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Entretanto Dwayne se iba volviendo cada vez más loco. Una noche vio once lunas en el cielo sobre el nuevo Centro para las Artes Mildred Barry. A la mañana siguiente vio un pato enorme dirigiendo el tráfico en la intersección de la Avenida del Arsenal y la Old Country Road. No comentó con nadie lo que había visto. Lo mantuvo en secreto.

Pero las sustancias químicas nocivas que tenía en el cerebro estaban hartas de que guardara el secreto. No se conformaban ya con hacerle ver y sentir cosas raras. Querían que también hiciera cosas raras y que armara jaleo.

Querían que Dwayne Hoover estuviera orgulloso de su enfermedad.

Más adelante, la gente se pondría furiosa por no haber notado ningún signo en el comportamiento de Dwayne ni haberse dado cuenta de que era obvio que estaba pidiendo auxilio. Cuando ya se había vuelto loco, el periódico local publicó un editorial de sinceras condolencias y en el que pedía que las personas se observaran unas a otras para detectar síntomas peligrosos. El título decía así:

PETICIÓN DE AUXILIO

Pero, antes de conocer a Kilgore Trout, Dwayne no era tan raro. Su comportamiento en público, lo que hacía, lo que creía y de lo que conversaba, se mantenía dentro de los límites aceptables en Midland City. La persona más cercana a él, Francine Pefko, una mujer blanca que era su secretaria y amante, decía que, durante el mes anterior a que se mostrara en público como un maníaco, le había parecido que cada día estaba más feliz.

—Sigo pensando —le dijo a un periodista desde la cama del hospital— que, por fin, está superando el suicidio de su mujer.

Francine trabajaba en la oficina principal de los negocios de Dwayne, que era: Salida Once, Centro Pontiac de Dwayne Hoover, justo nada más dejar la autopista, al lado del nuevo Holiday Inn.

He aquí la razón por la que Francine creía que Dwayne estaba cada día más feliz. Había empezado a cantar canciones que fueron muy conocidas en su juventud, como «The Old Lamp Lighter», «Tippy-Tippy-Tin», «Hold Tight», «Blue Moon» y otras así. Dwayne no había cantado nunca, pero ahora cantaba en voz alta cuando estaba sentado en su despacho, cuando llevaba a algún cliente a dar una vuelta en un coche para hacerle una demostración o cuando observaba a un mecánico mientras hacía una revisión. Un día se puso a cantar en alto mientras cruzaba el vestíbulo del nuevo Holiday Inn, dirigiéndose a la gente y sonriendo como si le hubiesen contratado para cantar y entretener a los clientes. Pero nadie pensó que aquello fuera necesariamente el indicio de un trastorno mental. Sobre todo porque Dwayne era propietario de una parte del Holiday Inn.

Un camarero negro y su ayudante, también negro, comentaron aquello.

—Escucha cómo canta —dijo el ayudante.

—Si yo fuera dueño de tantas cosas como él, también cantaría —contestó el camarero.

La única persona que comentó en voz alta que Dwayne se estaba volviendo loco fue el jefe de ventas de la agencia Pontiac, un hombre blanco llamado Harry LeSabre. Una semana antes de que Dwayne se volviera majareta le dijo a Francine Pefko:

—A Dwayne le pasa algo. Antes era encantador, y ahora ya no le encuentro tan encantador.

Harry conocía a Dwayne mejor que nadie en el mundo. Llevaba veinte años con él. Empezó a trabajar para él cuando la agencia estaba ubicada en la zona limítrofe con el barrio negro de la ciudad. Un negro era un ser humano de piel negra.

—Le conozco igual que un soldado a su compañero de trinchera —decía Harry—. Arriesgábamos nuestras vidas todos los días cuando la agencia estaba en la calle Jefferson. Nos atracaban una media de catorce veces al año. Y te digo que el Dwayne de hoy es un Dwayne que no había visto hasta ahora.

Lo de los atracos era cierto. Por eso fue por lo que Dwayne compró la agencia de los Pontiac tan barata. Los únicos que tenían dinero suficiente para comprarse coches nuevos eran los blancos, y algunos delincuentes negros, pero ésos siempre querían Cadillacs. Y a los blancos les daba miedo ir a cualquier parte de la calle Jefferson.

He aquí de dónde obtuvo Dwayne el dinero para comprar la agencia: consiguió un préstamo del Midland County National Bank. Y, como garantía, puso las acciones que poseía de una compañía que por aquel entonces se llamaba The Midland City Ordnance Company. Más adelante se convirtió en Barrytron, Limited. Cuando Dwayne se hizo con las acciones, en el periodo más crudo de la Gran Depresión, se llamaba The Robo-Magic Corporation of America.

La compañía siguió cambiando de nombre a lo largo de los años, ya que la naturaleza de sus negocios también cambiaba por completo. Pero los directivos mantuvieron el lema original de la compañía, en honor a los viejos tiempos. El lema era éste:

ADIÓS, LUNES DEPRIMENTE

Miren: Harry LeSabre le dijo a Francine:

—Cuando un hombre ha combatido junto a otro, llega a percibir hasta el más pequeño de los cambios en la personalidad de su camarada. Y Dwayne ha cambiado. Y, si no, pregúntale a Vernon Garr.

Vernon Garr era un mecánico blanco que también había estado trabajando con Dwayne antes de que trasladara la agencia al lado de la autopista interestatal. Como suele suceder, Vernon tenía problemas en casa. Mary, su mujer, padecía esquizofrenia, así que Vernon no se había fijado si Dwayne había cambiado o no. La mujer de Vernon creía que él estaba intentando convertirle el cerebro en plutonio.

Harry LeSabre sí que podía hablar de combates. Había tomado parte en un combate de verdad en la guerra. Dwayne no había tomado parte en ningún combate, aunque había sido empleado civil del Ejército del Aire de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. En una ocasión pintó un mensaje en una bomba de 500 libras que se iba a lanzar sobre Hamburgo, Alemania, y fue éste:

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—Harry —le dijo Francine—, todo el mundo tiene derecho a tener un día malo. Dwayne tiene menos que cualquier otra persona de las que conozco, así que cuando tiene uno como hoy, hay gente que se siente sorprendida y molesta, pero no debería ser así. Dwayne es un ser humano como los demás.

—Pero ¿por qué tiene que descargarlo conmigo?

Harry quería saberlo. Tenía razón. Aquel día Dwayne le había elegido a él como blanco de toda clase de insultos e improperios. Pero todos los demás seguían encontrando a Dwayne absolutamente encantador.

Más tarde, por supuesto, Dwayne iba a agredir a toda clase de gente, incluso a tres forasteros de Erie, Pensilvania, que era la primera vez que iban a Midland City. Pero, en aquel momento, Harry era todavía su única víctima.

—¿Por qué a mí? —dijo Harry.

Esa era una pregunta muy normal en Midland City. La gente siempre preguntaba eso cuando les metían en una ambulancia después de un accidente por la causa que fuera o cuando les detenían por alteración del orden público o cuando les robaban o les daban un puñetazo en la nariz o cosas así: «¿Por qué a mí?».

—Probablemente porque pensaba que tú eras lo suficientemente hombre y lo suficientemente amigo suyo como para soportar uno de esos pocos días malos que tiene —dijo Francine.

—¿Y cómo te sentaría a ti que ridiculizara tu ropa? —dijo Harry. Porque eso era lo que Dwayne había hecho, había ridiculizado su ropa.

—Pues recordaría que es el mejor patrono que hay en esta ciudad —dijo Francine. Eso era verdad. Dwayne pagaba buenos sueldos y daba participación en beneficios y una paga de Navidad a final de año. En aquella parte del estado había sido el primer agente de ventas de coches en ofrecer a sus empleados la Cruz Azul-Cobertura total, que era un seguro médico. Y proporcionaba un plan de jubilación superior a todos los demás planes de jubilación que había en la ciudad, exceptuando el de Barrytron. Y la puerta de su despacho siempre estaba abierta para cualquier empleado que tuviera problemas que tratar, tanto si eran cosas del trabajo como de cualquier otra índole.

Por ejemplo, el día en que ridiculizó la ropa de Harry había pasado dos horas con Vernon Garr hablando de las alucinaciones que tenía su mujer.

—Ve cosas que no existen —le dijo Vernon.

—Necesita descansar, Vern —le contestó Dwayne.

—A lo mejor yo también me estoy volviendo loco —dijo Vernon—. ¡Dios mío! Llego a casa y me pongo a hablar durante horas con el jodido perro.

—Pues ya somos dos —dijo Dwayne.

He aquí la escena que se produjo entre Harry y Dwayne y que le molestó tanto a Harry:

Harry entró en la oficina de Dwayne nada más marcharse Vernon. No esperaba que hubiera ningún problema puesto que nunca había tenido un problema serio con Dwayne.

—¿Cómo está hoy mi viejo camarada de trinchera? —le dijo a Dwayne.

—Todo lo bien que puede esperarse —dijo Dwayne—. ¿Hay algo que no marche?

—No —dijo Harry.

—La mujer de Vern cree que él está intentando transformarle el cerebro en plutonio.

—¿Qué es plutonio? —dijo Harry, y así continuaron. Harry se esforzó en mantener la conversación animada. Dijo que, a veces, le daba pena no haber tenido hijos.

—Aunque, en cierto modo, también me alegro —siguió diciendo—. Quiero decir que, ¿por qué habría de contribuir a la superpoblación?

Dwayne no dijo nada.

—Quizá deberíamos haber adoptado un niño —dijo Harry—, pero ahora ya es demasiado tarde. Y mi parienta y yo lo pasamos bien juntos, así que, ¿para qué necesitamos un crío?

Fue después de mencionar el asunto de la adopción cuando Dwayne estalló. Él había sido adoptado por un matrimonio que se trasladó a Midland City desde Virginia Occidental para hacer dinero trabajando de obreros en una fábrica durante la Primera Guerra Mundial. La verdadera madre de Dwayne era una maestra de escuela soltera que escribía poesías sentimentales y decía que era descendiente de Ricardo Corazón de León, que fue un rey. Y su verdadero padre fue un cajista ambulante que sedujo a la madre mecanografiándole las poesías. No las sacó en ningún periódico o cosa por el estilo. Para ella fue suficiente que las mecanografiara.

Era una máquina defectuosa para tener niños y se destruyó a si misma automáticamente al dar a luz a Dwayne. El tipógrafo desapareció. Era una máquina desaparecedora.

Puede ser que el asunto de la adopción originara una reacción química desafortunada en el cerebro de Dwayne. El caso es que, de repente, le soltó esto a Harry gruñendo:

—Harry, ¿por qué no le pides a Vern Garr un pedazo de algodón que sobre por ahí, lo empapas en Blue Sunoco y quemas tu maldito guardarropa? Haces que me sienta como si estuviera en Watson Brothers.

Watson Brothers era el nombre de una sala en la que se celebraban funerales para blancos moderadamente acaudalados. Blue Sunoco era una marca de gasolina.

Harry primero se quedó estupefacto y, luego, se sintió profundamente herido. Dwayne jamás había dicho nada acerca de su ropa durante todos aquellos años que hacía que se conocían. Harry opinaba que su ropa era clásica y elegante. Llevaba camisas blancas. Las corbatas eran negras o azul marino. Los trajes eran grises o azul oscuro. Los zapatos y los calcetines eran negros.

—Escucha, Harry —dijo Dwayne con expresión malévola—, llega la Semana Hawaiana. Te lo digo completamente en serio: quema la ropa que tienes y consíguete otra nueva o solicita trabajo en Watson Brothers y, de paso, que te embalsamen.

Harry no pudo hacer otra cosa más que quedarse con la boca abierta. La Semana Hawaiana a la que Dwayne se había referido era un plan de promoción de ventas que implicaba que toda la agencia se pareciera a las islas Hawai lo más posible. Durante esa semana la gente que compraba un coche nuevo o de segunda mano o que hacía una reparación que excediera de los quinientos dólares pasaba automáticamente a participar en un sorteo. Tres serían los afortunados que ganarían un viaje con todos los gastos pagados a Las Vegas, San Francisco y Hawai para dos personas.

—No me importa que tengas el nombre de un Buick, Harry; aunque se supone que vendes Pontiacs —siguió diciendo Dwayne. Estaba haciendo referencia a que el departamento de General Motors que se dedicaba a los Buick había sacado un modelo llamado LeSabre—. Eso no lo puedes remediar. —Y entonces Dwayne empezó a dar unos golpecitos sobre la mesa de despacho. En cierta medida eso resultaba más amenazador que si hubiera descargado un puñetazo sobre la mesa—. Pero hay un montón de cosas que puedes cambiar, Harry. Tenemos un fin de semana largo por delante. Espero ver grandes cambios en ti el martes por la mañana cuando volvamos a trabajar.

El fin de semana era superlargo porque el lunes siguiente era fiesta nacional. Era el Día de los Veteranos de Guerra, un día en honor de los que habían servido a su patria de uniforme.

—Cuando empezamos a vender Pontiacs, Harry —dijo Dwayne—, eran coches adecuados para maestras de escuela, para abuelas y para tías solteronas. —Eso era cierto—. Puede que no te hayas dado cuenta, Harry, pero ahora un Pontiac se ha convertido en una aventura seductora y juvenil para gente que quiere disfrutar de la vida. ¡Y tú te vistes y te comportas como si esto fuera una funeraria! Mírate en un espejo, Harry, y pregúntate: «¿Quién va a asociar a un hombre como ése con un Pontiac?».

Harry LeSabre estaba demasiado afectado como para hacer la observación de que, fuera cual fuese su aspecto, por lo general se le tenía como uno de los directores de ventas de Pontiac más efectivos no sólo de aquel estado sino de todo el Medio Oeste. Y los Pontiac eran los coches más vendidos en Midland City, a pesar de que no eran coches baratos. Eran coches de un precio intermedio.

Dwayne Hoover le dijo al pobre Harry LeSabre que el Festival Hawaiano, para el que sólo faltaba un fin de semana largo, era la oportunidad de oro para relajarse, divertirse y animar a otra gente para que también se divirtieran.

—Harry —dijo Dwayne—, tengo que darte una noticia: la ciencia moderna nos ha proporcionado toda una gama de maravillosos colores nuevos, con unos nombres raros y apasionantes como ¡rojo!, ¡naranja!, ¡verde! y ¡rosa!, Harry. ¡Ya no tenemos que limitarnos al negro, al blanco y al gris! ¿No es una buena noticia, Harry? Y la Asamblea Legislativa estatal acaba de anunciar que ya no es delito sonreír durante las horas de trabajo, Harry, y el gobernador me ha prometido personalmente que nunca más se enviará a nadie al ala de delincuentes sexuales de la Institución Correccional para Adultos por contar un chiste.

Harry LeSabre habría tomado todo esto como una ofensa menor si no hubiese sido travesti en secreto. Los fines de semana le gustaba vestirse con ropa de mujer, y ropa atrevida, por cierto. Harry y su mujer bajaban las persianas y, entonces, Harry se transformaba en un ave del paraíso.

Nadie, aparte de su propia mujer, tenía ni idea de ese secreto.

Cuando Dwayne se burló de la ropa que llevaba para trabajar y después mencionó el ala de delincuentes sexuales de la Institución Correccional para Adultos de Shepherdstown, Harry no pudo hacer otra cosa más que sospechar que su secreto había dejado de serlo. Y, por cierto, que no se trataba de un secreto meramente cómico. Podían detenerle por lo que hacía los fines de semana. Podían ponerle una multa de tres mil dólares y podían condenarle hasta a cinco años de trabajos forzados en el ala de delincuentes sexuales de la Institución Correccional para Adultos de Shepherdstown.

Así que, después de aquello, el pobre Harry pasó un espantoso fin de semana del Día de los Veteranos de Guerra. Pero para Dwayne fue aún peor.

He aquí cómo fue la última noche de ese fin de semana para Dwayne: las sustancias químicas nocivas le hicieron levantarse de la cama. Le hicieron vestirse como si hubiera algún tipo de emergencia con la que tener que vérselas. Eso fue de madrugada. El Día de los Veteranos había terminado cuando dieron las doce.

Las sustancias químicas nocivas le hicieron coger un revólver cargado, de calibre treinta y ocho, de debajo de la almohada y metérselo en la boca. Un revólver era un aparato cuyo único propósito consistía en hacer agujeros en los seres humanos. Tenía este aspecto:

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En la parte del planeta en la que vivía Dwayne cualquiera que quisiera tener uno podía conseguirlo en la ferretería de su barrio. Todos los policías los tenían. Y también los criminales. Y también la gente atrapada entre ambos.

Los criminales apuntaban con sus pistolas a la gente y decían: «¡Dame todo el dinero!», y la gente, normalmente, se lo daba. Y los policías apuntaban con sus pistolas a los criminales y les decían: «¡Alto ahí!», o lo que correspondiera a la situación, y los criminales, normalmente, lo hacían. A veces no lo hacían. Y, a veces, una mujer se ponía tan furiosa con su marido que le hacía un agujero con una pistola. Y, a veces, un marido se ponía tan furioso con su mujer que le hacía un agujero con una pistola. Y cosas por el estilo.

La misma semana que Dwayne se volvió loco, un chico de catorce años de Midland City les hizo agujeros a su madre y a su padre porque no quería enseñarles la cartilla con las malas notas que había sacado. Su abogado pretendía alegar locura transitoria, que quiere decir que, en el momento en que hacía los disparos, el chico no tenía capacidad para distinguir lo que está bien de lo que está mal.

A veces, alguien le hacía agujeros a alguien famoso para hacerse también bastante famoso. Y, a veces, alguien se subía a un avión que se suponía que iba a volar a un sitio y proponía hacerles agujeros al piloto y al copiloto si no volaban a un sitio diferente.

Dwayne mantuvo un rato el cañón de la pistola en la boca. Sabía a aceite. La pistola estaba cargada y amartillada. A sólo unos centímetros del cerebro tenía bien ordenaditos unos paquetitos metálicos que contenían carbón, nitrato potásico y sulfuro. Sólo tenía que apretar una palanquita y aquel polvo se convertiría en gas. El gas impulsaría un pedazo de plomo por un tubo y atravesaría el cerebro de Dwayne.

Pero, en vez de hacer eso, Dwayne decidió disparar a uno de sus cuartos de baño con azulejos. Atravesó con pedazos de plomo el retrete, un lavabo y una mampara de la bañera. En el cristal de la mampara había grabado un dibujo de un flamenco. Tenía este aspecto:

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Dwayne disparó al flamenco y, al recordarlo más tarde, gruñó. He aquí lo que gruñó: «¡Jodido pájaro bobo!».

Nadie oyó los disparos. Todas las casas de la vecindad tenían aislamientos acústicos demasiado buenos como para que entrasen o saliesen ruidos. Por ejemplo, un ruido que quisiera entrar o salir de la casa de ensueño de Dwayne tenía que atravesar una placa de yeso de tres centímetros y medio, una capa de poliestireno inyectado, una lámina de aluminio, una cámara de aire de siete centímetros, otra lámina de aluminio, una capa de siete centímetros de fibra de vidrio, otra lámina de aluminio, dos centímetros de plancha aislante de serrín prensado, cartón alquitranado, dos centímetros de revestimiento de madera, más cartón alquitranado y, por fin, otro revestimiento de aluminio sobre una parte hueca. El espacio del revestimiento exterior estaba relleno con un material aislante milagroso que se utilizaba en los cohetes que iban a la Luna.

Dwayne encendió los focos que tenía alrededor de la casa y se puso a jugar al baloncesto en la zona asfaltada que había delante del garaje para cinco coches.

Sparky, el perro de Dwayne, se había escondido en el sótano cuando él había disparado en el cuarto de baño. Pero entonces salió y se puso a mirar cómo jugaba Dwayne al baloncesto.

—Tú y yo, Sparky —dijo Dwayne. Y cosas por el estilo. No cabía la menor duda de que quería a su perro.

Nadie le veía jugar al baloncesto. Estaba protegido de las miradas de los vecinos por árboles, arbustos y una alta fila de cedros.

Dejó de jugar al baloncesto y se subió a un Plymouth negro, modelo Furia, que un cliente había dado como parte del pago de otro coche el día anterior. El Plymouth era un coche que fabricaba la Chrysler y Dwayne vendía coches que fabricaba la General Motors. Pero había decidido conducir un Plymouth un día o dos para estar al corriente de lo que hacía la competencia.

Mientras daba marcha atrás en el camino de entrada a su casa pensó que era importante explicarles a los vecinos por qué iba en un Plymouth Furia, así que gritó desde la ventanilla: «¡Es para estar al corriente de lo que hace la competencia!». Y tocó el claxon.

Bajó a toda velocidad por Old County Road y se metió en la Interestatal, toda entera para él. Giró bruscamente en la Salida Diez a mucha velocidad, chocó con la barrera de protección y dio varias vueltas sobre sí mismo. Fue a salir a la Avenida de la Unión yendo marcha atrás, se subió por encima de un bordillo y fue a parar a un solar vacío. Él era el dueño de ese solar.

Nadie vio ni oyó nada. En la zona no vivía nadie. Se suponía que un policía patrullaba por allí cada hora más o menos, pero estaba a cubierto en un callejón detrás de la Western Electric. Estar a cubierto en la jerga de los polis era dormir en horas de trabajo.

Dwayne estuvo un rato en su solar vacío. Encendió la radio. Todas las emisoras de Midland City dormían por la noche, pero Dwayne encontró una emisora de música country de Virginia Occidental que le ofreció diez clases diferentes de arbustos con flor y cinco árboles frutales contra reembolso de seis dólares.

—Suena bien —dijo Dwayne.

Lo decía en serio. Casi todos los mensajes que se enviaban o recibían en su país, incluso los telepáticos, tenían algo que ver con la compra o la venta de algún maldito chisme. A Dwayne le sonaban a música celestial.