La cura de desasosiego

En la redecilla del vagón de ferrocarril, justo enfrente de Clodoveo, había una sólida bolsa de viaje con una etiqueta cuidadosamente rotulada en la que aparecía inscrito: “J. P. Huddle. La Conejera. Tilfield, junto a Slowborough”. Inmediatamente debajo de la redecilla hallábase la personificación humana de la etiqueta, un individuo macizo y circunspecto, vestido con circunspección y de circunspecta conversación. Incluso sin tener en cuenta su conversación (dirigida a un amigo sentado a su lado y que versaba principalmente sobre temas como lo tardío de los jacintos romanos o la propagación del sarampión en la rectoría), podía apreciarse con bastante fidelidad el temperamento y el horizonte mental del propietario de la bolsa de viaje. No obstante, parecía renuente a dejar algún detalle a la imaginación del observador casual y pronto su conversación se hizo personal e introspectiva.

—No sé lo que pasa —le dijo a su amigo—, apenas si rebaso los cuarenta pero tengo la impresión de haberme asentado en un profundo surco de mediana y añeja edad. Mi hermana presenta la misma tendencia. Nos gusta que todo esté exactamente en su lugar acostumbrado; nos gusta que las cosas se produzcan exactamente a la hora prevista; nos gusta que todo sea normal, ordenado, puntual, metódico, al milímetro, al minuto. Nos aflige y nos trastorna el que no sea así. Por ejemplo, puestos a traer a colación una futesa, un zorzal ha hecho su nido año tras año en el sauce que hay en el pradillo; este año, por razones que no están claras, lo está haciendo en la hiedra del muro del jardín. Hemos hablado poco sobre ello, pero creo que ambos sentimos el cambio como innecesario e incluso un tanto irritante.

—Tal vez —dijo el amigo— se trata de otro zorzal.

—Ya lo hemos pensado —dijo J. P. Huddle—, y me parece que nos causa aun mayor fastidio. No sentimos la necesidad de un cambio de zorzal a estas alturas de nuestras vidas; y, sin embargo, como ya he dicho, apenas si hemos alcanzado la edad en que esas cosas debieran producirnos un serio impacto.

—Lo que ustedes necesitan —dijo el amigo— es una cura de desasosiego.

—¿Una cura de desasosiego? Nunca he oído hablar de tal cosa.

—Usted habrá oído hablar de curas de reposo o sosiego para personas quebrantadas por la tensión de las preocupaciones excesivas y la vida extenuante; pues bien, ustedes padecen un exceso de reposo y placidez y precisan el tipo de tratamiento opuesto.

—Pero, ¿a dónde dirigirme para tal cosa?

—Bien, puede usted presentarse como candidato orangista por Kilkenny[4] o hacer un curso de inspección zonal en uno de los barrios apaches de París, o puede dar conferencias en Berlín para demostrar que la mayor parte de la música de Wagner fue compuesta por Gambetta[5]; y siempre tiene el interior de Marruecos para viajar. No obstante, para que sea realmente efectiva, la cura de desasosiego hay que hacerla en casa. Cómo podrían hacerla ustedes… no tengo ni la menor idea.

En este punto de la conversación fue cuando Clodoveo quedó galvanizado por una viva atención. Después de todo, la visita de dos días a un anciano pariente de Slowborough no prometía ser muy apasionante. Antes de que el tren se detuviera había decorado el puño izquierdo de su camisa con la inscripción “J. P. Huddle. La Conejera. Tilfield, junto a Slowborough”.

Dos días más tarde, durante la mañana, el señor Huddle irrumpió en la vida privada de su hermana, que estaba leyendo La vida rural en el gabinete. Eran el día, la hora y el lugar destinados a La vida rural y la intrusión resultaba absolutamente irregular, pero el señor Huddle tenía en la mano un telegrama y en aquella casa los telegramas eran tenidos por provenientes de la mano de Dios. Este telegrama en particular presentaba concomitancias con la naturaleza del huracán. “Obispo examinando clase confirmación en vecindad imposible alojarse en rectoría debido sarampión solicita su hospitalidad enviando secretario tomar disposiciones”.

—Apenas conozco al obispo; tan sólo he hablado una vez con él —exclamó J. P. Huddle, con el aire exculpatorio de quien advierte demasiado tarde lo indiscreto de dirigir la palabra a obispos desconocidos. La señorita Huddle fue la primera en rehacerse. Le disgustaban los huracanes tan poco como a su hermano pero su instinto femenino le decía que a los huracanes hay que darles de comer.

—Podemos preparar el pato frío con curry —dijo. No era aquél el día previsto para el curry, pero el ligero revestimiento anaranjado significaba una ligera desviación de la norma y el hábito. Su hermano nada dijo pero sus ojos le expresaron gratitud por su denuedo.

—Un joven caballero desea verles —anunció la doncella.

—¡El secretario! —susurraron los Huddle al unísono; instantáneamente adoptaron una actitud rígida que proclamaba que, pese a considerar culpables a todos los desconocidos, estaban dispuestos a oír lo que tuvieran que alegar en su defensa. El joven caballero, que se introdujo en la estancia con una cierta altanería elegante, no respondía en modo alguno a la idea que los Huddle tenían formada acerca del secretario de un obispo; no les cabía en la cabeza que los fondos episcopales financiaran un artículo tan costosamente tapizado cuando había tantas otras solicitudes de recursos. El rostro resultaba fugazmente familiar; si el señor Huddle hubiera prestado más atención al compañero de viaje sentado justamente enfrente de él en el vagón de ferrocarril dos días antes, tal vez hubiese reconocido a Clodoveo en su actual visitante.

—¿Es usted el secretario del obispo? —preguntó Huddle, tornándose conscientemente respetuoso.

—Su secretario confidencial —respondió Clodoveo—. Pueden llamarme Stanislaus; mi apellido no importa. El obispo y el coronel Alberti tal vez vengan a almorzar. Yo me quedaré aquí, en todo caso.

Aquello sonaba casi como el programa de una visita real.

—El obispo está pasando examen a una clase de confirmación en las cercanías, ¿no es así? —preguntó la señorita Huddle.

—Tal parece —fue la enigmática respuesta, seguida de la solicitud de un mapa a gran escala de la localidad.

Clodoveo se hallaba aún inmerso en el estudio aparentemente profundo del mapa cuando llegó otro telegrama. Iba dirigido al “Príncipe Stanislaus, huésped de los Huddle, La Conejera, etc.”. Clodoveo echó un vistazo a su contenido y anunció:

—El obispo y Alberti no vendrán hasta esta noche, más bien tarde —luego se volvió a escrutar nuevamente el mapa.

El almuerzo no fue una ceremonia muy festiva. El principesco secretario comió y bebió con buen apetito pero desalentó severamente cualquier conversación. Al término de la comida esbozó súbitamente una sonrisa radiante, agradeció a su anfitriona tan delicioso refrigerio y besó su mano con respetuoso embeleso. La señorita Huddle fue incapaz de resolver para sus adentros si tal acción tenía el sabor de una cortesía a lo Luis XIV o a la reprensible actitud romana respecto a las sabinas. Aquel día no le tocaba jaqueca pero tuvo la impresión de que las circunstancias la excusaban y se retiró a su habitación para tener toda la jaqueca que le fuera posible antes de la llegada del obispo. Clodoveo, tras indagar acerca de la oficina de telégrafos más próxima, desapareció al instante carretera abajo.

El señor Huddle se lo encontró en el vestíbulo dos horas más tarde y le preguntó cuándo llegaría el obispo.

—Está en la biblioteca con Alberti —fue la respuesta.

—Pero, ¿por qué no me lo han dicho? ¡No sabía que hubiera venido! —exclamó Huddle.

—Nadie sabe que está aquí —dijo Clodoveo—; cuanto más secreto guardemos sobre el asunto, mejor, y bajo ningún concepto le interrumpa en la biblioteca; esas son sus órdenes.

—Pero, ¿a qué viene todo este misterio? ¿Y quién es Alberti? ¿No va a tomar el té el obispo?

—¡El obispo persigue sangre, no té!

—¡Sangre! —balbuceó Huddle, que no alcanzaba a progresar en la comprensión del huracán.

—Esta noche va a ser una gran noche en la historia de la Cristiandad —dijo Clodoveo—. Vamos a masacrar a todos los judíos de los alrededores.

—¡Masacrar a los judíos! —dijo Huddle con indignación—. ¿Quiere usted decirme que hay un alzamiento general contra ellos?

—No, es una idea del obispo; en estos momentos está disponiendo todos los detalles.

—Pero… el obispo es un hombre tan tolerante, tan humano.

—Eso es precisamente lo que realzará los efectos de su acción. La sensación será enorme.

Eso, al menos, también lo creía Huddle.

—¡Le ahorcarán! —exclamó con convicción.

—Le espera un automóvil para llevarle a la costa, donde está dispuesto un barco de vapor.

—Pero no hay ni treinta judíos en toda la vecindad —protestó Huddle, cuyo cerebro, bajo los repetidos impactos del día, funcionaba con las fluctuaciones del hilo telegráfico durante un terremoto.

—Tenemos veintiséis en nuestra lista —dijo Clodoveo aludiendo a un manojo de notas—. Podemos ocupamos de ellos perfectamente.

—¿Quiere usted decirme que planean utilizar la violencia contra un hombre como Sir Leon Birberry? —tartajeó Huddle—. Es uno de los hombres más respetados de la región.

—Está en nuestra lista —dijo Clodoveo con displicencia—; después de todo, disponemos de hombres de confianza para llevar a cabo nuestra tarea, de modo que no tenemos que contar con la ayuda local. Y tenemos algunos boy-scouts que colaboran con nosotros como ayudantes.

—¡Boy-scouts!

—Sí; cuando se enteraron de que se trataba de matar de verdad se mostraron más entusiastas aún que los hombres.

—¡Esto será un borrón en el siglo XX!

—Y su casa será el tintero. ¿Se da usted cuenta de que la mitad de los periódicos de Europa y de los Estados Unidos publicarán imágenes de ella? Por cierto, he remitido unas fotografías suyas y de su hermana que encontré en la biblioteca al Martin y a Die Woche, espero que no le importe. Y también un apunte de la escalera; la mayor matanza se producirá probablemente en la escalera.

Las emociones que se iban apoderando del cerebro de J. P. Huddle eran de una intensidad casi excesiva como para plasmarlas en palabras pero acertó a balbucear:

—En esta casa no hay judíos.

—No por el momento.

—Iré a la policía —exclamó Huddle con una súbita energía.

—Entre los arbustos hay apostados diez hombres que tienen orden de disparar contra quienquiera que abandone la casa sin una señal de autorización por mi parte. Otro piquete armado se halla emboscado cerca de la puerta principal. Los boy-scouts vigilan la parte trasera.

En este punto se oyó el alegre ulular de una bocina desde la calle. Huddle se precipitó hacia el vestíbulo con la sensación de un hombre que se despierta de una pesadilla y alcanzó a contemplar a Sir Leon Birberry que llegaba conduciendo su coche.

—Recibí su telegrama —dijo—. ¿Qué sucede? ¿Telegrama? Aquel parecía ser el día de los telegramas.

“Venga aquí inmediatamente. Urgente. James Huddle”, decía, en síntesis, el mensaje que se ofreció a los ojos asombrados de Huddle.

—¡Ahora lo comprendo todo! —exclamó de pronto, con una voz sacudida por la agitación, y con una mirada de agonía en dirección a la espesura tiró del asombrado Birberry hacia el interior de la casa. Se acababa de servir el té en el salón pero Huddle, ahora totalmente presa del pánico, arrastró a su quejumbroso huésped escaleras arriba y por un instante toda la casa quedó subsumida en aquella región de momentánea seguridad. Sólo Clodoveo hizo los honores a la mesa del té con su presencia; evidentemente, los fanáticos hallábanse en la biblioteca demasiado absortos en sus monstruosas maquinaciones como para ceder al solaz de una taza de té y unas tostadas. El joven caballero se levantó en una ocasión para atender a la llamada de la campanilla en la puerta principal y franquear el paso al señor Paul Isaacs, zapatero y coadjutor de la parroquia, que también había recibido una compulsiva invitación para acudir a La Conejera. Con un atroz derroche de cortesía, difícilmente superable por algún Borgia, el secretario escoltó al nuevo cautivo de su red hasta la meseta de la escalera, donde le aguardaba su involuntario anfitrión.

Lo que sobrevino luego fue una larga vigilia de suspenso y espera. En una o dos ocasiones Clodoveo abandonó la casa para llegarse hasta la espesura, regresando siempre a la biblioteca, con el evidente propósito de dar un breve parte. En una ocasión se hizo cargo del correo de manos del cartero vespertino y lo llevó hasta lo alto de la escalera con puntillosa cortesía. Tras una nueva ausencia ascendió hasta la mitad de la escalera para lanzar un anuncio.

—Los boy-scouts entendieron mal mi señal y han dado muerte al cartero. Tengo poca práctica en este tipo de cosas, ya saben. La próxima vez lo haré mejor.

La doncella, que tenía compromiso matrimonial con el cartero vespertino, dio rienda suelta a un clamoroso lamento.

—Recuerda que tu ama tiene dolor de cabeza —le dijo J. P. Huddle. (El dolor de cabeza de la señorita Huddle iba peor.)

Clodoveo descendió la escalera rápidamente y tras una breve visita a la biblioteca regresó con otro mensaje.

—El obispo lamenta saber que la señorita Huddle padece dolor de cabeza. Está impartiendo órdenes para que, en la medida de lo posible, no se utilicen armas de fuego cerca de la casa; toda muerte que sea necesaria dentro de la casa se hará con arma blanca. El obispo no comprende por qué un hombre no ha de ser un caballero además de un cristiano.

Ésta fue la última vez que vieron a Clodoveo; eran casi las siete y a su anciano pariente le gustaba que se vistiera para la cena. Pero, pese a que les había abandonado para siempre, los acechantes indicios de su presencia rondaron por la zona alta de la casa durante las largas horas de vigilia nocturna y cualquier crujido de la escalera, cualquier susurro del viento en la espesura iba cargado de un horrible significado. Hacia las siete de la mañana, el hijo del jardinero y el cartero convencieron finalmente a los insomnes de que el siglo XX seguía impoluto.

—No creo —musitó Clodoveo cuando un tren madrugador le llevaba de regreso a la ciudad— que estén en modo alguno agradecidos por la cura de desasosiego.