El Desayuno de los Campeones es el nombre de unos cereales para el desayuno, marca registrada por General Mills, Inc. La utilización de ese mismo nombre como título de este libro no pretende sugerir ninguna relación especial con General Mills ni ningún patrocinio por su parte. Tampoco debe tomarse como un menosprecio a sus selectos productos.
La persona a quien está dedicado este libro, Phoebe Hurty, ya no se cuenta entre los vivos, como suele decirse. Era una viuda que conocí en Indianápolis bien entrada la Gran Depresión. Yo tenía unos dieciséis años y ella alrededor de cuarenta.
Era rica pero no había dejado de trabajar ni un día, así que seguía haciéndolo. Escribía una columna, sensata y divertida, de consejos para enamorados en el Times de Indianápolis, un buen periódico ya difunto.
Difunto.
También escribía anuncios para la Compañía William H. Block, unos grandes almacenes que aún siguen marchando muy bien en un edificio que diseñó mi padre. Una vez, con ocasión de unas rebajas de verano, escribió un anuncio para unos sombreros de paja que decía: «A este precio, puede ponerle sombrero a su caballo y hasta a sus rosas».
Phoebe Hurty me contrató para hacer los anuncios de ropa para adolescentes. Yo tenía que usar la ropa que anunciaba. Eso era parte del trabajo. Me hice amigo de sus dos hijos, que eran más o menos de mi edad, y siempre estaba metido en su casa.
Cuando se dirigía a sus hijos o a mí o a las amigas que llevábamos a su casa, soltaba tacos. Era una mujer muy divertida e irradiaba a su alrededor una sensación de libertad. Nos enseñó a hablar abierta y descaradamente no sólo de las cuestiones sexuales sino de la historia estadounidense, de los héroes famosos, de la distribución de la riqueza, de la enseñanza y de cualquier cosa imaginable.
Ahora yo me gano la vida siendo descarado. Aunque intento imitar, torpemente, aquel descaro que en Phoebe Hurty tenía tanta gracia. Creo que a ella le era más fácil que a mí ser graciosa, dado el ánimo general que reinaba en la época de la Gran Depresión. Ella creía en lo mismo que tantos estadounidenses creían por aquel entonces: que, cuando llegase la época de la prosperidad, el país sería feliz, justo y racional.
Nunca más he vuelto a oír esa palabra: prosperidad. Era sinónimo de paraíso. Y Phoebe Hurty creía que esa forma de hablar sin tapujos, que tanto recomendaba, conformaría el paraíso americano.
Ahora su descaro está de moda. Pero ya nadie cree en el paraíso americano. La verdad es que echo mucho de menos a Phoebe Hurty.
En cuanto a la sospecha que dejo entrever en este libro de que los seres humanos son robots, máquinas, tengo que aclarar que, cuando yo era un niño, las personas que padecían sífilis, hombres en su mayor parte, sufrían, durante la última fase, locomotor ataxia y eran un espectáculo corriente en el centro de Indianápolis y entre las multitudes que se apiñaban en las plazas.
Eran personas que estaban invadidas por unos pequeños sacacorchos carnívoros que sólo podían verse a través del microscopio. Y esos sacacorchos, después de comerse la carne que hay entre las vértebras, dejaban a sus víctimas con los huesos de la columna soldados. Así que los sifilíticos caminaban muy erguidos, mirando fijamente hacia delante, lo que les daba un aspecto muy digno.
En una ocasión vi a uno que estaba en el bordillo de la esquina de la calle Meridian con la calle Washington, bajo un reloj colgante que había diseñado mi padre. Aquella esquina era conocida por todos como «El Cruce de América».
Y aquel sifilítico estaba allí, en el Cruce de América, concentrado, pensando en cómo hacer para que sus piernas bajaran del bordillo y le transportasen al otro lado de la calle Washington. Temblaba ligeramente, como si llevase por dentro un motorcito al ralentí. Su problema era que los sacacorchos le estaban comiendo vivo el cerebro, que es de donde parten las instrucciones para las piernas. Los cables que transportan las instrucciones ya no tenían aislante o estaban totalmente carcomidos. Y los interruptores distribuidos por el circuito se habían quedado atascados.
Aquel hombre parecía viejo, muy viejo, aunque probablemente no tuviese más de treinta años. Estuvo pensando y pensando. Y luego levantó la pierna dos veces seguidas como una corista.
A mí, que era un niño, me pareció que era un movimiento como de robot.
También tengo cierta tendencia a pensar en los seres humanos como si fuesen enormes tubos de ensayo de carne con reacciones químicas borboteándoles por dentro. Siendo niño, también vi a muchas personas que padecían bocio. Eso mismo es lo que le pasaba a Dwayne Hoover, el vendedor de Pontiacs, protagonista de este libro. Aquellos desdichados terrícolas tenían las glándulas tiroideas tan hinchadas que parecía que les crecían pepinos en el cuello.
Al final resultó que lo único que tenían que hacer para llevar una vida normal era tomar algo menos de la millonésima parte de un gramo de yodo al día.
Mi propia madre se destrozó el cerebro con productos químicos que se suponía que la hacían dormir.
Y yo, cuando estoy deprimido, me tomo una pastillita y me vuelvo a animar.
Y cosas por el estilo.
Así que, cuando creo un personaje para una novela, siento una gran tentación de decir que «es como es» porque tiene un fallo en los cables o porque ese día en particular ha ingerido o ha dejado de ingerir una cantidad microscópica de sustancias químicas.
¿Y qué pienso yo de este libro? Pues me parece horrible, pero siempre me pasa lo mismo con mis libros. Mi amigo Knox Burger dijo en una ocasión que cierta novela pesadísima «parecía escrita por Philboyd Studge». Ése es quien creo que soy cuando escribo lo que parece que estoy programado para escribir.
Este libro es el regalo que me hago a mí mismo por mi cincuenta cumpleaños. Me siento como si estuviera coronando un tejado a dos aguas, después de haber subido por uno de los lados.
A los cincuenta años estoy programado para comportarme como un niño: reírme del himno nacional de mi país, garabatear con un rotulador banderas nazis, culos y muchas otras cosas. Para que se vayan haciendo una idea de la edad mental de las ilustraciones de este libro, he aquí un dibujo del agujero del culo:
Creo que estoy intentando librarme de toda esa basura que tengo en el cerebro: culos, banderas y bragas. Sí, sí, en este libro he hecho un dibujo de unas bragas, y también me estoy desprendiendo de los personajes de otros libros míos. Ya no voy a organizar ningún espectáculo de títeres más.
Creo que estoy intentando tener la cabeza tan vacía como la tenía cuando vine a este mundo hace cincuenta años.
Sospecho que esto es algo que la mayoría de los estadounidenses blancos —y los no blancos que imitan a los estadounidenses blancos— deberían hacer. De cualquier modo, todas esas cosas que los demás me han metido en la cabeza no casan bien unas con otras. Normalmente, no sirven para nada, son feas, no guardan proporción entre sí, ni en mi interior ni en la vida real.
Dentro de mi cerebro no hay ninguna cultura ni ninguna armonía y ya no sé vivir sin cultura.
Así que este libro es un sendero plagado de basura, de esa porquería que voy tirando mientras retrocedo en el tiempo hacia el 11 de noviembre de 1922.
En mi viaje marcha atrás me detendré en una época en la que el 11 de noviembre, que casualmente es mi cumpleaños, era una fecha sagrada llamada Día del Armisticio. Cuando yo era niño, y Dwayne Hoover era niño, toda la gente de todos los países que habían luchado en la Primera Guerra Mundial guardaba silencio durante el minuto undécimo, de la hora undécima del Día del Armisticio, que se celebraba el día undécimo del undécimo mes del año.
Fue durante ese minuto de 1918 cuando millones y millones de seres humanos dejaron de masacrarse unos a otros. He hablado con ancianos que estuvieron en los campos de batalla durante aquel minuto. Y me han dicho, cada cual expresándolo a su modo, que aquel silencio repentino fue la Voz de Dios. Así que todavía hay entre nosotros algunos hombres que recuerdan el momento en que Dios habló a la humanidad absolutamente a las claras.
El Día del Armisticio se ha convertido en el Día de los Veteranos de Guerra. El Día del Armisticio era sagrado. El de los Veteranos de Guerra no lo es.
Así que voy a tirar el Día de los Veteranos de Guerra, pero me voy a quedar con el Día del Armisticio. No quiero deshacerme de ninguna cosa sagrada.
¿Y qué más es sagrado? Pues Romeo y Julieta, por ejemplo.
Y toda la música.
PHILBOYD STUDGE