El Galaxia en el que Kilgore Trout iba de pasajero se hallaba en la autopista, cerca ya de Midland City. Avanzaba lentamente. Había retenciones porque era hora punta, la de la salida de Barrytron, de Western Electric y de la Mutua Prairie. Trout levantó la vista de lo que estaba leyendo y vio un anuncio en una valla que decía así:
O sea que la Cueva del Sagrado Milagro acababa de convertirse en parte del pasado.
Cuando Trout se convirtiera en un hombre muy, muy viejo, el secretario general de las Naciones Unidas, Sr. Thor Lembrig, le preguntaría si temía al futuro. Y Trout le daría esta respuesta:
—Señor secretario general, es el pasado lo que me remueve las tripas.
Dwayne Hoover estaba a sólo cuatro millas de allí, sentado, solo, en una butaca forrada con piel de cebra en el bar del nuevo Holiday Inn. Allí dentro reinaba la oscuridad y, también, la calma. Las gruesas cortinas de terciopelo carmesí impedían que llegara el jaleo de luces deslumbrantes y ruidos procedentes del tráfico de hora punta de la Interestatal.
En todas las mesas había unas lamparillas de vidrio, con una vela dentro, aunque allí no había corrientes de aire.
En todas las mesas había también un cuenco con cacahuetes tostados y un cartelito que permitía al personal negarse a servir a las personas que no encajaran en el ambiente selecto de aquel bar. He aquí lo que ponía:
Bunny Hoover estaba sentado al piano. No había levantado la vista cuando entró su padre, y éste tampoco había mirado en aquella dirección. Hacía muchos años que no se saludaban.
Bunny siguió interpretando blues al estilo de los blancos. Lentos, tintineantes, con silencios caprichosos aquí y allá. Los blues interpretados por Bunny tenían esa calidad de música enlatada, de cansina música enlatada. Tintineaba, se detenía y, luego, como de mala gana, de modo indolente, tintineaba un poquito más.
Entre otras muchas cosas, la madre de Bunny había tenido una colección de cajitas de música tintineante.
Presten atención: Francine Pefko se encontraba en la agencia de automóviles de Dwayne, en el edificio de al lado. Estaba intentando dejar acabado todo el trabajo que debería haber hecho durante aquella tarde. Pronto Dwayne le daría una paliza.
La única persona que también estaba en el edificio mientras ella tecleaba en su máquina de escribir y archivaba papeles era Wayne Hoobler, el ex presidiario negro, que aún seguía al acecho entre los coches usados. También a él intentaría Dwayne darle una paliza, pero Wayne Hoobler era un genio esquivando golpes.
En aquel mismo instante Francine era una pura máquina, una máquina hecha de carne y hueso, pero una máquina de teclear, una máquina de archivar.
Wayne Hoobler, sin embargo, no tenía nada maquinal que hacer. Se moría de ganas de ser una máquina útil. Los coches de segunda mano estaban todos cerrados con cerrojo durante la noche. De vez en cuando unas hélices de aluminio que colgaban de un alambre por encima de donde él estaba giraban propulsadas por una brisa cansina y Wayne respondía lo mejor que podía.
—Venga —les decía—. Seguid girando.
También estableció una especie de relación con el tráfico de la Interestatal intentando captar sus cambios de humor.
—Todo el mundo se está yendo a casa —dijo mientras se oía el embotellamiento de la hora punta—. Todo el mundo ha llegado a casa —dijo más tarde, cuando el tráfico decreció. El sol se estaba poniendo.
—El sol se está poniendo —dijo Wayne Hoobler. No sabía adonde dirigirse. Se imaginó que aquella noche podría morir de frío. Nunca había visto a nadie que hubiera muerto de frío ni se había visto amenazado por una situación semejante, ya que en muy pocas ocasiones había estado libre. Pero sabía que existía eso de morirse de frío porque, de vez en cuando, una voz acartonada procedente de la pequeña radio de su celda decía que alguien había muerto de frío.
Echaba de menos aquella voz acartonada. Echaba de menos el ruido de las puertas metálicas al cerrarse. Echaba de menos el pan de la cárcel, los guisos y las jarras de café con leche. Echaba de menos metérsela en la boca o en el culo a otro tipo, o que otro tipo se la metiera a él, y hacerse pajas, y follarse a las vacas de la granja de la prisión, todas esas cosas que él creía que eran aspectos normales de la vida sexual de los seres del planeta.
He aquí lo que sería una buena lápida en la tumba de Wayne Hoobler cuando muriera:
La granja de la prisión proveía de leche y crema, mantequilla, queso y helados no sólo a la prisión sino también al Hospital del Condado. Y, además, vendía sus productos fuera de la comarca. En su etiquetado no se hacía ninguna mención a la cárcel. Solamente decía:
Wayne no sabía leer muy bien. Las palabras Hawai y hawaiana, por ejemplo, que desconocía, aparecían combinadas con otras palabras y símbolos que le resultaban más familiares, sobre unos carteles pintados que había en los escaparates de la agencia y en los parabrisas de los coches de segunda mano. Wayne intentó decodificar fonéticamente aquellas misteriosas palabras sin lograrlo. «A-va-i», decía, y «a-va-ia-na» y cosas por el estilo.
Y entonces, Wayne Hoobler sonrió, no porque se sintiese feliz sino porque, como tenía tan poco que hacer, se le ocurrió presumir de dientes un rato. Eran unos dientes excelentes. La Institución Correccional para Adultos de Shepherdstown estaba orgullosa de su programa odontológico.
De hecho, era un programa dental que había alcanzado tanto éxito que hasta había salido en las revistas médicas y en el Reader’s Digest que era la revista más popular en aquel planeta moribundo. La teoría que servía de base a aquel programa era que la mayor parte de los ex presidiarios no lograrían encontrar trabajo a causa de su aspecto, y una buena presencia comienza por tener una buena dentadura.
El programa había alcanzado tanta fama que incluso cuando la policía de los estados limítrofes atrapaba a un pobre hombre con una dentadura cuidada, con buenos empastes, puentes y todas esas cosas que son tan caras, le preguntaba:
—Muy bien, chico, ¿cuántos años te has pasado en Shepherdstown?
Wayne Hoobler oyó la voz de una camarera pasándole los pedidos al barman del bar del hotel. Wayne la oyó decir: «Un Gilbey con quinina y una rodajita de limón». No tenía ni idea de qué era aquello, ni un Manhattan ni un Brandy Alexander o un Gin Fizz. «Pásame un Johnny Walker Rob Roy», seguía diciendo, «y un Southern Comfort con hielo y un Bloody Mary con Wolfschmidt».
Las únicas experiencias de Wayne con el alcohol habían sido beberse productos de limpieza líquidos, chupar crema de lustrar zapatos y cosas por el estilo. Y, la verdad es que eso del alcohol no le había entusiasmado.
«Pásame un Negro y Blanco con agua», oyó decir a la camarera, y las orejas se le pusieron rígidas al oírlo. Aquella bebida no podía ser para una persona común y corriente.
Aquella bebida era para la persona que había creado todas las desgracias de Wayne hasta aquel momento, el que podía matarle o convertirle en millonario o enviarle otra vez a la cárcel o hacer con él lo que le diese la puñetera gana. Aquella bebida era para mí.
Yo había ido al Festival de Arte de incógnito. Fui para ver la confrontación de dos seres que yo había creado: Dwayne Hoover y Kilgore Trout. No tenía ganas de que me reconocieran. La camarera encendió la vela de la lamparilla que había en mi mesa, pero yo apagué la llama con los dedos. Me había comprado unas gafas de sol en un Holiday Inn que había a las afueras de Ashtabula, Ohio, en el que había pasado la noche anterior. Y las llevaba puestas aún en medio de aquella oscuridad. Tenían el siguiente aspecto:
Los cristales tenían una capa plateada y parecían espejos en los que se reflejaba todo el que me mirase. Quien quisiera saber cómo eran mis ojos se enfrentaba con su propia imagen. En aquel bar en el que la gente tenía ojos, yo tenía dos agujeros que daban a otro universo. Tenía desagües.
Sobre mi mesa había una caja de cerillas, junto a mis cigarrillos Pall Mall.
He aquí el mensaje que llevaba impreso aquella caja de cerillas y que yo leí una hora y media más tarde, mientras Dwayne le estaba dando tal paliza a Francine Pefko que le hacía ver las estrellas:
«Gane 100 dólares por semana en su tiempo libre, con toda facilidad, enseñando a sus amigos el último modelo de los comodísimos zapatos Mason. ¡Todo el mundo se entusiasma con los zapatos Mason y con los múltiples detalles que los convierten en los más confortables! Le enviaremos GRATIS un equipo con el que ganar dinero desde su propio hogar. E, incluso, le diremos cómo obtener zapatos SIN COSTO ALGUNO si sus pedidos consiguen rentabilidad para nuestra empresa».
Y cosas por el estilo.
—Este libro que estás escribiendo es malísimo —me dije a mí mismo, oculto tras mis desagües.
—Ya lo sé —dije.
—Temes suicidarte como lo hizo tu madre —dije.
—Ya lo sé —dije.
Allí en el bar del hotel, espiando a través de mis desagües aquel mundo que yo mismo había inventado, susurré esta palabra: esquizofrenia.
El sonido y la forma de aquella palabra me habían fascinado durante muchos años. Me sonaba como si fuera un ser humano estornudando en medio de una ventisca de pompas de jabón.
No sabía entonces ni sé con certeza ahora si padezco esa enfermedad. Lo que sí sabía y sigo sabiendo es que me estaba volviendo insoportable al no dejarme centrar la atención en esos detalles de la vida que exigen una atención inmediata y al negarme a creer lo que creían mis vecinos.
Ahora estoy mejor.
Palabra de honor: ahora estoy mejor.
Pero hubo una temporada en que estuve realmente enfermo. Estaba allí sentado en un bar de hotel que me había inventado, mirando fijamente a través de mis desagües a una camarera blanca que también me había inventado. Le puse por nombre Bonnie MacMahon. Hice que le llevara a Dwayne Hoover su bebida de siempre, que decidí que fuera un Martini House of Lords con una corteza de limón. Dwayne y ella se conocían desde hacía años. El marido de Bonnie era vigilante en la prisión y trabajaba en el ala de delincuentes sexuales de la Institución Correccional para Adultos. Bonnie se tuvo que poner a trabajar de camarera porque su marido perdió todo el dinero que tenían en un negocio de lavado de coches en Shepherdstown.
Dwayne le había advertido que no se metiera en aquel negocio. He aquí cómo había conocido a Bonnie y a Ralph, su marido: le habían comprado nueve Pontiacs en los últimos dieciséis años.
—Somos una familia Pontiac —solían decir.
Ahora, al servirle su martini, Bonnie hizo un chiste. Hacía ese mismo chiste cada vez que le servía un martini a alguien.
—El Desayuno de los Campeones —decía.
La expresión «El Desayuno de los Campeones» es el nombre de unos cereales para el desayuno, marca registrada por General Mills, Inc. La utilización de ese mismo nombre como título de este libro, y su uso a lo largo de él, no pretenden sugerir ninguna relación especial con General Mills ni ningún patrocinio por su parte. Tampoco debe tomarse como un menosprecio a sus selectos productos.
Dwayne tenía la esperanza de que alguno de los distinguidos participantes del Festival de Arte que se alojaban en el Holiday Inn, apareciese por el bar del hotel. Quería hablar con ellos, si era posible, para averiguar si sabían algunas verdades sobre la vida de las que nunca hubiera oído hablar hasta entonces. He aquí lo que esperaba que le proporcionaran aquellas nuevas verdades: la capacidad de reírse de sus problemas, la de tirar para adelante y la de mantenerle fuera del ala norte del Hospital General del Condado de Midland, que era el ala de los locos.
Mientras esperaba a que apareciera un artista, se consolaba con la única creación artística de cierta profundidad y misterio que tenía almacenada en el cerebro. Se trataba de un poema que había tenido que aprenderse de memoria durante el segundo año en el Instituto del Arroyo del Azúcar, que por aquel entonces era la institución escolar de élite para blancos. En la actualidad, sin embargo, el Instituto del Arroyo del Azúcar era un instituto para negros. He aquí el poema:
El dedo en movimiento escribe, y habiendo escrito,
sigue su camino: ni tu compasión ni todo tu ingenio
harán que retroceda o anule ni siquiera medio verso,
ni todas tus lágrimas podrán borrar una sola palabra.
¡Vaya poema!
Y Dwayne, que era un ser fácil de hipnotizar, estaba dispuesto a admitir nuevas sugerencias sobre el significado de la vida. Así que cuando bajó la mirada a su copa de martini, entró en trance al vislumbrar que en la superficie flotaban miríadas danzarinas de ojos parpadeantes. Los ojos eran minúsculas gotitas de limón.
Así que Dwayne no se dio cuenta de que dos distinguidos participantes del Festival de Arte acababan de entrar y se habían sentado en los taburetes que rodeaban el piano de Bunny. Eran dos personas de raza blanca: Beatrice Keedsler, la novelista gótica, y Rabo Karabekian, el pintor minimalista.
El piano de Bunny, un Steinway de media cola, estaba recubierto con fórmica color calabaza y rodeado de taburetes. La gente podía sentarse allí y comer y beber, dejando copas y platos sobre el piano. En el Día de Acción de Gracias del año anterior se le había servido la cena a una familia de once miembros sobre aquel piano, mientras Bunny tocaba.
—No hay duda de que este lugar es el culo del mundo —dijo Rabo Karabekian, el pintor minimalista.
Beatrice Keedsler, la novelista gótica, se había criado en Midland City.
—Yo me quedé de piedra al saber que iba a volver a casa después de tantos años —contestó.
—Los americanos siempre temen regresar a casa —dijo Karabekian—, y debo decir que no les falta razón.
—No les faltaba antes —dijo Beatrice—, pero ahora ya no es así. El pasado se ha convertido en algo inofensivo. Hoy en día yo le diría a cualquier americano de los que andan por ahí: «Por supuesto que puedes volver a casa todas las veces que quieras. No es más que un simple motel».
Uno de los carriles de la Interestatal en dirección oeste se había colapsado una milla antes de llegar al nuevo Holiday Inn, debido a un accidente de consecuencias fatales en la Salida 10 A. Conductores y acompañantes salieron de sus vehículos a estirar las piernas y a ver si se enteraban de cuál era el problema.
Kilgore Trout se hallaba entre los que se habían bajado. Se enteró por algunas personas de alrededor de que el nuevo Holiday Inn estaba tan cerca que se podía ir perfectamente a pie. Así que recogió sus paquetes del asiento delantero del Galaxia. Le dio las gracias al conductor, cuyo nombre ya había olvidado, y se puso a caminar con paso cansino.
También se puso a reunir en su cabeza toda una serie de creencias que le serían de provecho en su breve misión en Midland City, que consistía en mostrarse ante aquellos provincianos, con tendencia a alabar la creatividad, como el aspirante a creador que ha fracasado una y otra vez. Se detuvo en su lento caminar para mirarse en el espejo retrovisor, el desagüe retrovisor de un camión detenido en medio del atasco. En lugar de uno, la cabina arrastraba dos tráilers. He aquí el mensaje que los dueños habían considerado apropiado que el camión fuese voceando a los seres humanos, pasara por donde pasase:
La imagen que el desagüe le devolvió a Trout fue tan impactante como era de esperar. No se había lavado después de haber sido secuestrado por la banda de Plutón, así que tenía sangre reseca en el lóbulo de una oreja y también bajo uno de los agujeritos de la nariz. Y, además, tenía caca de perro en una hombrera del abrigo. Había caído sobre una caca de perro en la cancha de balonmano que había bajo el puente de Queensboro, después de que le hubiesen robado.
Y, por una terrible coincidencia, esa caca la había excretado allí un galgo que pertenece a una chica que conozco.
Esta chica del galgo era ayudante del jefe de iluminación de una comedia musical sobre la historia americana. Dejaba a su pobre galgo, que se llamaba Lancer, en un apartamento de una sola habitación que medía 4,20 metros de ancho por 7,80 metros de largo, situado en el sexto piso de un edificio. Toda la vida de aquel pobre perro giraba en torno a depositar sus excrementos en el lugar y el momento adecuados. Había dos sitios indicados para hacerlo: en la alcantarilla que se encontraba junto al portal del edificio, a setenta y dos escalones de distancia, con un tráfico endiablado casi rozándole, o en una sartén vieja que su ama le ponía delante del refrigerador Westinghouse.
Lancer tenía un cerebro muy pequeño pero creo que de vez en cuando sospechaba, al igual que Wayne Hoobler, que había habido algún terrible error.
Trout siguió con su paso cansino. Un extraño en tierra extraña. Su peregrinaje fue recompensado con nuevos conocimientos que nunca jamás habría alcanzado si se hubiese quedado en su semisótano de Cohoes. Conoció la respuesta a un interrogante que multitud de seres humanos se habían estado planteando desesperadamente: «¿Qué será lo que está bloqueando el tráfico del carril en dirección oeste de la Interestatal a la altura de Midland City?».
A Kilgore Trout se le cayó la venda de los ojos. Hallo la explicación: un camión de leche de La Reina de las Praderas había volcado y estaba bloqueando el tráfico. Un potente Chevrolet Caprice, modelo de 1971, de dos puertas, le había embestido brutalmente. El Chevrolet se había saltado la mediana. El acompañante no llevaba puesto el cinturón y salió disparado, atravesando el parabrisas irrompible. Estaba tirado, muerto, en el canal de cemento que encauzaba el Arroyo del Azúcar. El conductor del Chevrolet también estaba muerto. Había quedado ensartado en la barra de la dirección del volante.
El acompañante yacía muerto en un charco de sangre junto al Arroyo del Azúcar. El camión yacía en un charco de leche. La sangre y la leche se sumarían a la composición de aquellas apestosas burbujas, duras como pelotas de ping-pong, que se estaban formando en las entrañas de la Cueva del Sagrado Milagro.