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Kilgore Trout fue a desaguar al servicio de caballeros de aquel cine de Nueva York. En la pared, junto a las toallas de papel, había un cartel que anunciaba una casa de masajes llamada El Harén del sultán. Las casas de masajes eran algo nuevo y despertaban pasión en Nueva York. Los hombres podían entrar allí y fotografiar a mujeres desnudas o podían pintarles los cuerpos con pinturas solubles al agua. Había mujeres que se dedicaban a frotar a los hombres por todos lados hasta que soltaban chorritos de leche por el pene sobre toallas turcas.

«La vida está llena de alegría y plenitud», dijo Kilgore Trout.

Junto a las toallas de papel había un mensaje escrito sobre los azulejos. Decía:

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Trout registró sus bolsillos en busca de un bolígrafo o de un lápiz. Tenía una respuesta para aquella pregunta. Pero no tenía nada con que escribir, ni siquiera una cerilla quemada. Así que dejó la pregunta sin contestar. Pero he aquí lo que habría escrito si hubiese encontrado algo con que hacerlo:

Para ser

los ojos,

los oídos

y la conciencia

del Creador del Universo,

¡pedazo de idiota!

Mientras se dirigía de regreso a su butaca en el cine, iba jugando a que era los ojos, los oídos y la conciencia del Creador del Universo. Le enviaba mensajes telepáticos al Creador, adondequiera que se encontrase. Le informaba de que el servicio de caballeros estaba muy limpio. «La moqueta bajo mis pies», señaló al cruzar el vestíbulo, «es mullida y nueva. Debe de ser de alguna fibra milagrosa. Es azul. ¿Sabes a qué me refiero cuando digo azul?». Y cosas por el estilo.

Cuando llegó a la sala de butacas las luces estaban encendidas. Todo el mundo se había marchado, salvo el gerente, que también era el que vendía las entradas, el guardia de seguridad y el portero. Estaba limpiando la mugre entre los asientos. Era un hombre blanco de mediana edad.

—Se acabó la diversión por hoy, abuelo —le dijo a Trout—. Es hora de marcharse a casa.

Trout no protestó, aunque tampoco se marchó inmediatamente. Se detuvo a observar una caja de acero esmaltada en verde que había al fondo de la sala. Contenía el proyector, el sistema de sonido y las películas. Tenía un cable que iba desde la caja hasta el enchufe de pared. En la parte delantera de la caja había un agujero. Por ahí salían las películas. A un lado de la caja había un simple interruptor. Su aspecto era el siguiente:

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Trout tenía curiosidad por saber si bastaba sólo con apretar el interruptor para que toda la gente empezara otra vez a follar y a chupar.

—Buenas noches, abuelo —dijo el gerente, empleando un tono más contundente.

Trout abandonó la máquina de mala gana y le dijo al gerente:

—Esta máquina que cubre una necesidad tan importante es, sin embargo, tan simple de manejar…

Mientras salía del cine, Trout envió el siguiente mensaje telepático al Creador del Universo, sirviéndole de ojos, oídos y conciencia: «Ahora me dirijo hacia la calle Cuarenta y dos. ¿Sabes algo sobre la calle Cuarenta y dos?».