EPÍLOGO

La sala de urgencias estaba situada en el subsuelo del hospital. Una vez que a Trout le desinfectaron, recortaron y vendaron el muñón del dedo anular, le dijeron que subiese a la oficina de administración. Tenía que rellenar varios formularios puesto que no era del condado de Midland, no tenía ningún seguro médico y era indigente. No tenía talonario y tampoco llevaba dinero en efectivo.

Durante un rato anduvo perdido dando vueltas por aquella planta, cosa que le sucedía a un montón de gente. Fue a parar a la puerta del depósito de cadáveres, como le sucedía a un montón de gente, y, automáticamente, se puso a pensar en su propia muerte, como le sucedía a un montón de gente. Después fue a parar a una sala de rayos X que ya no se utilizaba, lo cual le hizo pensar, automáticamente, si no habría alguna cosa nociva que le estuviera creciendo por dentro del cuerpo. Otras personas también se habían hecho la misma pregunta al pasar junto a aquella sala.

Trout no hacía más que sentir las mismas cosas que millones de personas habían sentido antes que él, de forma automática.

Y Trout se encontró con unas escaleras, pero no eran las escaleras correctas, ya que no fue a dar al vestíbulo ni a la administración ni a la tienda de regalos ni a nada de eso, sino a una serie de salas llenas de personas que se estaban recuperando de heridas de todo tipo y de personas que no se estaban recuperando. Muchas de aquellas personas habían sido arrojadas contra el suelo por la fuerza de la gravedad, que es una fuerza que no deja de actuar ni un solo segundo.

Después, Trout pasó por delante de la puerta de una habitación privada carísima, dentro de la que había un hombre negro joven, con un teléfono blanco y una televisión de color, que estaba rodeado de cajas de dulces y ramos de flores. Era Elgin Washington, un proxeneta que actuaba por los alrededores del antiguo Holiday Inn. Sólo tenía veintiséis años pero ya era fabulosamente rico.

Ya había acabado la hora de las visitas, así que todas sus esclavas del sexo femenino se habían marchado. Pero habían dejado tras de sí densas nubes de perfume. Trout sintió náuseas al pasar frente a la puerta. Era una reacción automática frente a aquella nube de perfume esencialmente desagradable. Elgin Washington acababa de esnifar cocaína por los conductos nasales, lo cual amplificaba de un modo tremendo los mensajes telepáticos que enviaba y los que recibía. Se sentía cien veces más grande que la vida, porque los mensajes eran fuertes y fascinantes. Le encantaba el sonido que emitían. Su significado no le importaba nada.

Y, en medio del alboroto de aquellos sonidos, Elgin Washington le dijo a Trout con tono zalamero:

—¡Eh, tío!, eh, tío, eh, tío…

Aquel mismo día, unas horas antes, Khashdrahr Miasma le había amputado un pie, pero él no se acordaba.

—¡Eh, tío! ¡Eh, tío! —dijo con voz persuasiva. No quería que Trout hiciese nada en especial. Sólo era que una parte ociosa de su mente estaba haciendo prácticas con la capacidad que poseía para atraer a personas extrañas. Era un pescador de almas humanas.

—Eh, tío… —dijo. Al sonreír dejó ver un diente de oro. Guiñó un ojo.

Trout se acercó a los pies de la cama de aquel negro. No lo hizo por compasión sino maquinalmente. Trout, igual que otros muchos terrícolas, era un bobo, totalmente automatizado, cuando tenía que vérselas con una personalidad patológica como la de Elgin Washington, que decía qué tenían que desear y qué tenían que hacer las demás personas. Por cierto, los dos eran descendientes del emperador Carlomagno. Cualquiera que tuviese un poco de sangre europea era descendiente del emperador Carlomagno.

Elgin Washington se dio cuenta de que, sin habérselo propuesto realmente, acababa de atrapar a otro ser humano. No era propio de su naturaleza dejar que nadie escapase sin hacerle sentirse degradado en algún sentido o sin hacer que se sintiera como un idiota. En alguna ocasión había llegado incluso a matar a un hombre para degradarle, pero a Trout lo trató con amabilidad. Cerró los ojos como si estuviese concentrado pensando, y dijo con tono serio:

—Creo que me estoy muriendo.

—¡Voy a llamar a una enfermera! —dijo Trout. Cualquier ser humano hubiese dicho exactamente lo mismo.

—No, no —contestó Elgin Washington, agitando la mano en señal de suave protesta—. Me estoy muriendo lentamente. Es una cosa gradual.

—¡Ah! Ya entiendo —dijo Trout.

—Tienes que hacerme un favor —dijo Washington. No tenía ni idea de qué favor pedirle, pero ya se le ocurriría. Siempre se le ocurría algo si se trataba de pedir favores.

—¿Qué favor? —preguntó Trout con inquietud.

La sola mención de un favor sin especificar hacía que se pusiese tenso. Él era una máquina de ese tipo. Y Washington ya sabía que se iba a poner tenso. Todos los seres humanos eran máquinas de ese tipo.

—Quiero que me escuches mientras silbo imitando el canto del ruiseñor —dijo. Le ordenó a Trout que le escuchase calladito con una mirada que le dejó petrificado—. Lo que hace que el canto del ruiseñor sea de esa rara belleza, que siempre han alabado los poetas, es que sólo canta en las noches de luna. —Y entonces hizo lo que podía hacer cualquier negro de Midland City: imitó el canto del ruiseñor.

El Festival de Arte de Midland City fue pospuesto por aquella locura. Su director, Fred T. Barry, se acercó en su limusina hasta el hospital, con su ropa como de chino, para brindar apoyo moral a Beatrice Keedsler y a Kilgore Trout. Pero a Trout no pudieron encontrarle por ninguna parte y a Beatrice Keedsler le habían inyectado morfina para que pudiese dormir.

Kilgore Trout daba por sentado que la inauguración del Festival de Arte tendría lugar aquella noche. No tenía dinero para pagar ningún tipo de transporte, así que se puso a caminar. Empezó su paseo, de unas cinco millas, bajando por el Bulevar Fairchild y encaminándose a aquel punto color ambarino que había en el extremo opuesto. Aquel punto era el Centro para las Artes de Midland City y, a medida que se acercase, se iría haciendo más grande. Cuando se hiciese lo suficientemente grande, aquel punto le engulliría y dentro de él habría comida.

Yo le estaba esperando para interponerme en su camino, a unas seis manzanas de distancia. Me hallaba sentado en un Plymouth Duster que había alquilado en Avis con la tarjeta del Diners’ Club. En la boca tenía un tubito de papel que estaba lleno de hojas trituradas. Lo encendí. Hacerlo era una cosa muy normal.

Mi pene sólo medía 8 centímetros de largo, pero medía 12 centímetros de diámetro que, por lo que yo sé, constituye un récord mundial. Y, en aquel momento, estaba durmiendo profundamente dentro de mis calzoncillos, de esos tipo eslip. Salí del coche a estirar las piernas, que también es una cosa muy normal. Me encontraba en una zona de fábricas y naves industriales. Allí la iluminación pública era escasa y las farolas estaban muy separadas. Los aparcamientos estaban vacíos. Sólo había algunos coches por aquí y por allá que pertenecían a los vigilantes nocturnos. El Bulevar Fairchild, que en otro tiempo fue la arteria principal de la ciudad, estaba ahora solitario, sin tráfico ninguno. Se había quedado sin vida desde que construyeron la Interestatal y el cinturón de circunvalación Robert F. Kennedy, que se hallaba sobre el trazado de la antigua vía del ferrocarril Monon. La vía Monon estaba difunta.

Difunta.

Nadie dormía en aquella parte de la ciudad. Nadie deambulaba por allí. Por las noches era una verdadera fortaleza, con vallas muy altas y alarmas y perros guardianes, que eran máquinas de matar.

Cuando salí de mi Plymouth Duster, yo no temía nada, lo cual fue una gran estupidez por mi parte. Dado que los materiales con los que trabaja un escritor son tan peligrosos, cabe esperar que, si baja la guardia, algún martirio le sorprenda a la velocidad del rayo.

A punto estuve de que un doberman me atacara. En una versión previa que hice de este mismo libro ese doberman tenía un papel protagonista.

Presten atención: Aquel doberman se llamaba Kazak y patrullaba por las noches en la zona de almacenaje de la compañía constructora de los hermanos Maritimo. Los que le habían entrenado, seres que le habían explicado en qué clase de planeta estaba y qué clase de animal era, también le enseñaron que el Creador del Universo quería que matase todo lo que pudiera agarrar y que, además, se lo comiese.

En una versión previa que hice de este mismo libro hacía que Benjamin Davis, el marido de Lottie, la criada negra de Dwayne Hoover, se ocupase de Kazak. Benjamin le arrojaba carne cruda al foso en el que se pasaba todo el día. Lo metía en aquel foso a la salida del sol. Y, cuando el sol ya se estaba poniendo, comenzaba a gritarle y lanzarle pelotas de tenis y, después, lo dejaba suelto.

Benjamin Davis era primer trompeta de la Orquesta Sinfónica de Midland City, pero aquél era un trabajo no remunerado, así que necesitaba tener otro por el que le pagasen. Se ponía un traje hecho con colchonetas militares y alambres para impedir que Kazak lo matase. Aunque Kazak lo intentaba una y otra vez. Por todo el recinto había fragmentos de colchoneta y pedazos de alambre.

Y Kazak hacía todo lo que podía por matar a cualquiera que se acercase demasiado a la valla que delimitaba su propio planeta. En cuanto veía acercarse a alguna persona, intentaba atacarla saltando como si no hubiese ninguna valla en medio, así que la valla tenía un montón de trozos combados hacia afuera, hacia la acera. Parecía como si alguien hubiese estado disparando cañonazos desde el interior del recinto.

Yo debería haberme fijado en aquellas extrañas formas de la valla al salir del automóvil, cuando hice esa cosa tan normal de encender un cigarrillo. Debería haber tenido en cuenta que un personaje tan feroz como Kazak no podía eliminarse de una novela así como así.

Kazak estaba agazapado detrás de una pila de cañerías de cobre que los hermanos Maritimo habían comprado muy baratas a un traficante aquel mismo día por la mañana. Kazak estaba dispuesto a matarme y a comerme.

Me puse de espaldas a la valla y di una profunda calada a mi cigarrillo. Tarde o temprano los Pall Malls acabarían matándome. Y me sumí en disquisiciones filosóficas sobre las oscuras almenas de la antigua Mansión Keedsler, que estaba al otro lado del Bulevar Fairchild.

Allí había crecido Beatrice Keedsler. Allí se habían cometido los asesinatos más famosos de la historia de aquella ciudad. Will Fairchild, el héroe de guerra y tío materno de Beatrice Keedsler, se presentó una noche de verano del año 1926 con un rifle Springfield y comenzó a disparar. Mató a cinco parientes, tres criados, dos policías y a todos los animales del zoológico privado de los Keedsler. Después se pegó un tiro en el corazón.

Cuando le hicieron la autopsia le descubrieron un tumor en el cerebro del tamaño de un perdigón. Ésa fue la verdadera causa de aquellos asesinatos.

Después de que la familia Keedsler tuviera que abandonar su mansión porque ya había comenzado a sentirse la Gran Depresión, Fred T. Barry se instaló allí con su familia. Aquel viejo caserón se llenó con los trinos de pájaros del Imperio Británico.

Pero en aquel momento era una propiedad municipal silenciosa y se hablaba de convertirla en un museo en el que los niños pudiesen estudiar la historia de Midland City, por medio de puntas de flechas, animales disecados y las antiguas herramientas que había utilizado el hombre blanco.

Fred T. Barry había ofrecido una donación de medio millón de dólares para el museo con una condición: que se expusiera la primera Robo-Magic y los primeros carteles que la anunciaban.

Y también quería que en la exposición quedase patente que las máquinas evolucionaban igual que los animales, pero a mayor velocidad.

Yo estaba observando la Mansión Keedsler sin imaginarme que, a mis espaldas, un perro estaba a punto de entrar en erupción como un volcán. Kilgore Trout estaba cada vez más cerca. Su cercanía me dejaba indiferente, aunque había cosas trascendentales que teníamos que decirnos sobre el hecho de que yo le hubiese creado.

Pero en lo que yo estaba pensando era en mi abuelo paterno, que fue el primer arquitecto que tuvo tal título en Indiana. Había diseñado algunas mansiones de ensueño para los millonarios de aquel estado. Ahora se habían convertido en funerarias, escuelas de guitarra, solares en construcción y aparcamientos. Estaba pensando en mi madre que, una vez, durante la Gran Depresión, me llevó por toda la ciudad de Indianápolis para impresionarme con lo rico y poderoso que había sido mi otro abuelo, su padre. Me mostró dónde había estado situada su fábrica de cerveza y sus palacetes de ensueño. Todo ello se había convertido en solares en construcción.

En aquel momento Kilgore Trout se encontraba sólo a media manzana de su Creador y comenzaba a aminorar el paso. Yo le preocupaba.

Me volví hacia él de modo que mis fosas nasales, que era de donde salían y adonde llegaban todos los mensajes telepáticos, quedasen simétricamente alineadas con las suyas. Le repetí varias veces el siguiente mensaje telepático: «Tengo buenas noticias para ti».

En aquel momento Kazak dio un salto.

Le vi venir por el rabillo del ojo. Sus ojos echaban chispas. Sus dientes eran puñales blancos. Sus babas, puro cianuro, y su sangre, nitroglicerina.

Cruzaba el aire como un zepelín, flotando indolentemente.

Mis ojos transmitieron el mensaje a mi mente.

Mi mente envió el mensaje a mi hipotálamo y le dijo que liberase una hormona, la CRF, y que la vertiese en las venillas que ponían en conexión el hipotálamo con la glándula pituitaria.

La CRF hizo que mi glándula pituitaria soltase, a su vez, la hormona ACTH por mi corriente sanguínea. Mi pituitaria había estado produciendo y almacenando ACTH para una ocasión semejante. El zepelín se acercaba cada vez más.

Y parte de la ACTH de mi corriente sanguínea llegó a la capa externa de la glándula productora de adrenalina que, a su vez, había estado produciendo y almacenando glucocorticoides para posibles emergencias. Los glucocorticoides se añadieron a mi corriente sanguínea y se extendieron por todo mi cuerpo transformando el glucógeno en glucosa. La glucosa es el alimento de los músculos. Eso me ayudaría a luchar como un gato montes o a huir tan deprisa como un gamo.

Y el zepelín se acercaba cada vez más.

La glándula productora de adrenalina también me propinó un chute extra de adrenalina. Me fui poniendo de color morado a medida que me subía la tensión sanguínea. La adrenalina hizo que mi corazón saltase como si fuera una alarma contra robos. También me puso los pelos de punta. Y también provocó que en mi corriente sanguínea entrasen coagulantes para que, en caso de que fuese herido, no se me escapasen los jugos vitales.

Todo aquello que mi cuerpo había hecho hasta ese momento era normal dentro de los procesos operativos de las máquinas humanas. Pero mi cuerpo tomó también una medida defensiva que, según tengo entendido, carecía de precedentes en la historia de la medicina. Debió de producirse por algún cortocircuito o se me saltó algún fusible. Fuera como fuese, la cosa es que los testículos se me fueron subiendo hasta entrar en la cavidad abdominal, y allí los guardé como si se tratara del tren de aterrizaje de un avión. Y ahora me han dicho que sólo me los podrán sacar de ahí con una intervención quirúrgica.

Bueno, sea como sea, Kilgore Trout me estaba mirando a media manzana de distancia sin saber quién era yo, sin saber quién era Kazak ni todo lo que mi cuerpo había hecho para enfrentarse a Kazak hasta aquel momento.

Trout ya había tenido un día bastante cargado, pero aún no había acabado. En aquel mismo momento vio a su Creador saltando limpiamente por encima de un automóvil.

Aterricé sobre manos y rodillas en medio del Bulevar Fairchild.

Kazak, al darse contra la valla, fue impulsado hacia atrás. La fuerza de la gravedad hizo el resto, al igual que conmigo. La fuerza de la gravedad lo aplastó contra el asfalto. Kazak se quedó atontado.

Kilgore Trout giró sobre sus talones y se dirigió a toda pastilla de vuelta al hospital. Le llamé a gritos, pero lo único que conseguí fue que se alejara más deprisa.

Así que entré en mi coche de un salto y me puse a perseguirle. Yo seguía colocadísimo con tanta adrenalina y tantos coagulantes y todas esas cosas. Aún no sabía que mis testículos se habían replegado con tantas emociones. Sólo sentía una vaga incomodidad ahí abajo.

Trout iba al trote cuando llegué a su altura. Según mi velocímetro iba a once millas por hora, lo cual es extraordinario para un hombre de su edad. Para entonces, él también estaba lleno de adrenalina y coagulantes y glucocorticoides.

Bajé la ventanilla y le grité:

—¡Eh, eh, señor Trout! ¡Eh, señor Trout!

El que le llamara por su nombre le hizo aminorar el paso.

—¡Eh, que soy un amigo! —le dije.

Fue arrastrando los pies hasta que se detuvo del todo y se recostó, agotado y jadeante, contra la valla que rodeaba un almacén de aparatos eléctricos de la General Electric. El distintivo y el lema de la compañía colgaban en el cielo nocturno por detrás de Kilgore Trout, cuyos ojos estaban fuera de sus órbitas. El lema era el siguiente:

NUESTRO PRODUCTO MÁS IMPORTANTE ES EL PROGRESO

—Señor Trout —dije desde la penumbra interior de mi coche—, no tiene nada que temer. Le traigo muy buenas noticias de última hora.

Le estaba costando mucho recobrar el aliento, así que al principio no resultó muy buen conversador.

—¿Es… es… usted… del Festival… de Arte? —dijo. Los ojos le seguían dando vueltas.

—Yo soy del festival de todas las cosas —respondí.

—¿De qué? —dijo él.

Pensé que sería una buena idea dejarle que me viese bien, así que intenté encender la luz interior del coche, pero me equivoqué y puse en marcha el agua y los limpiaparabrisas. Los quité. Pero veía las luces del Hospital del Condado difusas por las gotas de agua, así que tiré de otro mando y me quedé con él en la mano. Era el encendedor. O sea que no me quedó más remedio que continuar hablando desde la penumbra.

—Señor Trout —le dije—, soy novelista y yo le he creado para que salga usted en mis libros.

—¿Cómo dice? —respondió.

—Que soy su Creador —le dije—. Y en estos momentos está usted en la mitad de un libro, bueno, en realidad, cerca ya del final.

—Ah —dijo.

—¿Hay alguna pregunta que quiera hacerme?

—¿Cómo dice? —respondió.

—No dude en preguntarme todo lo que quiera, sobre el pasado, sobre el futuro… —le dije—. Hay un Premio Nobel en su futuro.

—¿Un qué? —dijo.

—Un Premio Nobel de medicina.

—Ah —dijo. Era una respuesta evasiva.

—Y también lo he arreglado todo para que, desde ahora, tenga un editor muy prestigioso. Se acabaron los libros de castores.

—Ah —dijo.

—Si yo estuviera en su lugar, seguro que tendría un montón de preguntas que hacerle —le dije.

—¿Tiene usted una pistola? —dijo.

Me reí allí, en la oscuridad, e intenté de nuevo encender la luz interior, pero volví a poner en marcha el agua y los limpiaparabrisas.

—No necesito ninguna pistola para controlarle, señor Trout. Todo cuanto tengo que hacer es escribir algo sobre usted y ya está.

—¿Está usted loco? —me dijo.

—No —le contesté y decidí acabar con todas sus dudas. Le transporté al Taj Mahal y, después, a Venecia y, después, a Dar es Salaam y, después, a la superficie solar donde las llamas no pudieron hacer presa de él y, después, lo devolví a Midland City.

El pobre viejo cayó de hinojos. Me recordó a mi madre y a la madre de Bunny Hoover cuando alguien intentaba sacarles una foto.

Como estaba acobardado, le transporté a las Bermudas de su infancia y le hice contemplar el huevo estéril de un águila de las Bermudas. Y desde allí le transporté a la Indianápolis de mi infancia. Lo situé en medio de la multitud que atestaba una plaza, e hice que viera a un hombre que padecía de locomotor ataxia y a una mujer con un bulto, provocado por el bocio, más grande que un pepino.

Salí de mi coche alquilado. Lo hice con gran estrépito, de tal manera que sus oídos pudieran decirle muchas cosas sobre su Creador, incluso si se negaba a utilizar la vista. Cerré la puerta de un portazo. Mientras daba la vuelta al coche para acercarme a él, iba arrastrando los pies de tal modo que mis pisadas resultasen no sólo firmes sino también audibles.

Me detuve con las puntas de los zapatos en el borde del estrecho campo de visión que le permitía su mirada clavada en el suelo.

—Señor Trout, yo le tengo mucho cariño —le dije suavemente—. Le he hecho añicos, ya lo sé, pero ahora quiero recomponerlo. Quiero que sienta una plenitud y una armonía internas como jamás hasta ahora le había permitido sentir. Quiero que levante la mirada y vea qué es lo que tengo en la mano.

En la mano yo no tenía nada. Pero mi poder sobre Trout era tal que lograría que él viera lo que yo quisiese que viera. Podría, por ejemplo, hacerle ver una Helena de Troya de sólo quince centímetros de altura.

—Señor Trout… Kilgore… —le dije—, tengo en la mano el símbolo de la plenitud, la armonía y el alimento espiritual. Es de una simplicidad oriental, pero nosotros somos americanos, Kilgore, y no chinos. Y como americanos que somos necesitamos símbolos con gran riqueza cromática, tridimensionales y con contenido. Sobre todo, estamos sedientos de símbolos que no hayan sido corrompidos por los grandes pecados que nuestra nación ha cometido, como la esclavitud, el genocidio, la desidia criminal, la prepotencia, la avidez y la astucia comerciales.

»Míreme, señor Trout —le dije, y esperé pacientemente—. ¿Kilgore…?

El viejo levantó la mirada, tenía la misma expresión cansada de mi padre cuando se quedó viudo, siendo ya muy anciano…

Trout vio que yo tenía una manzana en la mano.

—Estoy a punto de cumplir cincuenta años, señor Trout —le dije—. Me estoy purificando, me estoy renovando para todo lo que me deparen los próximos años. En condiciones espirituales similares el conde Tolstói concedió la libertad a sus siervos. Thomas Jefferson concedió la libertad a sus esclavos. Yo voy a conceder la libertad a todos los personajes que me han servido lealmente durante toda mi carrera de escritor.

»Es usted el único al que se lo cuento. Para los demás esta noche será como cualquier otra noche. Levántese, señor Trout, es usted libre, es usted libre.

Se levantó vacilante.

Podía haberle estrechado la mano pero él tenía la mano derecha herida, así que los dos permanecimos con los brazos colgando a los lados del cuerpo.

Bon voyage —le dije, y desaparecí.

Di un salto mortal, placentero y sin esfuerzo, al vacío, que es el lugar en el que me escondo cuando me desvanezco en el aire. Los gritos de Trout se iban apagando a medida que la distancia entre nosotros se agrandaba.

Su voz era la voz de mi padre. En el vacío yo oía a mi padre y veía a mi madre. Mi madre estaba lejos, lejos, muy lejos, porque había dejado un legado de suicidio.

Un espejito de mano pasó flotando junto a mí. Era un desagüe con marco y mango de madreperla. Logré asirlo con facilidad y me lo acerqué a mi ojo derecho, que tenía el siguiente aspecto:

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He aquí lo que Kilgore Trout me gritaba utilizando la voz de mi padre: «¡Hazme joven, hazme joven, hazme joven!».

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