A Dwayne Hoover aquel día a la hora del almuerzo no le pasó nada malo. Por fin había logrado recordar todo el asunto de la Semana Hawaiana. Los ukeleles y las cosas por el estilo ya no representaban misterio alguno. La explanada de asfalto que había entre su agencia de automóviles y el flamante Holiday Inn había dejado de ser una cama elástica.
Se fue a almorzar solo en un modelo de pruebas, un Pontiac Le Mans azul, tapizado en color crema, con el aire acondicionado y la radio puestos. Oyó varios de sus propios anuncios radiofónicos que, invariablemente, acababan diciendo: «Siempre puede confiar en Dwayne».
Aunque su salud mental había mejorado considerablemente desde el desayuno, empezó a sentir un nuevo síntoma de enfermedad: una ecolalia incipiente. Empezó a sentir el deseo de repetir en voz alta las últimas palabras que oía.
Así que cuando la radio dijo: «Siempre puede confiar en Dwayne», él repitió la última palabra. «Dwayne», dijo.
Cuando la radio anunció que había habido un huracán en Tejas, Dwayne dijo en voz alta: «Tejas».
Y después oyó que los maridos de aquellas mujeres que habían sido violadas durante la guerra entre India y Pakistán ya no querían saber nada de ellas. Según explicó la radio, ante los ojos de sus maridos aquellas mujeres se habían vuelto impuras.
«Impuras», repitió Dwayne.
En cuanto a Wayne Hoobler, el ex presidiario negro cuyo único sueño era trabajar para Dwayne Hoover, había aprendido a jugar al escondite con los empleados de Dwayne. No quería que le echaran de la propiedad por andar merodeando en la zona de exposición de coches usados. Así que, cuando se acercaba algún empleado, Wayne se dirigía disimuladamente hacia la zona de los cubos de basura, que estaban detrás del Holiday Inn, y se ponía a estudiar con gesto serio los restos de sándwiches, los paquetes de cigarrillos Salem vacíos y cosas por el estilo, como si fuese un inspector de sanidad o algo parecido.
Cuando el empleado se marchaba, Wayne regresaba rápidamente a los automóviles de segunda mano, manteniendo bien abiertos aquellos ojos grandes como huevos duros, a seguir esperando al auténtico Dwayne Hoover.
El auténtico Dwayne Hoover, por supuesto, había negado serlo. Así que, cuando el auténtico Dwayne salió de la agencia a la hora de almorzar, Wayne, que no tenía a nadie con quien hablar excepto consigo mismo, se dijo: «Ése no es el señor Hoover, aunque no puede negarse que se parece al señor Hoover. Puede que el señor Hoover esté enfermo hoy». Y cosas por el estilo.
Dwayne pidió una hamburguesa con patatas fritas y una Coca-Cola en su flamante Burger Chef que quedaba en la Avenida Crestview, frente al lugar donde estaban edificando el nuevo instituto John F. Kennedy. John F. Kennedy jamás había estado en Midland City pero había sido presidente de los Estados Unidos y lo habían asesinado a balazos. Eso de matar a balazos al presidente del país era algo bastante frecuente. Los asesinos sufrían perturbaciones debidas a algunas de las mismas sustancias químicas nocivas que también estaban causándole problemas a Dwayne.
Es cierto que Dwayne no era el único que sufría los efectos de unas sustancias químicas nocivas en su interior. Contaba con muchos compañeros a lo largo de la historia. Solamente en su propia época, por ejemplo, la gente de un país que se llamaba Alemania estuvo tan llena de sustancias químicas nocivas durante una temporada que llegaron incluso a construir fábricas destinadas a matar a gente a millones. La gente era transportada en vagones de ferrocarril hasta las fábricas de la muerte.
Cuando los alemanes estaban llenos de sustancias químicas nocivas tenían una bandera así:
Y cuando se curaron tuvieron una bandera que era así:
Y cuando se curaron fabricaron un automóvil muy barato y resistente que se hizo famoso en todo el mundo, sobre todo entre la gente joven. Tenía el aspecto siguiente:
La gente le llamaba «el escarabajo», aunque un escarabajo de verdad tenía el siguiente aspecto:
El escarabajo mecánico lo habían fabricado los alemanes. El escarabajo auténtico lo había fabricado el Creador del Universo.
La camarera que atendió a Dwayne en el Burger Chef era una chica blanca de diecisiete años que se llamaba Patty Keene. Tenía el pelo rubio y los ojos azules. Para ser un mamífero era bastante vieja. A los diecisiete años la mayoría de los mamíferos estaban seniles o ya muertos. Pero Patty pertenecía a una clase de mamíferos que se desarrollaba muy despacio, así que el cuerpo dentro del que se movía acababa de entrar en su madurez.
Era un ser que acababa de convertirse en adulto y trabajaba para poder pagar las tremendas cuentas de médicos y hospitales que su padre había ido acumulando durante la enfermedad que le llevaría a la muerte: cáncer de colon, al principio, y cáncer extendido por todo el cuerpo, al final.
Eso sucedía en un país en el que se esperaba que todo el mundo pagase todas sus cuentas y en el que caer enfermo era una de las cosas más caras que podía sucederle a una persona. La enfermedad del padre de Patty Keene costaba diez veces más que todos los viajes a Hawai que Dwayne iba a regalar al finalizar la Semana Hawaiana.
Dwayne se fijó en la flamante madurez de Patty Keene, a pesar de que nunca le habían atraído las mujeres tan jóvenes. Pero ella era como un automóvil nuevo al que ni siquiera le habían encendido la radio todavía, y a Dwayne le recordó la estrofa de una canción que su padre cantaba en algunas ocasiones en que se emborrachaba. Decía así:
Las rosas están rojas,
y ya se pueden arrancar.
Tú tienes dieciséis años,
y ya se te puede… mandar a la universidad.
Patty Keene era tonta a propósito, lo mismo que la mayoría de las mujeres de Midland City. Todas aquellas mujeres tenían cerebros grandes porque eran animales grandes, pero no los usaban demasiado por la siguiente razón: las ideas originales podían acarrear enemistades, y las mujeres, si querían lograr cierta seguridad y una vida cómoda, necesitaban hacer acopio de la mayor cantidad de amigos posible.
Así que, por un simple interés de supervivencia, se entrenaban para ser máquinas «de agradar» en vez de ser máquinas «de pensar». Lo único que sus cerebros tenían que hacer era descubrir lo que estaban pensando otras personas y, después, pensar lo mismo.
Patty sabía quién era Dwayne, Dwayne no sabía quién era Patty. A Patty el corazón le latía a toda velocidad mientras le atendía, ya que Dwayne, con todo el dinero y el poder que tenía, podía solucionarle muchos de sus problemas. Podía proporcionarle una casa bonita y coches nuevos, ropa buena y una vida cómoda, y podía pagar todas las facturas de los médicos con la misma facilidad con que ella le había llevado su hamburguesa con patatas fritas y su Coca-Cola.
Si quisiera, Dwayne podía hacer por ella lo que hizo el Hada Madrina por Cenicienta y, hasta aquel momento, Patty nunca había estado tan cerca de una persona tan mágica. Estaba en presencia de lo sobrenatural. Y se conocía a sí misma y a Midland City lo suficiente como para saber que era probable que no volviese a estar jamás tan cerca de lo sobrenatural.
En realidad, Patty Keene se imaginaba a Dwayne agitando una varita mágica para resolver sus problemas y sus deseos. Tenía el siguiente aspecto:
Le dirigió la palabra con valentía para averiguar si, en su caso, era posible contar con la ayuda sobrenatural. Patty estaba preparada para vivir sin ella, no esperaba otra cosa sino trabajar sin parar durante toda su vida sin recibir mucho a cambio y relacionarse con otros hombres y mujeres que eran pobres y no tenían ningún poder y estaban llenos de deudas. Esto es lo que le dijo a Dwayne:
—Perdóneme que le llame por su nombre, señor Hoover, pero es imposible no reconocerle cuando su foto aparece en todos los anuncios y todo eso. Además, todos los que trabajan aquí me han dicho quién era usted. Cuando entró todos empezaron a cotillear.
—Cotillear —dijo Dwayne como consecuencia, otra vez, de su ecolalia.
—Bueno, supongo que no he usado la palabra correcta —dijo ella.
Estaba acostumbrada a disculparse por los errores que cometía al hablar. Gran parte de ello se lo habían inculcado en la escuela. La mayoría de la gente blanca de Midland City se sentía insegura al hablar, por lo tanto hacían frases cortas y utilizaban palabras sencillas para reducir al mínimo los posibles errores vergonzosos. Dwayne lo hacía. Y Patty lo hacía.
Todo ello se debía a que sus profesores de lengua torcían el gesto y se tapaban las orejas y les suspendían en la asignatura, etcétera, cada vez que no hablaban como aristócratas ingleses de antes de la Primera Guerra Mundial. Y otra cosa: les decían que no eran dignos de hablar o escribir su propia lengua si no eran capaces de amar o entender novelas y poemas y obras de teatro incomprensibles sobre personas que habían vivido hace mucho tiempo y muy lejos, como un tal Ivanhoe.
Sin embargo, los negros no habían hecho el menor caso a todo aquello. Ellos siguieron hablando de cualquier manera. Se negaron a leer libros que no podían entender, alegando que no podían entenderlos. Preguntaban cosas tan insolentes como: «¿Pa’ qué quiero yo leer esa Historia de dos ciudades? ¿Pa’ qué?».
Patty Keene suspendió la asignatura de lengua inglesa durante el semestre en el que tuvo que leer y comentar Ivanhoe, que trataba de hombres con armaduras y de mujeres que estaban enamoradas de ellos. Y le pusieron en una clase de recuperación de lectura, donde le hicieron leer La buena tierra, un libro que trataba sobre chinos.
Ése fue el mismo semestre en que perdió la virginidad. Fue violada por un chico blanco, instalador de calderas de gas, que se llamaba Don Breedlove, en el aparcamiento del Complejo Deportivo Bannister que estaba en el parque de atracciones del condado, después de la Final de Baloncesto de los Institutos de la Región. Nunca lo denunció a la policía. Nunca se lo dijo a nadie, puesto que fue en la época en que su padre se estaba muriendo.
Ya había suficientes problemas.
El Complejo Deportivo Bannister se llamaba así en memoria de George Hickman Bannister, un chico de diecisiete años al que mataron en 1924 mientras jugaba al fútbol en un equipo del instituto. George Hickman Bannister tenía la tumba más grande del Cementerio del Calvario, un obelisco de veinte metros coronado por una pelota de fútbol americano realizada en mármol.
La pelota de fútbol americano realizada en mármol tenía el siguiente aspecto:
El fútbol americano era un juego belicoso. Dos equipos opuestos se peleaban por la pelota vestidos con armaduras hechas de cuero, tela y plástico.
George Hickman Bannister murió mientras intentaba hacerse con el balón el Día de Acción de Gracias. El Día de Acción de Gracias era un día de fiesta en el que se suponía que toda la gente del país expresaba su gratitud al Creador del Universo, especialmente por la comida.
El obelisco de George Hickman Bannister se construyó por suscripción pública y con la ayuda de la Cámara de Comercio, que aportaba un dólar por cada dos dólares recaudados. Durante años fue la estructura más alta de Midland City. Se aprobó un decreto municipal que declaraba ilegal erigir cualquier edificación que sobrepasara esa altura, y por eso se le llamó la Ley de George Hickman Bannister.
Años después dicho decreto fue anulado para permitir la construcción de torres de radio más altas.
Se suponía que los dos monumentos más grandes de la ciudad, hasta que se construyó el nuevo Centro para las Artes Mildred Barry en el Arroyo del Azúcar, se habían construido para mantener viva la memoria de George Hickman Bannister. Pero en la época en que Dwayne Hoover conoció a Kilgore Trout ya nadie se acordaba de él. En realidad tampoco había mucho que recordar, ni siquiera lo hubo cuando se murió, excepto que era un chico muy joven.
Y tampoco tenía ya ningún pariente en la ciudad. No había ningún Bannister en la guía telefónica, excepto El Bannister, que era una antigua sala de cine. En realidad, cuando salgan las guías telefónicas nuevas, ya ni siquiera habrá un Cine Bannister ya que el local se ha convertido en un almacén de muebles baratos.
El padre y la madre de George Hickman Bannister, así como su hermana Lucy, se fueron de la ciudad antes de que se acabaran de construir tanto el obelisco como el centro deportivo y no pudieron ser localizados para las ceremonias de inauguración.
Aquél era un país muy inquieto, con gente que iba de un lado a otro todo el tiempo. De vez en cuando alguien paraba y levantaba un monumento.
Había monumentos por todo el país. Pero no cabía la menor duda de que era inusual aquello de que un ciudadano común y corriente tuviera no sólo uno sino dos monumentos en su memoria, como era el caso de George Hickman Bannister.
Aunque, en realidad, sólo el obelisco había sido erigido especialmente para él. El complejo deportivo se iba a construir de todos modos. Ya se contaba con el dinero para hacerlo dos años antes de que George Hickman Bannister muriese en la flor de la vida. Ponerle su nombre no costó ningún dinero extra.
El Cementerio del Calvario, donde descansaban los restos de George Hickman Bannister, se llamaba así en recuerdo de un monte de Jerusalén que estaba a miles de kilómetros de distancia. Mucha gente creía que el hijo del Creador del Universo había sido asesinado en aquel monte hacía miles de años.
Dwayne Hoover no sabía si creer aquello o no. Y Patty Keene, tampoco.
Y, sin duda, no era algo que les preocupase en aquel momento. Tenían otros asuntos a los que atender. Dwayne se preguntaba cuánto tiempo le duraría aquel ataque de ecolalia y Patty Keene tenía que averiguar si su juventud, belleza e incipiente personalidad tenían algún valor para un vendedor de Pontiacs de mediana edad, dulce y más o menos sexy, como Dwayne.
—De todos modos —dijo ella—, no hay duda de que es un honor el que venga a visitarnos y, aunque tampoco sea ésa la expresión adecuada, espero que me entienda.
—Entienda —dijo Dwayne.
—¿La comida está bien? —preguntó ella.
—Bien —dijo Dwayne.
—Es lo que le servimos a todo el mundo —dijo ella—. No hemos preparado nada especial para usted.
—Usted —dijo Dwayne.
Lo que dijera Dwayne no importaba mucho. No había importado durante años. Tampoco importaba mucho lo que la mayoría de la gente de Midland City decía en voz alta, excepto cuando hablaban de dinero o de monumentos o de viajes o de maquinaria o de cualquier otra cosa que se pudiera cuantificar. Cada persona tenía un papel bien definido que interpretar: el de negro, el de estudiante que no acabó el instituto, el de vendedor de Pontiacs, el de ginecólogo y el de instalador de calderas de gas. Si una persona dejaba de comportarse de acuerdo con lo que se esperaba de ella, ya fuera por las sustancias químicas nocivas o por cualquier otra cosa, eso no impedía que todo el mundo continuara pensando que esa persona seguía comportándose conforma a las expectativas.
Aquélla era la razón principal por la cual la gente de Midland City era tan lenta en detectar la locura de sus conciudadanos. Tenía una imaginación que insistía en el hecho de que nadie cambiaba mucho de un día a otro. Su imaginación era como un volante con el que intentaba conducir la destartalada maquinaria de la horrible verdad.
Cuando Dwayne dejó atrás a Patty Keene y su Burger Chef, cuando se subió a su modelo de pruebas y se alejó, Patty Keene estaba convencida de que podría hacerle feliz con su cuerpo joven, con su audacia y su alegría. Tenía ganas de llorar por las arrugas del rostro de Dwayne, por el hecho de que su mujer hubiese ingerido Drano, de que su perro tuviese que pelearse todo el tiempo porque no podía mover la cola y por el hecho de que su hijo fuese homosexual. Ella sabía todo eso sobre Dwayne. Todo el mundo sabía eso sobre Dwayne.
Patty se quedó mirando la torre de la emisora de WMCY, que era propiedad de Dwayne Hoover. Era la estructura más alta de Midland City. Era ocho veces más alta que el obelisco de George Hickman Bannister y tenía una luz roja en la parte superior para que los aviones no se acercaran demasiado.
Pensó en todos los coches nuevos y usados que poseía Dwayne.
Los científicos terrícolas acababan de descubrir algo fascinante acerca del continente sobre el que, casualmente, se encontraba Patty Keene. Habían descubierto que se desplazaba sobre un bloque de cuarenta millas de grosor y que, a su vez, ese bloque se desplazaba sobre magma. Y que cada continente tenía su bloque y cuando un bloque chocaba contra otro se formaban montañas.
Las montañas de Virginia Occidental, por ejemplo, se formaron cuando un pedazo enorme de África chocó contra América del Norte. Y el carbón de ese estado se formó de los bosques que quedaron enterrados debido al choque.
Patty Keene todavía no había oído aquella impresionante noticia. Ni tampoco Dwayne. Ni tampoco Kilgore Trout. Y yo no me enteré hasta anteayer. Estaba leyendo una revista y, a la vez, tenía puesta la televisión. Apareció un grupo de científicos que decía que la teoría de los bloques flotantes, que chocaban entre sí y se desgastaban, era mucho más que una teoría. Que ahora ya se podía demostrar que era cierta y que Japón y San Francisco, por ejemplo, eran zonas de alto riesgo porque allí tendrían lugar la mayor parte de los desgastes y choques violentos.
También dijeron que continuarían produciéndose glaciaciones. Y que, hablando desde un punto de vista geológico, los glaciares de una milla de grosor continuarían subiendo y bajando como una persiana.
Y hablando de otra cosa, Dwayne Hoover tenía un pene extraordinariamente grande y ni siquiera lo sabía. Las pocas mujeres con las que había mantenido relaciones no tenían la experiencia suficiente como para saber si era de tamaño corriente o no. El tamaño más corriente en el mundo era 15 centímetros de largo y 3,75 centímetros de diámetro, cuando estaba lleno de sangre. El de Dwayne medía 17,5 centímetros de largo y 5,30 de diámetro cuando estaba lleno de sangre.
Bunny, el hijo de Dwayne, tenía un pene que tenía exactamente las medidas corrientes.
El pene de Kilgore Trout medía 17,8 centímetros de largo y 3,60 centímetros de diámetro.
Para que se hagan una idea, esto son 4 centímetros:
Harry LeSabre, el jefe de ventas de Dwayne, tenía un pene que medía 12,8 centímetros de largo y 5,50 centímetros de diámetro.
El pene de Cyprian Ukwende, el médico negro de Nigeria, medía 17,45 centímetros de largo y 4,45 centímetros de diámetro.
El pene de Don Breedlove, el instalador de calderas de gas que había violado a Patty Keene, medía 14,90 centímetros de largo y 4,75 centímetros de diámetro.
Patty Keene medía 86 centímetros de cadera, 66 centímetros de cintura y 86 centímetros de contorno de pecho.
La difunta mujer de Dwayne medía 91 centímetros de cadera, 71 centímetros de cintura y 96 centímetros de pecho cuando se casaron. Pero, cuando se tomó Drano, medía 99 centímetros de cadera, 79 centímetros de cintura y 96 centímetros de pecho.
Francine Pefko, la secretaria y amante de Dwayne, medía 94 centímetros de cadera, 76 centímetros de cintura y 99 centímetros de contorno de pecho.
Cuando murió, la madre adoptiva de Dwayne medía 86 centímetros de cadera, 61 centímetros de cintura y 84 centímetros de pecho.
Dwayne fue del Burger Chef al lugar donde se estaba construyendo el nuevo instituto. No tenía ninguna prisa en volver a su agencia de automóviles, sobre todo después de haber sufrido aquel ataque de ecolalia. Francine estaba perfectamente capacitada para llevar todo aquello sola, sin ningún consejo de Dwayne. Él la había preparado muy bien.
Así que empujó con el pie una basura y la tiró al hueco del sótano y también escupió. Pisó una zona de barro donde se le quedó atascado el zapato derecho. Tuvo que sacar el zapato del barro con las manos. Lo limpió. Después se recostó contra un viejo manzano para volver a ponerse el zapato. Toda aquella zona había sido una granja cuando Dwayne era niño y allí había habido una plantación de manzanos.
Dwayne se olvidó completamente de Patty Keene pero ella no se había olvidado de él en absoluto. Aquella noche reuniría el valor suficiente para llamarle por teléfono, pero Dwayne no estaría en casa para contestar. Para entonces estaría aislado en una habitación del Hospital del Condado.
Dwayne se acercó a mirar una gigantesca máquina para remover la tierra, que era la que había limpiado el terreno y excavado el agujero para el sótano. En aquel momento la máquina estaba parada y llena de barro. Dwayne le preguntó a un obrero blanco cuántos caballos de fuerza tenía aquella máquina. Todos los obreros eran blancos.
El obrero dijo lo siguiente:
—No sé cuántos caballos de fuerza tiene pero sé cómo la llamamos.
—¿Y cómo la llaman? —preguntó Dwayne, aliviado al comprobar que su ecolalia estaba remitiendo.
—La llamamos La Cien Negros —dijo el obrero.
Aquello hacía referencia a una época en la que a los hombres negros les tocaba hacer todas las grandes excavaciones de Midland City.
El pene humano más grande de los Estados Unidos medía 35 centímetros de largo y 6,30 centímetros de diámetro.
El pene más grande del mundo medía 43 centímetros de largo y 5,70 centímetros de diámetro.
La ballena azul, un mamífero marino, tenía un pene de 1,7 metros de largo por 35 centímetros de diámetro.
Una vez Dwayne Hoover recibió por correo un anuncio de un extensor de pene de látex. Según el anuncio podía ponérselo en la punta del pene y satisfacer a su mujer o a su novia con algún centímetro extra. También querían venderle una vagina de látex igual a las auténticas para cuando se sintiera solo.
Dwayne regresó a trabajar alrededor de las dos de la tarde y, evitando encontrarse con cualquier persona por lo de su ecolalia, se dirigió a su despacho y registró minuciosamente los cajones de su escritorio en busca de algo que leer o algo en que pensar. Encontró el folleto que le ofrecía el extensor de pene y la vagina de látex para aliviar la soledad. Lo había recibido hacía dos meses y todavía no lo había tirado.
El folleto también le ofrecía películas como las que Kilgore Trout había visto en Nueva York. Aparecían fotos sacadas de esas películas y aquello provocó que el centro de excitación sexual localizado en el cerebro de Dwayne enviara impulsos nerviosos al centro de erección localizado en su columna vertebral.
El centro de erección hizo que se le tensara la vena dorsal del pene para que la sangre pudiese entrar sin problema y no pudiese volver a salir. También le distendió las diminutas venillas para que llenaran el tejido esponjoso que era el principal componente del pene de Dwayne, para que se le pusiera duro y erecto, como una manguera de jardín.
Así que Dwayne llamó a Francine Pefko por teléfono, aunque no estaba más que a cuatro metros de distancia.
—¿Francine…? —dijo.
—¿Sí? —contestó ella.
Dwayne hizo un esfuerzo para combatir su ecolalia.
—Te voy a pedir que hagas algo que nunca te he pedido hasta ahora. Prométeme que me vas a decir que sí.
—Lo prometo —contestó ella.
—Quiero que salgas de esta oficina conmigo ahora mismo —dijo Dwayne—, y que me acompañes al Centro de Calidad del Motor de Shepherdstown.
Francine Pefko estaba deseando ir al Centro de Calidad del Motor con Dwayne. Pensaba que era su deber ir, sobre todo porque parecía que Dwayne estaba muy deprimido e inquieto en los últimos días. Pero ella no podía abandonar su mesa de trabajo así como así durante la tarde, ya que su mesa era el centro neurálgico de la Salida Once, Centro Pontiac de Dwayne Hoover.
—Deberías buscarte alguna jovencita alocada que pueda correr a tu encuentro cada vez que quieras —le dijo Francine a Dwayne.
—Yo no quiero ninguna jovencita alocada —dijo Dwayne—. Te quiero a ti.
—Entonces tendrás que tener paciencia —dijo Francine, y se marchó rumbo al Departamento Técnico para pedirle a Gloria Browning, una cajera blanca que trabajaba allí, que ocupase su puesto un ratito.
Gloria no quería. Tenía veinticinco años y hacía apenas un mes que le habían hecho una histerectomía después de un aborto chapucero que le practicaron en el Ramada Inn que estaba en el Green County de la carretera 53, frente a la entrada del Parque Estatal de los Pioneros.
Y en aquel suceso había una extraña coincidencia: el padre del feto destruido era Don Breedlove, el chico blanco instalador de calderas de gas que había violado a Patty Keene en el aparcamiento del Complejo Deportivo Bannister.
Don era un hombre que tenía mujer y tres hijos.
En la pared, junto a su mesa de trabajo, Francine había colgado un cartel que le habían regalado de broma en la fiesta de Navidad que la agencia había celebrado el año anterior en el nuevo Holiday Inn.
Dejaba bien clara su verdadera situación. El cartel ponía lo siguiente:
Gloria dijo que no quería ocuparse del centro neurálgico.
—No quiero ocuparme de nada —dijo.
Pero, a pesar de todo, Gloria acabó por sustituir a Francine. «Da igual, porque no tengo el valor suficiente como para suicidarme», pensó Gloria, «así que es mejor que haga lo que la gente me pida, por ayudar a la humanidad».
Dwayne y Francine se dirigieron a Shepherdstown cada uno en un coche para no llamar la atención sobre su relación amorosa. Dwayne iba de nuevo conduciendo un modelo de pruebas y Francine iba en su propio GTO rojo. GTO significaba Gran Turismo Omologato. En el parachoques había puesto una pegatina que decía:
Sin duda, poner aquella pegatina en el coche era una prueba de lealtad por su parte. Siempre estaba haciendo cosas así, siempre estaba apoyando a su hombre, siempre estaba apoyando a Dwayne.
Y Dwayne procuraba responder con pequeños detalles. Por ejemplo, últimamente se había leído varios artículos y libros sobre las relaciones sexuales. El país estaba pasando por una revolución sexual y las mujeres exigían que los hombres prestaran más atención al placer femenino durante las relaciones sexuales y que no pensaran sólo en sí mismos. Ellas sostenían, y los científicos las apoyaban, que la clave de su placer se encontraba en el clítoris, un tubito diminuto de carne que las mujeres tenían justo encima del agujero donde se suponía que los hombres debían meter sus tubos, que eran mucho más grandes.
Se suponía que los hombres debían prestar más atención al clítoris y Dwayne había estado prestando muchísima más atención al de Francine, hasta tal punto que ella le dijo que le estaba prestando demasiada atención. Aquello no le sorprendió. El libro que había leído sobre el clítoris decía que ése era el peligro: que un hombre podía llegar a prestarle demasiada atención.
Así que, aquel día, mientras se dirigía hacia el Centro de Calidad del Motor, Dwayne sólo deseaba poder prestarle exactamente la cantidad adecuada de atención al clítoris de Francine.
Una vez, Kilgore Trout había escrito una novela corta sobre la importancia del clítoris en la relación amorosa. Lo hizo como respuesta a la sugerencia de su segunda mujer, Darlene, que le dijo que podría llegar a ganar una fortuna con un libro guarro. Le dijo que el protagonista tendría que comprender tan bien a las mujeres que fuera capaz de seducir a cualquiera que le apeteciese. Y entonces Trout escribió El hijo de Jimmy Valentine.
Jimmy Valentine era un personaje de ficción que se había hecho famoso en los libros de otro escritor, igual que Kilgore Trout es un personaje de ficción que se ha hecho famoso en mis libros. El Jimmy Valentine de los libros del otro escritor se pasaba una lija por las yemas de los dedos para adquirir una sensibilidad extraordinaria. Era un reventador de cajas fuertes. Tenía el sentido del tacto tan delicado que podía abrir cualquier caja fuerte del mundo sólo con sentir cómo iban sonando los cerrojos de la combinación.
Kilgore Trout inventó un hijo para Jimmy Valentine, al que llamó Ralston Valentine. Ralston Valentine también se lijaba las yemas de los dedos. Pero no era un reventador de cajas fuertes. Ralston era tan bueno tocando a las mujeres del modo que a ellas les gustaba que las tocasen que cientos de miles de mujeres estaban dispuestas a convertirse en sus esclavas. En la novela de Trout, abandonaban a sus maridos o amantes por él. Gracias al voto femenino, Ralston Valentine acababa convirtiéndose en presidente de los Estados Unidos.
Dwayne y Francine hicieron el amor en el Centro de Calidad del Motor. Después se quedaron un rato en la cama. Era una cama de agua. Francine tenía un cuerpo precioso. Dwayne también.
—Nunca habíamos hecho el amor por la tarde —dijo Francine.
—Es que me sentía muy tenso —dijo Dwayne.
—Ya lo sé —dijo Francine—. ¿Te sientes mejor ahora?
—Sí. —Estaba tumbado boca arriba, con las piernas estiradas y los brazos cruzados por debajo de la cabeza. Su gran minga descansaba sobre el muslo como un salami inerte.
—Te amo tanto —le dijo Francine, y enseguida se disculpó—. Sé que te he prometido que no te lo iba a decir, pero es una promesa que no puedo evitar romper cada dos por tres.
Decía eso porque Dwayne había pactado con ella que ninguno de los dos hablaría de amor jamás. Desde que la mujer de Dwayne se tomó el Drano, él nunca quiso volver a oír hablar de amor. El tema era demasiado doloroso.
Dwayne resopló. Era una costumbre suya lo de comunicarse resoplando después de tener relaciones sexuales, pero todos los resoplidos significaban cosas delicadas: «Está bien…», «Olvídalo…», «¿Cómo me voy a enfadar?». Y cosas por el estilo.
—El Día del Juicio Final —dijo Francine—, cuando me pregunten qué cosas malas he hecho aquí abajo, tendré que decirles: «Bueno, le hice una promesa a un hombre al que amaba y la rompí constantemente. Le prometí no decirle jamás que le amaba».
Aquella mujer voluptuosa y generosa, que sólo ganaba noventa y seis dólares y once centavos a la semana, había perdido a su marido, Robert Pefko, en la guerra de Vietnam. Era un oficial del ejército. Tenía un pene que medía 16 centímetros de largo y 4,7 centímetros de diámetro.
Se había graduado en West Point, una academia militar que convertía a hombres jóvenes en maníacos homicidas para utilizarlos en la guerra.
Francine había seguido a Robert desde West Point hasta la Escuela de Paracaidismo de Fort Bragg y después hasta Corea del Sur, donde Robert estuvo al frente de un puesto de intercambio, que no era más que un gran economato militar, y después a la Universidad de Pensilvania, donde Robert hizo el doctorado en antropología a cargo del ejército y, después, de vuelta a West Point, donde Robert fue ayudante de cátedra de ciencias sociales durante tres años.
Después de aquello, Francine siguió a Robert a Midland City, donde le habían nombrado supervisor de la elaboración de una nueva clase de trampa explosiva. Una trampa explosiva era un mecanismo muy fácil de ocultar y que explotaba al menor contacto. Una de las virtudes de aquella nueva trampa explosiva era que el olfato de los perros no podía detectarla. En aquella época había varios ejércitos que entrenaban perros para detectar trampas explosivas.
Cuando Robert y Francine llegaron a Midland City no había allí otros militares, así que fue la primera vez que tuvieron amigos civiles. Y Francine empezó a trabajar con Dwayne Hoover para incrementar el sueldo de su marido y ocupar sus días.
Pero, entonces, mandaron a Robert a Vietnam.
Poco después de eso, la mujer de Dwayne tomó Drano y Robert fue enviado a casa dentro de una funda de plástico para cadáveres.
—Los hombres me dan pena —dijo Francine en el Centro de Calidad del Motor. Y era sincera—. A mí no me gustaría ser hombre, les pasa cada cosa y trabajan tanto…
Estaban en el segundo piso de aquel motel. Las puertas correderas de cristal de su habitación daban a una terraza de cemento con barandilla de hierro y, más allá, a la carretera número 103 y, más allá, al muro y a los tejados de la Institución Correccional para Adultos.
—No me extraña que estés cansado y nervioso —continuó diciendo Francine—. Si yo fuera hombre también estaría cansada y nerviosa. Supongo que Dios hizo a las mujeres para que los hombres pudiesen relajarse y para que, de vez en cuando, alguien los tratase como a bebés pequeñitos. —Estaba más que satisfecha con aquella disposición divina.
Dwayne resopló. El aire estaba impregnado de olor a frambuesa, que era el perfume del desinfectante y matacucarachas que se utilizaba en el motel.
Francine se quedó mirando en dirección a la cárcel, donde todos los guardias eran blancos y la mayoría de los presos eran negros.
—¿Es cierto que nunca ha escapado nadie de allí? —preguntó Francine.
—Es cierto —dijo Dwayne.
—¿Cuándo fue la última vez que usaron la silla eléctrica? —preguntó Francine. Estaba preguntando acerca de un aparato que se encontraba en el sótano de la cárcel y que tenía el siguiente aspecto:
La finalidad de aquel aparato era la de matar a personas aplicándoles una descarga de electricidad mayor de la que sus cuerpos podían soportar. Dwayne Hoover había visto aquel aparato dos veces: una, durante un recorrido por la cárcel que había hecho varios años atrás con los miembros de la Cámara de Comercio, y otra, cuando fue utilizada en la ejecución de un ser humano de raza negra que él conocía.
Dwayne intentó recordar cuándo había tenido lugar la última ejecución en Shepherdstown. Lo de las ejecuciones se había vuelto impopular pero existían síntomas de que probablemente volviera a contar con la aceptación pública. Dwayne y Francine intentaron recordar cuál era la muerte más reciente por electrocución en cualquier parte del país que tuvieran grabada en la mente.
Recordaban la doble ejecución de un hombre y de su mujer por traición. Se suponía que la pareja había vendido información secreta a otro país sobre la fabricación de una bomba de hidrógeno.
Recordaban la doble ejecución de un hombre y una mujer que eran amantes. El hombre era guapo y muy sexy y seducía a mujeres viejas y feas que tenían dinero y luego él y la mujer a la que realmente amaba mataban a las viejas para quedarse con el dinero. La mujer a la que él realmente amaba era joven pero no era nada bonita en el sentido tradicional del término. Pesaba ciento diez kilos.
Francine se preguntó en voz alta cómo un hombre joven, guapo y delgado podía haberse enamorado de una mujer tan gorda.
—Hay gente para todo —dijo Dwayne.
—¿Sabes una cosa que siempre pienso? —dijo Francine.
Dwayne resopló.
—Que éste sería un buen lugar para abrir una franquicia del Kentucky Fried Chicken del Coronel Sanders.
El cuerpo antes relajado de Dwayne se contrajo como si a cada músculo le hubiera caído una gota de zumo de limón.
Aquél era el problema: Dwayne quería que Francine le amara por su cuerpo y por su alma, y no por lo que pudiera comprar su dinero. Pensó que Francine estaba calibrando la posibilidad de que él le comprase un local para abrir un Kentucky Fried Chicken del Coronel Sanders, que era un tinglado en el que se vendía pollo frito.
Un pollo era un ave que no volaba y que tenía el siguiente aspecto:
La cosa consistía en matarlo, arrancarle todas las plumas, cortarle la cabeza y las patas y sacarle los órganos internos. Después había que cortarlo en trozos, freírlos y ponerlos en una caja de cartón encerado con una tapa encima, de forma que tuviera el siguiente aspecto:
Francine, que se había sentido tan orgullosa de su capacidad para lograr que Dwayne se relajase, se avergonzó de haberle puesto en tensión otra vez. Estaba tan rígido como una tabla de planchar.
—¡Dios mío! —dijo ella—, pero ¿qué te sucede?
—Si me vas á pedir algún regalo —dijo Dwayne—, sólo te ruego que me hagas el favor de no andar haciendo sugerencias justo después de hacer el amor. Mantengamos separados el hacer el amor y el tema de los regalos, ¿vale?
—Ni siquiera sé qué crees que te he pedido —dijo Francine.
Dwayne la imitó de forma cruel y poniendo voz de falsete: «Ni siquiera sé qué crees que te he pedido», dijo. Después pareció tan complacido y relajado como una serpiente de cascabel enroscada. Por supuesto que las causantes de aquello eran sus sustancias químicas nocivas. Una serpiente de cascabel auténtica tenía el siguiente aspecto:
El Creador del Universo le había puesto un cascabel en la cola. El Creador también la había dotado de unos dientes delanteros que eran como jeringuillas hipodérmicas llenas de un veneno mortal.
A veces me preocupan algunas cosas que ha hecho el Creador del Universo.
Otro animal inventado por el Creador del Universo era un escarabajo mexicano que podía convertir su parte posterior en una especie de cartucho sin bala por el que lanzar pedos a propulsión y abatir a otros bichos con las ondas de choque.
Os doy mi palabra de honor: lo he leído en un artículo sobre animales raros que salió en la revista del Diner’s Club.
Así que Francine salió de la cama para no tener que compartirla con aquello que parecía una serpiente de cascabel. Estaba horrorizada. No podía dejar de repetir una y otra vez: «Tú eres mi hombre. Tú eres mi hombre». Aquello quería decir que ella estaba dispuesta a apoyar cualquier cosa que viniese de Dwayne, a hacer cualquier cosa por él, sin importar lo difícil o desagradable que fuese, a pensar en cosas que le hicieran la vida más agradable aunque él ni siquiera se diese cuenta, a morir por él si fuese necesario, y cosas por el estilo.
De verdad que ella intentaba vivir de ese modo. No podía imaginar otra cosa mejor que hacer. Así que, cuando Dwayne persistió en su actitud, ella se quedó destrozada. Él le dijo que todas las mujeres eran unas putas y que todas las putas tenían su precio y que el precio de Francine era una franquicia del Kentucky Fried Chicleen del Coronel Sanders, que bien podría superar los cien mil dólares si se tenía en cuenta la construcción de un aparcamiento adecuado y la iluminación exterior y todo lo demás que había que considerar, y cosas por el estilo.
Francine contestó llorando a lágrima viva que nunca había querido aquel negocio para ella, que lo quería para Dwayne, que todo lo que quería era para Dwayne. Sólo se le entendían algunas frases.
—Pensé en toda la gente que venía hasta aquí a visitar a sus parientes presos y me di cuenta de que la mayoría son negros y me acordé de que a los negros le gusta mucho el pollo frito —dijo ella.
—¿Así que lo que quieres es que yo abra un antro para negros? —dijo Dwayne. Y cosas por el estilo. En ese momento Francine tuvo el privilegio de ser la segunda persona cercana a Dwayne en descubrir lo vil que podía llegar a ser.
—Harry LeSabre tenía razón —dijo Francine, que había apoyado la espalda contra la pared de cemento del cuarto del motel, tapándose la boca con la mano. Harry LeSabre era, por supuesto, el jefe de ventas travesti de Dwayne—. Dijo que habías cambiado —dijo Francine. Los dedos de la mano formaban como una jaula por encima de su boca—. ¡Dios mío, Dwayne! ¡Has cambiado, has cambiado! —dijo.
—¡Quizá ya fuera hora! —dijo Dwayne—. ¡Nunca me he sentido mejor en mi vida! —Y cosas por el estilo.
En aquel mismo momento Harry LeSabre también estaba llorando. Estaba en su casa, en la cama. Se tapaba la cabeza con una sábana de terciopelo púrpura. Era rico. Había invertido en bolsa con inteligencia y buena fortuna durante años. Había comprado, por ejemplo, cien acciones de Xerox a ocho dólares la acción. Con el paso del tiempo sus acciones valían cien veces más sin haber salido de su reclusión en la total oscuridad y el silencio de una caja de seguridad.
El dinero hacía muchas cosas mágicas como ésa. Era como si una especie de hada azul anduviera revoloteando sobre aquella parte del planeta moribundo, agitando su varita mágica sobre algunos bonos y escrituras y acciones de bolsa.
Grace, la mujer de Harry, estaba tumbada en una chaise longue a cierta distancia de la cama. Estaba fumando un purito con una larga boquilla de hueso de pata de cigüeña. Una cigüeña era un pájaro europeo de gran tamaño, que medía sólo la mitad que un águila de las Bermudas. A los niños que querían saber de dónde venían los bebés a veces se les decía que los traían las cigüeñas. La gente les decía cosas así a sus hijos porque creía que eran todavía demasiado pequeños para pensar en castores bien abiertos y todas esas cosas.
Y, de hecho, existían imágenes de cigüeñas trayendo bebés que aparecían en anuncios de nacimientos y en dibujos animados, etcétera, para que las vieran los niños. Una imagen típica tendría este aspecto.
Dwayne Hoover y Harry LeSabre habían visto imágenes como ésa cuando eran pequeños y también se lo habían creído.
Grace LeSabre hablaba despectivamente de la buena opinión que su marido creía haber perdido a los ojos de Dwayne Hoover.
—Que le den por culo a Dwayne Hoover —dijo—. Que le den por culo a Midland City. Lo mejor es que vendamos las malditas acciones de Xerox y nos compremos un piso en Maui.
Maui era una de las islas de Hawai. Todo el mundo la consideraba un paraíso.
—Óyeme una cosa —dijo Grace—, que yo sepa, nosotros somos los únicos blancos en todo Midland City que tenemos algún tipo de vida sexual. Tú no eres ningún fenómeno extraño. ¡El fenómeno extraño es Dwayne Hoover! ¿Cuántos orgasmos crees que tiene al mes?
—No lo sé —dijo Harry desde debajo de su húmeda tienda.
La media de orgasmos mensuales de Dwayne durante los últimos diez años, que incluían los últimos años de su matrimonio, era de dos y un cuarto. Grace no estaba desacertada en su suposición:
—Uno coma cinco —dijo.
La media de orgasmos mensuales que ella había experimentado durante un periodo similar era de ochenta y siete. La media de su marido era de treinta y seis. El que su media hubiera ido decreciendo en los últimos años era una de las muchas razones que le hacían sentir aquel terror pánico.
Grace se puso a hablar con desprecio y sin tapujos sobre el matrimonio de Dwayne.
—Tenía tanto miedo al sexo —dijo— que se casó con una mujer que nunca había oído hablar del tema. Estaba garantizado que acabaría destruyéndose a sí misma si alguna vez llegaba a oír hablar de eso, como acabó ocurriendo —dijo. Y cosas por el estilo.
—¿No te estará oyendo el reno? —dijo Harry.
—¡Que le den por culo al reno! —dijo Grace, pero luego añadió—, no, el reno no nos oye. Reno era el código que usaban para referirse a la criada negra que, en aquel momento, se encontraba lejos, en la cocina. Era el código que usaban para referirse a los negros en general. Les permitía hablar del problema negro que tenía la ciudad, que era grande, sin ofender a ninguna persona negra que pudiera oírles por casualidad.
—El reno estará dormido o leyendo La guía de la pantera negra —dijo ella.
Básicamente, el problema del reno era el siguiente: Los blancos ya no necesitaban a los negros para casi nada, a excepción de los gángsters, que les vendían coches usados, drogas y muebles a los negros. A pesar de eso, los renos continuaban reproduciéndose. Aquellos animales negros, enormes e inútiles estaban por todas partes y muchos de ellos tenían muy malos instintos. Se les entregaba pequeñas cantidades de dinero al mes para que no tuviesen que robar. También se habló de darles drogas muy baratas para mantenerlos atontados y contentos y para que perdieran todo interés en lo de reproducirse.
El Departamento de Policía de Midland City y el Departamento del Sheriff del Condado de Midland estaban compuestos principalmente por hombres blancos. Tenían montones y montones de metralletas y escopetas automáticas de calibre doce para cuando se abriera la temporada de los renos, que seguro que llegaría en algún momento.
—Oye, te estoy hablando en serio —le dijo Grace a Harry—. Esta ciudad es el culo del mundo. Vámonos a un piso en Maui y dediquémonos a vivir de una vez por todas.
Y eso hicieron.
Mientras tanto, las sustancias químicas nocivas de Dwayne provocaron que su actitud hacia Francine pasase de ser desagradable a ser penosamente dependiente. Se disculpó ante ella por haber pensado, aunque fuese sólo por un momento, que quería una franquicia del Kentucky Fried Chicken del Coronel Sanders. Reconoció la constante generosidad de Francine. Le pidió que le abrazara, cosa que ella hizo.
—Estoy tan confuso… —dijo.
—Todos lo estamos —contestó ella, y le recostó la cabeza contra su pecho.
—Necesito hablar con alguien —dijo Dwayne.
—Puedes hablar con Mami, si quieres —dijo Francine. Lo que quería decir era que ella era Mami.
—Dime en qué consiste la vida —suplicó Dwayne al perfumado pecho de ella.
—Eso sólo Dios lo sabe —contestó Francine.
Dwayne se quedó un rato en silencio. Luego, con tono titubeante, le contó a Francine un viaje que había hecho a las oficinas centrales de la División Pontiac de la General Motors en Pontiac, Michigan, apenas tres meses después de que su esposa tomase Drano.
—Nos enseñaron todas las áreas de investigación —dijo. Y añadió que lo que más le había impresionado fue una serie de laboratorios y zonas de pruebas al aire libre donde se destruían diferentes partes de los automóviles e incluso automóviles enteros. Los científicos de Pontiac prendían fuego a las tapicerías, arrojaban grava contra los parabrisas, partían ejes de cigüeñal y ejes de motores, organizaban choques frontales, arrancaban de cuajo las palancas de cambio, aceleraban los motores al máximo casi sin lubricación, abrían y cerraban las guanteras cien veces por minuto durante días, sometían los relojes del salpicadero a temperaturas bajo cero, y cosas por el estilo.
—Hacían todo lo que se supone que no debe hacerse a un coche —siguió contándole Dwayne a Francine—. Y nunca olvidaré el cartel que había en la puerta principal de aquel edificio donde se llevaban a cabo todas esas torturas.
Éste es el cartel que Dwayne describió a Francine:
—Al ver aquel cartel —dijo Dwayne—, no pude evitar pensar si no sería ésa la razón por la que Dios me puso en este mundo: para descubrir cuánto puede llegar a aguantar un hombre sin romperse.
—He perdido el camino —dijo Dwayne—. Necesito que alguien me tome de la mano y me enseñe la salida del bosque.
—Estás cansado —dijo ella—. ¿Cómo no ibas a estarlo? ¡Trabajas tanto! Los hombres me dan pena, ¡trabajan tanto! ¿No quieres dormir un rato?
—No podré dormir hasta no conocer ciertas respuestas.
—¿Y no quieres que vayamos a un médico? —dijo Francine.
—No quiero oír la clase de cosas que dicen los médicos —dijo Dwayne—. Quiero hablar con alguien totalmente nuevo —dijo, y hundió un dedo en el mullido brazo de ella—. Francine, quiero oír cosas nuevas de gente nueva. He oído todo lo que ha dicho todo el mundo aquí en Midland City y lo que pueden llegar a decir. Tiene que ser alguien nuevo.
—¿Como quién?
—No lo sé —dijo Dwayne—. Alguien de Marte, por ejemplo.
—Podríamos irnos a otra ciudad —dijo Francine.
—Son todos como los de aquí. Son todos iguales —dijo Dwayne.
Francine tuvo una idea.
—¿Y por qué no lo intentas con todos esos pintores y escritores y compositores que vienen a la ciudad? —dijo ella—. Nunca has hablado con gente así. Tal vez deberías hablar con alguno de ellos. Los artistas no piensan como los demás.
—He intentado todo lo que había —dijo Dwayne. De pronto se le iluminó el rostro. Asintió con la cabeza—. ¡Tienes razón! ¡El festival podría darme un punto de vista sobre la vida totalmente diferente! —dijo.
—Para eso está —dijo Francine—. ¡Utilízalo!
—Lo haré —dijo Dwayne. Aquél fue su terrible error.
Mientras tanto, Kilgore Trout, que viajaba en autoestop hacia el oeste, siempre hacia el oeste, iba de pasajero en un Ford Galaxia. El hombre que iba al volante del Galaxia era un viajante de comercio que vendía un mecanismo que se adosaba a la parte posterior de los camiones y los unía con los muelles de carga. Era un túnel extensible de lona revestida de caucho que tenía el siguiente aspecto cuando se utilizaba:
La finalidad de aquel artilugio era la de permitir que la gente que estaba en un edificio pudiese cargar o descargar camiones sin que hubiese fugas de aire fresco, en verano, o caliente, en invierno.
El hombre que iba al volante del Galaxia vendía también unos rollos y bobinas enormes de alambre, cables y cuerdas. También vendía extintores. Era representante de diversos productos, según explicó. Era su propio jefe y, como tal, representaba productos cuyos fabricantes no podían permitirse tener vendedores propios.
—Trabajo las horas que quiero y escojo los productos que vendo. Los productos no me venden a mí —dijo. Se llamaba Andy Lieber. Tenía treinta y dos años. Era blanco. Era bastante gordo, como mucha gente de aquel país. Y, obviamente, era un hombre feliz. Conducía como un loco. En aquel momento el Galaxia iba a noventa y dos millas por hora—. Yo soy uno de los pocos hombres libres que quedan en América —dijo.
Tenía un pene que medía 2,5 centímetros de diámetro y 18,5 centímetros de largo. Durante el año anterior había llegado a una media de veintidós orgasmos mensuales, lo cual superaba ampliamente la media nacional. Sus ingresos y el valor de las pólizas de su plan de jubilación también superaban ampliamente la media nacional.
Una vez Trout había escrito una novela que tituló ¿Qué tal estás? Trataba sobre los índices y las medias nacionales de cualquier cosa. Una agencia de publicidad de otro planeta llevaba a cabo, con mucho éxito, una campaña para evaluar la media de consumo del equivalente a la mantequilla de cacahuete terrícola. El foco de atracción de los anuncios radicaba en que informaban sobre algún tipo de media: la media de hijos, la media del tamaño del órgano sexual masculino en aquel planeta en particular (que era de 5 centímetros de largo, con un diámetro interno de 7,5 centímetros y un diámetro externo de 10,5 centímetros). Los anuncios invitaban al lector a descubrir si ellos eran superiores o inferiores a la media en algún aspecto, independientemente de lo que tratase el anuncio.
El anuncio continuaba diciendo que tanto la gente superior a la media como la gente inferior a la media consumían tal y tal marca de mantequilla de cacahuete. Claro que en aquel planeta no se trataba exactamente de mantequilla de cacahuete, sino de mantequilla de shazz.
Y cosas por el estilo.