El camión que llevaba a Kilgore Trout se hallaba en Virginia Occidental. La superficie de ese estado había sido totalmente destruida por hombres, máquinas y explosivos para extraer carbón. Pero en aquellos momentos, el carbón ya casi había desaparecido. Se había transformado en calor.
La superficie de Virginia Occidental, sin su carbón ni sus árboles ni la capa superior del suelo, estaba reordenando lo que quedaba de ella según las leyes de la gravedad. Se estaba desplomando sobre los agujeros que le habían excavado; y las montañas, que en otro tiempo se habían mantenido erguidas con suma facilidad, Iban resbalando hacia los valles.
La destrucción de Virginia Occidental se había llevado a cabo con la aprobación del poder ejecutivo, el legislativo y el judicial del gobierno de aquel estado, que había obtenido el poder gracias a los votos de la gente.
Pero todavía había viviendas deshabitadas en pie por aquí y por allá.
Trout vio una barrera de protección rota un poco más adelante. Miró por el terraplén y vio un Cadillac de 1968, modelo El Dorado, volcado en un arroyo. Tenía matrícula de Alabama. En el arroyo también había varios electrodomésticos viejos: una estufa, una lavadora y un par de aparatos de refrigeración.
Una niña blanca, con cara de angelito y pelo rubio muy claro, estaba también junto al arroyo. Saludó a Trout con una mano. Con la otra apretaba contra su pecho una botella de Pepsi-Cola.
Trout se preguntó en voz alta qué haría allí la gente para divertirse y el camionero le contó una historia curiosa que le había ocurrido una noche que pasó en Virginia Occidental, en la cabina de su camión, cerca de un edificio que no tenía ventanas y del que constantemente salía un ruido monótono.
—Veía a una gente que entraba y a otra gente que salía —le contaba el camionero—, pero no lograba imaginarme qué tipo de máquina podía ser la que emitía aquel ruido. El edificio era un armazón viejo y de mala calidad colocado sobre bloques de cemento, ubicado en medio de ninguna parte. Pero los coches iban y venían sin cesar, y a la gente parecía que le gustaba aquello que emitía el ruido.
Así que no pudo hacer otra cosa que ir a ver de qué se trataba.
—Estaba lleno de gente con patines. Daban vueltas y más vueltas. Nadie sonreía. Lo único que hacían era dar vueltas y más vueltas.
Y también le contó a Trout que había oído decir que había gente que durante los servicios religiosos mantenía agarradas víboras o serpientes de cascabel para demostrar su intensa fe en que Jesucristo les protegería.
—En este mundo hay gente para todo —contestó Trout.
Trout estaba maravillado del poco tiempo que hacía que habían llegado los hombres blancos a Virginia Occidental y de lo deprisa que lo habían destruido… para convertirlo en calor.
Pero el calor también había desaparecido. Trout supuso que se había ido al espacio exterior. Había hecho que hirviera el agua y el vapor desprendido había impulsado los molinos de viento de acero a girar y girar. Y los molinos de viento habían impulsado los rotores de los generadores a girar y girar. Estados Unidos había gozado de la electricidad durante una época. El carbón también había servido para que funcionaran los antiguos barcos de vapor y los trenes aquellos que hacían chaca-chaca, chaca-chaca.
Cuando Dwayne Hoover y Kilgore Trout y yo éramos niños, y también cuando nuestros padres eran niños y cuando nuestros abuelos eran niños, los trenes que hacían chaca-chaca, chaca-chaca y los barcos de vapor y las fábricas tenían unos silbatos que funcionaban con vapor. Los silbatos tenían un aspecto así:
El vapor que despedía el agua al ponerse a hervir gracias al fuego del carbón, salía a toda presión por los silbatos, que emitían unos maravillosos lamentos estridentes que recordaban unos sonidos laríngeos de dinosaurios apareándose o agonizando, como puuuuuu, puuuuuu y tuuuurrrrrrrrrrry cosas por el estilo.
Un dinosaurio era un reptil tan grande como un tren de los que hacía chaca-chaca, chaca-chaca. Ya se habían extinguido. Tenían un aspecto así:
Tenía dos cerebros, uno en el extremo de la frente y el otro en el extremo del trasero. Los dos cerebros combinados eran más pequeños que un guisante. Un guisante era una legumbre que tenía un aspecto así:
El carbón era una sustancia que se formaba con la mezcla a altas temperaturas de árboles podridos, flores, arbustos, hierbas y otras cosas así, y excrementos de dinosaurios.
Kilgore Trout se puso a pensar en los distintos sonidos de silbatos de vapor que había conocido y en la destrucción de Virginia Occidental que habían provocado aquellas melodías. Supuso que aquellos gritos estremecedores habrían volado al espacio exterior junto con el calor. Estaba equivocado.
Como la mayoría de escritores de ciencia ficción, Trout no sabía casi nada de ciencia, le aburrían muchísimo los detalles técnicos. Lo cierto es que ningún sonido de un silbato podía alejarse mucho de la Tierra por la siguiente razón: el sonido sólo puede viajar a través de la atmósfera, y la atmósfera que recubría la Tierra no era, con relación al planeta, ni siquiera tan gruesa como la piel de una manzana. Más allá sólo existía un vacío casi perfecto.
Una manzana era una fruta muy común que tenía un aspecto así:
El camionero era un hombre de mucho comer. Entró en un MacDonald’s. En aquel país había diferentes cadenas de hamburgueserías. MacDonald’s era una de ellas. Otra era Burger Chef. Como ya se dijo antes, Dwayne Hoover tenía varios establecimientos de Burger Chef en franquicia.
Las hamburguesas se hacían de la carne de un animal que tenía un aspecto así:
Se mataba al animal, se cortaba, se picaba en pedacitos muy pequeños, después se formaban una especie de tortitas redondas, se freían y se colocaban entre dos piezas de pan. El producto, una vez acabado, tenía un aspecto así:
Como le quedaba muy poco dinero, Trout sólo pidió una taza de café. Y a un hombre muy, muy viejo, que estaba sentado a su lado, en la misma mesa, le preguntó si había trabajado en las minas de carbón.
Y el viejo le contestó:
—Desde los diez años hasta los sesenta y dos.
—¿Y está contento de haberse librado de eso? —le preguntó Trout.
—¡Ay, Dios mío! —contestó el viejo—. Nunca te ves libre de eso…, ni siquiera mientras duermes. Yo sueño con las minas.
Trout le preguntó qué le había parecido lo de trabajar para una industria cuyo negocio se basaba en la destrucción del campo y el viejo le contestó que solía acabar tan cansado que le daba igual.
—Y tampoco importa si te preocupa algo si no eres el dueño de lo que te preocupa —le dijo el viejo minero. Recalcó que los derechos sobre los minerales que hubiera en todo el condado en el que se hallaban pertenecían a la Compañía de Carbón y Hierro Rosewater, que los había adquirido muy poco después de la guerra civil—. La ley dice que si alguien es propietario de algo que está bajo la superficie del suelo y quiere sacarlo, hay que permitirle romper lodo lo que haya entre la superficie y aquello de lo que es propietario.
Trout no estableció ninguna conexión entre la Compañía de Carbón y Hierro Rosewater y Eliot Rosewater, su único admirador. Seguía creyendo que Eliot Rosewater era un adolescente.
Pero lo cierto era que los antepasados de Eliot Rosewater se hallaban entre los principales destructores de la superficie y los habitantes de Virginia Occidental.
—De todos modos —siguió diciendo el viejo minero—, no parece justo que un hombre sea propietario de lo que está debajo de la granja o de los bosques o de la casa de otro hombre. Y, cada vez que el propietario quiere sacar lo que está debajo de todo eso, tiene derecho a derribar lo que está encima para conseguirlo. Los derechos de la gente que tiene algo por encima del suelo no son nada en comparación con los derechos de los que tienen algo por debajo.
Se puso a recordar en voz alta cuando él y otros mineros luchaban para que la Compañía de Carbón y Hierro Rosewater les tratara como a seres humanos. Llevaban a cabo pequeñas batallas con la policía privada de la compañía y con la policía del estado y con la Guardia Nacional.
—Nunca vi a un Rosewater —dijo—, pero los Rosewater siempre ganaban. Yo caminaba sobre terreno Rosewater. Hacía agujeros para Rosewater en Rosewater. Vivía en casas Rosewater. Comía comida Rosewater. Luchaba contra Rosewater, fuera lo que fuese eso de Rosewater, y Rosewater me golpeaba y me daba por muerto. Y, si usted le pregunta a cualquier persona de los alrededores, todos le dirán que, en lo que a ellos les afecta, el mundo entero es de Rosewater.
El camionero sabía que Trout iba rumbo a Midland City. Lo que no sabía era que Trout era un escritor que iba a un festival de arte. Trout pensaba que los trabajadores honrados no estaban muy interesados en el arte.
—¿A quién, en su sano juicio, se le puede ocurrir ir a Midland City? —quiso saber el camionero cuando emprendieron de nuevo la ruta.
—Mi hermana está enferma —dijo Trout.
—Midland City es el culo del mundo —dijo el camionero.
—Yo me he preguntado a menudo dónde estaría el culo —dijo Trout.
—Pues si no es en Midland City —dijo el camionero—, entonces es en Libertyville, Georgia. ¿Ha estado alguna vez en Libertyville?
—No —dijo Trout.
—Me detuvieron por ir a demasiada velocidad. Tienen un control de velocidad en un sitio en el que, de golpe, tienes que reducir de cincuenta millas por hora a quince. Me puse como loco. Tuvimos unas palabras el poli y yo, y me metió en la cárcel.
»La industria principal que había allí era la del reciclado de periódicos, revistas y libros viejos para hacer papel nuevo con ellos —dijo el camionero—. Todos los días llegaban camiones y trenes con cientos de toneladas de papel impreso viejo.
—Ajá —dijo Trout.
—Y el proceso de descarga se hacía tan mal que por toda la ciudad había trozos de libros y de revistas y cosas así volando. Si uno quiere abrir una biblioteca, lo único que hay que hacer es simplemente cruzar al depósito de descarga y llevarse todos los libros que uno quiera.
—Ajá —dijo Trout.
Un poco más adelante había un hombre blanco con su mujer embarazada y nueve niños haciendo autoestop.
—Se parece a Gary Cooper, ¿verdad? —dijo el camionero refiriéndose al tipo que hacía autoestop.
—Sí, se le parece —dijo Trout.
Gary Cooper era un actor de cine.
—Pues, como le iba diciendo —dijo el camionero—, en Libertyville tenían tantos libros que en la cárcel los utilizaban como papel higiénico y, como me detuvieron un viernes a última hora de la tarde, no pude pasar al juzgado hasta el lunes. O sea que me pasé en el calabozo dos días sin nada más que hacer que leerme el papel higiénico. Aún me acuerdo de una de las historias que leí allí.
—Ajá —dijo Trout.
—Fue la última historia que he leído —dijo el camionero—. ¡Dios mío! Eso debió de ser hace unos quince años. Era una historia sobre otro planeta. Era una historia demencial. Tenían museos llenos de pinturas por todas partes y el gobierno utilizaba una especie de ruleta para decidir lo que se ponía en los museos y lo que se tiraba a la basura.
A Kilgore Trout le invadió de pronto la sensación de déjà vu. El camionero le estaba haciendo recordar el inicio de un libro en el que no había pensado desde hacía años. El papel higiénico del camionero en Libertyville, Georgia, había sido El croupier-excluidor de Bagnialto o La obra maestra de este año, de Kilgore Trout.
Bagnialto era el nombre del planeta en el que transcurría la acción del libro de Trout y un «croupier-excluidor» era un funcionario del Estado que, una vez al año, hacía girar una rueda de la fortuna. Los ciudadanos remitían sus obras de arte a un departamento gubernamental y se les asignaba un número y, más adelante, un valor dinerario de acuerdo con las vueltas de la ruleta del croupier-excluidor.
El punto de vista del protagonista de aquella historia no era el del croupier-excluidor sino el de un humilde zapatero que se llamaba Gooz.
Gooz vivía solo y un día hacía un retrato de su gato. Era el único cuadro que había hecho en su vida. Lo llevaba al croupier-excluidor, que le daba un número y lo depositaba en un almacén abarrotado de obras de arte.
El cuadro de Gooz obtenía un golpe de suerte sin precedentes en la ruleta. Se le adjudicaba un valor de dieciocho mil lambos, que equivalían a mil millones de dólares de la Tierra. Como premio, el croupier-excluidor extendía un cheque por esa cantidad, aunque la mayor parte había que dársela al recaudador de impuestos. El cuadro se colocaba en el lugar de honor de la Galería Nacional y la gente hacía colas de millas y millas para ver un cuadro que costaba mil millones de dólares.
También se organizaba una hoguera gigantesca con todos los cuadros y esculturas, libros y cosas por el estilo que la ruleta había dicho que carecían de valor. Y, más tarde, se descubría que la ruleta estaba trucada y el croupier-excluidor se suicidaba.
Era una coincidencia asombrosa que el camionero hubiera leído un libro de Kilgore Trout. Hasta entonces, Trout jamás se había encontrado con ningún lector de un libro suyo. Su respuesta a ese hecho fue muy interesante: no admitió ser el padre del libro.
El camionero señaló que todos los buzones de las casas de la zona tenían puesto el mismo apellido al final.
—Ahí hay otro —dijo señalando un buzón para el correo que tenía un aspecto así:
El camión estaba pasando por la zona de la que provenían los padrastros de Dwayne Hoover. Se habían ido de Virginia Occidental a Midland City durante la Primera Guerra Mundial, para hacer dinero en la Compañía de Automóviles Keedsler, que fabricaba aviones y camiones. Cuando llegaron a Midland City cambiaron legalmente su nombre de Hoobler a Hoover, porque en aquella ciudad había muchísimos negros que se apellidaban Hoobler.
Como le explicó a Dwayne su padre en una ocasión: «Era una cosa muy embarazosa. Aquí todo el mundo daba por supuesto que Hoobler era un apellido de negros».