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Kilgore Trout fue puesto en libertad por el departamento de policía de la ciudad de Nueva York como si fuera un chisme ingrávido dos horas antes del amanecer del día siguiente al de los Veteranos de Guerra. Cruzó la isla de Manhattan de Este a Oeste acompañado por pañuelos Kleenex, periódicos y hollín.

Un camión le recogió. Transportaba treinta y cinco mil kilos de aceitunas españolas. Le paró a la entrada del túnel Lincoln, que se llamaba así en honor de un hombre que había tenido la Imaginación y el valor de declarar que, en los Estados Unidos de América, la esclavitud era contraria a la ley. Era una innovación reciente.

A los esclavos se les dejó en libertad, pero carecían de cualquier tipo de propiedades. Eran fácilmente reconocibles. Eran negros y, de pronto, eran libres para irse a explorar por ahí.

El camionero, que era blanco, le dijo a Trout que tendría que tumbarse en el suelo de la cabina hasta que llegaran al campo, porque iba contra la ley llevar a gente que hacía autoestop.

Seguía estando oscuro cuando le dijo que ya podía sentarse. Iban cruzando las praderas y los pantanos contaminados de Nueva Jersey. El camión era una cabina de tractor Astro-95 diesel de la General Motors con un remolque de doce metros de largo. Era tan enorme que a Trout le hizo sentirse como si tuviera la cabeza del tamaño de un balín.

El camionero le dijo que, hacía mucho tiempo, había sido cazador y pescador. Se le partía el corazón cuando imaginaba cómo habían sido los pantanos y las praderas sólo cien años antes.

—Y si te pones a pensar en toda la mierda que producen la mayoría de esas fábricas, productos para la colada, comida para gatos, gaseosas…

Tenía razón. Los procesos de manufacturado estaban destruyendo el planeta y, además, por lo general, lo que se manufacturaba era asqueroso.

Después, Trout también hizo una buena observación.

—Bueno —dijo—, yo antes también era conservacionista. Lloraba y gemía cuando la gente disparaba a las águilas con armas automáticas desde los helicópteros y todo eso, pero ya lo he dejado. En Cleveland hay un río tan contaminado que la porquería se pone a arder más o menos una vez al año. Antes eso me ponía enfermo, pero ahora me causa risa. Cuando algún buque cisterna vierte accidentalmente su carga en el mar y mata a millones de pájaros y a miles de millones de peces, me digo: «Mira, más poder para la Standard Oil» o la que sea. —Alzó los brazos como celebrándolo y dijo—: ¡El culo levantemos y por la gasolina Mobil brindemos!

Al camionero aquello le molestó.

—Me está usted tomando el pelo —le dijo.

—Me he dado cuenta de que Dios no es conservacionista —dijo Trout—, así que, además de un sacrilegio es una pérdida de tiempo. ¿No ha visto usted nunca alguno de Sus volcanes o de Sus tornados o de Sus maremotos? ¿Nadie le ha hablado de las glaciaciones que organiza cada medio millón de años? ¿Y qué me dice de la enfermedad de los olmos? Para usted es una buena medida conservacionista, ¿no? Y todo eso lo hace Dios, no el hombre. Es probable que justo cuando logremos limpiar nuestros ríos, Él haga que toda la galaxia estalle como si fuera de celuloide. Eso es lo que era la estrella de Belén, ya sabe.

—¿Qué era la estrella de Belén? —dijo el camionero.

—Pues un fragmento del estallido de toda una galaxia como si fuera de celuloide —dijo Trout.

El camionero quedó impresionado.

—Tendré que pensar en eso —dijo—. No creo que en ninguna parte de la Biblia se diga nada en contra del conservacionismo.

—Bueno, a menos que tenga en cuenta la historia del diluvio —dijo Trout.

Durante un buen rato siguieron rodando en silencio por la carretera y, luego, el camionero hizo otra buena observación. Dijo que sabía que su camión estaba contaminando el aire y que el planeta se estaba llenando de asfalto por todas partes para que su camión pudiera ir a cualquier sitio.

—O sea que me estoy suicidando —dijo.

—No se preocupe por eso —le dijo Trout.

—Pero lo de mi hermano es aún peor —continuó diciendo el camionero—. Trabaja en una fábrica que se dedica a hacer productos químicos para matar plantas y árboles en Vietnam.

Vietnam era un país en el que los Estados Unidos de América estaban intentando que la gente dejara de ser comunista tirándoles cosas desde aviones. Y los productos químicos a los que se había referido estaban pensados para matar toda la vegetación para que así a los comunistas les fuera más difícil esconderse de los aviones.

—No se preocupe por eso —le dijo Trout.

—A largo plazo él también se está suicidando —dijo el camionero—. Parece como si, hoy en día, la única clase de trabajo que pudiera conseguir un americano fuera suicidarse de algún modo.

—Buena observación —dijo Trout.

—No sé si habla en serio o no —le dijo el camionero.

—Ni siquiera yo lo sabré hasta que descubra si la vida es algo serio o no —dijo Trout—. Sé que está llena de peligros y que puede hacernos mucho daño, pero eso no significa necesariamente que también sea algo serio.

Cuando Trout se hizo famoso, uno de los grandes misterios que le rodearon fue, por supuesto, si hablaba en broma o no. A una persona que le preguntó insistentemente sobre ese particular le contestó que, cuando hablaba en broma, siempre cruzaba los dedos.

—Y, por favor, tenga en cuenta —continuó diciendo— que, cuando le he proporcionado esta inestimable información, tenía los dedos cruzados.

Y cosas por el estilo.

La verdad es que era insoportable. Después de una hora o dos, el conductor del camión acabó harto de él. Trout aprovechó el silencio para elaborar una historia anticonservacionista que denominó ¡Gilgongo!

¡Gilgongo! trataba de un planeta que resultaba muy desagradable porque las especies animales se reproducían en exceso.

La historia empezaba con una gran fiesta en honor de un hombre que había exterminado a toda una especie de osos panda maravillosos. Para la fiesta se habían preparado unos platitos especiales y los invitados se los llevaban a casa como recuerdo. Todos ellos tenían el dibujo de un osito y la fecha de la fiesta. Debajo del dibujito ponía:

¡GILGONGO!

En el lenguaje de aquel planeta eso significaba «¡Extinguido!».

La gente estaba feliz de que los osos estuvieran gilgongo porque ya había demasiadas especies en el planeta y, más o menos cada hora, aparecían otras nuevas. No había modo de que nadie pudiera prepararse para la apabullante diversidad de criaturas y plantas con que era probable encontrarse.

La gente hacía cuanto podía para reducir el número de las especies, de modo que la vida pudiera resultar más previsible. Pero la naturaleza era demasiado prolífica. Toda la vida del planeta se sofocaba porque había una capa de treinta metros de ancho, compuesta por palomas migratorias, águilas normales, águilas de las Bermudas y grullas chillonas.

—Por lo menos, son aceitunas —dijo el camionero.

—¿Qué? —dijo Trout.

—Hay montones de cosas peores para transportar que las aceitunas.

—Es verdad —dijo Trout.

Había olvidado que lo que estaban haciendo era, principalmente, llevar treinta y cinco mil kilos de aceitunas a Tulsa, Oklahoma.

El camionero se puso a hablar de política.

Trout no podía distinguir a un político de otro. Para él todos eran chimpancés imbuidos de un entusiasmo dudoso. Una vez había escrito una historia sobre un chimpancé optimista que llegó a ser presidente de los Estados Unidos. La historia se llamaba Salve al jefe.

El chimpancé llevaba una chaquetita blazer azul con botones de metal y con la insignia de presidente de los Estados Unidos cogida en el bolsillo de la pechera. Tenía un aspecto así:

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Allí adonde fuera el chimpancé las orquestas tocaban «Salve al jefe» y a él le encantaba y daba brincos.

Se detuvieron en una cafetería. He aquí lo que ponía la señal de delante:

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Así que comieron.

Trout divisó a un subnormal que también estaba comiendo. Era un macho blanco adulto, al que cuidaba una enfermera hembra blanca. No era capaz de hablar mucho y tenía un montón de problemas para llevarse la comida a la boca. La enfermera le puso un babero.

Pero, evidentemente, tenía un gran apetito. Trout le vio meterse en la boca tortitas y salchichas de cerdo, le vio tragarse zumo de naranja y leche. Se maravilló de qué gran animal era aquel anormal. También le resultó fascinante la felicidad que reflejaba mientras se atiborraba de calorías que le permitirían seguir vivo un día más.

Trout se dijo para sus adentros: «Se está atiborrando para seguir vivo un día más».

—Perdone —dijo el camionero a Trout—, tengo que ir a desaguar.

—Pues eso, en el sitio del que yo vengo, quiere decir que se va a coger un espejo. A los espejos les llamamos desagües.

—Nunca lo había oído —dijo el camionero y repitió la palabra: «desagüe». Señaló un espejo que había en una máquina de cigarrillos—. ¿A eso le llama desagüe?

—¿No cree usted que se parece a un desagüe? —dijo Trout.

—No —dijo el camionero—. ¿De dónde ha dicho que es usted?

—Nací en las Bermudas —dijo Trout.

Alrededor de una semana más tarde el camionero le contó a su mujer que en las Bermudas a los espejos les llamaban desagües, y ella se lo contó a sus amigas.

Cuando Trout iba de nuevo hacia el camión siguiendo al conductor, echó una ojeada al transporte en el que iba y, como se encontraba a cierta distancia de él, pudo verlo entero. Tenía un letrero escrito en un lateral con unas letras de color naranja brillante de unos dos metros de altura. Era así:

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Trout se preguntó que pensaría un niño que estuviera aprendiendo a leer de un letrero como aquél. Se imaginaría que era algo de una tremenda importancia, ya que alguien se había tomado la molestia de escribirlo en letras tan grandes.

Y después, como si fuera un niño, se puso a leer el letrero que había en el lateral de otro camión. Era así:

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