Crefton Lockyer hallábase sentado a sus anchas, tanto de cuerpo como de espíritu, en la pequeña franja de terreno, mitad huerto mitad jardín, que colindaba con el corral en Mowsle Barton. Después de la tensión y el fragor de largos años de vida urbana el sosiego y la paz de aquel caserón circundado de lomas asaltaron sus sentidos con una intensidad casi dramática. El tiempo y el espacio parecían perder su sentido y su apremio: los minutos se diluían en horas y los prados y barbechos formaban declives en la distancia, suave e imperceptiblemente. Los matojos de seto vivo irrumpían entre las flores del jardín y las flores trepadoras y los arbustos del jardín lanzaban su contraofensiva contra el corral y la vereda. Gallinas de aspecto soñoliento y patos solemnes y absortos sentíanse como en casa ya fuera en el patio, en el huerto o en la carretera; nada parecía pertenecer definitivamente a ninguna parte; ni siquiera las puertas se encontraban forzosamente sobre sus goznes. Y sobre todo aquel escenario planeaba una sensación de paz que tenía una calidad casi mágica. Por la tarde se tenía la sensación de que siempre había sido por la tarde; durante el crepúsculo se tenía la certeza de que nunca había habido sino crepúsculo. Crefton Lockyer hallábase sentado a sus anchas en el rústico banco situado bajo un añoso níspero y decidió que aquí estaba ese varadero vital que su mente se había representado tan vivamente y que en los últimos tiempos sus fatigados y ajetreados sentidos habían anhelado tan a menudo. Fijaría su residencia estable entre aquella gente sencilla y amistosa, incrementando gradualmente las modestas comodidades de las que le agradaría rodearse pero adaptándose todo lo posible a sus modos de vida.
Mientras maduraba reposadamente en su cabeza esta resolución, una provecta anciana acercábase cojeando con paso inseguro por en medio del huerto. Reconoció en ella a una de las mujeres de la casa, la madre o acaso la suegra de la señora Spurfield, su casera, y rápidamente se puso a pensar en busca de alguna observación agradable que dirigirle. La mujer se le adelantó.
—Hay algo escrito con tiza en aquella puerta de allá, al fondo. ¿Qué dice?
La mujer hablaba de una forma impersonal y desvaída, como si la pregunta hubiera estado en sus labios durante años y lo mejor fuera desembarazarse de ella. Sus ojos, sin embargo, miraban con impaciencia por encima de la cabeza de Crefton hacia la puerta de un pequeño henil que constituía la avanzadilla de una dispersa hilera de edificaciones de la granja.
“Martha Pillamon es una vieja bruja”, fue la declaración con que tropezó el inquisitivo escrutinio de Crefton, y vaciló por un momento antes de dar a aquella aseveración una más amplia publicidad. Por lo que sabía de su interlocutor, debía ser la mismísima Martha la persona con la que estaba hablando. Era posible que el apellido de soltera de la señora Spurfield fuera Pillamon. Y aquella enjuta y macilenta anciana que se hallaba junto a él ciertamente cumplía las especificaciones locales en cuanto al aspecto exterior de una bruja.
—Dice algo acerca de una tal Martha Pillamon —explicó cautelosamente.
—¿Qué dice?
—Es muy irrespetuoso —dijo Crefton—, dice que es una bruja. Esas cosas no deberían escribirse.
—Es cierta, cada una de esas palabras —replicó su oyente con una considerable satisfacción, añadiendo a modo de nota descriptiva propia—: El viejo escuerzo.
Y mientras se alejaba cojeando por el corral iba gritando con su voz cascada:
—¡Martha Pillamon es una vieja bruja!
—¿Ha oído lo que ha dicho? —masculló una voz tenue y colérica a espaldas de Crefton. Al girarse rápidamente pudo contemplar a otra vetusta anciana, flaca y arrugada, del color del pergamino y, evidentemente, en un estado de viva irritación. Obviamente se trataba de Martha Pillamon en persona. El huerto parecía ser el lugar favorito para pasear de las mujeres de avanzada edad que había en el vecindario.
—¡Es mentira, mentira cochina! —continuó la tenue voz—. Betsy Croot sí que es una vieja bruja. Ella y su hermana, la sucia rata. Les echaré un maleficio, las viejas chinchorras.
Según se alejaba renqueando despaciosamente su vista captó la inscripción de tiza en la puerta del henil.
—¿Qué hay escrito allí? —preguntó volviéndose hacia Crefton.
—Vote a Soarker —respondió éste con la pusilánime osadía de los pacificadores experimentados.
La anciana rezongó algo y el refunfuño, junto con su viejo pañolón rojo, se perdieron gradualmente entre los árboles. Crefton se incorporó al instante y se encaminó hacia la casa. De algún modo, buena parte de la paz parecía haberse esfumado del ambiente.
El alegre bullicio de la hora del té en la cocina, que Crefton había encontrado tan placentero en tardes anteriores, parecía haberse agriado hoy en una cierta desazón melancólica. En torno a la mesa reinaba un lánguido y penoso silencio y el propio té, cuando Crefton lo probó, era una insulsa y tibia cocción que habría alejado todo ánimo de juerga de un carnaval.
—No sirve de nada quejarse del té —dijo prontamente la señora Spurfield, al quedarse su huésped contemplando la taza con aire de cortés interrogante—. El agua no llega a hervir en la marmita, esa es la pura verdad.
Crefton se volvió hacia el hogar, donde un fuego insólitamente vivo hallábase cubierto por una marmita negra que dejaba escapar una fina espiral de vapor por un resquicio pero que, por lo demás, parecía ignorar la acción de la crepitante hoguera que tenía debajo.
—Lleva ahí más de una hora y no hervirá —dijo la señora Spurfield, añadiendo a modo de concluyente explicación—: Estamos embrujados.
—Martha Pillamon es quien lo ha hecho —intervino entonces su anciana madre—; yo haré lo mismo con ese viejo escuerzo. Le echaré un maleficio.
—Se pondrá a hervir a su tiempo —protestó Crefton, ignorando las insinuaciones acerca de malignas influencias—. Tal vez el carbón esté húmedo.
—No hervirá a tiempo para la cena, ni para el desayuno de mañana, ni aun manteniendo el fuego encendido toda la noche —dijo la señora Spurfield. Y así fue. Los moradores de la casa subsistieron a base de alimentos fritos y asados y té gentilmente preparado en una casa de la vecindad y trasladado a moderada temperatura.
—Supongo que nos dejará usted, ahora que las cosas se han puesto incómodas —observó la señora Spurfield durante el desayuno—; hay gente que deserta en cuanto empiezan las dificultades.
Crefton descartó apresuradamente cualquier inmediato cambio de planes; se dijo a sí mismo, sin embargo, que la inicial cordialidad de trato había desertado de la casa en buena medida. Miradas suspicaces, silencios huraños o frases punzantes estaban a la orden del día. En cuanto a la anciana madre, estaba todo el día sentada en la cocina o en el jardín rezongando amenazas y maleficios contra Martha Pillamon. Había algo de terrorífico y lastimero en el espectáculo de aquellos viejos y frágiles retazos de humanidad consagrando sus últimas y mortecinas energías a la tarea de hacerse desdichadas una a otra. El aborrecimiento parecía ser la única facultad que había sobrevivido con vigor e intensidad sin mengua donde todo lo demás se desmoronaba con una ordenada y simétrica decadencia. Y lo más pavoroso de todo era que aquel hórrido y malsano poder parecía destilarse de su rencor y sus execraciones. Todas las explicaciones escépticas eran incapaces de alterar el hecho indudable de que ni la marmita ni la cacerola alcanzaban el punto de ebullición aun sobre el fuego más abrasador. Crefton se asió cuanto pudo a la teoría de alguna falla en el carbón, pero el fuego de leña dio el mismo resultado, y cuando una marmita pequeña con un infiernillo de alcohol incorporado, que solicitó mediante un propio, mostró la misma obstinada negativa en permitir la ebullición a su contenido sintió que había entrado súbitamente en contacto con algún aspecto insospechado y maligno de las fuerzas ocultas. A varias millas de distancia, a través de un portillo entre los cerros, alcanzaba a divisar una carretera por la que circulaban en ocasiones los automóviles y, sin embargo, aquí, a tan escasa distancia de las arterias de la civilización más avanzada, había un viejo caserón encantado donde algo tan inequívoco como la brujería parecía adquirir un virtual imperio.
Al cruzar el jardín hacia los senderos más apartados de la granja, donde esperaba recuperar la reconfortante sensación de apacibilidad cuya ausencia era tan ostensible en torno a la casa y al hogar —especialmente al hogar—, Crefton pasó junto a la anciana madre, que permanecía sentada y murmurando para su coleto. “Que se hundan al nadar, que se hundan al nadar”, repetía una y otra vez, como un niño que repite una lección a medias aprendida. Y de tiempo en tiempo estallaba en una aguda carcajada en la que resonaba una nota de malignidad nada grata al oído. Crefton se sintió más alegre cuando se halló donde ya no podía oírla, en medio de la calma y la soledad de los recónditos y frondosos senderos que parecían no conducir a parte alguna; uno de ellos, más angosto y escondido que el resto, atrajo sus pasos y sentíase ya casi al borde del hastío cuando descubrió que, en realidad, era como una senda en miniatura que conducía a una morada humana. Una cabaña de aspecto abandonado, con un descuidado huertecillo de coles y unos pocos manzanos añosos, se levantaba en un recodo donde un arroyuelo de rápida corriente se ensanchaba en un trecho formando una charca de regular tamaño antes de continuar su carrera entre los sauces que habían refrenado su curso. Crefton se apoyó en el tronco de un árbol y contempló por encima de los turbulentos remolinos de la charca la pequeña y humilde casita que tenía enfrente; el único signo de vida procedía de una breve procesión de patos de deslucido aspecto que se encaminaban en fila hacia el borde de las aguas. Hay siempre algo fascinante en la forma en que un pato se trasmuta en un instante de torpe y lento anadeador sobre la tierra en grácil y vivaz nadador sobre las aguas y Crefton aguardó con cierta atención contenida para observar cómo se lanzaba a la superficie de la charca el que encabezaba la fila. Era consciente al mismo tiempo, por un curioso instinto premonitorio, de que algo extraño y enojoso estaba a punto de suceder. El pato se abalanzó confiadamente al agua e inmediatamente se revolvió bajo la superficie. La cabeza apareció por un instante y volvió a sumergirse nuevamente, dejando un rosario de burbujas en su estela, mientras las alas y las patas batían el agua en un desmañado torbellino. El pato se ahogaba, obviamente. Al pronto, Crefton pensó que debía haberse enganchado con algún hierbajo o que era atacado desde dentro por algún lucio o una rata de agua. Pero no había sangre flotando en la superficie y aquel cuerpo en frenética agitación recorrió todo el perímetro de la charca sin la menor traba de maraña alguna. Para entonces, un segundo pato se zambullía y un segundo cuerpo pugnaba, se revolvía y agitaba bajo la superficie. Había algo de particularmente lastimero en la visión de los picos jadeantes que asomaban de vez en vez sobre las aguas, a modo de aterrorizada protesta por esta traición de un elemento fiable y familiar. Crefton contempló con algo parecido al horror cómo un tercer pato se posó sobre el borde y se zambulló, para correr el mismo sino que los otros dos. Se sintió casi aliviado cuando los restantes componentes de la bandada, tardíamente alarmados por la conmoción de los cuerpos que se ahogaban lentamente, se irguieron con sus enhiestos y atirantados pescuezos y desaparecieron del ominoso escenario, graznando con una marcada nota de desasosiego al desfilar. En ese mismo momento Crefton advirtió que no era el único testigo humano de la escena; una anciana encorvada y macilenta, a la que reconoció al instante como Martha Pillamon, de siniestra reputación, había cubierto a paso renqueante el sendero que conducía al borde de las aguas y contemplaba fijamente el horripilante torbellino de aves moribundas que se desplazaba en proceloso cortejo circundando la charca. Al cabo de un momento su voz resonó con una aguda nota de trémula ira:
—Es Betsy Croot quien ha hecho esto, la vieja rata. Le echaré un maleficio, ya lo verás.
Crefton se retiró silenciosamente, con la duda de si la anciana habría advertido su presencia. Antes incluso de que aquella proclamara la culpabilidad de Betsy Croot, el susurrado sortilegio de esta última, “Que se hundan al nadar”, había relampagueado inquietantemente en su cerebro. Fue, sin embargo, la amenaza final de un vindicativo maleficio lo que invadió totalmente su cerebro con riesgo de excluir cualquier otro pensamiento o idea. Su capacidad de raciocinio mostrábase impotente para descartar las amenazas de aquellas viejas comadres como si de fútiles disputas se tratara. La casa de Mowsle Barton se hallaba a merced del rencor de una sañuda anciana que parecía capaz de materializar sus resquemores personales de una manera harto efectiva y no era posible predecir qué modalidad revestiría su venganza por los tres patos ahogados. Como miembro de la casa, el propio Crefton podía verse afectado por una visita generalizada y por demás insufrible de la cólera de Martha Pillamon. Por supuesto, era consciente de que estaba dando pábulo a absurdas fantasías, pero el comportamiento de la marmita con hornillo incorporado y la escena de la charca le habían descorazonado grandemente. Y la vaguedad de la alarma se sumaba a sus terrores; cuando se admite por una vez a lo imposible en las especulaciones, sus posibilidades se toman prácticamente ilimitadas.
A la mañana siguiente Crefton se levantó temprano como de costumbre, al término de una de las noches más inquietas que había pasado en la granja. Sus aguzados sentidos detectaron rápidamente esa sutil atmósfera de esto no marcha del todo bien que reina en una casa agobiada. Las vacas habían sido ordeñadas pero seguían en confuso tropel en el patio esperando con impaciencia ser conducidas al campo y el averío doméstico persistía en un machacón y quejoso recordatorio del retraso en la hora de comer; la bomba de agua del patio, que habitualmente emitía a intervalos su estridente melodía durante las primeras horas de la mañana, estaba hoy ominosamente silenciosa. Dentro de la misma casa había intermitentemente un ir y venir de pasos, voces apresuradas que se alzaban y se extinguían y largos, desazonados silencios. Crefton terminó de vestirse y se dirigió hacia el arranque de una estrecha escalera. Alcanzó a oír una voz desvaída y quejumbrosa, una voz en la que se había infiltrado una pavorosa lasitud, y reconoció a la señora Spurfield.
—Se marchará, seguro —estaba diciendo la voz—; hay muchos que se largan en cuanto se presenta la cruda adversidad.
Crefton sintió que probablemente era uno de esos muchos y que había momentos en que era aconsejable ser fiel al modelo.
Regresó a su habitación, reunió y guardó sus escasas pertenencias, depositó sobre la mesa el importe de su alojamiento y salió por una puerta trasera que daba al patio. Una turbamulta de aves surgió expectante ante él, que sustrayéndose a su afanosa atención se apresuró, a resguardo del establo, la pocilga y los almiares, hasta llegar a la senda situada a espaldas de la granja. Una caminata de unos pocos minutos que sólo el considerable peso de sus portemanteaux impidió que se convirtiera en abierta carrera le condujo hasta la carretera general, donde un autobús madrugador le alcanzó pronto y le trasladó rápidamente a la vecina ciudad. En una curva de la carretera tuvo una última visión de la granja; las viejas techumbres abuhardilladas y los heniles con sus cubiertas de paja, el huerto desparramado y el níspero, con su banco de madera, se recortaban con una claridad casi espectral en la temprana luz de la mañana y sobre todo el conjunto se cernía esa atmósfera de mágica posesión que Crefton, erróneamente, había tomado por paz.
El bullicio y el estruendo de la estación de Paddington hirieron sus oídos con un protector saludo de bienvenida.
—Estas apreturas y estas prisas son muy malas para nuestros nervios —comentó un compañero de viaje—; a mí denme la paz y el silencio del campo.
Crefton declinó mentalmente su cuota de aquel anhelado bienestar. Una sala de baile bien atestada y esplendorosamente iluminada, donde se estuviera ejecutando una exuberante interpretación de la “1812” por una aguerrida orquesta se le presentó como lo más próximo a su ideal de un sedante para los nervios.