Mientras mi vida renacía gracias a las palabras de Rabo Karabekian, Kilgore Trout se encontraba en la siguiente salida de la Interestatal, mirando hacia el nuevo Holiday Inn desde el otro lado del Canal de cemento que encauzaba el Arroyo del Azúcar. No había ningún puente, así que tendría que vadearlo.
De modo que se sentó en la barrera de protección, se quitó los zapatos y los calcetines y se remangó los pantalones hasta las rodillas. Varices y cicatrices daban a sus pantorrillas desnudas un aspecto estrafalario. Así eran las pantorrillas de mi padre cuando ya era un hombre viejo, muy viejo.
Kilgore Trout tenía las pantorrillas de mi padre. Yo se las había regalado. Como también le regalé los pies de mi padre, que eran largos, estrechos y delicados. Eran azulados. Eran unos pies artísticos.
Trout introdujo sus pies artísticos en el canal que hacía de cauce al Arroyo del Azúcar. Inmediatamente quedaron recubiertos por una sustancia plástica y transparente que flotaba en la superficie del arroyo. Cuando Trout sacó del agua uno de los pies, vio con sorpresa que la sustancia plástica que lo recubría se secaba inmediatamente al contacto con el aire, formado una fina capa, como una bota de piel del color de la madreperla. Con el otro pie se repitió el mismo proceso.
La sustancia procedía de la fábrica Barrytron, que estaba desarrollando una bomba antipersonal para las Fuerzas Aéreas. La bomba contenía fragmentos de metralla de plástico en vez de hierro, porque el plástico resultaba mucho más barato y, además, eran imposibles de localizar con rayos X en los cuerpos de los enemigos.
En Barrytron no tenían ni idea de que estaban vertiendo aquellos desechos en el Arroyo del Azúcar. Habían contratado a la compañía Hermanos Maritimo, que estaba controlada por gángsters, para que les diseñaran un buen sistema que les librara de aquellos residuos. Eran conscientes de que la compañía estaba controlada por gángsters. Todo el mundo lo sabía. Pero los hermanos Maritimo eran los mejores constructores de la ciudad. Habían construido la casa de Dwayne Hoover, que era una casa muy sólida.
Claro que, con bastante frecuencia, cometían alguna fechoría increíble. El sistema de eliminación de residuos de Barrytron era un buen ejemplo de ello. Era caro y parecía lo suficientemente complejo como para dar el pego. Pero, en realidad, no era más que chatarra colocada por acá y por allá, que servía para ocultar una simple tubería robada que iba desde Barrytron directamente al Arroyo del Azúcar.
Los de la compañía Barrytron se llevaron un disgusto mortal al enterarse de que habían sido los causantes de aquella monstruosa contaminación. Siempre, a lo largo de toda su historia, habían intentado dar ejemplo de buen comportamiento cívico, sin reparar en gastos.
Trout se hallaba cruzando el Arroyo del Azúcar con las piernas y los pies de mi padre y, con cada paso que daba, aquellos apéndices se iban tornando cada vez más nacarados. Llevaba los paquetes, los zapatos y los calcetines sobre la cabeza, a pesar de que el agua apenas le llegaba a las rodillas.
Sabía lo ridículo que resultaría su aspecto y esperaba un pésimo recibimiento. Soñaba con crear un clima tan embarazoso que diese al traste con el festival. Había recorrido toda aquella distancia para provocar una orgía de masoquismo. Quería que le tratasen como a una cucaracha.
En cuanto máquina, su situación resultaba compleja y tragicómica. Pero su parte sagrada, su conciencia, permanecía como una franja contundente de luz.
Este libro lo está escribiendo una máquina de carne y hueso en cooperación con otra de metal y plástico. Por cierto, el plástico es un pariente cercano de la porquería del Arroyo del Azúcar. Y en el corazón escribidor de esta máquina de carne y hueso existe algo sagrado, una franja contundente de luz.
Y en el corazón de todas las personas que lean este libro existe una franja contundente de luz.
Acaba de sonar el timbre de mi apartamento de Nueva York. Y ya sé lo que voy a encontrar al abrir la puerta: una franja contundente de luz.
¡Dios bendiga a Rabo Karabekian!
Presten atención: Kilgore Trout salió del canal y se plantó sobre el desierto de asfalto que era aquel aparcamiento. Su plan consistía en entrar en el vestíbulo del Holiday Inn descalzo, dejando las huellas húmedas sobre la moqueta, de la siguiente manera:
Fantaseaba con la idea de que alguien se indignara al ver aquellas huellas. Eso le brindaría la oportunidad para replicar solemnemente: «¿Qué es lo que le molesta tanto? Lo único que hago es utilizar la primera imprenta de la que dispuso el ser humano. Está usted leyendo un lenguaje universal que dice: “Estoy aquí y ahora estoy aquí y ahora estoy aquí”».
Pero Trout no era ninguna imprenta ambulante. Sus pies no dejaban ninguna huella sobre la moqueta puesto que habían quedado enfundados en unas botitas de plástico, y el plástico estaba seco. He aquí la estructura de las moléculas del plástico:
Las moléculas se reproducían y se reproducían y se reproducían hasta formar una lámina rígida e impermeable.
Esas moléculas eran iguales a las del monstruo que Lyle y Kyle, los medio hermanos de Dwayne, habían atacado con sus pistolas automáticas. Era la misma sustancia que estaba jodiendo la Cueva del Sagrado Milagro.
El hombre que me enseñó a dibujar un fragmento de la cadena de la molécula del plástico fue el profesor Walter H. Stockmayer de la Universidad de Dartmouth. Es un físico y químico muy distinguido, aparte de un amigo divertido, con el que siempre puedo contar. No es fruto de mi invención. A mí me gustaría ser como el profesor Walter H. Stockmayer. Es un pianista brillante y esquía de maravilla.
Y cuando me dibujó un fragmento convincente de la cadena de esa molécula, marcó una serie de puntos por donde se podría seguir desarrollando de ese modo que yo acabo de señalar con una abreviatura que quiere decir «repetición ad infinitum».
Puesto que la vida se ha convertido en un polímero en el que está firmemente envuelta la Tierra, me parece que el final más apropiado para cualquier historia debería ser esta abreviatura, que ahora escribo con mayúsculas porque me apetece, y que es la siguiente:
Y en reconocimiento a esa continuidad del polímero es por lo que empiezo tantas frases con «Y» y «Así que», y finalizo tantos párrafos con «… y cosas por el estilo».
Y cosas por el estilo.
«¡Todo es como un océano!», gritó Dostoievski. Y yo digo: Todo es como el celofán.
Así que Trout entró en el vestíbulo como una impresora carente de tinta, pero aún así seguía siendo el ser humano más grotesco que había entrado allí jamás.
Se encontró rodeado por todas partes de lo que otras personas llaman espejos y él llamaba desagües. Toda la pared que separaba el vestíbulo y el bar del hotel era un desagüe de tres metros de alto y diez metros de largo. Había otro desagüe sobre la máquina del tabaco y otro más en la máquina expendedora de caramelos. Y cuando Trout miró a través de ellos, para ver qué estaba pasando en el otro universo, vio una criatura vieja, mugrienta, con los ojos enrojecidos, que iba descalza y tenía los pantalones remangados hasta las rodillas.
Cuando todo eso estaba ocurriendo, la única persona que se encontraba en el vestíbulo era el bello Milo Maritimo, el joven recepcionista. Su ropa, al igual que su piel y sus ojos, tenían todos los tonos que pueden tener las olivas. Era licenciado por la Escuela de Hostelería Cornell y, además, era el nieto homosexual de Guillermo Maritimo, al que llamaban Guillermito y que era uno de los guardaespaldas del famoso gángster de Chicago, Al Capone.
Trout se presentó a aquel chico inofensivo colocándose ante el mostrador con las piernas bien separadas, los pies descalzos y los brazos abiertos.
—Ha llegado el abominable hombre de las nieves —le dijo a Milo—. Si no estoy tan limpio como la mayoría de los abominables hombres de las nieves es porque me raptaron cuando era un niño de las cimas del Everest y me llevaron como esclavo a un burdel de Río de Janeiro en donde he tenido que dedicarme los últimos cincuenta años a limpiar los aseos de una mugre inenarrable. Un cliente de los que quieren que les azoten dijo entre gritos, en mitad del éxtasis y la agonía, que iba a haber un festival de arte en Midland City. Y, entonces, yo me escapé descolgándome por una ventana con varias sábanas atadas que saqué de un cesto de ropa pestilente. He llegado a Midland City para lograr, antes de morir, el reconocimiento al gran artista que creo ser.
Milo Maritimo saludó a Trout con gesto de evidente admiración.
—Señor Trout —dijo embelesado—, le reconocería en cualquier parte. ¡Bienvenido a Midland City! Le necesitamos tanto…
—¿Cómo sabe usted quién soy yo? —dijo Kilgore Trout. Hasta entonces nadie había sabido jamás quién era.
—Tenía que ser usted —dijo Milo.
Trout se quedó desinflado. Neutralizado. Dejó caer los brazos, como si fuera un niño.
—Hasta ahora nadie había sabido jamás quién era yo —dijo.
—Ya lo sé —dijo Milo—. Nosotros le hemos descubierto a usted y ahora esperamos que usted nos descubra a nosotros. A partir de ahora Midland City ya no sólo será conocida como la cuna de Mary Alice Miller, la campeona del mundo de doscientos metros braza femeninos. También será la primera ciudad que reconoció el gran talento de Kilgore Trout.
Trout se alejó del mostrador y se dejó caer en un sofá con brocados de estilo español. Todo el vestíbulo estaba decorado con muebles de estilo español, exceptuando las máquinas expendedoras.
Y, entonces, Milo utilizó una frase de un programa de televisión que había pasado a ser de uso general. Aquel programa ya no se emitía desde hacía unos cuantos años, pero la mayor parte de la gente recordaba la frase en cuestión. La verdad es que gran parte de las conversaciones de la gente consiste en repetir los eslóganes de la televisión, tanto de los programas actuales como de los que ya han dejado de emitirse. El programa del que procedía la frase que iba a pronunciar Milo consistía en invitar a una persona ya mayor, por lo general famosa, a que hablara en lo que parecía una habitación normal, aunque en realidad era un escenario, ante una audiencia y rodeado de cámaras de televisión ocultas. También ocultas por allí había varias personas que habían conocido al invitado hacía mucho tiempo, en su juventud, y que iban apareciendo y contando anécdotas sobre el personaje del que trataba el programa.
Y, entonces, Milo dijo lo que el maestro de ceremonias le habría dicho a Trout si éste hubiera estado en aquel programa y el telón estuviera a punto de alzarse: «Kilgore Trout, ¡ésta es su vida!».
Sólo que allí no había audiencia ni telón ni nada de eso. Y lo cierto es que Milo Maritimo era la única persona de Midland City que sabía algo sobre Kilgore Trout. Y que Midland City estuviera a punto de estar tan gagá como él con las obras de Kilgore Trout era simplemente lo que a él le habría gustado.
—Estamos listos para un nuevo Renacimiento, señor Trout. ¡Usted será nuestro Leonardo!
—¿Cómo es posible que haya oído usted hablar de mí? —dijo Trout, aún aturdido.
—Al prepararme para el Renacimiento en Midland City, me propuse leer todo lo que pudiera sobre cada uno de los artistas que iban a venir y sobre su obra.
—No existe nada sobre mí ni sobre mi obra —protestó Trout.
Milo se acercó saliendo desde detrás del mostrador. Llevaba algo que parecía un viejo balón de béisbol deformado, envuelto con diferentes tipos de cintas.
—Como no conseguía encontrar nada sobre usted —dijo—, le escribí a Eliot Rosewater, el que dijo que teníamos que traerle a Midland. Él tiene una colección privada de cuarenta y una novelas y sesenta y tres relatos breves escritos por usted, señor Trout. Me las prestó para que pudiera leerlas todas. —Alargó la mano con aquello que parecía una pelota de béisbol pero que, en realidad, era un libro de la colección de Rosewater. Rosewater utilizaba la sección de libros de ciencia ficción de su biblioteca con mucha asiduidad—. Éste es el único libro suyo que aún no he terminado, pero mañana, antes de que salga el sol, lo habré acabado —dijo Milo.
Por cierto, la novela en cuestión se llamaba El astuto Bunny. El personaje principal era un conejo que vivía como los demás conejos salvajes, pero tenía un cerebro como el de Albert Einstein o el de William Shakespeare. Era un conejito hembra. De todas las novelas y relatos cortos de Kilgore Trout éste era el único personaje principal que pertenecía al sexo femenino.
Llevaba la vida normal de un conejo hembra, a pesar de su enorme cerebro. Y hasta había llegado a pensar que su cabeza no valía para nada, que era una especie de tumor sin ninguna utilidad en el esquema conejil de las cosas.
Así que se fue pin-pan, pin-pan, pin-pan a la ciudad para que le extirpasen el tumor. Pero antes de llegar allí un cazador que se llamaba Dudley Farrow la mató de un escopetazo. Farrow la desolló y le sacó las tripas, pero su mujer, Grace, y él decidieron no comérsela porque tenía una cabeza extraordinariamente grande y pensaron lo mismo que había pensado la conejita cuando estaba viva: que debía de tener algún tipo de enfermedad.
Y cosas por el estilo.
Kilgore Trout tenía que cambiarse inmediatamente y ponerse la única ropa que tenía, el esmoquin de cuando acabó el instituto y su camisa de vestir nueva. Los bajos arremangados del pantalón se le habían quedado impregnados de aquella sustancia plástica del arroyo, así que no podía bajárselos. Estaban más rígidos que los rebordes de una tubería.
Así que Milo Maritimo le condujo a su suite que, en realidad, eran dos habitaciones normales a las que se les había abierto una puerta de comunicación. Trout y todos los distinguidos invitados tenían una suite con dos televisores de color, dos baños alicatados y cuatro camas dobles provistas de Dedos Mágicos. Los Dedos Mágicos eran unos aparatos vibradores conectados a los muelles del colchón de la cama. Si un huésped echaba una moneda de veinticinco centavos en una cajita que había en la mesilla, los Dedos Mágicos hacían que la cama se balancease.
En la habitación de Trout había flores suficientes como para la celebración del funeral de un gángster católico. Las habían mandado Fred T. Barry, presidente del Festival de Arte; la Asociación de Clubs Femeninos de Midland City; la Cámara de Comercio y un sinfín de organismos más.
Trout leyó algunas de las tarjetas que acompañaban a las flores y comentó: «Desde luego, me parece que esta ciudad trata a los artistas a lo grande».
Milo cerró sus ojos de color oliva y se estremeció como si estuviese a punto de agonizar.
—Ya era hora. ¡Oh, Dios mío! Señor Trout, hacía tanto tiempo que estábamos hambrientos sin darnos cuenta siquiera de qué —dijo.
Aquel joven no sólo era descendiente de jefes de bandas criminales sino que también era pariente cercano de los mafiosos que estaban actuando en Midland City en aquellos mismos momentos. Sin ir más lejos, sus tíos eran los propietarios de la Compañía de Construcción Hermanos Maritimo. Y Gino Maritimo, su tío en segundo grado, era el capo de las drogas en la ciudad.
—¡Oh, señor Trout! —seguía diciendo el bello Milo en la suite de Trout—, enséñenos a cantar, a bailar, a reír y a llorar. Hace tanto tiempo que intentamos sobrevivir sólo a base de dinero, sexo, envidia, bienes inmuebles, fútbol, baloncesto, coches, televisión y alcohol…, bobadas y tonterías.
—¡Abra los ojos! —contestó Trout en tono agrio—. ¿Tengo yo aspecto de bailarín o de cantante o de hombre dedicado a los placeres?
En aquel momento ya llevaba puesto el esmoquin. Era una talla más grande de la que necesitaba. Estaba más delgado que cuando acabó el instituto. Tenía los bolsillos tan llenos de bolas de naftalina que parecían alforjas.
—¡Abra los ojos! —dijo Trout—. ¿Qué hombre que se nutra de belleza tendría este aspecto? ¿Y dice usted que aquí no tienen más que desolación y desesperación? ¡Pues yo traigo más de todo eso!
—Tengo los ojos abiertos —dijo Milo afectuosamente—, y estoy viendo exactamente lo que esperaba ver. Veo a un hombre terriblemente herido porque ha tenido la osadía de atravesar el fuego que conduce a la verdad que hay al otro lado y que nosotros jamás hemos visto. Y ese hombre ha vuelto para hablarnos de ese otro lado.
Yo estaba allí sentado, en el nuevo Holiday Inn, y le hice desaparecer y luego aparecer de nuevo y después volver a desaparecer y luego volver a aparecer. En realidad, allí no había más que un campo de labranza. Un granjero lo había sembrado con centeno.
Pensé que ya había llegado el momento de que Trout se encontrase con Dwayne Hoover y de que Dwayne se volviese loco.
Ya sabía cómo iba a acabar este libro. Dwayne iba a herir a un montón de gente. Hasta iba a arrancar de un mordisco una falange del dedo índice a Kilgore Trout.
Y, después, Trout con la herida vendada, se internaría en aquella ciudad desconocida y se encontraría con su Creador, quien le explicaría todo.