aquel hombre de ropas humildes, al que los forasteros trataban con obvio respeto, se había ofendido por algo. Pero Kayhep, cambiando a su vez de humor, les tranquilizó al respecto. Estaba acostumbrado a los arranques de su superior e instó a los del lugar a no dar ninguna importancia al asunto. Al cabo de un pestañeo, todos lo habían olvidado, enfrascados de nuevo en arreglar de boquilla Egipto.

* * *

Snefru se alejó sin prisa por el laberinto de adobes viejos, la cabeza perdida en recuerdos y, al llegar a las afueras, donde las calles de tierra apisonada daban paso a un camino lleno de piedras y chinas recalentadas por el sol, descolgó las sandalias del báculo para calzarse. Con ánimo más tristón que taciturno, echó a andar a través de los baldíos soleados que rodeaban Per-Atón. Comenzaba a declinar la tarde y no se veía un alma por aquellos terrenos áridos, llenos de polvo y matorrales resecos, batidos por golpes de aire caliente. Lejos del Nilo, Per-Atón sólo podía aspirar a una agricultura mísera; a algunos palmerales y unas pocas huertas regadas con agua de pozos, ya que allí se vivía del pastoreo, los dátiles, el paso de caravanas y la explotación de algunas canteras próximas, por lo que no era sorprendente no cruzarse con nadie. No iba uno a encontrar allí a esas multitudes campesinas tan propias de las ciudades ribereñas.

Las tierras secas, la luz hiriente, el calor sofocante, hicieron que Snefru volviese con la imaginación a su ciudad natal de Dyebat-Neter. A las márgenes del agua, rebosantes de verdor, el fango negro, los labriegos, las fiestas de la cosecha. Báculo en mano, fue alejándose cada vez más de la ciudad, sintiendo en las espaldas el fuego del sol. Recordó de nuevo las palabras de Kayhep. Sí. Si los egipcios no se hubieran apartado de la observancia, los dioses no les habrían dado la espalda. La maat se había perdido y toda clase de males caían sobre la Tierra Negra, como plagas de langosta. Por el mal que hacían los injustos, el común sufría.

La impiedad atrajo la desgracia sobre la casa de Snefru, pese a que ni los suyos ni él tuvieron culpa alguna. Y con esa idea, sin querer, su memoria se deslizó hacia días más felices, ahora casi siempre perdidos en el fondo de su memoria. Tiempos en los que él era otro hombre bien distinto, entregado a la vida sedentaria, deseoso de tranquilidad.

Camino adelante, a la izquierda, había un cabrero de túnica harapienta, barbudo como un sirio, con un bastón en la mano, pastoreando a una docena de animales escuálidos que ramoneaban en los matojos. Snefru le dedicó una mirada de soslayo y luego otra más inquisitiva, porque aquel sujeto mugriento, indigno de llamarse egipcio, dividía su atención entre él mismo y un punto situado más adelante en el camino. Snefru podía advertirlo por el ir y venir de la cabeza, y porque se le notaba expectante. Al seguir su mirada, advirtió que dos hombres llegaban atajando, campo a traviesa, para incorporarse a la senda, a grandes trancos y con bastones recios en las manos. Y esa visión le sacó de golpe de cualquier ensimismamiento.

Algo en las actitudes de esa pareja sugería precipitación, como si hubiesen acortado por el campo para adelantarle y cortarle el paso, y no con buenas intenciones. Se detuvo en seco y, tras una nueva ojeada al cabrero, para constatar que seguía en su sitio y que era espectador y no cómplice, echó la vista a la espalda, valorando el retroceder y evitarse un conflicto. Pero por allí llegaba un tercer hombre a buen paso, sin duda compinchado con los otros dos.

Ya que no podía retroceder, trató de sopesar sus posibilidades. Los tres sujetos vestían túnicas blancas, bastante sucias, e iban con la cabeza descubierta. De los de delante, uno era grande y de rasgos toscos, el otro flaco, de gesto ruin, tan oscuro de piel como si tuviese sangre nubia en las venas. Los dos de cabellos negros y crespos, ojos sin pintar y bastones tan recios, como el de Snefru, que hacían pensar que servían tanto para apoyo del viajero como de arma. En cuanto al de la espalda, no merecía otra descripción que la de anodino. Un hombre así pasaría desapercibido en las calles o en una casa de la cerveza. Flaco, algo cargado de hombros, bastón igual de grueso que el de sus amigos, poco más.

Los dos de frente estaban ya a unos pasos. Llegaban hombro con hombro, los párpados entornados, porque venían con el sol de la tarde de cara. Snefru les observó con sus ojos oscuros, agradecido a que el azar le hubiese hecho tomar una senda que se dirigía al este, lo que le dejaba de espaldas al sol y le daba un punto de ventaja en caso de lucha. Apuntó con su báculo a aquellos dos.

—Quietos. —Se giró a medias hacia el que venía pisándole los talones—. Eso va también por ti. Quédate donde estás.

Los dos se pararon, en absoluto intimidados, para observarle con esa mirada fija de los que saben lo que son los incidentes violentos; la de hombres hechos a amedrentar y que atacan llegado el caso, si cuentan con la ventaja del número. Ahora parecían estar ponderando la cuestión y, al ver sus expresiones, el mensajero del faraón se recriminó no haberse tragado su orgullo; por no haber sido capaz de seguir fingiendo que no era más que un simple jornalero, alguien pacífico, no hecho a luchar y, por tanto, supuesta presa fácil que hubiera hecho descuidarse a posibles atacantes.

—¿Quién te has creído tú que eres, para mandarnos parar? —le espetó el más bajo, el de los rasgos ruines.

Snefru aguardó un parpadeo antes de responder, al tiempo que tomaba nota mental de que el acento de ese hombre era sureño, sin duda alguna.

—¿Y quiénes sois vosotros para salirme al paso? —Sonrió con dureza—. Si venís buscando ganancia fácil, os equivocáis. No llevo encima nada de valor. Desde luego, nada por lo que merezca la pena pelear.

—No somos ladrones.

—¿Y por qué me cerráis en despoblado? No os conozco de nada.

—Queremos hablar.

—¿De qué? Si queréis hablar conmigo, éstas no son formas.

—Queremos saber qué negocios te traes con el seneti Petener. No, no pongas cara de tonto. Te han visto entrar y salir de la casa en la que se aloja. Y después estuviste bebiendo cerveza con alguno de sus hombres. Mucho trajín para un hombre que viste casi como un pobre y al que nadie había visto hasta hace pocos días en Per-Atón. Un hombre también que, por lo visto, no se ha molestado en buscar trabajo.

Snefru ladeó la cabeza. No había nada que responder a eso. Y quizá sí había visto a aquel sujeto más bajo en la casa de la cerveza. Pero, si fue así, debió tomarle por un cliente más y pensar que su interés se debía, como el de otros, a la discusión que tenía lugar. Mientras el hombre más grande guardaba silencio, al tiempo que le observaba con ojos de hipopótamo irritable, y el de su espalda aguardaba tenso, resollando de forma sonora, el más bajo volvió a instarle.

—Vamos. Ven con nosotros.

—¡Qué tontería! No tenemos nada de que hablar.

Ahora, el grandote dejó escapar un gruñido sordo. Con el rabillo del ojo, Snefru advirtió que el de sus espaldas se pasaba el bastón a la zurda para, con la diestra, empuñar un puñal de bronce. Su interlocutor rezongó de nuevo.

—Lo mejor va a ser que vengas por las buenas. Vamos, hombre, sólo queremos charlar.

—Buscadme entonces en una casa de cerveza y hablaremos todo lo que queráis. Pero, aquí, ni lo sueñes. Daos la vuelta y dejadme seguir mi camino.

—Tú estás tonto. ¿No ves que somos tres?

—Razón de más para que sigáis en buena compañía y metáis las narices en vuestros asuntos. Hace mucho calor para pelear.

El más grande, que no era de esos hombrones nobles y de carácter tranquilo, sino de los matones, dados a abusar de su superioridad física, fue el primero en perder la paciencia. Enarboló su garrote para gruñir, también con acento del sur:

—Vas a venir con nosotros, palurdo, lo quieras o no. Elige si lo haces por las buenas o si tenemos que hacerte entrar en razón con una buena ración de palos. —Sonreía con maldad, dado a entender que iba a ser él quien se los propinase, y que no le disgustaba en absoluto la idea.

Pasó un golpe de aire ardiente que levantó torbellinos de tierra rojiza e hizo ondear las túnicas polvorientas de aquellos tres sujetos. Snefru se pasó el dorso de la mano izquierda por los labios, para limpiarlos de granos de arena, antes de señalar al más grande con su bastón.

—Ven tú a dármelos, si es que tienes algo ahí debajo.

Apuntaba a la entrepierna del otro y, aunque el más bajo estaba alerta, dándose cuenta de que trataba de provocarles y seguro ya de no habérselas con un simple jornalero errante, dudando por tanto de cuán peligroso pudiera ser, el aludido picó en el anzuelo. Como muchos perdonavidas, al creerse en ventaja, dejó de lado toda prudencia y, con un resoplido casi de desdén, se arrojó sobre Snefru blandiendo el garrote, de forma que hizo perder a sus compañeros toda opción de un ataque conjunto a tres.

Snefru era aficionado a la lucha con palos desde su más tierna infancia, de hecho, era tenido en Dyebat-Neter por uno de los campeones de la ciudad en ese deporte, por lo que no le impresionó lo más mínimo aquella mole humana que se le echó encima. Empuñó a dos manos su bastón de viaje para detener sin esfuerzo el porrazo que le soltó el otro, antes de inclinarse para resbalar su palo a lo largo del contrario y, al final del recorrido, asestar un puntazo en el rostro de su agresor que le arrojó atrás, con una brecha sangrante en mitad justo de la frente.

Sin respiro, torciendo cintura apenas lo justo, descargó un golpe a dos manos hacia atrás, como el que blande un remo, y le estrelló la contera en la cara al de su espalda, que ya se le iba encima agitando bastón y cuchillo, lo cual a él le parecía una manera pésima de pelear. Le rompió los labios e hizo saltar un par de dientes, y el otro acabó caído sobre su trasero, con las manos en el rostro y lamentándose. Pero ya el hombre pequeño le atacaba con un golpe a las rodillas, y aquél era tal vez el contrario más peligroso, el de sangre más fría y el que recordaba que le querían vivo. Y, aunque el mensajero del faraón volvió a girar para hurtarse al golpe, no pudo evitar el golpe en el muslo derecho, que le redolió sin llegar a hacerle doblar la rodilla, cosa que hubiera sido su perdición.

El grande volvía a la carga rugiendo, la sangre bajando en regatos por su rostro, perdido cualquier autocontrol. Ese mismo ímpetu estorbó a su compañero a la hora de descargar un segundo bastonazo. Snefru, vara a dos manos, paró varios garrotazos del gigante, antes de descargar uno contra su mano más adelantada. Debió de romperle algún dedo, o nudillo, a juzgar por el bramido que el otro soltó.

Tuvo que bloquear ahora un nuevo golpe del hombre pequeño. Hicieron los dos molinete con las varas, cada uno tratando de arrancar al adversario la suya de las manos. Su oponente le lanzó otro palo al muslo. Buscaba la misma pierna, la derecha, sin duda para lisiar a Snefru; pero éste logró parar en esta ocasión y, aprovechando la diferencia de altura, lanzó el báculo hacia arriba y le impactó en el pómulo; no tan fuerte como para inutilizarle, pero sí para echarle atrás y ganar un respiro.

Pero ya el tercero volvía a la carga, espumando sangre por la boca rota. Otro que atacaba fuera de sí, en su caso por el dolor y la rabia de verse desdentado. Ávido de revancha, aún empuñaba bastón y puñal, lo que no le daba más efectividad, sino que se la restaba. Snefru paró su vara sin dificultad, en tanto que el bronce no llegó nunca a tenerle a su alcance. Mientras el otro iba a blandir el palo para intentar un nuevo golpe, le encajó uno en la rodilla que le hizo desplomar de nuevo, chillando de dolor, y, según le vio caído, descargó un bastonazo de arriba abajo que le descalabró. La pelambrera negra y el rostro se le llenaron en el acto de sangre.

Llegó un golpe silbando y, aunque se inclinó, le tocó en el hombro de refilón. Él, rugiendo ahora de dolor, clavó la contera en el vientre de su atacante, que era de nuevo el hombre bajo. Tuvo luego que esquivar un estacazo del gigante que, loco de ira, medio ciego por la sangre que le corría por el rostro, agitaba su palo con una sola mano; señal de que, en efecto, algún dedo le había quebrado.

Los sones de varas chocando atronaban en el aire enrarecido de la tarde, el sudor les corría a todos por el cuerpo. Snefru había ido retrocediendo paso a paso, siempre defendiéndose, hasta dejar a los tres enemigos del mismo lado y tener, al menos, la espalda segura. El hombre bajo inspiraba afanoso, ahogado por el golpe en el vientre; el que le cerró en su momento la retirada trataba de ponerse en pie, descalabrado, y el gigante seguía descargando golpes como si empuñase un mazo de picapedrero, animado por la rabia.

Cruzó con él varas, media docena de veces; pero, a la postre, la ventaja fue para Snefru, que no sólo blandía la suya y no había perdido la cabeza. Tuvo que parar a duras penas varios golpes tremendos, pero por fin consiguió descargar uno sobre el bíceps de su enemigo, lo que le desarmó. Le lanzó sin descanso otro a la cabeza, que le falló por un pelo.

El grandote, ahora desarmado, dio un salto atrás y sólo se salvó de mayor castigo porque el tercer hombre volvió a la carga tambaleante, asiendo aún, tenaz, palo y cuchillo. Otra vez detuvo Snefru la vara, de nuevo la puñalada pasó inofensiva a más de un palmo de su vientre. A dos manos, descargó a su vez un bastonazo terrible contra la sien de su agresor y el otro, ciego de sangre, rabia y dolor por los golpes recibidos, ni lo vio llegar. Lo recibió de lleno, se derrumbó como buey apuntillado y ahí se quedó, despatarrado en el polvo del camino.

El mensajero del faraón entonces, doliéndose de los palos recibidos, se plantó con la vara a dos manos, atento a los dos enemigos que seguían en pie. El grande, perdido su bastón, había sacado con la zurda un cuchillo del cinto, en tanto que el bajo, pálido y aún pugnando por respirar, se apoyaba en su báculo. Puso los ojos oscuros en ese último. Aunque ahora la ventaja parecía suya, los otros eran todavía dos y, si se veían obligados a luchar por la vida, tal como le había ocurrido a él hacía un momento, bien podían las tornas volverse de nuevo. Inspiró él con fuerza, porque también le faltaba el resuello.

—¿Y si lo dejamos así? —propuso con aspereza.

El bajo puso los ojos sobre el compañero caído en el polvo.

—Sí. —Aún resoplaba, ávido de aire—. Ya hemos tenido bastante.

—Entonces, seguid, que no es camino lo que falta. —Señaló con el báculo hacia delante—. Yo me volveré por donde he venido y no correrá hoy más sangre.

Así lo hicieron los otros. Snefru se quedó aún algunos instantes observando cómo se retiraban, sin recoger a su amigo muerto. No les dio la espalda hasta estar seguro de que no iban a tirarle una piedra o intentar cualquier otra traición. Lanzó una mirada de desdén, sazonada de ira, al cabrero, que seguía en su sitio y casi sonriendo, como si hubiese sido espectador de una función callejera, antes de echar, a buen paso, en dirección a Per-Atón, preguntándose a qué habría obedecido ese ataque.