Capítulo 1

Años después y a gran distancia, en la ciudad caravanera de Per-Atón, Snefru iba a volver con la memoria a aquella Tebas que sucumbía ante las tropas asirias, al humo, las llamas, los combates desesperados sobre las aguas. Y ya por aquel entonces iba a ser un hombre harto distinto al que libró duelos de arqueros de nave a nave, con cierta sensación de invulnerable —muy propia de los muy jóvenes—, como el que vive una gran aventura de la que, con toda seguridad, saldrá vivo para luego poder contarla de regreso a casa, con gran profusión de detalles, para admiración de todos.

Si volvió de repente a ese tiempo fue merced a un cantor callejero que, sin acompañarse de instrumento alguno, entonaba himnos en honor de aquella jornada y de los hombres que durante ella se batieron por Tebas. A lo largo de los años, Snefru había oído gran número de cantos —variantes casi todos unos de otros— sobre el mismo tema. Pero, en esa ocasión, el cántico proseguía y aquel suceso de armas, ya lejano, no era más que el preámbulo. Porque, hacía unas pocas estaciones, las tropas asirias habían entrado de nuevo en Egipto para arrollarlo otra vez todo a su paso. Guerreros de barbas negras y cascos picudos que habían destrozado al ejército del faraón negro, Bakara Tanutamani, y lo habían desalojado de Menfis, antes de irrumpir en la Tebaida a sangre y fuego.

De nuevo había sucumbido Tebas ante los asiáticos; pero, esta vez, el rey Asurbanipal había castigado con más rigor a la ciudad del Oculto. Los profetas de Amón, amos de Tebas y aliados de los nubios, no eran inocentes de la derrota y muerte de Necao I, faraón de Sau al que apoyaba Asiria. Y Asiria no era un imperio piadoso. Los testigos presenciales hablaban de cómo devastaron la urbe, demolieron viviendas, derribaron monolitos y colosos, e incluso arrancaron las columnas de los templos para llevárselas como trofeos a Nínive. Gran número de tebanos murieron bajo los hierros invasores o fueron ajusticiados en los días siguientes a la conquista, en tanto que otros muchos fueron deportados, lejos de la Tierra Negra, lo que para la mayoría era un destino peor que la muerte.

Pese a los meses transcurridos, Egipto entero, de la Primera Catarata a las marismas del Delta, seguía bajo la conmoción de que Tebas —la de las Cien Puertas, como la llamaban los griegos— hubiera sufrido tal castigo que quizá nunca recobrase su antiguo esplendor. Incertidumbre y miedo soplaban como vientos infaustos a lo largo del valle del Nilo, se vivía bajo la desazón y aquéllos que sabían olfatear los cambios notaban el cuajar de sentimientos nuevos. Se decía en las calles, mercados, casas de cerveza, que Egipto no podía seguir desunido, que eso era la causa de la decadencia y de la pérdida de la maat. Que si la Tierra Negra seguía fragmentada en principados, a cada cual más débil, atrapada entre las ambiciones de Nubia y la política imperial de Asiria, todo estaría perdido.

Colgaba un sol ardiente sobre la ciudad de Per-Atón. El cantor tenía aspecto de viejo canalla, de haber llevado una vida errante de disipaciones, picardías y miseria. Cantaba casi desnudo, con tan sólo unos cinturones de abalorios, el cuerpo renegrido por el sol, con amuletos en cuello, muñecas y tobillos. No tañía instrumento ni lo necesitaba, pues su voz era prodigiosa y conseguía retener a un corro nutrido de oyentes.

Entre ellos a Snefru de Dyebat-Neter, ahora uetuti nesu, Mensajero del Faraón;[1] aunque nadie hubiera podido tomarle por tal, ya que había abandonado sus ropas habituales y los distintivos de su rango para vestir como un hombre humilde. De cintura estrecha, espaldas anchas y pantorrillas fuertes, ceñía un calzón gastado y se cubría la cabeza con un lienzo anudado a la nuca a la jornalera, prendas ambas de color blanco, y empuñaba bastón recio de viajero, del que colgaban unas sandalias de esparto. Snefru era bueno disfrazándose, y no sólo porque supiese elegir los atavíos, sino por su talento a la hora de imitar gestos y actitudes. Nadie en aquel corro de espectadores le había dedicado dos miradas y, de haberlo hecho, lo hubiera catalogado como un vagabundo sin fortuna, de ésos que se empleaban como cargadores, mandaderos o jornaleros, para no morir de hambre.

Aunque embelesado por el cántico, Snefru, por su parte, no se había sumado porque sí a los oyentes, sino a rebufo de un joven grande de cuerpo y nada agraciado que parecía un artesano. El mensajero del faraón había recorrido una larga distancia hasta esa ciudad de caravanas, se había disfrazado e incluso sacrificado su perilla, de la que tan orgulloso estaba, para localizar a un grupo familiar de artesanos ambulantes, entre los que estaba ese muchacho, del que sólo sabía que se llamaba Minnefer, descrito como de pocas luces y falto del meñique izquierdo.

Varios días llevaba siguiendo sin provecho a uno u otro miembro del clan; sobre todo al chico, al que los suyos usaban de recadero. Sin provecho porque no había logrado sacar nada en claro de sus posibles actividades. En apariencia, eran pintores que ejercían de forma honrada su trabajo. En cuanto al muchacho, era tan corto como le habían descrito, y si algún talento tenía era para el regateo. Aunque puede que, en su caso, el hábito hubiera acabado por suplir la verdadera inteligencia.

Cantaba ahora el cantor a la segunda caída de Tebas y, aunque Snefru advertía que esas estrofas no eran más que refritos de otras que, en años pasados, habían glosado la primera caída, no por ello dejaba de emocionarse con lo que trasmitían de tragedia, de lucha en vano, de desastre que tenía algo de castigo divino y que era como una metáfora sobre la ruina de Egipto.

Cantaba a la ciudad envuelta en humo y llamas, tal como la había visto él en su día desde el batel, cada vez que había puesto los ojos a la orilla oriental, en aquella tarde de sol, aguas centelleantes y flechas como avispas. Y, cosa curiosa, al oír esos himnos —ora vibrantes, ora desgarrados— que eran casi vocalización de sus propios recuerdos, un Snefru al que los años habían vuelto reflexivo no dejaba de preguntarse si, de veras, aquel día lejano, al volverse, había visto a Tebas Oriental amortajada por el humo de incendios enormes. Si no sería eso un recuerdo falso, producto no de su memoria sino de escuchar tantos cantos heroicos. Alguna vez había oído cómo algún escéptico objetaba, justo, la veracidad de esos cantos. Argumentaba aquél que en Tebas, como en cualquier otra ciudad egipcia, escaseaba la madera. Se preguntaba de dónde había salido el combustible para esos fuegos terribles de los que hablaban las canciones, los relatos y no pocos supervivientes. ¿No serían recuerdos torcidos, en los que las polvaredas levantadas por el derrumbe de casas y tapias habían acabado convirtiéndose en humo de incendios?

En los últimos tiempos, Snefru había dado no pocas vueltas a ese argumento, lo que a su vez le había llevado a cuestionarse la realidad de su propio pasado. Pasado que, como el de todos, estaba hecho de recuerdos. Recuerdos que, con el paso del tiempo, tal vez iban cambiando. Y esa reflexión no era para él tan teórica como pudiera serlo para otros, ya que mucho de lo que era se fundaba sobre un pasado que atesoraba, sobre memorias de días más felices y allegados que ya no estaban.

Cierta vez, mientras celebraban en una casa de cerveza, a la luz de lámparas de aceite, ya ahítos de bebida, entre sones de arpas e ir y venir de putas, sacó el tema con sus amigos, lo que le llevó a discutir con Petener, uno de los que también estuvieron aquel día en la nave. Petener, apuesto, de rostro de halcón, gesto desdeñoso y grandes ambiciones, le había escuchado entre perplejo y pensativo, antes de descartar sus argumentos con una mueca muy suya.

—¡Cuánta imaginación! —Rebosante de cerveza, se había reído en voz alta—. Les das demasiadas vueltas a las cosas, amigo, y eso no es demasiado correcto. Esa idea de que los propios recuerdos puedan fluir y mutar me parece más propia de griegos que de un egipcio…, y encima de un egipcio como tú, un guardián de las viejas formas y tradiciones.

—Tal vez. —Había sido la única respuesta de Snefru, que no era amigo de discusiones y detestaba que sacasen a colación sus creencias personales.

Y así fue cómo abandonó no sólo esa conversación, sino cualquier idea de compartir sus pensamientos con nadie. Lo cual no quiere decir que los dejase de lado.

Además, tal vez el propio Petener tenía motivos nada inocentes para refutar que la memoria pudiese cambiar y que, por tanto, la realidad pudiera ser distinta a como uno la recordaba, aunque hubiese vivido los sucesos en primera persona. Snefru había oído contar —a terceros o a cuartos, nunca al propio Petener, que era demasiado hábil para eso— que su amigo había luchado como un león del desierto contra los asirios, primero en las murallas, luego en las calles de Tebas y, por último, durante el paso de las barcas. Pero Petener no había estado ni en las primeras ni en las segundas. En la nave sí pero, hasta donde recordaba Snefru, no destacó de manera especial. Sin embargo, se cuidaba muy mucho de contradecir esa familla heroica. Petener era ambicioso, se había convertido en un oficial importante en la corte de Sau y picaba alto. A un hombre así, nunca le viene mal cierta aureola de valor y los que están cerca de él, si son prudentes, se cuidan muy mucho de negarla.

Minnefer, el muchacho sin meñique, se apartó del grupo de oyentes, como si de golpe, con la inconstancia propia de su edad, hubiese perdido cualquier interés por el canto. Recogió el capacho de paja en el que llevaba sus compras y reanudó su deambular por las calles resecas extramuros de Per-Atón. Snefru fue tras él, bastón en mano, a distancia prudente. El chico podía ser poco espabilado, pero una vida de dar tumbos, al margen de la ley, le habría enseñado al menos a estar alerta. Era día de mercado, había dónde elegir, ya que habían instalado mercaderías a puerta de calle, y el muchacho se demoró lo suyo, regateando con tenacidad de chacal, por lo que el paso, aunque no cubrió una gran distancia, sí que llevó su tiempo.

Eso no incomodó a Snefru, que no sólo tenía la paciencia del buen cazador, sino que disfrutaba el estar al aire, en la calle y entre las gentes, aun en una urbe tan áspera como aquella Per-Atón. Ciudad antigua y caravanera, sumida en una larga decadencia de la que eran testigos sus murallas a medio desmantelar y el gran número de viviendas abandonadas, con paredes de adobe que el viento del desierto iba convirtiendo, poco a poco, en polvo rojizo. Se palpaba la descomposición, el abandono, en aquella urbe lejana que los propios egipcios habían sentido siempre un poco ajena, puede que por su apartamiento del Nilo, así como por las influencias extranjeras, perceptibles en todos los detalles.

Pero, pese al aire seco, al regusto a polvo y al calor sofocante de las callejas, el mensajero del faraón gozaba con los olores a especias, a cerveza, a pan recién horneado, así como con el ir y venir de gentes. Egipcios de pura cepa se codeaban allí con sirios, árabes, fenicios, israelitas. También con sujetos de estirpe más incierta y ralea dudosa. A muchos compatriotas de Snefru les horrorizaba esa mescolanza y él no podía decir que le agradase, aunque le resultara un espectáculo pintoresco. Desde siempre había disfrutado de la muchedumbre, del parloteo de comerciantes y compradores, de las voces de los esportilleros, la escandalera de la chiquillería que corría desnuda por el polvo, los gritos y silbidos con los que algunos artesanos reclamaban a posibles clientes.

Y en esa ocasión le era aún más placentero el estar a plena luz, aunque fuese sufriendo el sol abrasador del desierto en la espalda, y con la garganta dolida por la atmósfera tan polvorienta. Pero, cada vez que seguía a ese muchacho por las calles de Per-Atón, no podía dejar de recordar cómo había comenzado su viaje hasta esa ciudad situada en el camino de los Lagos Amargos.

Porque todo había empezado en la casa que Petener tenía en Sau, la capital desde la que Psamético trataba de imponer su autoridad sobre las Dos Tierras. Allí, al fondo del patio, en las dependencias que se usaban como almacenes, Snefru había asistido al interrogatorio de un comerciante de amuletos. Tres mercenarios griegos le habían torturado para arrancarle confesión y se habían empleado a fondo con él, porque aquel desdichado había sido preso bajo la acusación de dar salida a material robado en las tumbas. Y, aunque el sujeto era de aspecto blando, había sufrido los varazos y que le retorcieran las articulaciones largo rato, chillando como un animal pero sin confesar. Le habían dejado en carne viva las plantas de los pies, descoyuntado dedos y, al cabo, Petener, que se paseaba impaciente de un lado a otro, mandó que le arrancasen las uñas.

Snefru recordaba con desagrado aquel almacén a media luz, abarrotado de vasijas y cestas, el olor a sudor y excrementos, los aullidos, la irritación creciente de Petener, que no podía estarse quieto, a la manera del hombre ocupado que no puede sufrir que le hagan perder su tiempo para nada. Recordaba también a Uni, el escriba de Petener que, sentado en el rincón de más luz, con un papiro desplegado y pincel en la mano, aguardaba inmutable a que el preso se decidiese a hablar.

Tan tenaz se había mostrado este último que Snefru había llegado a preguntarse si no habría cometido alguien un error, y aquellos mercenarios estarían haciendo pedazos a un hombre inocente. Pero al cabo, ya con la mitad de las uñas perdidas, el comerciante acabó por confesar. Si había aguantado hasta entonces era por la certeza de que la confesión sólo podía depararle una muerte atroz. Pero, a la postre, había preferido el cese de tanto dolor, aunque fuese al precio final de esa muerte. Y, una vez que comenzó a hablar, entre esputos sanguinolentos, ya no se detuvo, como no lo hace el Nilo cuando inicia la inundación. Relató las fechorías en las que había participado. Dio nombres de cómplices y encubridores, entre ellos sacerdotes y funcionarios de la propia ciudad.

Entre otros, delató a una familia de ladrones de tumbas que, en más de una ocasión, le habían suministrado amuletos robados a los muertos. De ser verdad sus palabras, los varones de esa familia se dedicaban al expolio desde hacía generaciones. Iban trashumantes, de un lado a otro, ejerciendo como pintores y desvalijando tumbas, mudándose cada cierto tiempo para no despertar sospechas.

Petener, tocado con una gran peluca de tirabuzones gruesos y azules, se había acercado al preso al oír esa confesión, para exigirle detalles. Algo en su actitud, así como en la tensión de sus rasgos, ya de por sí marcados, hizo que Snefru se preguntase si esos impíos no le interesarían de forma especial. Tal vez tenía noticias previas de su existencia y, por la cantidad de cuestiones que formuló, el mensajero del faraón llegó a preguntarse si no sería eso lo que quería saber, el motivo por el que había dirigido el interrogatorio en su propia casa. Nada quedó sin responder. No hicieron falta más golpes y el mercader, ya roto, dio cuantos detalles le pidieron sobre esa familia de saqueadores de tumbas.

Aquel comerciante y varios cómplices habían sido empalados. No así el clan de ladrones que, siguiendo su costumbre, hacía estaciones que se había marchado de Sau. La persecución de esos criminales era la que había llevado a Snefru a las calles lejanas de Per-Atón, en pos de un rastro que resultó ser el cierto. Por eso se había disfrazado de jornalero, abandonando sus insignias de oficial del faraón. Y lo había hecho de muy buena gana, pues nada gustaba más a Snefru de Dyebat-Neter que la captura de ladrones de tumbas, contra los que albergaba un odio frío como el veneno.

El muchacho llamado Minnefer seguía su camino. Se dirigía ahora a la vivienda que ocupaban los suyos, y el mensajero del faraón, que se conocía ya ese camino de memoria, se despegó aún un poco más de él. Días de vigilancia le habían familiarizado con esa ciudad de murallas rotas y barrio extramuros caótico, con sus casas en ruinas y sus callejas tortuosas en las que era posible casi cualquier encuentro.

Pero en esa ocasión, alguien abordó a Minnefer antes de llegar a la casa de los suyos. El muchacho pareció, en un primer momento, tan sorprendido como el propio Snefru que, entre el ir y venir de gentes, pudo ver que se trataba de un hombre flaco, vestido con túnica de rayas verdes, las barbas y cabellos apelmazados con barro rojo. Uno de esos descendientes de bárbaros o egipcios asilvestrados que, gracias a la decadencia del reino, medraban en las fronteras, llevando una vida mísera.

Volvió a observar entre la gente. Estaban hablando, sin que nadie les prestase atención. Tras el primer instante de sorpresa, ahora se veía al mozo confiado, por lo que debían de conocerse de antes. Al hombre del desierto se le notaba en cambio inquieto, como suele ocurrirle a la gente silvestre que se ve obligada a pisar las calles de una ciudad, aunque sean los arrabales. Gente así siempre recela de las urbes y anda con cien ojos, por lo que Snefru no quiso arriesgarse más y, tras unos momentos, siguió su camino, llevándose esa imagen del joven fornido, con su túnica blanca y su capacho de paja, y el bárbaro de cabellos embarrados.

* * *

—¿Algo así como un beduino? ¿Qué significa? ¿No puedes explicarte mejor? —Un par de días más tarde, Petener en persona había asaeteado a preguntas a su amigo, acerca de aquel sujeto.

—No hay nada más que explicar.

—¿Es un beduino o no?

—No, pero tiene bastante de ello. Lo llamo beduino a falta de un nombre mejor. Debe de ser algún tipo de mestizo. Hay muchas tribus así por estas tierras.

—¿Cómo es que no hace nada al respecto la policía de frontera?

—Porque ya no existe la policía de frontera —había sido la réplica hastiada de Snefru, al que le irritaba la costumbre cortesana de dar por hecho que, por el simple hecho de que se hablase todavía de una institución, ésta seguía funcionando.

Pero, en realidad, tenía la cabeza puesta en otras cuestiones. Porque esa conversación tenía lugar en la propia Per-Atón, a la que Petener había llegado acompañado de toda una caravana de guardias, funcionarios y escribas. Petener era seneti[2] del faraón, y no era normal que alguien de su posición viajase a una remota ciudad de caravanas, máxime si se hallaba fuera de la zona de influencia saíta.

Matar a hombres clave era una forma de, al menos, frenar la llegada de nuevos tiempos. Y, en esa época convulsa, más de un funcionario del faraón había muerto o simplemente desaparecido durante un viaje, sin que se pudiera esclarecer lo ocurrido o la identidad de los atacantes.

Consciente de los riesgos que corría, el seneti había llegado a Per-Atón con una gran escolta en la que, como un signo de los tiempos, eran mayoría los mercenarios carios y griegos. Se había instalado en la casa de un magnate local, partidario de los saítas, y sólo entonces había convocado con discreción a su amigo de la infancia.

Según las costumbres de los pudientes, el dueño de la casa la había construido extramuros, renunciando a la seguridad de las murallas a cambio de más espacio. Y, en su caso, también de alejarse, aunque sólo fuese unas docenas de pasos, de los odiados asirios que guarnicionaban la ciudad. Como en muchas viviendas egipcias, si por fuera su aspecto era hosco, con muros de adobes parduscos, muy altos, dentro no faltaban las comodidades, ni se escatimaba en mobiliario, tallas, pinturas de estilo clásico en todas las habitaciones. Tan grande era el contraste que, cuando Snefru puso el pie en el patio, con su atrio de columnas multicolores y su estanque central, a la sombra de palmeras, higueras y sicómoros, casi hubiera creído que algún hechicero del desierto le había transportado por arte de magia hasta una mansión de Menfis, a orillas del padre Nilo.

En ningún momento llegó Snefru a ver al anfitrión. O estaba de viaje o se había retirado, discreto, a sus estancias privadas, para permitir que los oficiales del faraón conversasen con más libertad. Lo cierto era que Petener se había aposentado en aquel patio como si fuese suyo y el mensajero del faraón le encontró a la sombra del atrio, sobre una silla de maderas talladas y cuero repujado, sin respaldo, tocado con una gran peluca a la moda y ciñendo túnica de lino blanco, con ribetes verdes. Dictaba en esos momentos a su escriba Uni, que se sentaba a su vez en el suelo, sobre una estera, y hacía volar el pincel sobre el papiro. Aunque amigo de lujo y comodidades, Petener detestaba la molicie, por lo que al visitante no pudo sorprenderle que hubiese aprovechado la espera para despachar algún negocio pendiente.

El seneti se levantó apenas verle entrar y, tras un saludo informal, propio de viejos amigos, le invitó a asearse antes de nada. Al seguir con la mirada su índice, el mensajero del faraón descubrió que le aguardaba un tabladijo de madera y cántaras de barro, sin duda llenas de agua tibia. Así que se desciñó allí mismo el calzón y el paño de cabeza, para dejar que un par de criados le bañasen, secasen y ungiesen con bálsamos. Luego le entregaron otro calzón, propio de un hombre de pobre condición, muy sobado pero limpio, y Petener, que entretanto había seguido dictando a su escriba, quiso disculparse por ello, pero Snefru descartó el asunto con un gesto, antes de sentarse en una silla igual a la que ocupaba el otro.

Aún hubo de esperar cierto tiempo a que el anfitrión acabase de rematar su dictado. Tal vez Petener fuese alguien sin ideales, al que sólo movía la ambición, como decían algunos maliciosos. Pero era hombre no sólo de talento, sino también trabajador incansable al servicio del faraón Psamético y de su sueño de unificar las Dos Tierras. Una causa por la que había corrido fatigas y peligros, y que le llevaba a mantener una correspondencia fluida con personajes de todo Egipto.

Acudió un sirviente con una copa de vino, lo que era muestra de la opulencia de la casa. Snefru bebió agradecido y el regusto que le dejó en la boca —y que sirvió para quitar ese sabor a polvo de las callejas— le llevó por un instante muy lejos, pues ese vino oscuro le resultó parecido a los caldos de la zona de Dyebat-Neter, su ciudad natal.

Se marchó por fin el escriba, más por dar un poco de intimidad a aquellos dos que por no oír algo que no debiera, ya que Uni era hombre de confianza de Petener y no debía de haber otro que estuviese más al tanto de sus negocios que él. Se quedaron solos en aquella parte del patio, al relativo frescor de la sombra, entre el revuelo de algunas moscas gordas. El seneti no entró de forma inmediata en materia, sino que se entretuvo en cuestiones secundarias. Y Snefru, que sabía lo directo que solía ser al despachar asuntos oficiales, más porque siempre tenía muchos entre manos que por brusquedad de carácter, no pudo por menos que preguntarse qué podía significar aquello.

Conversaron sobre la situación política en general, sobre la última cosecha, las actitudes de príncipes y nomarcas, sobre la inseguridad que sufrían los viajeros y el comercio, y de ahí, poco a poco, fueron derivando hacia el tema que había llevado a Snefru a esa ciudad apartada.

—Son artesanos, buenos en su oficio además. Podrían ganarse la vida de forma honrada y eso es una tapadera excelente. En apariencia, es a lo que aquí se dedican, a trabajar como pintores.

—Entonces han abandonado sus saqueos, aunque sea por el momento.

—Puede. Son prudentes. Tienen experiencia acumulada durante generaciones. Se nota en su forma de comportarse. Fíjate, por ejemplo, en que no se privan de nada y, al tiempo, evitan cualquier extravagancia que pudiera delatarlos. Buena comida, buena bebida…

—¿No llama eso la atención? Unos trabajadores recién llegados, con clientela aún escasa y dándose a la buena vida…

—Eso trataba de explicarte. Saben muy bien qué pueden permitirse y qué no. Si uno se fija en sus ropas, se da cuenta de que son de buenos tejidos; pero nada que un artesano acomodado no pueda permitirse. La gente siempre puede pensar que hicieron dinero en el lugar donde antes estuvieron.

—Aun así…

—En su caso, hay que estar buscando para encontrar. A esos granujas no les verás ni un adorno que un artesano no pudiera permitirse. Tampoco los verás correrse juergas con putas caras, ni gastando grandes sumas en el juego. El despilfarro delata a no pocos saqueadores, pero no a éstos. Al parecer, es cierto que estamos ante una familia de impíos que lleva el expolio en la sangre, que durante generaciones ha delinquido y se ha hurtado a la acción de la justicia.

Petener agitó casi solemne la cabeza, tocada con una de sus pelucas de gruesos rizos teñidos de azul. Snefru, que no se había vuelto a colocar el paño, se pasó una mano por su propia cabeza afeitada y, al hacerlo, notó los cabellos que ya crecían cortos y recios. Puede que ambos tuviesen el mismo pensamiento en mente. Saqueadores así eran parte de las leyendas que circulaban entre los policías que protegían las tumbas. Mitos sobre familias enteras que vivían del sacrilegio, que se trasmitían de padres a hijos los trucos para localizar las tumbas más escondidas y robar en las mejor protegidas. Familias que habían sobrevivido durante generaciones, expoliando los tesoros de faraones y ministros, sin importarles el daño que causaban a los ka de los difuntos.

—¿Cuántos son exactamente?

—El jefe de la familia, dos hijos y un nieto ya adulto. Aparte, están las esposas de los hijos y tres niños pequeños.

—¿Qué más puedes contarme de ellos?

—Que llevan instalados cerca de un año en Per-Atón, que ejercen como pintores y que, como te decía antes, se han ganado una buena reputación como artesanos.

—Entonces podemos hacer planes con calma.

—O no. Por ciertos indicios, compras que les he visto hacer, algunos preparativos, podríamos temer lo contrario, que estén preparándose para una nueva mudanza.

Petener, arrellanado en la silla de maderas talladas y cueros repujados, frunció los labios en un gesto muy propio de él. Azotó el aire con un flagelo de tiras de cuero, para espantar a una mosca insistente.

—¿Por qué iban a mudarse? Aquí les va bien, por lo que dices, y éste es un lugar remoto, ideal para pasar desapercibido. Difícil es que la justicia llegue hasta aquí buscándoles.

—Sobre todo porque, en principio, los jueces del faraón no saben ni siquiera que existen. Pero, en estos últimos días, el jefe de la familia, que se llama Itef y es un viejo bastante artero, ha estado reuniéndose con ese beduino, o lo que sea, que antes te mencionaba.

—¿Y a cuenta de qué esos bribones, a los que tan prudentes consideras, se juntan con un desharrapado de esa calaña? Eso puede llamar la atención de las autoridades.

—No sé qué negocio puedan traerse entre manos. Los he seguido cuando me ha sido posible, pero son gente recelosa. El viejo tiene ojos en la nuca…, y para qué te voy a contar del beduino: es tan desconfiado como un animal.

—¿Cuál es tu suposición?

—Que ese beduino, o tal vez su banda, ya que ese tipo de gente no suele andar sola, ha descubierto alguna necrópolis olvidada, y que están en tratos con Itef y los suyos para saquear las tumbas.

Petener ahuyentó de nuevo a las moscas con el flagelo. Se permitió una mueca escéptica.

—¿Qué necrópolis? Nadie nunca se ha enterrado en los alrededores.

Snefru se inclinó hacia delante, la copa ya vacía entre las manos, para apoyar los antebrazos en los muslos. También él le había dado vueltas a la cuestión, ya que los egipcios construían sus necrópolis a occidente, y aquéllos que morían en las urbes más orientales hacían llevar sus cuerpos momificados al oeste.

—Nuestra historia es milenaria, Petener. No sabemos si en el pasado, durante algún período de turbulencias, las gentes de Per-Atón no se vieron obligadas a abrir tumbas cerca de la ciudad.

—Suposiciones.

—Cierto, pero tú preguntaste. Y hay más posibilidades.

—Como, por ejemplo…

—Dice la tradición que esta ciudad fue construida por esclavos israelitas. No pocos debieron de morir durante las obras y en algún lugar los enterrarían. Y también podemos pensar que, siendo ésta una ciudad de caravanas, en un tiempo hubiera algún cementerio de extranjeros, cuando era más próspera y concurrida.

—Eso me parece más factible. Pero, siendo así, la cosa carece de importancia.

—No estoy de acuerdo. Esto es Egipto, somos oficiales del faraón y la ley es la ley. Cualquier violación de la misma ha de ser perseguida y castigada.

El seneti, tras una mirada de soslayo, como conocía de sobra el carácter de su amigo, y lo intratable que podía llegar a ser en ciertas cuestiones, optó por dar un giro a la conversación.

—Vamos a centrarnos. Supongamos que estén planeando saquear unas tumbas, sean o no de extranjeros. ¿Para qué iba a necesitar ese salvaje la ayuda de esa familia de impíos?

—Tal vez para localizar tumbas aún sin violar. Las visibles deben de haber sido expoliadas hace mucho, pero pudieran quedar algunas ocultas y, por tanto, intactas. Hay que encontrarlas y, aparte, tal vez teme a las maldiciones y espera que sean esos saqueadores los que se enfrenten a ellas. Ya sabes el pánico que le tienen los del desierto a la magia.

—Más que a nuestras flechas, sí. —Petener se permitió una sonrisa distraída—. Y ése… ¿cómo has dicho que se llama el patriarca de la banda?

—Itef.

—Si ese Itef es tan receloso como dices, ¿por qué se arriesga con gentuza del desierto? Esa escoria no tiene palabra, el hijo traicionaría al padre por un puñado de higos. Si encuentran algo en las tumbas, por poco que sea, corren el riesgo de que les maten a palos para quedarse con todo. Son peores que libios.

A punto estuvo Snefru de reírse ante la comparación. Porque todo el mundo en Dyebat-Neter sabía que el linaje de Petener se remontaba a mercenarios libios, los ma, llegados hacía generaciones al Delta. Ma eran las jefaturas de esa zona de Egipto, que dominaban sobre muchas ciudades, y sangre ma corría por las venas de gran parte de la nobleza local, incluida la familia de Psamético de Sau. Paradojas de aquel Egipto convulso. Habló ahora despacio.

—Por ciertos detalles que he podido observar, tengo la impresión de que han hecho negocios antes. Te recuerdo que esa familia lleva ya un año en Per-Atón. Es posible que hayan desvalijado alguna tumba juntos. En todo caso, imagino que el viejo tomará sus precauciones.

Petener se quedó unos instantes en silencio, espantamoscas en mano, los ojos puestos en el estanque, antes de sacudir la cabeza.

—Bueno, vamos a olvidarnos de especulaciones. Lo que importa es que no se nos escurran entre los dedos. Vamos a apresarlos.

—¿Cómo?

—Conmigo, en mi séquito, han venido hombres suficientes para este trabajo.

—¿Mercenarios?

—No. Policías. Buenos egipcios. A la mayoría ya los conoces. De hecho, uno de ellos es tu propio escriba.

—¿Kayhep? —Alzó los ojos, sorprendido—. ¿Es que está en Per-Atón?

—Le reclamé para el servicio. Pensé que era lo más adecuado.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? Ésta es una ciudad muy peculiar, Petener. En plena decadencia, sin policía y sometida a una guarnición y un gobernador asirio que…

—No cuento con los asirios. De hecho, ni vamos a informarlos.

El mensajero del faraón se quedó observando al seneti y éste, al ver que el otro no iba a decir nada, abundó:

—He venido aquí como seneti del faraón, justamente a negociar con las autoridades asirias y locales el colocar a esta ciudad bajo la tutela nuestra…

—¿Es eso posible?

—Por supuesto. Los asirios estarán encantados de retirar sus tropas de Per-Atón y destinarlas a alguna de sus fronteras, a la guerra contra los cimerios o los escitas.

—Entonces, ¿por qué no informarles?

—Los asirios están en buenas relaciones con nosotros porque no les queda más remedio. Buscan la paz en Egipto para no distraer fuerzas que necesitan en otros conflictos. Pero siguen comportándose como conquistadores. Si denuncio a esos saqueadores, se divertirán desollándoles vivos.

—¿Y eso te importa acaso?

—Esta vez sí. Los quiero vivos.

Snefru volvió a guardar silencio. Ya se imaginaba él que no era el respeto por los procedimientos legales egipcios lo que preocupaba al cortesano. Volvió a hablar despacio.

—Y lo que tú sugieres es que tiremos la puerta de su casa, por las buenas, y los prendamos a todos.

—Eso es.

—Me parece una imprudencia. Es fácil acabar despellejado y empalado, si los asirios piensan que has estado tramando algo a sus espaldas.

—Es un riesgo, sí. En todo caso, aquí estoy yo. Si algo se torciese y no hubiera otro remedio, hablaría con el gobernador asirio.

—No es mucha garantía. Tú lo has dicho hace un momento: se comportan como conquistadores, y lo más seguro es que, de todas formas, nos empalasen.

—Esperemos entonces que nada salga mal. Y, en todo caso, preferiría no tener que interceder ante el gobernador.

—¿A qué tanto secreto, hombre? —Acabó por impacientarse el otro.

—Es lo mejor, por razones que no puedo revelarte. Pero ha de hacerse así. Ahora, hay que ver cómo podemos arrestarlos.

—Si tenemos que arrestarlos a todos y con la mayor rapidez posible, la única opción es hacerlo cuando estén reunidos en su casa.

—¿No habrá lucha? Si se ven acorralados dentro de su casa, con sus familias dentro…

—No creo. Los ladrones de tumbas son gente ruin, sin valor. Por ese lado no habrá demasiado problema.

—Confío en tu experiencia. Pero ¿cómo lo harás? Recuerda que la discreción es importante.

—Lo único que se me ocurre es presentarme de forma abierta, con las insignias de rango, y detenerles en nombre del faraón.

Petener le observó perplejo pero, como sabía que el otro solía ser hombre sensato, en vez de objetar, se limitó a hacerle un gesto para que se explicase.

—Si vamos disfrazados, corremos el riesgo de que los vecinos salgan a auxiliarles, de que se forme un tumulto, acudan patrullas asirias y se provoque la situación que justo tratamos de evitar.

Petener puso un codo sobre el muslo y la barbilla entre los dedos, para pensar.

—De acuerdo. Tienes razón. Pero eso lo cambia todo. Una vez hayáis apresado a esos saqueadores, os dirigiréis al oeste de inmediato. Para entonces yo ya habré salido de la ciudad y me encontraréis por el camino.

—¿No nos perseguirán los asirios?

—No creo. Ya has visto que viven encerrados dentro de los muros. Puede que ni se enteren del incidente y, en caso de que lo hagan, lo achacarán a la situación tan caótica que se vive en el país, con una docena de poderes independientes conspirando unos contra otros. La verdad es que, a esa gente, Egipto debe de parecerles una jaula de grillos.

—Confiaremos en que tengas razón.

—La tengo. Más miedo me da toparnos con alguna partida dyanita.

—Ésos ya no son lo que eran.

—Lo que no quita para que no puedan hacer daño aún. —El seneti observó a su amigo de la infancia y, justamente porque le conocía, preguntó—: ¿Qué es lo que te preocupa, Snefru?

—¿Qué va a ser? Que esto es muy irregular.

—Lo es, pero muchas veces hay que hacer las cosas por caminos sinuosos. No quieras saber más.

—No tengo intención. Pero tampoco de que me líes, Petener. Soy mensajero del faraón y procuro desempeñar mis obligaciones con limpieza.

—¿Detener a unos criminales no lo es?

—No, si no es para llevarlos ante los jueces. Así no es como deben hacerse las cosas.

Petener se incorporó con mueca de hastío, casi la que ponen algunos cuando trata de razonar con un niño terco. Snefru, sentado en su silla, la copa vacía en la mano, le sostuvo la mirada sin pestañear. Y el cortesano, de golpe, cambió de humor. Le apoyó sonriente las manos sobre los hombros.

—Ay, Snefru. Aún dispuesto a restaurar la maat tú solo. Nunca cambiarás.

—¿Acaso tiene algo de malo procurar obrar con rectitud?

—No. En absoluto.

Apartó las manos de los hombros del otro para dar varias zancadas por la sombra del pórtico, mientras la sonrisa se le esfumaba de los labios, según su cabeza volvía a cuestiones más concretas.

—Tengo otras instrucciones, y no te van a gustar nada, lo sé.

—Miedo me das.

—No se va a levantar ningún acta de esa detención. Tu escriba no redactará documento alguno.

—Entonces, yo tenía razón y no tienes pensado entregarlos a los jueces. —Snefru ladeó la cabeza, cada vez más sombrío.

—Tengo otros planes para ellos. —Alzó una mano, para impedir cualquier réplica—. Pero descuida, que sus fechorías no quedarán sin castigo. Pero, de momento, les necesitamos.

—Ya. —Snefru depositó la copa en el suelo, a falta de lugar mejor, antes de ponerse en pie. No se le había escapado aquel «necesitamos»; un plural que parecía indicar que la maquinaria de intrigas de Sau estaba detrás de ese asunto.

Aquel cambio de actitud no pasó desapercibido a Petener, que volvió a dar un giro a la conversación.

—Sé que obedecerás las órdenes que te he dado. Pero, además, quiero que confíes en mí. Necesito capturar a esos ladrones de tumbas y necesito que se mantenga en secreto. Que no sólo no se levanten actas, sino que todos los que participen en la acción guarden silencio. Te juro que no hay nada deshonroso en todo esto.

Snefru se colocó el paño blanco en la cabeza, para anudárselo de forma sencilla a la nuca. Empuñó el bastón, del que colgaban las sandalias. Se sentía acalorado y cualquier bienestar que le hubiese proporcionado el baño se había esfumado con esa conversación sofocante.

—Confío en ti, amigo. Tendrás a esos sacrílegos, descuida. ¿Tengo yo tu palabra de que no escaparán al castigo?

—La tienes, por supuesto. Uni será nuestro contacto a partir de ahora. No conviene que visites esta casa de nuevo, y menos que nos vean juntos en lugar alguno.