UN LIBRO PARA PENSADORES LIBRES
1
Humano, demasiado humano es el monumento de una crisis. Dice de sí mismo que es un libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases expresa una victoria —con él me liberé de lo que no pertenecía a mi naturaleza—. No pertenece a ella el idealismo: el título dice «donde vosotros veis cosas ideales, veo yo ¡cosas humanas, ay, sólo demasiado humanas!». Yo conozco mejor al hombre. La expresión «espíritu libre» quiere ser entendida aquí en este único sentido: un espíritu devenido libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí. El tono, el sonido de la voz se ha modificado completamente: se encontrará este libro inteligente, frío, a veces duro y sarcástico. Cierta espiritualidad de gusto aristocrático parece sobreponerse de continuo a una corriente más apasionada que se desliza por el fondo. En este contexto tiene sentido el que la publicación del libro ya en el año 1878 se disculpase propiamente, por así decirlo, con la celebración del centenario de la muerte de Voltaire. Pues Voltaire, al contrario de todos los que escribieron después de él, es sobre todo un grand seigneur [gran señor] del espíritu: exactamente lo que yo también soy. El nombre «Voltaire» sobre un escrito mío —esto era un verdadero progreso— hacia mí. Si se mira con mayor atención, se descubre un espíritu inmisericorde que conoce todos los escondites en que el ideal tiene su casa, en que tiene sus mazmorras y, por así decirlo, su última seguridad. Una antorcha en las manos, la cual no da en absoluto una luz «vacilante», es lanzada, con una claridad incisiva, para que lo ilumine, a ese inframundo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora y sin humo, sin actitudes bélicas, sin pathos ni miembros dislocados, todo eso sería aún «idealismo». Un error detrás del otro va quedando depositado sobre el hielo, el ideal no es refutado, se congela. Aquí, por ejemplo, se congela «el genio»; un rincón más allá se congela «el santo»; bajo un grueso témpano se congela «el héroe»; al final se congela «la fe», la denominada «convicción», también la «compasión» se enfría considerablemente; casi en todas partes se congela «la cosa en sí».
2
Los inicios de este libro se sitúan en las semanas de los primeros Festivales de Bayreuth: una profunda extrañeza frente a todo lo que allí me rodeaba es uno de sus presupuestos. Quien tenga una idea de las visiones que ya entonces, me habían salido a mí al paso podrá adivinar de qué humor me encontraba cuando un día me desperté en Bayreuth. Totalmente como si soñase. ¿Dónde estaba yo? No reconocía nada, apenas reconocí a Wagner. En vano hojeaba mis recuerdos. Tribschen, una lejana isla de los bienaventurados: ni sombra de semejanza. Los días incomparables en que se colocó la primera piedra, el pequeño grupo pertinente que lo festejó y al cual no había que desear dedos para las cosas delicadas: ni sombra de semejanza. ¿Qué había ocurrido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! ¡El wagneriano se había enseñoreado de Wagner! ¡El arte alemán!, ¡el maestro alemán!, ¡la cerveza alemana! Nosotros los ajenos á aquello, los que sabíamos demasiado bien cómo el arte de Wagner habla únicamente a los artistas refinados, al cosmopolitismo del gusto, estábamos fuera de nosotros mismos al reencontrar a Wagner enguirnaldado con «virtudes» alemanas. Pienso que yo conozco al wagneriano, he «vivido» tres generaciones de ellos, desde el difunto Breudel, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealistas de los BayreutherBlätter [Hojas de Bayreuth], que confundían a Wagner consigo mismos; he oído toda suerte de confesiones de «almas bellas» sobre Wagner. ¡Un reino por una sola palabra sensata! ¡En verdad, una compañía que ponía los pelos de punta! ¡Nohl, Pohl, Kohl, mit Grazie in infinitum [con gracia, hasta el infinito]! No falta entre ellos ningún engendro, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Si al menos hubiera caído entre puercos! ¡Pero entre alemanes! En fin, habría que empalar, para escarmiento de la posteridad, a un genuino bayreuthiano, o mejor, sumergirlo en spiritus [alcohol], pues spiritus [espíritu] es lo que falta, con esta leyenda: este aspecto ofrecía el «espíritu» sobre el que se fundó el «Reich». Basta, en medio de todo me marché de allí por dos semanas, de manera muy súbita, aunque una encantadora parisiense intentaba consolarme; me disculpé con Wagner mediante un simple telegrama de texto fatalista. En un lugar profundamente escondido en los bosques de la Selva Bohemia, Klingenbrunn, me ocupé de mi melancolía y de mi desprecio de los alemanes como si se tratase de una enfermedad, y de vez en cuando escribía, con el título global de «La reja del arado», una frase en mi libro de notas, todas, Psicológica [observaciones psicológicas] duras, que acaso puedan reencontrarse todavía en Humano, demasiado humano.
3
Lo que entonces se decidió en mí no fue, acaso, una ruptura con Wagner; yo advertía un extravío total de mi instinto, del cual era meramente un signo cada desacierto particular, se llamase Wagner o se llamase cátedra de Basilea. Una impaciencia conmigo mismo hizo presa en mí; yo veía que había llegado el momento de reflexionar sobre mí. De un solo golpe se me hizo claro, de manera terrible, cuánto tiempo había sido ya desperdiciado, qué aspecto inútil, arbitrario, ofrecía toda mi existencia de filólogo, comparada con mi tarea. Me avergoncé de esta falsa modestia. Habían pasado diez años en los cuales la alimentación de mi espíritu había quedado propiamente detenida, en los que no había aprendido nada utilizable, en los que había olvidado una absurda cantidad de cosas a cambio de unos cachivaches de polvorienta erudición. Arrastrarme con acribia y ojos enfermos a través de los métricos antiguos, ¡a esto había llegado! Me vi, con lástima, escuálido, famélico: justo las realidades eran lo que faltaba dentro de mi saber, y las «idealidades», ¡para qué diablos servían! Una sed verdaderamente ardiente se apoderó de mí: a partir de ese momento no he cultivado de hecho nada más que fisiología, medicina y ciencias naturales, incluso a auténticos estudios históricos he vuelto tan sólo cuando la tarea me ha forzado imperiosamente a ello. Entonces adiviné también por vez primera la conexión existente entre una actividad elegida contra los propios instintos, eso que se llama «profesión» (Beruf), y que es la cosa a la que menos estamos llamados y aquella imperiosa necesidad de lograr una anestesia del sentimiento de vacío y de hambre por medio de un arte narcótico, por medio del arte de Wagner, por ejemplo. Mirando a mi alrededor con mayor cuidado he descubierto que un gran número de jóvenes se encuentra en ese mismo estado de miseria: una primera contranaturaleza fuerza formalmente otra segunda. En Alemania, en el «Reich», para hablar inequívocamente, demasiados hombres están condenados a decidirse prematuramente y luego, bajo un peso que no es posible arrojar, a perecer por cansancio. Éstos anhelan Wagner como un opio, se olvidan de sí mismos, se evaden de sí mismos por un instante. ¡Qué digo!, ¡por cinco o seis horas!
4
Entonces mi instinto se decidió implacablemente a que no continuasen aquel ceder ante otros, aquel acompañar a otros, aquel confundirme a mí mismo con otros. Cualquier modo de vida, las condiciones más desfavorables, la enfermedad, la pobreza. Todo me parecía preferible a aquel indigno «desinterés» en que yo había caído, primero por ignorancia, por juventud, pero al que más tarde había permanecido aferrado por pereza, por lo que se llama «sentimiento del deber». Aquí vino en mi ayuda de una manera que no puedo admirar bastante, y justo en el momento preciso, aquella mala herencia de mi padre, en el fondo, una predestinación a una muerte temprana. La enfermedad me sacó con lentitud de todo aquello: me ahorró toda ruptura, todo paso violento y escandaloso. No perdí entonces ninguna benevolencia y conquisté varias más. La enfermedad me proporcionó asimismo un derecho a dar completamente la vuelta a todos mis hábitos: me permitió olvidar, me ordenó olvidar; me hizo el regalo de obligarme a la quietud, al ocio, a aguardar, a ser paciente. ¡Pero esto es lo que quiere decir pensar! Mis ojos, por sí solos, pusieron fin a toda bibliomanía, hablando claro: a la filología: yo quedaba «redimido» del libro, durante años no volví a leer nada ¡el máximo beneficio que me he procurado! El mí-mismo más profundo, casi sepultado, casi enmudecido bajo un permanente tener-que-oír a otros sí-mismos (¡y esto significa, en efecto, leer!), se despertó lentamente, tímido, dubitativo, pero al final volvió a hablar. Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El caminante y su sombra, para comprender lo que significó esta «vuelta a mí mismo»: ¡una especie suprema de curación! La otra no fue más que una consecuencia de ésta.
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Humano, demasiado humano, este monumento de una rigurosa cría de un ego, con la que puse bruscamente fin en mí a toda patraña superior, a todo «idealismo», a todo «sentimiento bello» y a otras debilidades femeninas que se habían infiltrado en mí, fue redactado en sus partes principales en Sorrento; quedó concluido y alcanzó forma definitiva durante un invierno pasado en Basilea, en condiciones incomparablemente peores que las de Sorrento. En el fondo quien tiene sobre su conciencia este libro es el señor Peter Gast, que entonces estudiaba en la Universidad de Basilea y que se hallaba muy ligado a mí. Yo dictaba, con la cabeza dolorida y vendada; él transcribía, él corregía también, él fue, en el fondo, el auténtico escritor, mientras que yo fui meramente el autor. Cuando por fin tuve en mis manos el libro acabado —con profundo asombro de un enfermo grave—, mandé, entre otros, dos ejemplares también a Bayreuth. Por un milagro de sentido en el azar me llegó al mismo tiempo un hermoso ejemplar del texto de Parsifal, con una dedicatoria de Wagner a mí, «a su querido amigo Friedrich Nietzsche, Richard Wagner, consejero eclesiástico». Este cruce de los dos libros, a mí me pareció oír en ello un ruido ominoso. ¿No sonaba como si se cruzasen espadas? En todo caso, ambos lo sentimos así: pues ambos callamos. Por este tiempo aparecieron los primeros Bayreuther Blätter. Yo comprendí para qué cosa había llegado el tiempo. ¡Increíble! Wagner se había vuelto piadoso.
6
Del modo como yo pensaba entonces (1876) acerca de mí mismo, de la seguridad tan inmensa con que conocía mi tarea y la importancia histórico-universal de ella, de eso da testimonio el libro entero, pero sobre todo un pasaje muy explícito: sólo que también aquí evité, con mi instintiva astucia, la partícula «yo» y esta vez lancé los rayos de una gloria histórico-universal no sobre Schopenhauer o sobre Wagner, sino sobre uno de mis amigos, el distinguido doctor Paul Rée, por fortuna, un animal demasiado fino para… Otros fueron menos finos: los casos sin esperanza entre mis lectores, por ejemplo el típico catedrático alemán, los he reconocido siempre en el hecho de que, apoyándose en este pasaje, han creído tener que entender todo el libro como realismo superior. En verdad el libro contenía mi desacuerdo con cinco, con seis tesis de mi amigo: sobre esto puede leerse el prólogo a La genealogía de la moral. El pasaje dice así: ¿Cuál es, pues, la tesis principal a que ha llegado uno de los más audaces y fríos pensadores, el autor del libro Sobre el origen de los sentimientos morales [lisez (léase): Nietzsche, el primer inmoralista], en virtud de sus penetrantes e incisivos análisis del obrar humano? «El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre fisico, pues el mundo inteligible no existe». Esta frase, templada y afilada bajo los golpes de martillo del conocimiento histórico [lisez (léase): Transvaloración de todos los valores], acaso pueda servir algún día en algún futuro —¡1890!— de hacha para cortar la raíz de la «necesidad metafísica» o de la humanidad, si para bendición o para maldición de ésta, ¿quién podría decirlo? Pero en todo caso es una frase que tiene las más destacadas consecuencias, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con aquella doble vista que poseen todos los grandes conocimientos.