Mixtura para codornices

—El panorama no es muy halagüeño para nosotros, los pequeños comerciantes —les dijo el señor Scarrick al artista y a su hermana, que habían tomado sendas habitaciones encima de un almacén de comestibles en un suburbio de la ciudad—. Los grandes establecimientos ofrecen al público una serie de atractivos que nosotros no podemos permitirnos ni siquiera en pequeña escala… salas de lectura, salas de juegos, gramófonos y Dios sabe qué más. En la actualidad, la gente no se anima a comprar media libra de azúcar si no es escuchando a Harry Lauder o con los resultados del cricket australiano a la vista. Con las existencias que hemos ingresado en almacén de cara a las Navidades deberíamos tener media docena de dependientes ahogados de trabajo pero, en realidad, mi sobrino Jimmy y yo podemos atenderlo todo sobradamente. Es una mercancía muy estimable, además, siempre que pueda darle salida en un par de semanas, pero no hay la menor probabilidad de que tal cosa ocurra… a menos que la línea de Londres quede atascada por la nieve durante una quincena, antes de Nochebuena. Había pensado en la posibilidad de contratar a la señorita Luffcombe para dar unos recitales por las tardes; tuvo un gran éxito en la fiesta de Correos recitando “Los designios de la pequeña Beatriz”.

—No se me ocurre nada menos apropiado para convertir su tienda en un centro comercial de moda —dijo el artista con un auténtico sobresalto—. Si estuviera tratando de decidir entre los méritos de unas ciruelas de Carlsbad y de unos higos confitados como postre de invierno, me exasperaría que mis pensamientos se vieran complicados con los designios de la pequeña Beatriz de ser un Ángel de Luz o una girl-scout. No —prosiguió—, el anhelo de obtener algo adicional a cambio de nada es una de las pasiones dominantes de la clientela femenina, pero es algo que usted, efectivamente, no puede permitirse. ¿Por qué no apelar a otro instinto que domina no sólo a la clientela femenina sino también a la masculina, de hecho a todo el género humano?

—¿Cuál es ese instinto, caballero? —dijo el comerciante.

La señora Greyes y la señorita Fritten acababan de perder el tren de las 2.18 para el centro y, puesto que no habría ningún otro hasta las 3.12, se les ocurrió que también podían hacer la compra de comestibles en la tienda de Scarrick. No había en ello nada de sensacional, en eso estaban de acuerdo, pero harían la compra al fin y al cabo.

Durante algunos minutos tuvieron la tienda casi para ellas solas, en lo que se refiere a clientes, pero mientras debatían las virtudes y defectos de dos marcas competidoras de pasta de anchoas les sobresaltó una orden, pronunciada desde el otro lado del mostrador, de seis granadas y un paquete de mixtura para codornices. Ninguno de los dos artículos tenían demanda habitual en aquel vecindario. Igualmente inusuales eran el estilo y la apariencia del cliente; de unos dieciséis años de edad, piel aceitunada oscura, grandes ojos pardos y cabello corto y espeso de color negro azulado, podría haberse ganado la vida como modelo para artistas. De hecho, eso es justamente lo que era. El caldero de latón forjado que presentó para recibir su compra era, sin lugar a dudas, la más asombrosa variación de la bolsa de malla o la cesta de la compra, típicas de la civilización suburbial, que el resto de los clientes había visto jamás. Arrojó una pieza de oro, aparentemente de alguna exótica moneda, encima del mostrador y no pareció en disposición de aguardar una posible vuelta.

—Ayer no pagué el vino y los higos —dijo—; guarde lo que sobra para las futuras compras.

—Extraño aspecto el de ese muchacho, ¿no? —dijo interrogativamente la señora Greyes al tendero apenas el cliente hubo salido.

—Extranjero, según creo —respondió el señor Scarrick con un laconismo muy distante de sus modales habitualmente comunicativos.

—Quiero una libra y media del mejor café que tenga —dijo una voz autoritaria unos instantes más tarde. El que hablaba era un hombre alto, de rostro imponente y de aspecto ostensiblemente foráneo, destacable, entre otras cosas, por una barba totalmente negra, recortada según un estilo más en boga en la antigua Asiria que en un suburbio de la actual Londres.

—¿Ha estado aquí comprando granadas un muchacho de tez oscura? —preguntó repentinamente, mientras le pesaban el café.

Las dos damas estuvieron a punto de dar un salto al escuchar que el tendero respondía con una impávida negativa.

—Tenemos granadas en existencia —prosiguió—, pero nadie las ha pedido.

—Mi criado vendrá a por el café, como de costumbre —dijo el comprador, sacando una moneda de un monedero de maravillosa filigrana. Como si se le ocurriera de repente disparó la pregunta:

—¿Tiene usted, quizá, mixtura para codornices?

—No —respondió el tendero sin vacilar—, no tenemos.

—¿Qué va a negar ahora? —preguntó la señora Greyes en un susurro. Lo que agravaba el asunto era que el señor Scarrick había presidido recientemente una conferencia sobre Savonarola.

El desconocido se deslizó fuera de la tienda subiéndose el cuello de espeso astracán de su enorme abrigo, con aire, según lo describiría más tarde la señorita Fritten, de un sátrapa tras aplazar un Sanhedrin. No estaba ella muy segura de si formó alguna vez parte de las competencias de un sátrapa tan curiosa función pero el símil trasladó fielmente su pensamiento a un amplio círculo de conocidos.

—No hay que preocuparse del de las 3.12 —dijo la señora Greyes—; vamos a contar esto en casa de Laura Lipping. Hoy recibe.

Cuando, al día siguiente, el muchacho de tez oscura entró en la tienda con su caldero de latón para la compra, había un buen puñado de clientes, los cuales, en su mayoría, daban la impresión de estar prolongando las operaciones de compra con el aire de las personas que no tienen mucho en qué ocupar su tiempo. Con una voz que se oyó por todo el local, tal vez porque todo el mundo estaba a la escucha, pidió una libra de miel y un paquete de mixtura para codornices.

—¡Más mixtura para codornices! —dijo la señorita Fritten—. Esas codornices deben ser muy voraces, o es que no se trata en absoluto de mixtura para codornices.

—Yo creo que es opio y que el hombre de la barba es un detective —dijo brillantemente la señora Greyes.

—No lo creo —dijo Laura Lipping—. Estoy segura de que tiene algo que ver con el trono portugués.

—Es más probable que sea una intriga persa a favor del ex Sha —dijo la señorita Fritten—; el hombre de la barba pertenece al partido gubernamental. La mixtura para codornices, por supuesto, es una contraseña; Persia está casi al lado de Palestina y las codornices aparecen en el Antiguo Testamento, ya sabes.

—Sólo asociadas a un milagro —dijo su bien informada hermana pequeña—. En todo momento me ha parecido que esto forma parte de una intriga amorosa.

El muchacho que tanto interés y especulación había concitado sobre sí estaba a punto de partir con sus compras cuando Jimmy, el sobrino aprendiz que desde su puesto detrás del mostrador del queso y el jamón tenía una excelente panorámica de la calle, se plantó ante él.

—Tenemos unas magníficas naranjas de Jaffa —dijo apresuradamente, señalando al rincón en que se hallaban apiladas, tras una elevada muralla de latas de galletas. Era evidente que en la observación había más de lo que el oído percibía. El muchacho corrió hacia las naranjas con el entusiasmo de un hurón que encuentra en casa a una familia de conejos después de un infructuoso día de búsqueda subterránea. Casi en el mismo momento, el hombre de la barba irrumpió en la tienda y por encima del mostrador barbotó una petición de una libra de dátiles y una lata del mejor halvah[6] de Esmirna. Ni la más intrépida ama de casa de la localidad había oído hablar jamás del halvah, pero aparentemente el señor Scarrick estaba en disposición de ofrecer la mejor variedad de Esmirna sin vacilar un solo instante.

—Debemos estar viviendo en Las mil y una noches —dijo la señorita Fritten, excitada.

—¡Calla! Escucha —instó la señora Greyes.

—¿Ha venido hoy el muchacho de tez oscura de que le hablé ayer? —preguntó el desconocido.

—Hoy hemos tenido en la tienda más gente de la habitual —dijo el señor Scarrick—, pero no recuerdo a un muchacho como el que usted describe.

La señora Greyes y la señorita Fritten, triunfalmente, miraron en derredor a sus amigas. Por supuesto, era deplorable que alguien tratara a la verdad como un artículo temporal y excusablemente fuera de circulación, pero se sintieron gratificadas porque el vivido relato del tráfico de falsedades del señor Scarrick recibiera una confirmación de primera mano.

—Ya nunca podré creerle cuanto me diga acerca de la ausencia de sustancias colorantes en la mermelada —susurró trágicamente una tía de la señora Greyes.

El misterioso desconocido se fue; Laura Lipping percibió con toda claridad un bufido de rabia contenida detrás del espeso bigote y el cuello de astracán subido. Al cabo de un prudente intervalo, el buscador de naranjas emergió de detrás de las latas de galletas con la apariencia de haber fracasado en su afán de encontrar alguna particular naranja que satisfaciese sus exigencias. También él se marchó y la tienda se fue vaciando poco a poco de sus abigarrados y chismosos clientes. Era el “día de recibir” de Emily Yorling y las clientas en su mayoría se encaminaron hacia su saloncito. Ir directamente de una expedición para comprar a una reunión en torno al té era conocido localmente como “vivir en plena vorágine”.

A la tarde siguiente hubo que contratar a dos dependientes y sus servicios fueron cada vez más solicitados; la tienda hallábase abarrotada. La gente compraba y compraba y parecía no concluir nunca con sus listas. Jamás el señor Scarrick había encontrado tan escasa dificultad para embarcar a los clientes en nuevas experiencias de artículos alimenticios. Incluso aquellas mujeres cuyas compras eran de modestas proporciones andaban haciendo tiempo antes de irse a sus casas como si en ellas les esperasen maridos brutales y borrachos. La tarde había discurrido sin incidentes y había un perceptible zumbido de excitación incontrolada cuando un muchacho de tez oscura con un caldero de latón en la mano entró en la tienda. La excitación pareció comunicarse incluso al señor Scarrick; abandonando inopinadamente a una señora que hacía erráticas preguntas acerca de la vida doméstica del pato de Bombay, interceptó al recién llegado camino del acostumbrado mostrador y le informó, en medio de un silencio mortal, que se había terminado la mixtura para codornices.

El muchacho, nerviosamente, recorrió con la vista toda la tienda y se volvió vacilante para marcharse. Nuevamente fue interceptado, esta vez por el sobrino, que surgió velozmente desde detrás de su mostrador y le dijo algo acerca de una especie de naranjas de mejor calidad. La vacilación del muchacho se esfumó; se abalanzó casi a la carrera hacia la penumbra del rincón de las naranjas. Hubo un expectante giro de la atención pública hacia la puerta y el desconocido alto y barbado hizo una entrada realmente espectacular. La tía de la señora Greyes declaró más tarde que se sorprendió a sí misma repitiendo subconscientemente: “El asirio irrumpió como un lobo en el aprisco” en un susurro, y así lo creyeron todos.

El recién llegado fue interceptado asimismo antes de llegar al mostrador, pero no por el señor Scarrick o su ayudante. Una dama portadora de un tupido velo, en la que nadie hasta entonces había reparado, se levantó lánguidamente de su asiento y le saludó con voz clara y penetrante.

—¿Su excelencia hace la compra por sí mismo? —dijo.

—Ordeno yo mismo las cosas —explicó el interpelado—. Tengo dificultades para hacerme comprender por mis criados.

En voz más baja, pero perfectamente audible aún, la velada dama le proporcionó una información inusitada.

—Aquí tienen unas excelentes naranjas de Jaffa. —Luego, con una risita reticente, salió de la tienda.

El hombre volvió la vista en derredor por toda la tienda y al fin, fijando los ojos instintivamente en la barrera de latas de galletas, le preguntó en voz alta al tendero:

—¿Tiene usted, quizás, buenas naranjas de Jaffa?

Todo el mundo esperaba una instantánea negativa por parte del señor Scarrick respecto a las existencias de naranjas. Antes de que pudiera contestar, sin embargo, el muchacho surgió de su santuario. Con el caldero de latón vacío por delante, se lanzó hacia la calle. Su rostro fue descrito más tarde, en forma diversa, como embozado por una estudiada indiferencia, cubierto por una palidez cadavérica e inflamado de desafío. Algunos dijeron que le castañeteaban los dientes, otros que salió silbando el himno nacional persa. No hubo error, sin embargo, en cuanto al efecto producido por el encuentro en el hombre que parecía haberlo provocado. Si un perro rabioso o una serpiente de cascabel se le hubieran acercado de repente apenas si hubiera podido desplegar un acceso de terror mayor. Sus aires de autoridad y firmeza se esfumaron, sus zancadas cedieron lugar a un paso furtivo y sin rumbo, como el de un animal que busca un resquicio por donde huir. Con gesto aturdido y displicente hizo algunos encargos al azar que el tendero simuló anotar en su libro. De vez en cuando, salía a la calle, miraba con ansiedad en todas direcciones y volvía a entrar rápidamente continuando con su simulacro de compras. No regresó de una de aquellas salidas. Habíase precipitado en la oscuridad y ni él ni el muchacho de la tez oscura ni la dama del velo fueron vistos más por las expectantes multitudes que siguieron abarrotando el establecimiento de Scarrick los días subsiguientes.

—Nunca podré agradecérselo bastante a usted y a su hermana —dijo el tendero.

—Nos hemos divertido mucho —dijo el artista modestamente—, y en cuanto al modelo, ha sido una agradable distracción de la tarea de posar durante horas para “El perdido Hylas”.

—En cualquier caso —añadió el tendero—, insisto en pagar el alquiler de la barba negra.