El cuarto trastero

Los niños iban a ir, como especial deferencia, a la playa de Jagborough. Nicholas no sería de la partida; estaba castigado. Aquella misma mañana había rehusado tomarse su nutritiva leche con sopas con el fundamento, aparentemente frívolo, de que en ella había una rana. Personas mayores que él en edad, saber y gobierno le habían dicho que no era posible que hubiera una rana en su leche con sopas y que no debía decir disparates; no obstante, el niño persistió en proclamar aquello que tenía todas las trazas de ser un inmenso disparate y llegó a describir, incluso, con gran detalle la coloración y el moteado de la supuesta rana. El lado dramático del incidente estuvo en que había realmente una rana en el tazón de leche con sopas de Nicholas; la había puesto él mismo, de modo que se sentía legitimado para saberlo. El pecado de coger una rana del jardín y ponerla dentro de un nutritivo tazón de leche con sopas fue desmesuradamente magnificado, pero el hecho que más claramente destacaba en todo aquel asunto, tal y como se presentaba en la mente de Nicholas, era que las personas mayores en edad, saber y gobierno habían demostrado estar en el más ostensible error respecto a cuestiones acerca de las cuales habían exhibido la más absoluta seguridad.

—Decíais que no era posible que hubiera una rana en mi leche con sopas; había una rana en mi leche con sopas —repetía, con la insistencia de un hábil estratega que no tiene intención de retirarse de un terreno que le es propicio.

Así, pues, a su primo, a su prima y a su anodino hermanito iban a llevarles a la playa de Jagborough aquella tarde y él se quedaría en casa. La tía de sus primos, que insistía, mediante un injustificable esfuerzo de su imaginación, en intitularse también tía suya, había planeado rápidamente la excursión a Jagborough a fin de hacerle patente a Nicholas las delicias que se perdía con toda justicia a causa de su deplorable conducta durante el desayuno. Tenía por costumbre, siempre que era castigado alguno de los niños, improvisar algún acontecimiento de naturaleza festiva de la que el transgresor era excluido implacablemente; si todos los niños incurrían en pecado colectivo, eran informados inmediatamente de la presencia de un circo en alguna localidad de los alrededores, un circo de una excelencia sin rival e incontables elefantes al que, de no haber sido por su depravación, les habrían llevado aquel mismo día.

Al llegar el momento de la partida, el rostro de Nicholas fue escrutado en busca de algunas lágrimas decorosas. La realidad fue, sin embargo, que todo el llanto lo puso su primita, que se desolló la rodilla dolorosamente contra el estribo del carruaje al encaramarse a él.

—Qué alaridos daba —dijo Nicholas regocijado, en el momento en que el grupo inició la marcha desprovisto de esa exaltación de los ánimos que debería haber estado presente.

—Se le pasará enseguida —dijo la soi-disant tía—; va a ser una tarde gloriosa para corretear por esa hermosísima playa. ¡Cómo van a disfrutar!

—Bobby no disfrutará mucho, ni va a correr mucho tampoco —dijo Nicholas con una torva risita—; las botas le hacen daño. Le aprietan demasiado.

—¿Por qué no me dijo que le hacían daño? —preguntó la tía con una cierta aspereza.

—Te lo dijo dos veces, pero tú no le escuchabas. Ocurre con frecuencia que no nos escuchas cuando te decimos algo importante.

—Te abstendrás de entrar en el huerto de las grosellas —dijo la tía cambiando de tema.

—¿Por qué? —preguntó Nicholas.

—Porque estás castigado —dijo pomposamente la tía.

Nicholas no acababa de admitir que el argumento fuera concluyente; se sentía perfectamente capaz de estar al mismo tiempo castigado y en el huerto de las grosellas. Su rostro adoptó una expresión de ingente contumacia. Para la tía quedó claro que el niño estaba decidido a entrar en el huerto de las grosellas “sólo”, tal como se decía para sus adentros, “porque le he dicho que no entre”.

El huerto de las grosellas tenía dos puertas de acceso y quienquiera que se hubiera deslizado dentro y fuera de reducido tamaño, como era Nicholas, podía desaparecer fácilmente de la vista entre las embozadoras plantaciones de alcachofas, los varales de frambuesas y otros arbustos frutales. La tía tenía muchas otras cosas que hacer aquella tarde pero dedicó una o dos horas a realizar triviales operaciones de jardinería entre los macizos y planteles de flores, desde donde tenía a la vista las dos puertas que conducían al paraíso prohibido. Era una mujer de escasas ideas pero de una gran capacidad de concentración.

Nicholas hizo una o dos salidas al jardín delantero siguiendo una sinuosa trayectoria, con obvio recato de sus intenciones, en dirección hacia una u otra de las puertas, pero incapaz por el momento de burlar la vigilancia de la tía. En realidad, no tenía la menor intención de entrar en el huerto de las grosellas pero era extremadamente conveniente para él que su tía creyera que la tenía; dicha creencia la mantendría en su autoimpuesta tarea de centinela durante la mayor parte de la tarde. Tras confirmar y fortalecer plenamente las sospechas de la tía, Nicholas regresó solapadamente a la casa y puso en práctica inmediatamente un plan de acción que había germinado largamente en su cabeza. En la biblioteca, encaramándose a una silla, era posible alcanzar una repisa en la que se encontraba una gran llave de relevante aspecto. La llave era todo lo relevante que su aspecto delataba; era el instrumento que ponía a salvo de incursiones no autorizadas los misterios del cuarto trastero, franqueando el paso a las tías y a otras personas igualmente privilegiadas. Nicholas no tenía mucha experiencia en el arte de encajar las llaves en las cerraduras y hacerlas girar pero en los días precedentes había practicado un poco con la llave de la puerta del cuarto de estudio; no era amigo de confiar en la suerte y el azar. La llave giró con dificultad en la cerradura, pero giró. La puerta se abrió y Nicholas se halló en un territorio desconocido, comparado con el cual el huerto de las grosellas era un deleite rancio, un mero placer material.

Nicholas había imaginado una y otra vez cómo sería el cuarto trastero, aquella región tan cuidadosamente precintada para los ojos juveniles y respecto a la cual las preguntas no obtenían respuesta. Aquello estaba a la altura de sus expectativas. En primer lugar era amplio y estaba tenuemente iluminado, ya que la única fuente de luz la proporcionaba una alta ventana que daba sobre el jardín prohibido. En segundo lugar, era un cúmulo de tesoros inimaginados. La autoproclamada tía era una de esas personas que piensan que las cosas se desgastan con el uso y las relegan al polvo y la humedad como forma de preservarlas. Las zonas de la casa que Nicholas conocía mejor eran un tanto desoladas y tristonas pero aquí había cosas maravillosas para deleite de la vista. Ante todo y lo primero, había un tapiz enmarcado que evidentemente aspiraba a ser una mampara. Para Nicholas era una historia viva, palpitante; se sentó sobre un hato de cortinas indias, esplendentes de colores maravillosos bajo una capa de polvo, y se absorbió en cada detalle de las imágenes del tapiz. Un hombre, ataviado con ropas de caza de algún remoto pasado, acababa de atravesar a un ciervo con una flecha; no debía haber sido un tiro muy difícil porque el ciervo estaba a sólo uno o dos pasos de él; en medio de la espesa vegetación que sugería el dibujo no debía haber sido difícil acercarse a un ciervo que corre y era evidente que los dos perros moteados que se unían impetuosamente a la persecución habían sido entrenados para seguir la pista hasta el momento de disparar el dardo. Aquella parte de la imagen era manifiesta aunque interesante, pero, ¿veía el cazador, como los veía Nicholas, a aquellos cuatro lobos que, por el bosque, se abalanzaban hacia él a toda carrera? Debía haber más que aquellos cuatro ocultos entre los árboles y, en cualquier caso, ¿serían capaces el hombre y sus perros de habérselas con los cuatro lobos si le atacaban? Al hombre sólo le quedaban dos flechas en su aljaba y podía errar el tiro con una de ellas o con ambas; todo cuanto era posible saber acerca de su habilidad como tirador era que le había dado a un ciervo enorme a una distancia ridículamente corta. Nicholas permaneció sentado durante largos y extáticos minutos barajando las posibilidades de la escena; sentíase inclinado a pensar que había más de cuatro lobos y que el hombre y sus perros se hallaban en un aprieto.

Pero había otros objetos deliciosos e interesantes que reclamaban su atención: unos singulares candelabros retorcidos en forma de serpiente y una tetera que remedaba un pato de porcelana, por cuyo pico abierto era presumible que brotara el té. ¡Qué deslucida y disforme parecía, en comparación, la tetera con que le servían a él! Y había una caja de madera de sándalo tallada, envuelta ceñidamente con aromático algodón crudo, y entre las capas de algodón había pequeñas figuritas de latón, toros gibosos, pavos reales y duendes, todos ellos gratos a la vista y al tacto. Menos prometedora en apariencia era una gran caja cuadrada de lisas tapas negras. Nicholas echó un vistazo y hete aquí que estaba llena de polícromos grabados de aves. ¡Y qué aves! En el jardín y en los senderos por los que Nicholas solía pasear se había encontrado con algunos pájaros, entre los cuales los más grandes eran alguna ocasional urraca o una paloma torcaz; aquí había garzas y avutardas, milanos, tucanes, alcaravanes, urogallos, íbises, faisanes dorados, una completa galería de retratos de criaturas inimaginables. Y mientras admiraba el colorido del pato mandarín y le imputaba una biografía, la voz de su tía, vociferando su nombre de modo estridente, le llegó desde los confines del huerto de las grosellas. La sospecha se había ido abriendo paso en la mujer ante tan prolongada desaparición y había llegado a la conclusión de que el niño había saltado la valla al amparo del seto de lilos; en aquellos momentos hallábase empeñada en una búsqueda impetuosa y un tanto desesperanzada entre las alcachofas y los varales de frambuesas.

—¡Nicholas, Nicholas! —gritaba—. Debes salir de ahí al instante. Es inútil que te escondas ahí, puedo verte cuando quiera.

Probablemente era la primera vez en veinte años que alguien sonreía en aquel cuarto trastero.

Al poco, las irritadas reiteraciones del nombre de Nicholas dejaron paso a un alarido y a una estentórea llamada para que alguien acudiera inmediatamente. Nicholas cerró el libro y sacudió sobre él parte del polvo de una pila de periódicos próxima y lo repuso en su lugar. Luego salió de la habitación, echó la llave a la puerta y volvió a colocarla exactamente donde la había encontrado. La tía estaba aún pronunciando a gritos su nombre cuando el niño apareció displicentemente en el jardín delantero.

—¿Quién llama? —preguntó.

—Yo —le llegó la respuesta desde el otro lado del muro—. ¿No me oías? Estaba buscándote en el huerto de las grosellas y me he caído en el depósito del agua de lluvia. Afortunadamente no tiene agua, pero las paredes están resbaladizas y no puedo salir. Trae la escalera que está debajo del cerezo…

—Me han dicho que no entre en el huerto de las grosellas —replicó Nicholas rápidamente.

—Fui yo quien te dijo que no entraras y ahora te digo que puedes entrar —le llegó la voz desde el depósito de agua de lluvia, un tanto impaciente.

—Tu voz no suena como la de la tía —objetó Nicholas—; tú debes ser el Maligno, tentándome para que sea desobediente. La tía me dice a menudo que el Maligno me tienta y que yo siempre caigo. Esta vez no voy a caer.

—No digas tonterías —respondió la prisionera del depósito—; ve y trae la escalera.

—¿Habrá mermelada de fresas para el té? —preguntó Nicholas inocentemente.

—Por supuesto que la habrá —dijo la tía, decidiendo para sus adentros que Nicholas ni la probaría.

—Ahora sé que eres el Maligno y no mi tía —exclamó Nicholas jubilosamente—. Cuando le pedimos ayer a la tía mermelada de fresas dijo que no había. Yo sé que hay cuatro tarros en la despensa porque los he visto y por supuesto tú sabes que están allí, pero ella no lo sabe, porque dijo que no había ninguno. ¡Ah, Demonio, te has delatado tú solo!

Había una insólita fruición en poder hablar a una tía como si se estuviera hablando con el Maligno pero Nicholas sabía, con su infantil discernimiento, que tales fruiciones no iban a ser perdonadas. Se alejó de allí ruidosamente y fue una doncella que iba en busca de perejil quien, por pura casualidad, rescató a la tía del depósito de agua de lluvia.

Aquel atardecer el té se tomó en medio de un ominoso silencio. Al llegar los niños a la playa de Jagborough la marea había subido a su máximo nivel, de modo que no había habido arena sobre la que jugar, una circunstancia que la tía no había contemplado en su precipitación por organizar la expedición punitiva.

La estrechez de las botas de Bobby había causado sus desastrosos efectos sobre el ánimo del niño durante toda la tarde y en conjunto no podía decirse que los chiquillos hubieran disfrutado gran cosa. La tía observaba el gélido mutismo de quien ha sufrido una indigna e inmerecida detención de treinta y cinco minutos dentro de un depósito de agua de lluvia. En cuanto a Nicholas, también él estaba silencioso, absorto, como quien tiene muchas cosas en qué pensar; era posible, consideraba, que el cazador lograra escapar junto con sus sabuesos mientras los lobos se daban un festín a costa del ciervo abatido.