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Trout se dirigió sin prisa hacia la acera de la calle Cuarenta y dos. Era un lugar peligroso. Toda la ciudad era peligrosa por las sustancias químicas, la desigual distribución de la riqueza y otras cosas por el estilo. Había un montón de gente como Dwayne: sus cuerpos creaban una serie de sustancias químicas que eran nocivas para sus cerebros. Pero en la ciudad existían miles y miles de otras personas que compraban sustancias químicas nocivas y se las comían o las esnifaban o se las inyectaban en las venas con artilugios que tenían este aspecto:

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A veces, incluso se metían las sustancias químicas nocivas por el agujero del culo. Los agujeros del culo tenían este aspecto:

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La gente corría riesgos atroces para sus cuerpos tomando sustancias químicas porque querían mejorar su calidad de vida. Vivían en sitios feos donde sólo había cosas feas que hacer. No poseían nada de nada, así que tampoco podían mejorar su entorno. Por eso hacían lo que podían para sentirse mejor por dentro.

Hasta el momento los resultados habían sido catastróficos: suicidios, robos, asesinatos, locura y cosas por el estilo. Pero no paraban de salir al mercado nuevas sustancias químicas. A diez metros de Trout, allí en la calle Cuarenta y dos, un chico blanco de catorce años estaba tirado inconsciente en la puerta de una tienda de pornografía. Se había tragado un cuarto de litro de un producto nuevo, un disolvente de pintura, que se había puesto a la venta por primera vez el día anterior. Y, también, se había tragado dos píldoras destinadas a prevenir el aborto por contagio en las reses, el llamado mal del Bang.

Trout se quedó petrificado allí, en la calle Cuarenta y dos. Yo le había dado una vida que no merecía la pena pero también le había dado una voluntad de vivir de hierro. Era una combinación muy común en el planeta Tierra.

El gerente del cine salió y cerró la puerta con llave.

Y dos jóvenes prostitutas negras aparecieron de la nada. Les preguntaron a Trout y al gerente si querían divertirse un rato. Estaban alegres y no tenían miedo a nada, porque hacía una media hora que se habían tomado un tubo de una medicina noruega para las hemorroides. Al fabricante nunca se le había ocurrido que nadie pudiera ingerir aquello. Se suponía que la gente debía introducírselo por el culo.

Eran chicas de campo. Habían crecido en alguna zona rural del sur del país, en la que sus antepasados habían sido utilizados como maquinaria agrícola. Pero los granjeros blancos de por allí ya no utilizaban más máquinas hechas de carne y hueso, porque las máquinas hechas de metal eran más baratas, fallaban menos y se conformaban con alojamientos más simples.

Así que las máquinas negras tuvieron que elegir entre marcharse de allí o morirse de hambre. Llegaron a las ciudades porque todos los demás sitios tenían unas señales en las vallas y en los árboles, que decían así:

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En una ocasión Kilgore Trout había escrito un cuento que se llamaba «Esto va por ti». Transcurría en las islas Hawai, el mismo lugar al que se suponía que iban a ir los afortunados ganadores del concurso de Dwayne Hoover en Midland City. En el cuento de Trout cada palmo de tierra de aquellas islas pertenecía solamente a unas cuarenta personas en total que, en cierto momento, decidían ejercer su derecho a la propiedad al máximo y colocaban señales de «Prohibido el paso» por todas partes.

Eso creaba terribles problemas al otro millón de personas que habitaba las islas. La ley de la gravedad exigía que se colocaran en algún lugar de la superficie. O si no, podían irse al agua y quedarse flotando cerca de la orilla.

Entonces el gobierno federal tenía que poner en marcha un plan de emergencia. Le daban un globo grande lleno de helio a cada uno de los hombres y de las mujeres y de los niños que no poseían tierra.

De cada globo colgaba un cable con un arnés. Con la ayuda de los globos los hawaianos podían irse a habitar otras islas sin estar todo el rato topándose con cosas que pertenecían a otras personas.

Las prostitutas trabajaban para un chulo. Era espléndido y cruel. Para ellas era un dios. Les quitaba el libre albedrío, lo cual estaba perfectamente bien. A ellas no les interesaba, de todas formas. Era como si se hubiesen entregado a Jesucristo, por ejemplo, de tal manera que podían vivir generosa y confiadamente, sólo que en vez de eso se habían entregado a un chulo.

La infancia se les había acabado. Estaban muriéndose. Para ellas la Tierra no era más que un planeta de gallitos.

Cuando Trout y el gerente del cine, dos gallitos, les dijeron que no tenían ningunas ganas de divertirse, aquellas niñas moribundas se largaron con los pies un ratito sobre la tierra, flotando por el aire después, y aterrizando otro poquito. Y así, desaparecieron al doblar una esquina. Trout —los ojos y los oídos del Creador del Universo— estornudó.

—Dios le bendiga —dijo el gerente, que es la respuesta absolutamente automática de muchos americanos al oír estornudar a alguien.

—Gracias —contestó Trout. Y, de ese modo, se estableció entre ellos una amistad temporal.

Trout le dijo que confiaba en llegar sano y salvo a un hotel barato. El gerente le dijo que él confiaba en llegar a la estación de metro de Times Square. Así que fueron caminando juntos, alentados por el eco de sus pasos que les devolvían las fachadas de los edificios.

El gerente le confió a Trout alguna de sus opiniones sobre el planeta. Le dijo que era el lugar en el que él tenía esposa y dos hijos. Ellos no sabían que trabajaba en un cine donde se exhibían películas verdes. Creían que se dedicaba a consultor de ingeniería. Pero es que el planeta no estaba muy interesado en los ingenieros de su edad. Hubo un tiempo en que los adoraba.

—Son tiempos difíciles —dijo Trout.

El gerente le habló del desarrollo de un material aislante milagroso que se había usado en los cohetes espaciales que iban a la luna. De hecho, se trataba del mismo material que daba al revestimiento de aluminio de la casa de ensueño de Dwayne Hoover en Midland City su milagrosa calidad aislante.

El gerente recordó a Trout lo que había dicho el primer hombre en poner el pie en la Luna: «Un paso pequeño para el hombre, pero un gran paso para la humanidad».

—¡Qué palabras tan emocionantes! —dijo Trout.

Miró por encima del hombro y se dio cuenta de que les seguía un Oldsmobile Toronado blanco con capota negra. Aquel vehículo de cuatrocientos caballos con tracción delantera iba a diez kilómetros por hora a unos tres metros detrás de ellos y muy pegado al bordillo.

Eso fue lo último que recordaba Trout: haber visto aquel Oldsmobile allí detrás.

Lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue que estaba a cuatro patas en una cancha de balonmano bajo el Puente de Queensboro en la calle Cincuenta y nueve, junto al East River. Tenía los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. Su dinero había desaparecido. Sus paquetes, el esmoquin, la camisa nueva y los libros estaban desparramados alrededor. De un oído le salía sangre.

La policía le cazó cuando se subía los pantalones. Le deslumbraron con un foco mientras estaba apoyado contra la valla de la cancha de balonmano intentando torpemente abrocharse el cinturón y los botones de la bragueta. La policía supuso que lo habían atrapado cometiendo alguna alteración del orden público, que lo habían atrapado tratando de liberarse de una de las pocas cosas del limitado repertorio de los viejos: excrementos y alcohol.

Pero no estaba sin un centavo. En el bolsillo pequeño del pantalón llevaba un billete de diez dólares.

En el hospital comprobaron que no tenía heridas de consideración. Le condujeron a una comisaría de policía donde le interrogaron. Lo único que pudo decir fue que le habían secuestrado por pura maldad con un Oldsmobile blanco. La policía quería saber cuántas personas iban en el coche, la edad que tenían, el color de la piel, la manera de hablar.

—Puede que ni siquiera fueran terrícolas —dijo Trout—. Puede que el coche estuviera ocupado por algún gas inteligente de Plutón.

Trout dijo aquello inocentemente, pero su comentario se convirtió en el primer germen de una epidemia de envenenamiento mental. He aquí como se extendió la enfermedad: un periodista escribió aquella historia para el New York Post del día siguiente y puso al comienzo la frase de Trout entrecomillada.

La historia apareció bajo este título:

BANDIDOS DE PLUTÓN

SECUESTRAN A UNA PAREJA

Por cierto, de Trout se decía que se llamaba Kilmer Trotter, con domicilio desconocido. Y de su edad se decía que tenía ochenta y dos años.

Otros periódicos se hicieron eco de aquella historia, algunos la rescribieron. Todos continuaron con la broma, llamándola «la banda de Plutón». Y los periodistas preguntaban a los policías si había alguna información nueva sobre la banda de Plutón, así que los policías siguieron buscando información sobre la banda de Plutón.

O sea que los neoyorquinos, que padecen tantos terrores indescriptibles, aprendieron enseguida a temer una cosa aparentemente específica: a la banda de Plutón. Compraron cerrojos nuevos para las puertas, rejas para las ventanas, todo para protegerse de la banda de Plutón. Dejaron de salir al cine por la noche por miedo a la banda de Plutón.

Los periodistas extranjeros extendieron el terror al escribir artículos diciendo que se recomendaba a las personas que pensaban visitar Nueva York que se pasearan solamente por ciertas calles de Manhattan para evitar el riesgo de toparse con la banda de Plutón.

En uno de los muchos guetos que había en la ciudad de Nueva York un grupo de chicos de Puerto Rico se había reunido en el semisótano de un edificio abandonado. Eran bajitos, pero eran muchos e imprevisibles. Querían inspirar miedo para defenderse y defender a sus familias y a sus amigos, algo que la policía no iba a hacer. También querían echar del barrio a los traficantes de drogas y conseguir la suficiente publicidad, lo cual era muy importante, para llamar la atención de las autoridades y que se hiciera mejor lo de la recogida de las basuras y cosas por el estilo.

Uno de los chicos, José Mendoza, era bastante buen pintor. Así que pintó el emblema de la nueva banda en la parte de la espalda de las chaquetas de los integrantes. Era así:

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