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Según la novela de Trout, un siglo después de la llegada de Kago a la Tierra, cualquier forma de vida en aquel globo que había sido de un sustancioso azul verdoso, pacífico y húmedo, estaba muerta o a punto de morir. Por todas partes se encontraban los caparazones de los grandes escarabajos que los hombres habían construido y adorado. Eran automóviles. Lo habían matado todo.

El propio Kago había muerto mucho antes que el planeta. Estaba tratando de dar una charla en un bar de Detroit acerca de lo nocivos que eran los automóviles. Pero, como era tan diminuto, nadie le prestaba la menor atención. Se tumbó a descansar un momento y un obrero-automóvil borracho creyó que era un fósforo y lo mató al frotarlo varias veces contra la parte de debajo de la barra, intentando encenderlo.

Hasta 1972 Trout no recibió más que una sola carta de un admirador. Era de un millonario excéntrico que había contratado a un detective privado para descubrir quién era y dónde estaba. Trout vivía en tal anonimato que la búsqueda le había costado dieciocho mil dólares.

La carta del admirador llegó a su semisótano de Cohoes. Estaba escrita a mano y Trout llegó a la conclusión de que el autor debía de tener alrededor de catorce años. La carta decía que Plaga sobre ruedas era la mejor novela escrita en lengua inglesa y que Trout debería ser presidente de los Estados Unidos.

Trout le leyó la carta en voz alta a su periquito. «Las cosas van mejorando, Bill», le dijo. «Siempre he sabido que iban a mejorar. Recibo muchas como ésta». Y volvió a leer la carta. No había en ella ningún indicio de que el autor, cuyo nombre era Eliot Rosewater, fuese un hombre adulto y fabulosamente rico.

Por cierto, Kilgore Trout no podría haber llegado a ser presidente de los Estados Unidos jamás, a menos que se introdujera una enmienda en la Constitución. No había nacido dentro del territorio nacional. Nació en las Bermudas. Aunque su padre, Leo Trout, conservó siempre la ciudadanía norteamericana, había trabajado allí durante muchos años para la Real Sociedad Ornitológica, protegiendo el único lugar del mundo donde anidaban las águilas de las Bermudas. Esas grandes águilas marinas de color verde se fueron extinguiendo a pesar de todo cuanto se hizo por conservarlas.

Siendo niño, Trout había visto morir a aquellas águilas, una tras otra. Su padre le había asignado la triste tarea de medir la envergadura de las alas de las águilas muertas. Eran las criaturas voladoras más grandes que habían surcado los cielos. La última en morir fue la que tenía la mayor envergadura de todas: cinco metros, ochenta centímetros y dos milímetros.

Cuando ya todas las águilas de las Bermudas habían muerto, se descubrió qué era lo que las había matado. Era un hongo que les atacaba los ojos y el cerebro. Inocentemente, los hombres habían introducido aquel hongo, bajo la forma de pie de atleta, en la colonia de las águilas.

He aquí el aspecto que tenía la bandera de la isla en la que Trout había nacido:

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O sea que Kilgore Trout tuvo una infancia deprimente, a pesar de tanto sol y tanto aire fresco. Es muy probable que el pesimismo que le embargó en su vida posterior, que destruyó sus tres matrimonios y que hizo que su único hijo, Leo, se fuera de casa a la edad de catorce años, tuviera su origen en el agridulce mantillo de la putrefacción de las águilas.

La carta del admirador llegó demasiado tarde. No fueron buenas noticias. A Kilgore Trout le pareció que era una invasión de su intimidad. En la carta Rosewater le prometía que le haría famoso. He aquí lo que Trout tenía que decir al respecto, con sólo su periquito como oyente: «¡Ni se te ocurra acercarte a la funda de mi cadáver, joder!».

Una funda de cadáver era una especie de sobre grande de plástico en el que se metía a los soldados estadounidenses recién muertos. Era un invento nuevo.

No sé quién inventó las fundas de cadáveres. Sí sé quién inventó a Kilgore Trout. Fui yo.

Yo hice que le faltasen dientes. Yo le di pelo, pero hice que se le pusiese blanco. No le dejé peinárselo ni ir al peluquero. Hice que lo llevase largo y enmarañado.

Le di las mismas piernas que el Creador del Universo le dio a mi padre cuando ya era un viejo digno de compasión. Eran unos palos de escoba blancos, pálidos, sin pelos y surcados de gruesas varices.

Y, dos meses después de que Trout recibiera la primera carta de su admirador, hice que encontrara en el buzón una invitación para dar una conferencia en un festival de arte en Medio Oeste americano.

La carta la firmaba el director del festival, Fred T. Barry. Era muy respetuosa, casi reverente. Le suplicaba que fuera uno de los distinguidos forasteros participantes en el festival, que duraría cinco días, para celebrar la inauguración de un centro para las artes, el Mildred Barry, en Midland City.

La carta no lo decía, pero Mildred Barry había sido la madre del director, que era el hombre más rico de Midland City. Fred T. Barry había proporcionado los fondos para el nuevo centro para las artes, que consistía en una esfera translúcida sobre unos pilares. No tenía ventanas y, cuando iluminaban su interior por la noche, parecía la salida de la luna llena en otoño.

Por cierto, Fred T. Barry, tenía exactamente la misma edad que Trout. Cumplían años el mismo día. Pero no se parecían en absoluto. Fred T. Barry ya ni siquiera parecía un hombre blanco, aunque era inglés de pura cepa. Al irse haciendo viejo, cada vez más viejo, y feliz, cada vez más feliz, se le cayó el pelo de todas partes y empezó a tener el aire estático de un chino viejo.

Se parecía tanto a un chino que le dio por vestirse como si fuera chino. Con mucha frecuencia los chinos de verdad le tomaban por chino.

Fred T. Barry confesaba en su carta que no había leído las obras de Kilgore Trout, pero que lo iba a hacer con todo entusiasmo antes de que empezase el festival. «Viene usted muy recomendado por Eliot Rosewater», decía, «quien asegura que posiblemente sea usted el mejor escritor entre los novelistas vivos de América. No existe expresión de alabanza mayor».

Cogido con un clip a la carta había un cheque de mil dólares. Fred T. Barry le explicaba que era para pagarle los honorarios y los gastos de viaje.

Era un montón de dinero. De pronto Trout era fabulosamente rico.

He aquí por qué Trout recibió esta invitación: Fred T. Barry quería tener algún cuadro al óleo de valor fabuloso como foco de atracción del Festival de las Artes de Midland City. Pero, a pesar de todo lo rico que era, no podía permitirse comprar una obra de esas características, así que estuvo haciendo indagaciones para conseguir que se la prestasen.

La primera persona a la que fue a visitar fue a Eliot Rosewater, que poseía un Greco valorado en tres millones de dólares o más. Rosewater le dijo que le prestaría la pintura para el festival con una condición, que invitara a dar una conferencia al mejor escritor vivo en lengua inglesa, que era Kilgore Trout.

Trout se rio al ver aquella invitación tan aduladora pero, después, sintió miedo. De nuevo alguien extraño estaba intentando forzar la privacidad de su funda de cadáver. Lívido, le hizo esta pregunta a su periquito, poniendo los ojos en blanco:

—¿Por qué este súbito interés en Kilgore Trout?

Volvió a leer la carta.

—No sólo quieren que vaya Kilgore Trout —dijo—, quieren que vaya con esmoquin, Bill. Aquí hay un error.

Se encogió de hombros.

—A lo mejor me han invitado porque saben que tengo un esmoquin —dijo.

Y era verdad que tenía un esmoquin. Lo tenía en un baúl que había ido transportando de un sitio a otro durante más de cuarenta años. Contenía juguetes de la infancia, los huesos de un águila de las Bermudas y muchas otras curiosidades, entre ellas el esmoquin que se había puesto en el baile de fin de curso, justo antes de la graduación en el Instituto Thomas Jefferson de Dayton, Ohio, en 1924. Trout había nacido en las Bermudas y había cursado allí la enseñanza primaria. Pero luego sus padres se trasladaron a Dayton.

Su instituto se llamaba así en honor de un propietario de esclavos que también había sido uno de los teóricos más importantes del mundo en lo que se refiere a las libertades humanas.

Trout sacó el esmoquin del baúl y se lo probó. Era muy parecido a un esmoquin que yo vi ponerse a mi padre cuando ya era un hombre muy viejo. Tenía una pátina verdosa de moho. Y los arreglos que le habían hecho parecían parches de piel de conejo muy finita.

—Quedará muy bien para las noches —dijo Trout—. Pero, dime una cosa, Bill, ¿qué ropa se llevará en Midland City durante el día en el mes de octubre? —Se subió los pantalones de tal manera que sus grotescas pantorrillas quedaron al descubierto—. Bermudas y calcetines cortos, ¿eh, Bill? Después de todo, soy de las Bermudas.

Sacudió el esmoquin con un trapo húmedo y los hongos se desprendieron con suma facilidad.

—Me horroriza hacer esto, Bill —dijo refiriéndose a los hongos que estaba asesinando—. Los hongos tienen tanto derecho a vivir como yo. Saben lo que quieren, Bill. Yo no sé más que ellos, ¡qué diablos!

Y entonces se preguntó qué sería lo que Bill querría. Era fácil de adivinar.

—Bill —le dijo—, te quiero tanto y soy un tipo tan cojonudo que voy a hacer realidad tus tres mayores deseos. —Abrió la puerta de la jaula, cosa que Bill no habría podido hacer por sí mismo ni en mil años.

Bill voló hasta el alféizar de la ventana. Recostó su cuerpecito contra el cristal. Sólo una lámina de cristal separaba a Bill del inmenso mundo exterior. Y, aunque Trout trabajaba en el negocio de las contraventanas, en su casa no tenía contraventanas.

—Tu segundo deseo está a punto de hacerse realidad —dijo Trout y, a continuación, hizo otra cosa que Bill jamás podría haber hecho. Abrió la ventana. Pero la apertura de la ventana fue un asunto que alarmó tanto al periquito que regresó volando a su jaula y se puso a dar saltitos allí dentro.

Trout cerró la puerta de la jaula y pasó el seguro.

—Es la forma más inteligente que he visto en mi vida de aprovechar tres deseos —le dijo al pájaro—. Piensa bien si aún te queda un deseo por el que valga la pena salir de la jaula.

Trout comprendió que había una conexión entre la única carta que había recibido en su vida de un admirador y la invitación que llegó después, pero no podía creer que Eliot Rosewater fuese un adulto. La letra de Rosewater tenía el siguiente aspecto:

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—Bill —dijo Trout dubitativo—, un adolescente llamado Rosewater me ha conseguido este trabajo. Sus padres deben de ser amigos del director del Festival de las Artes y no deben de saber mucho sobre libros porque les ha dicho que yo era muy bueno y le han creído.

Trout sacudió la cabeza.

—No voy a ir, Bill. No quiero salir de mi jaula. Soy demasiado listo para hacerlo. Y aunque quisiera salir, no iría a Midland City para que mi único admirador y yo nos convirtamos en el hazmerreír de todos.

Dejó que las cosas siguieran como estaban pero, de vez en cuando, volvía a leer la invitación y hasta llegó a aprendérsela de memoria. Y, en un momento dado, uno de los sutiles mensajes que contenía aquel papel le tocó alguna fibra. En la parte superior de la carta se veían dos máscaras que pretendían representar a la comedia y a la tragedia.

Una máscara tenía este aspecto:

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Y la otra tenía éste:

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—Allí no quieren más que gente sonriente —le dijo Trout a su periquito—. Los pobres fracasados no necesitan inscribirse. —Pero su mente no se detuvo en este punto. Tuvo una idea que consideró muy aguda—. Aunque, tal vez, lo que necesitan ver es precisamente a un pobre fracasado.

Después de eso se sintió rebosante de energía.

—Bill, escucha, Bill —le dijo—, voy a salir de la jaula, pero volveré. Voy a salir para enseñarles algo que nadie ha visto hasta ahora en un festival de arte: a un representante de los miles de artistas que han dedicado toda su vida a la búsqueda de la verdad y de la belleza y que no han encontrado ¡nada de nada!

Así que, después de todo, Trout aceptó la invitación. Dos días antes de que comenzara el festival llevó a Bill al apartamento de la casera, que vivía arriba, para que se lo cuidara, y se fue haciendo autoestop a Nueva York con quinientos dólares sujetos con un imperdible a la parte interior de los calzoncillos. El resto del dinero lo depositó en un banco.

Fue primero a Nueva York porque pensaba que allí, en las tiendas de pornografía, encontraría alguno de sus libros. No guardaba ningún ejemplar en casa. Los despreciaba, pero en aquel momento quería leer en voz alta algún fragmento en Midland City, como ejemplo de una tragedia que también tenía algo cómico.

Tenía pensado decir a la gente que fuera a escucharle lo que esperaba que pusiese su lápida.

Era esto:

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