LA RECETA

Roger Halsted susurró a Geoffrey Avalon:

—Él es mi fontanero.

Avalon lo miró durante unos momentos, más con incredulidad que con desaprobación.

—¿Su fontanero?

—Lo era, más bien. Está retirado y se ha trasladado a los suburbios. Es un buen tipo, y si se le quiere juzgar por los criterios usuales norteamericanos acerca del éxito, siempre ha hecho mucho más dinero que yo.

—No me sorprende en absoluto —respondió Avalon—. Un maestro fontanero…

—Él lo era. Y yo simplemente enseño álgebra en una escuela media. No hay comparación. Pero ya sabe, Jeff, nosotros siempre tenemos a intelectuales como invitados en estos banquetes de los Viudos Negros, y pensé que sería refrescante contar con alguien que trabaje con las manos.

Avalon dijo, con poco convencimiento:

—Está lejos de mí el abandonarme al esnobismo social, Roger; pero puede ser que él pueda encontrarnos incómodos a nosotros.

—Nunca se sabe… Y puede darnos una oportunidad de averiguar cosas acerca de fontanería.

En otra parte de la habitación, Thomas Trumbull daba cuenta de su whisky con soda y añadió:

—Acabo de leer The Third Bullet de John Dickson Carr, Jim.

James Drake miró de soslayo a Trumbull y comentó:

—Esto es una antigualla.

—Tiene medio siglo de antigüedad, según la ficha del copyright. Yo lo leí hace unas décadas; pero no lo recuerdo lo bastante como para no volver a entretenerme. Es una de esas historias de misterio de habitaciones cerradas, ya sabe.

—Lo sé. Era la especialidad de Carr. Nadie lo hizo con tanta coherencia o tan bien como él.

—Sin embargo… —Trumbull meneó la cabeza—. Algo me dejó preocupado.

Emmanuel Rubin había gravitado hacia la pareja al oír la primera mención de misterio y comentó:

—Déjeme adivinar lo que le preocupa, Tom. Carr es magnífico, pero tiene sus defectos. En cierto modo sus escritos tienden a ser demasiado dramáticos, de modo que el lector no deja de percibir, con cierta incomodidad, que está leyendo una obra de ficción. Luego, cuando Carr finalmente llega a la solución, ha inventado una que al menos requiere veinte páginas. Y lo que es más, es tan intrincado que el lector no puede seguirlo sin leerlo varias veces, cosa que nunca hace. Y eso significa que todo resulta poco convincente.

—Ahí está la cuestión —afirmó Trumbull—. En ese último detalle. No es convincente. Un relato de misterio de habitaciones cerradas normalmente está tan torturado en su construcción y en su solución que uno no puede aceptarlo. Quiero decir, ¿ha habido alguna vez una historia de misterio de habitaciones cerradas en la vida real? Lo dudo.

Drake sugirió:

—Tendríamos que preguntar a alguien que sea un conocedor de los misterios de la vida real. ¿Manny?

—No me miren a mí. Yo me limito a la ficción. Nunca he intentado escribir un relato de misterio de puertas cerradas porque, francamente, creo que Carr acabó con el mercado. No puedo decidirme a inventar una nueva variación.

Mario Gonzalo se unió al grupo en ese momento y afirmó:

—Esto me recuerda un juego que ustedes pueden probar de cuando en cuando. Se llama: «Cuál es el… más grande que no sea el de…»

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Rubin con suspicacia—. Suponiendo que usted lo sepa.

—Es fácil. Se trata de hacer una pregunta como, ¿cuál es la tragedia más grande de la época isabelina que no sea de Shakespeare?

—La respuesta normal a eso —respondió Rubin—, es La duquesa de Malfi, de Webster, aunque a mí nunca me ha gustado.

—Muy bien. ¿Cuál es el mejor vals que no sea de Johann Strauss?

—El vals de La Viuda Alegre de Franz Lehár, diría yo —afirmó Rubin.

—¿Y qué pasa con el vals de Los patinadores? —inquirió Gonzalo.

—Es cuestión de gusto —opinó Rubin.

—¿Cuál es la ópera cómica más grande que no haya sido escrita por Gilbert y Sullivan?

—¿Y que les parece El Murciélago de Strauss? —preguntó Rubin.

—¿O cualquier cosa de Offenbach? —sugirió Drake.

—Y ahora —concluyó Gonzalo—, ¿cuál es la historia de misterio de habitaciones cerradas más importante que no esté escrita por John Dickson Carr?

Hubo un tremendo silencio, seguido por el comienzo de charla de tres personas a la vez y otras que se juntaban al grupo. En medio de la cháchara creciente, Henry, el imperturbable camarero, anunció que la cena estaba servida.

El invitado de Halsted, el fontanero, era Myron Dynast. Su proceso de envejecimiento no había sido muy benévolo. La mayor parte de su cabello había desaparecido, tenía bolsas bajo los ojos, un cuello arrugado y una barriga pronunciada. Sus ojos, sin embargo, eran vivos; su voz no era áspera y su vocabulario era razonablemente bueno. Avalon, en consecuencia, comentó por lo bajo a Halsted:

—No parece un fontanero.

Halsted contestó:

—Lo que usted quiere decir, Jeff, es que él no se parece al estereotipo mental de fontanero que tiene usted.

Avalon se irguió totalmente y bajó sus cejas formidables, para dirigir a Halsted una mirada ofendida. Pero luego, se lo pensó mejor y dijo con suavidad:

—Quizá tenga razón, Roger.

Dynast, sin embargo, no habló mucho. Ya fuera porque se sintiese confundido al encontrarse en compañía de intelectuales, o porque sólo estaba interesado en los temas de conversación que animaban la comida, permaneció callado durante casi todo el tiempo, con sus ojos rápidos echando flechas de un orador a otro.

Finalmente, a la hora del brandy, Halsted golpeó su vaso de agua con la cuchara y dijo:

—Jeff, ¿nos hará los honores respecto a su invitado?

—Tendré mucho gusto —contestó Avalon.

Con una cortesía algo exagerada, se volvió a Dynast y le explicó:

—Es costumbre, en estos banquetes nuestros, comenzar por solicitar a nuestro invitado que explique a qué se dedica. Mr. Dynast, ¿a qué se dedica usted? Con otras palabras…

—No necesito otras palabras, Mr. Avalon —respondió Dynast—. Ser un buen fontanero es toda la dedicación que necesito. ¿Ha habido alguien que se haya levantado a media noche y se haya dado cuenta de que, de repente, necesitaba un físico nuclear revolucionario? Piense en todas las emergencias en las cuales uno se sentiría mucho más feliz si tuviera en la puerta de al lado a un fontanero como yo, en vez de un profesor como…, como…

—Como cualquiera de nosotros —concluyó Avalon, y se aclaró la garganta—. Usted tiene razón, Mr. Dynast. Acepto su respuesta. Dígame, ¿durante cuánto tiempo ha sido usted fontanero?

Dynast de repente pareció lleno de ansiedad.

—¿Va a consistir en esto? ¿Van ustedes a hacerme preguntas sobre toda la fontanería?

—Es posible que lo hagamos, Mr. Dynast.

Halsted interrumpió con su voz suave:

—Ya le he explicado, Mike, que las condiciones del banquete son que usted debe contestar a todas las preguntas que se le dirijan.

—Lo haré, Rog; pero tengo algo más interesante que contar…, si me dejan.

Avalon hizo una pausa, se quedó pensativo durante un momento y luego continuó:

—No tenemos ninguna intención de estorbarle demasiado, Mr. Dynast. Usted puede decirnos qué es lo que desea explicar; pero si volvemos al tema de la fontanería, usted debe aceptarlo. Esto es…

—Sé lo que quiere decir, Mr. Avalon, y me parece muy bien —respondió—. Lo que yo quiero decir es que antes del banquete he oído que hablaban de relatos de misterio de habitaciones cerradas. Decían que no sabían si una historia de misterio de habitaciones cerradas podía suceder en la vida real. La cosa es que yo tengo una.

Esto llevó a la mesa a un momento glacial de inmovilidad. Incluso Henry, que estaba callado y recogiendo, eficiente, los últimos restos del banquete, levantó la vista con sorpresa pensativa.

Finalmente Trumbull preguntó con un tono que era casi susurrante:

—¿Quiere decir que ha oído hablar de alguna, o que usted ha tenido alguna experiencia en ese sentido? ¿Se ha visto usted metido en una historia de ésas?

—Yo no. Mi esposa. Ella lo estuvo.

Mario Gonzalo, al otro extremo de la mesa, se estaba inclinando hacia delante en su silla, con expresión de morboso regocijo.

—Espere un poco, Mr. Dynast. ¿Va usted a decirnos que había una habitación cerrada y que alguien apareció muerto dentro, que no fue un suicidio, que no había ningún asesino dentro y que su esposa estuvo allí y lo conoce todo acerca del asunto?

Dynast pareció horrorizado al oír esto.

—¿Asesinato? No estoy hablando de asesinato. Dios mío, no hubo ningún asesinato. Nada de eso.

Gonzalo se desinfló visiblemente.

—¿Entonces, de qué está hablando?

Dynast explicó:

—Había una habitación que estaba cerrada. Y sucedió algo que no podía suceder, eso es todo. Y eso implicó a mi esposa. No tiene que ser un asesinato para tratarse de un misterio en una habitación cerrada, ¿no?

Avalon levantó la mano y expresó con su más profunda voz de barítono:

—Estoy llevando a cabo el interrogatorio, caballeros, así que tengamos orden. Esto puede ser interesante y puede que sustituya a nuestro análisis de la profesión de fontanero, al menos de momento; pero procedamos con método.

Con el ceño fruncido, esperó a que se hiciera silencio y luego dijo:

—Mr. Dynast, ¿qué sucedió en la habitación cerrada, que no podía haber sucedido?

—Fue robada una cosa.

—¿Algo de valor?

—Para mi esposa tenía mucho valor. ¿Puedo explicarlo? Realmente no puedo hablar acerca de ello sin dar un poco de explicación.

Avalon miró a los que rodeaban la mesa.

—¿Hay alguna objeción a que escuchemos a Mr. Dynast?

Gonzalo manifestó:

—Yo tengo objeciones a no escucharle.

—Sí, Mario, debería suponer que usted las tiene. Muy bien, Mr. Dynast. Pero usted debe entender que interrumpiremos con preguntas cuando las tengamos que hacer.

—Sin duda. Adelante. —Se volvió a Henry, que había ocupado su lugar acostumbrado junto al parador—. Camarero, ¿podría traerme un poco más de café?

Henry le sirvió y Dynast comenzó su relato.

—Mi esposa, caballeros, nació en una ciudad pequeña. Se casó conmigo cuando tenía treinta y tres años y ocurrió que no tuvimos hijos. Pasamos unos veinte años en la ciudad, pero ella nunca superó el hecho de ser una muchacha provinciana. Anticuada, también. Creo que saben lo que quiero decir.

—No estoy seguro de que lo entendamos —contestó Avalon—. ¿Qué es lo que quiere decir?

—Quiero decir que ella salía para acudir a actos sociales de la iglesia, a excursiones y a toda clase de actividades de vecindario. Realmente, no podía hacer mucho más en la ciudad, ya comprenden. Pero, una vez me retiré y nos trasladamos fuera de la ciudad y compramos una bonita casa con algo de terreno, ella volvió con todo su empuje a la natación. Era como si intentara ser otra vez una muchacha. Sin niños y sin problemas de dinero, ella podía consumir todo el tiempo con esa afición. Y yo estoy dispuesto a ello…, siempre que no me arrastre a hacer lo mismo.

—Supongo, pues, que usted no es un muchacho provinciano —dijo Rubin.

—Rotundamente no. Soy un tío del asfalto de Nueva York.

—¿Y no le aburre entonces vivir en las afueras?

—Oh, sin duda. Pero, en primer lugar, no estoy tan lejos de la ciudad que no pueda venir, alguna vez que otra, para llenar mis pulmones de aire sucio. A Ginny, mi esposa, no le importa. Y además, no estoy retirado del todo. Realizo trabajos de fontanería cuando alguien lo necesita, y eso llena una parte de mi tiempo. Ya saben, cada trabajo de fontanería es distinto, cada uno es un reto, especialmente si uno quiere hacerlo bien. Y la fontanería en las afueras es lo suficientemente distinta de la de la ciudad para ser interesante. Además…

Hizo una pausa y se sonrojó un poco.

—Además —continuó—, Ginny ha sido una buena esposa. Ella aguantó en la ciudad cuando las cosas, a veces, no eran tan favorables y no se quejó más de lo que tenía que quejarse. Ahora le ha llegado su turno y ella es feliz, o era feliz, y yo no iba a estropeárselo. Ginny se mantiene ocupada. Al no tener hijos, lo sustituye en cierto modo al estar siempre dispuesta a cuidar niños. La mitad del tiempo tenemos en casa chicos que corren y hacen ruido. A ella le encanta.

—¿Ya usted le encanta? —preguntó Trumbull mirando ceñudo.

—No, a mí no; pero es cosa suya. Ella no me pide que le ayude. No entiendo nada de niños.

—¿Y entiende su esposa? Si no tiene ninguno propio… —comentó Avalon.

—¡Oh, Dios mío! Ella no ha parido ninguno… Pero era la mayor de seis hermanos. Pasó prácticamente toda la vida hasta que se casó conmigo siendo una especie de auxiliar de su madre. Yo tenía un solo hermano mayor y así nos quedamos. Los niños son un libro cerrado para mí, pero no los echo de menos. Una vez hablamos de adopción; pero yo estaba medio en contra y ella no me forzó.

Gonzalo preguntó con un toque de impaciencia:

—¿Vamos a hablar de la habitación cerrada?

—Existe otro punto que tengo que exponer. Lo que hace popular a mi esposa en estos actos sociales de la iglesia es que es una gran cocinera. Yo no puedo explicarlo por mí mismo. Soy solamente un buen comedor y no sé lo que hace especial a la comida; pero la de ella es especial, y he pasado toda mi vida intentando no engordar a causa de ello.

Bajó la vista hacia su abdomen con algo de pena mientras lo decía.

—Escuchen —prosiguió—, si ella fuera una mala esposa, la toleraría por su arte de cocinar… Pero ella es una buena esposa. Yo no digo que su cocina sea fantasiosa. A ella no le sale la clase de comida que a uno le dan en los restaurantes elegantes. Lo de ella es un producto sencillo, pero se derrite en la boca. Sólo para que ustedes lo sepan: la especialidad de ella son los bollos de arándanos. Eso no parece gran cosa porque uno puede conseguirlos en todas partes, pero una vez se han probado los que hace Ginny, nunca se volverán a comprar. Comparados con los suyos, todo lo demás es basura.

»Ella tiene docenas de pequeñas cosas que hace mejor que nadie. No sé cómo. Quizá son las especias o la manera en que las mezcla o el tiempo que pasa en cocinarlas o quién sabe qué… Es un genio en eso, igual que yo soy bastante bueno en fontanería. Cuando lleva sus creaciones a uno de esos actos sociales o excursiones campestres a que va, todo el mundo se queda a su alrededor haciéndoseles la boca agua. Y a ella le gusta. Es su pasaporte a la fama y al éxito. Pero la cosa de la que está más orgullosa, lo que está más cerca de su corazón, son esos bollos de arándanos.

»Nadie puede sacarle recetas. Sólo las lleva en su cabeza, y ahí es donde las guarda. ¡En secreto! Son sus joyas de la corona. Nunca deja a nadie entrar en la cocina cuando está cocinando, excepto a mí, porque sabe que no soy capaz de enterarme de lo que está pasando.

Drake intervino:

—Recuerdo que mi madre acostumbraba a ser un poco así. Cuando la cocina es la especialidad propia, uno no quiere que nadie le haga la competencia haciendo uso de sus descubrimientos.

—Es cierto —corroboró Dynast—. Pero la gente insistía en que escribiera las recetas e hiciera un libro con ellas. Una de las damas trajo un amigo que trabajaba en una editorial; ella habló con Ginny y le dijo que los libros de cocina daban dinero y que un buen libro de cocina de comida sencilla podía ser una mina de oro. También dijo que algún día Ginny se moriría y que no estaría bien que sus secretos culinarios murieran con ella. La aduló una barbaridad y yo pude ver que Ginny estaba empezando a pensar que la cosa tenía interés.

»Para decirles la verdad, yo también estaba un poco a favor de esto. Me habría gustado que ella fuera conocida ampliamente por su cocina. Yo me sentiría orgulloso. Así que la animé y ella comenzó a pensar en eso cada vez más.

»No es que fuera fácil, ya saben. Ella hablaba acerca del tema y decía cosas como: “Sólo cocino. Hago cosas sin ni siquiera pensar en ello. Añado y mezclo y todo está en la punta de mis dedos, no en mi cerebro. Si me pongo a escribir una receta, tendría que inventármela toda…” Entonces yo le dije: “Hazlo, de todos modos. Aunque sea difícil, lo haces. Escribir cualquier clase de libro es difícil. ¿Por qué no tendría que ser también difícil un libro de cocina?”

»Así que comenzó a trabajar a ratos en ello. Iba guardando todas las recetas que elaboraba en una cajita a prueba de fuego, que cerraba con una llave y me dijo: “No puedo incluir la receta de los bollos de arándanos. Es mi secreto.” Yo dije: “Vamos, Ginny, déjate de secretos.” Pero yo sabía lo que ella pensaba.

»Aquellos bollos de arándanos eran la única cosa que creaba sentimientos duros contra Ginny. Eran tan buenos y a todos los maridos les gustaban tanto, que todas las esposas tenían envidia. Las otras cosas las podían hacer muchas de ellas iguales de bien; pero los bollos de Ginny estaban fuera de su alcance. Existía el gran convencimiento de que ella estaba obligada a poner la receta en el tablón de anuncios de la iglesia, y que representaba una falta de caridad cristiana ser tan avara respecto del tema. Pero a Ginny no la conmoverían.

»En todo caso, ahora tienen ustedes la explicación. Un día iban a celebrar alguna reunión en la iglesia y, cosa rara, Ginny no creyó que tuviera que asistir. Explicó que quería permanecer en casa y trabajar con las recetas y que, además, se encargaría de algunos de los niños más pequeños de aquellos que asistían a la reunión para compensar el no acudir a ella. Acabó teniendo cinco chicos en casa durante unas tres horas. Durante aquellas tres horas la casa estuvo cerrada, incluso las ventanas, porque teníamos aire acondicionado. No había nadie en la casa, excepto Ginny y cinco chiquillos. Así fue.

—¿Dónde estaba usted, Mr. Dynast? —preguntó Avalon.

—En la ciudad. Para ser sincero, diré que siempre intento estar en cualquier otro lugar cuando hay demasiados niños. A Ginny no le importa. Supongo que está contenta de no tenerme por allí.

Gonzalo pregunto:

—¿Es ésa la habitación cerrada de la que usted está hablando, Mr. Dynast? ¿Su casa estaba cerrada sólo con su esposa y los cinco niños?

—Eso es.

—Supongo —dijo Avalon— que Mrs. Dynast haría muy poco trabajo con cinco niños alrededor.

—No fue de las veces peores —informó Dynast—. Cuatro de los niños eran veteranos, por decirlo de alguna manera, habían estado en casa muchas veces. Conocían a Ginny y ella los conocía también. Todos tenían entre tres y cuatro años y les había dado dulces y leche, muñecos y otros juguetes. Uno de los chavalines era nuevo; pero era el mejor de todos. Era hijo de una prima de una de las madres que venía regularmente. La prima y su marido iban a ir a la reunión con la madre, y Ginny se alegró de hacerse cargo del nuevo niño. Se llamaba Harold. Tendría cerca de cinco años; se comportaba muy bien y era de buen carácter, según Ginny. Hasta ayudó a entretener a los otros niños. Era muy hábil con ellos.

»Así que Ginny siguió trabajando con sus recetas y, por primera vez, anotó la de los bollos de arándanos. No le gustaba hacerlo; no le gustaba en absoluto, según dijo. Por eso la escribió a lápiz, ligeramente, como si aquello equivaliera a escribirlo a medias. Incluso así, ella se desanimó, porque, justo antes de que todo hubiera terminado y se llevaran a los niños, rompió la ficha hasta dejarla reducida a confetti.

»Así sucedió lo que luego fue tan imposible de explicar. Ella había anotado la receta casi al principio de su tarea de cuidar niños; la había roto cerca del final. La receta había existido, quizá durante unas dos horas y media en aquella casa cerrada, sin nadie dentro, excepto ella y los cinco niños y, durante aquellas dos horas y media el texto fue robado. ¿Llamarían ustedes a eso una historia de misterio de habitación cerrada?

Trumbull preguntó:

—¿Fue robada la receta? Entendí que usted había dicho que ella la rompió.

—No dije que el trozo de papel fuera robado. La receta que estaba en él fue robada. Al día siguiente, la receta estaba en el tablón de anuncios de la iglesia, palabra por palabra, tal como la había escrito ella. ¡Pobre Ginny! Estaba desolada. Desde entonces, ha sido una mujer distinta. Ya no va a hacer el libro de cocina y no quiere tener nada que ver con la iglesia.

—¿Está disgustada con toda la iglesia? —preguntó Gonzalo—. ¿Quién la robó?

—No lo sabe y yo tampoco lo sé. No sabemos quién la robó y no sabemos cómo fue robada. Si lo supiéramos, ella podría superarlo. Podría tener a alguna persona concreta con la que enfurecerse. Podría ver que se debía a su propia falta de cuidado. Tal como ha ido la cosa… —Meneó la cabeza—. Ésa es la razón por la que yo me sentí tan interesado cuando alguien dijo que, en la vida real, no había historia de misterio de habitaciones cerradas. ¿Cómo le llaman ustedes a eso?

Se hizo un silencio y luego Rubin preguntó:

—¿Usted estuvo fuera todo el tiempo? ¿No vio nada de eso?

—Casi todo el tiempo, Mr. Rubin. Yo llegué a casa justo cuando la reunión se estaba acabando. Los demás estaban alborotados llevándose a sus niños, y dándoles las gracias a Ginny. Se hallaban la prima y su marido, padres del pequeño Harold. Los dos eran muy bajos de estatura, poco más de metro y medio, pero simpáticos y amables. Vi a su chico durante un momento. Me lo presentaron y él me dio la mano como un hombrecito. Todo era contento en su más alto grado. Para entonces, Ginny ya había roto la receta y ésta había sido robada de alguna manera.

Halsted se arrellanó en su silla, con las manos cruzadas sobre su abdomen.

—¿Qué certeza puede tener usted, Mike, de que la casa era el equivalente de una habitación cerrada, de que no había ninguna ventana abierta y no existía modo de entrar?

Dynast meneó la cabeza.

—Eso, en realidad, no importa, ¿verdad? Todas las puertas y ventanas estaban cerradas, porque Ginny es muy cuidadosa y, mientras los niños estén bajo su custodia, no quiere que ninguno de ellos pueda caerse por una ventana o salir de la casa. Pero esto no interesa. El hecho es que ella y la receta estaban en esta habitación especial y que nadie entró en esa habitación durante todo el tiempo que existió la receta. No es posible que alguien pudiera haber entrado sin que ella lo notara.

—¿Ni aunque ella estuviera absorta en sus tareas? —preguntó Rubin.

—No podía estar absorta hasta ese punto. Los niños eran primero. Estaría atenta en todo momento.

Gonzalo intervino:

—¿Y no dejó la habitación en ningún instante? ¿No fue al cuarto de baño?

—Oigan —contestó Dynast—. Nosotros hemos hablado de esto y yo le pregunté esa cuestión en particular. No, ella no tuvo que ir al cuarto de baño, pero sí salió de la habitación. Salió de la casa, incluso.

—¡Ah! —exclamó Gonzalo—. ¿Por qué?

—Recordó que había prometido entregar alguna cosa a los vecinos que vivían al otro lado del camino y temió que seguiría olvidándolo si no lo llevaba entonces. Fue sólo cuestión de quince metros, y no tardó más que un minuto. Así que corrió, tocó el timbre, salió el marido, pues su esposa estaba en la reunión, se lo puso en las manos con una rapidísima explicación, intercambiaron dos frases y desapareció. Todo el tema se desarrolló en dos minutos como máximo.

Gonzalo señaló:

—Usted no estaba allí, Mr. Dynast. Una mujer puede creer que tardó solamente dos minutos cuando en realidad tardó veinte.

—Eso nunca —dijo Dynast con indignación—. Tenía la casa llena de niños que atender. No tardó más de dos minutos. No tenía motivo para entretenerse más de dos minutos.

—¿Cerró la puerta cuando se marchó? —preguntó Gonzalo.

—No, no le gustaba hacerlo. Al no estar allí, tenía miedo de que, si le sucedía algo a ella y luego le sucedía algo a los niños, hubiera una puerta cerrada que pudiera retrasar que la gente entrara. Bien… Eso no importa. Tenía la puerta principal bajo observación en todo momento. Nadie se acercó. Nadie fue a ningún sitio que estuviera cerca de ella. Cuando volvió, cerró la puerta de nuevo, preguntó al pequeño Harold si había sucedido algo mientras estaba fuera y él dijo que no. Ciertamente no había habido ninguna perturbación y los niños seguían tan contentos.

Gonzalo objetó:

—En realidad, no se trata de una habitación cerrada si se abrió en cierto momento.

—No sea tan estricto, Mario —protestó Avalon—. Si la narración es exacta, la casa sigue siendo el equivalente de una habitación cerrada. Debo admitir, sin embargo, que el relato es de segunda mano. Ojalá pudiéramos interrogar a Mrs. Dynast.

—Bien, no podemos —dijo Rubin.

Trumbull añadió:

—Esperemos un poco. Si estábamos hablando de algo material que fue robado, entonces la casa podía ser considerada como una habitación cerrada. Sin embargo, no fue robado nada material. La tarjeta en la cual fue escrita la receta fue destruida por la propia Mrs. Dynast. Lo que robaron fue la información que había en la ficha, y eso hace que cambie la situación… Mr. Dynast, creo que usted dio a entender que los amigos de Mrs. Dynast, sus compañeras de la comunidad de la iglesia, sabían que estaba preparando recetas.

—Oh, sí. Era la gran noticia.

—¿Y no sabrían que ella estaba trabajando en aquellas recetas en aquel momento especial cuando el resto asistía a la reunión de la parroquia?

—Sí, creo que mencioné que ella se lo había dicho, como excusa para no ir.

—Y, al preparar las recetas, ella les pondría una etiqueta y las identificaría, ¿no?

—Ciertamente. La receta de los bollos de arándanos se llamaría «Bollos de arándanos de la abuelita», porque ésa era la manera en la cual siempre se refería a ellos cuando hablaba conmigo o con cualquier otra persona. Su abuela, al parecer, le había dado la receta; y ella, luego, la había mejorado.

—Y supongo que la habitación en la cual trabajaba tenía ventana.

—Sí, naturalmente.

—En ese caso —objetó Trumbull—, usted no contaba con una habitación cerrada. Puede ser que la gente no hubiera podido entrar físicamente para robar una ficha de receta; pero seguramente podían mirar por una ventana y leer lo que estaba escrito en la tarjetita, ¿no?

—No, no lo creo, Mr. Trumbull —contestó Dynast—. La parte delantera de nuestra casa estaba a nivel de la calle; pero el suelo se inclinaba hacia abajo cuando uno se alejaba de la calle. Eso dejaba espacio para un sótano y un garaje con huecos a nivel del suelo en el patio trasero y con una salida de coches que volvía allí. Pero las habitaciones traseras, en las cuales estaba trabajando Ginny y tenía a los niños, estaban a la altura de un piso. Uno no podría mirar fácilmente a través de las ventanas a menos que tuviera una estatura de unos cuantos metros o que utilizase una escalera. Y creo que Ginny lo habría notado en cualquiera de los dos casos.

Trumbull no dejó el tema.

—Podía ser que esa persona hubiera estado en un árbol si la habitación daba a un patio trasero.

—Cabe que él, o ella, hubieran estado allí pero no había ningún árbol a una distancia de seis metros de aquellas ventanas. Además, como he dicho, Ginny no estaba muy decidida y había escrito la receta muy ligeramente, a lápiz. No creo que nadie pudiera haberla leído aunque hubiera presionado la nariz contra el cristal de la ventana. Y luego, para complicar más las cosas, Ginny después de escribir la receta, la puso debajo de un libro con objeto de que estuviera más segura. Estaba bajo el libro cuando ella se desanimó y la sacó para romperla.

Drake preguntó:

—¿Fue ésa la única vez que fue anotada la receta?

—La única vez.

—¿Y la reprodujeron palabra por palabra? ¿No podía haber sido solamente una receta similar que alguna otra persona hubiera inventado de forma independiente? Después de todo, debo decirle que incluso los mayores descubrimientos científicos a veces son ideados por separado por dos investigadores, y más o menos en el mismo momento. Estas cosas suceden.

—Eran las mismas palabras —insistió Dynast con firmeza—. Ginny lo jura y yo la creo. En cierto momento, ella escribió: «Batir furiosamente hasta que vuestra mano esté en peligro de desprenderse. Luego, contar diez respiraciones rápidas y…» Todo eso estaba precisamente allí. Ésa es la manera que tiene de hablar de cocina cuando habla conmigo. No es probable que nadie más se exprese de esa manera, y con tanta exactitud.

Hubo un silencio alrededor de la mesa, y Avalon continuó:

—Me temo, Mr. Dynast, que no comprendo cómo pudo hacerse esto. Usted no estará bromeando con nosotros, supongo.

Dynast meneó la cabeza.

—Ojalá estuviera haciéndolo, Mr. Avalon; pero no es ninguna broma para Ginny, y si no averiguamos cómo se hizo, no me sorprendería que al final, tuviéramos que vender nuestra casa y marcharnos a otro lugar. Ginny no puede soportar la idea de vivir cerca de la gente que le hizo esto.

Drake preguntó:

—¿Usted afirmaría que su esposa ha dicho realmente toda la verdad?

—Apostaría mi vida por ello —contestó Dynast.

—Entonces, con una habitación en la que había una mujer y cinco niños pequeños, tiene usted que llegar a la conclusión de que la mujer misma robó su propia receta. ¿Usted supone que es posible que Mrs. Dynast organizara el asunto ella misma como una excusa para poder trasladarse a otro lado?

Dynast respondió:

—Si ella quería trasladarse, simplemente podía decirlo. No tenía que organizar un truco grande y fantasioso. Y si ustedes conocieran a Ginny, sabrían le habría sido imposible hacer trucos con sus bollos de arándanos. No pueden imaginarse lo que éstos significan para ella.

Rubin comentó:

—Bien, es la historia de misterio de habitación cerrada más endiablada que he oído nunca. No existe ninguna solución.

En este momento, Henry dijo medio excusándose:

—¿Caballeros?

Rubin levantó la vista.

—Vamos, Henry. ¿Está usted intentando decirnos que existe una solución?

—No puedo asegurarlo; pero me encantaría hacerle a Mr. Dynast una pregunta.

Avalon inquinó:

—¿Le parece bien, Mr. Dynast? Henry es un miembro valioso de nuestra organización.

—Lo supongo —dijo Dynast—. Sin duda.

—En ese caso, el chico mayor… Harold.

—¿Sí?

—¿Qué edad dijo usted que tenía Harold?

—Cinco años a lo sumo.

—¿Cómo lo sabe, Mr. Dynast?

—Ginny lo dijo.

—¿Cómo lo sabía ella, Mr. Dynast?

—Supongo que ella se lo preguntó.

—¿Le dijo ella que se lo había preguntado?

—No… Pero yo mismo lo vi cuando llegué a casa. Ya se lo he dicho. Era un muchachito pequeño. Parecía tener unos cinco años.

—Pero, Mr. Dynast, usted también dijo que vio a los padres de Harold y que los dos medían algo más de metro y medio. Usted no iría a decir que, porque midieran metro y medio, eran unos quinceañeros.

—No. Eran simplemente bajitos.

—Exacto. Y los padres bajitos pueden muy bien tener hijos bajitos. Es posible que pudiera parecer que Harold tenía cinco años si se juzgaba su estatura y tamaño, y sin embargo tener ocho años. Y, por lo que sabemos, él es extraordinariamente brillante para su edad.

—¡Dios mío! —exclamó Avalon—. ¿Usted cree realmente que eso pudo ser así, Henry?

—Considere usted los hechos, Mr. Avalon. Una de las mujeres del vecindario quiere desesperadamente la receta. Ella tiene una hermana de baja estatura, la cual se ha casado con un hombre igual de pequeño y los dos tienen un hijo de talla singularmente reducida, el cual resulta ser un niño prodigio. Es un chico inteligente, de ocho años, que puede pasar con facilidad por un nene de cinco. Ese muchacho listo es introducido en casa de ustedes, Mr. Dynast, y aleccionado acerca de lo que debe hacer.

»Mrs. Dynast no sentiría preocupación alguna por el hecho de que aquel muchachito la estuviera observando, o mirara con curiosidad lo que ella estaba escribiendo. Al fin y al cabo, según las apariencias, se trata de un niño de edad parvularia, que no sabe leer. El niño la vería escribir una receta de «Bollos de arándanos de la abuelita» y cómo la ponía debajo de un libro. Luego, cuando ella se marcha a su recado, aunque sólo sea por dos minutos, el muchacho saca la receta de debajo del libro, la lee, se la aprende de memoria y la vuelve a poner en el mismo sitio. No debía de ser una cosa tan larga como para no retenerla en la memoria, y los chicos que son listos de modo especial pueden captar semejantes cosas como si su mente fuera papel secante.

»Lo recuerdo muy bien de mi propia infancia.

Gonzalo dijo triunfal:

—Sin duda. Esto lo aclara todo, y no hay otra explicación posible.

Henry intervino:

—Es sólo una posibilidad. Sin embargo, si ustedes pueden descubrir el nombre de su prima y de su marido, sería fácil averiguar qué edad tiene el chico, a qué escuela asiste, en qué grado cursa y cómo se porta. Si aquella mujer rehúsa darles información alguna sobre su prima y su sobrino, esto mismo entrañará que nuestra versión es la correcta.

—¿Quién lo había de pensar? —dijo Dynast con abatimiento.

—Todo debe tener una explicación racional, señor —murmuró Henry—, y, como de costumbre, los Viudos Negros han eliminado con cuidado todas las explicaciones posibles y me han dejado a mí el trabajo de indicar lo que quedaba.

Post Scriptum

Yo estaba leyendo The third bullet, de John Dickson Carr, tal como lo hace Trumbull en el relato, y se me ocurrió que yo no había escrito nunca una narración de Viudos Negros en la que se implicase un misterio del estilo de los de habitación cerrada.

Naturalmente, me sentí en seguida acuciado por el deseo de hacerlo; pero no me pareció posible elaborar un nuevo mecanismo en que se implicaba una habitación cerrada. John Dickson Carr los había agotado todos, y otros escritores habían rellenado los pequeños huecos que pudieran quedar.

De todos modos, me molestaba rendirme. ¿Podría pensar yo en alguna nueva modalidad de historia de misterio de habitación cerrada? Y, para asombro mío, encontré que sí que podía.

Con gran entusiasmo me senté y escribí La receta. En una sesión…, toda la historia. Creo que nunca he disfrutado más escribiendo un relato.

Y ahora que está hecha esta colección, puedo decirles, una vez más, que me encuentro todavía con una salud razonablemente buena y que no tengo intención de parar. Los Viudos Negros, se lo garantizo, durarán tanto como yo.