Mientras Dwayne Hoover escuchaba la emisora de Virginia Occidental, Kilgore Trout intentaba dormir un rato en un cine de la ciudad de Nueva York. Era mucho más barato que pasar la noche en un hotel. Trout nunca lo había hecho antes pero sabía que aquello de dormir en los cines era algo que hacían los auténticos viejos indecentes. Quería llegar a Midland City siendo el más indecente de todos los viejos. Se suponía que allí iba a participar en un simposio titulado «El futuro de la novela norteamericana en la era McLuhan». Trout tenía ganas de decir en ese simposio: «Yo no sé quién es McLuhan, pero sí sé lo que es pasar una noche con un montón de viejos indecentes en un cine de Nueva York. ¿Por qué no hablamos de eso?».
También tenía ganas de decir: «Y ese tal McLuhan, sea quien sea, ¿tiene algo que decir sobre la relación entre los castores bien abiertos y la venta de libros?».
Trout había llegado desde Cohoes a última hora de la tarde. Había visitado varias tiendas de pornografía y una tienda de camisas. Había comprado dos libros suyos, Plaga sobre ruedas y Ahora puede contarse, una revista en la que se publicaba uno de sus relatos cortos y una camisa para el esmoquin. La revista se llamaba El liguero negro. La pechera de la camisa del esmoquin estaba adornada con volantes. Siguiendo el consejo del vendedor, Trout también había comprado un estuche que contenía un fajín, una flor para el ojal y una pajarita. Todo de color mandarina.
Tenía todas aquellas cosas sobre las rodillas, además de un paquete envuelto en un papel marrón arrugado que contenía su esmoquin, seis eslips nuevos, seis pares de calcetines nuevos, su máquina de afeitar y un cepillo de dientes, también nuevo. Hacía años que Trout no había tenido un cepillo de dientes.
Las solapas de Plaga sobre ruedas y las de Ahora puede contarse inundaban muchos castores bien abiertos en las páginas de dentro. La portada de Ahora puede contarse, que era el libro que convertiría a Dwayne Hoover en un maníaco homicida, mostraba a un grupo de estudiantes universitarias desnudas quitándole la ropa a un catedrático. A través de la ventana de la residencia universitaria se veía una torre en la que había un reloj. Fuera era pleno día. El reloj tenía este aspecto:
Al profesor le habían dejado en calzoncillos, que eran de rayas de colores, en calcetines, ligas y birrete de académico, que era un sombrero así:
En ningún lugar del libro se hacía ni la más remota mención a un catedrático, ni a unas chicas estudiantes, ni a ninguna universidad. Estaba escrito como una larga carta que el Creador del Universo dirigía a la única criatura del Universo que tenía libre albedrío.
En cuanto al relato de la revista El liguero negro, Trout no tenía ni idea de que se lo habían publicado, aunque parece que había salido hacía bastantes años, ya que la revista tenía fecha de abril de 1962. Trout la había encontrado por casualidad en una pila de revistas viejas junto a la entrada de la tienda. Eran revistas de ropa interior.
Cuando fue a pagarla, el cajero creyó que Trout estaba borracho o que era un débil mental, ya que en aquella revista no había más que fotos de mujeres en bragas. Es verdad que tenían las piernas muy separadas, pero llevaban bragas, así que no podía ni compararse con los castores bien abiertos que se encontraban a la venta en las estanterías del fondo de la tienda.
—Espero que le guste —le dijo el cajero a Trout.
Lo que quería decir era que esperaba que Trout encontrase algunas fotos con las que poder masturbarse, ya que ésa era la única finalidad de todos aquellos libros y revistas.
—Es para un festival de arte —dijo Trout.
En cuanto al relato, se titulaba «El tonto bailarín» y, al igual que muchas de las historias de Trout, trataba sobre la imposibilidad de la comunicación.
He aquí el argumento: Una criatura llamada Zog llegaba a la Tierra en un platillo volante para explicar cómo prevenir las guerras y cómo curar el cáncer. Traía la información desde el planeta Margo, donde los habitantes se comunicaban mediante pedos y zapateados.
Zog aterrizaba una noche en Connecticut. No había acabado de tomar tierra cuando veía que en una casa se había iniciado un Incendio. Entraba en la casa corriendo y empezaba a tirarse pedos y a zapatear para advertir a la gente del terrible peligro en el que se encontraba. El dueño de la casa le rompía la crisma a Zog con un palo de golf.
El cine en el que estaba Trout con todos sus paquetes sobre las rodillas sólo ponía películas porno. La música era suave y sobre la pantalla plateada los fantasmas de una pareja joven se lamían el uno al otro, inocentemente, las blandas aberturas de sus Cuerpos.
Mientras estaba allí sentado, Trout concibió otra novela. Trataba sobre un astronauta terrícola que llegaba a un planeta en el que la contaminación había acabado con todo tipo de vida vegetal y animal, excepto con la de unos humanoides que se alimentaban con comida hecha a base de petróleo y carbón.
Organizaban una fiesta para el astronauta, que se llamaba Don. La comida era horrible y durante todo el rato el gran tema de conversación era la censura. Las ciudades estaban plagadas de cines que sólo ponían películas porno. Los humanoides querían encontrar algún modo de acabar con aquellas películas pero sin interferir en la libertad de expresión.
Le preguntaban a Don si las películas porno también constituían un problema en la Tierra y Don decía que «Sí». Le preguntaban si las películas eran realmente guarras y Don respondía que «Todo lo guarra que podía llegar a ser una película».
Y aquello suponía un desafío para los humanoides, que estaban Convencidos de que sus películas superaban a cualquiera de las existentes en la Tierra. Así que todos decidían dirigirse a un cine porno del centro de la ciudad, apretujados en unos vehículos que flotaban sobre unos colchones neumáticos.
Llegaban en el momento del descanso, así que Don tenía algo de tiempo para pensar sobre qué podría ser más guarro que aquello que ya había visto en la Tierra. Antes de que apagaran las luces ya estaba sexualmente excitado. Las mujeres del grupo estaban agitadas e inquietas.
Se apagaban las luces y se abría el telón. Al principio no aparecía ninguna imagen. Sólo se oían chupeteos y gemidos que salían de los altavoces. Al poco rato comenzaba la película. Era una filmación de muy buena calidad en la que aparecía un humanoide macho comiendo lo que parecía ser una pera. La cámara se acercaba hasta tomar un primerísimo plano de los labios, la lengua y los dientes, brillantes de saliva. El protagonista se comía la pera con extremada lentitud. Cuando el último trozo desaparecía dentro de su ávida boca, la cámara descendía y le enfocaba la nuez del cuello, que subía y bajaba de un modo obsceno. Y después eructaba, satisfecho, y sobre la pantalla aparecía la siguiente palabra, claro que en el idioma de aquel planeta:
FIN
Todo era falso, por supuesto. Las peras ya no existían en aquel planeta. Pero, de todos modos, la película de la pera no era la principal de aquella noche, sino que sólo era un corto, que se proyectaba mientras el público se acomodaba en sus butacas.
Después comenzaba el largometraje. Trataba sobre un humanoide macho, un humanoide hembra, sus dos hijos, su perro y su gato. Comían sin parar durante hora y media: sopa, carne, pan tostado, mantequilla, verduras, puré de patatas, salsa, fruta, dulces, tarta y pasteles. Rara vez la cámara se alejaba más de treinta centímetros de aquellos labios húmedos y de las nueces que subían y bajaban en medio de los cuellos. Después el padre ponía al gato y al perro encima de la mesa para que también ellos participaran de aquella orgía.
Y así, hasta que los actores ya no podían comer más. Estaban tan llenos que tenían los ojos hinchados y apenas podían moverse. Decían que no podrían comer nada más durante una semana, y cosas por el estilo. Recogían la mesa muy despacio. Se dirigían tambaleándose hacia la cocina y tiraban cerca de quince kilos de sobras a un cubo de basura.
El público del cine se volvía loco.
Cuando Don y sus amigos salían del cine eran acosados por putas humanoides que les ofrecían huevos y naranjas, leche, mantequilla y cacahuetes, y cosas por el estilo. Por supuesto que era imposible que las putas pudiesen dar ese tipo de productos en aquel planeta.
Los humanoides le contaban a Don que si se llevaba a alguna de aquellas putas a casa, ella le cocinaría una cena con derivados de petróleo y carbón aunque a unos precios muy caros.
Y que, después, mientras él comía, ella le diría obscenidades sobre lo fresca y jugosa que estaba la cena, a pesar de que era toda de imitación.