Durante la hora del aperitivo que precedía al banquete de los Viudos Negros, Emmanuel Rubin estaba de un humor suave, cosa desacostumbrada en él. Y también era desacostumbrada su actitud pensativa… Pero se mostraba didáctico de modo tópico.
Estaba explicando a Geoffrey Avalon, aunque su voz era lo bastante fuerte como para llegar a todos los rincones de la habitación:
—No sé cuántas narraciones de misterio, o historias de suspense, como se tiende a llamarles ahora, se han escrito; pero el número se acerca a lo astronómico. Por supuesto, no las he leído todas. Naturalmente, el anticuado relato de enigmas está pasado, aunque me gusta escribir alguno de cuando en cuando; pero incluso el relato psicológico moderno en el cual el crimen se menciona sólo de pasada, y en cambio los mecanismos internos del alma torturada del criminal ocupan miles de palabras torturadas, puede tener sus aspectos enigmáticos. A lo que me refiero, es a que estoy intentando imaginar una nueva clase de coartada que se destruya de una forma nueva y me pregunto qué probabilidades tengo de inventar alguna que no haya sido utilizada nunca. Por ingenioso que sea, ¿cómo puedo saber que alguien, hace mucho tiempo, en algún volumen oscuro que nunca he leído no utilizó precisamente la misma clase de ingenio? Envidio a los primeros que cultivaron la especialidad. Casi ninguna de las cosas que inventaron había sido utilizada antes.
Avalon inquirió:
—¿Cuáles son las probabilidades, Manny? Si usted no ha leído todos los relatos de suspense que se han escrito, tampoco lo ha hecho ningún otro lector. Simplemente invente algo. Si es una repetición de algún artilugio oscuro que apareció en una novela publicada hace cincuenta y dos años, ¿quién lo sabrá?
Rubin contestó en tono áspero:
—Alguien, en algún lugar, habrá leído aquella novela temprana y me escribirá para comunicármelo. Y lo más probable es que lo haga de un modo sarcástico.
Mario Gonzalo, desde el otro extremo de la habitación, gritó:
—En su caso, no tendrá importancia, Manny. Existen tantas otras cosas para criticar en sus relatos, que probablemente nadie se preocupará de señalar que sus trucos son viejos.
—Habla una persona —comentó Rubin— que en toda una vida de dedicarse al retrato, solamente ha producido caricaturas.
—La caricatura es un arte difícil —contestó Gonzalo—, como debería usted saber, si supiera algo de arte.
Gonzalo estaba bosquejando al invitado de la noche con objeto de que el dibujo pudiera añadirse a los que estaban colocados en la pared de la habitación del restaurante «Milano», donde tenían lugar los banquetes.
Esta vez tenía lo que parecía una tarea fácil, porque el invitado traído por Avalon, que era el anfitrión de la noche, lucía una magnífica mata de pelo blanco, espeso y algo ondulado que brillaba como la plata a la luz de la lámpara. Sus facciones regulares y su espontánea sonrisa, que mostraba sus dientes bien alineados, hacía ver claramente que era uno de aquellos hombres que van haciéndose más majestuosos y agraciados con la edad. Se llamaba Leonard Koenig, y Avalon lo había presentado solamente como «mi amigo».
Koenig observó:
—Usted me está haciendo parecer como una estrella de cine superveterana, Mr. Gonzalo.
—No puede engañar al ojo de un artista, Mr. Koenig —repuso Gonzalo—. ¿Lo es usted, por casualidad?
—No —contestó Koenig sin más explicaciones.
Rubin se rió.
—Mario tiene razón, Mr. Koenig —afirmó Rubin—. Usted no puede engañar al ojo de un artista.
Con eso la conversación se hizo más general, interrumpiéndose temporalmente sólo cuando la suave voz de aquel incomparable camarero, Henry, anunció:
—Por favor, tomen asiento, caballeros. La cena se está sirviendo.
Todos se sentaron para tomar su sopa de tortuga, la cual Roger Halsted, como gourmet del club, probó con cuidado antes de darle la bendición de una amplia sonrisa.
A la hora del brandy, Thomas Trumbull, cuyo cabello blanco muy rizado perdía categoría de algún modo, frente al del invitado, más brillante y suave, asumió la tarea del interrogatorio.
—Mr. Koenig, ¿a qué se dedica usted? —preguntó.
Koenig le dirigió una amplia sonrisa y luego dijo:
—A la vista de los problemas de Mr. Rubin con la invención de coartadas, supongo que puedo fácilmente explicar mi ocupación y revelarles que, en mi época, fui un rompedor de coartadas.
—Su profesión no ha sido anunciada por Jeff —observó Trumbull—. ¿Puedo suponer, pues, que pertenece usted a las fuerzas de la Policía?
—No del todo. No estoy en una fuerza ordinaria de Policía. Me encuentro en el contraespionaje; o, para decirlo con más exactitud, me encontraba. Me retiré pronto y me pasé a la abogacía, que es como conocí a Jeff Avalon.
Las cejas de Trumbull se alzaron de modo brusco.
—¿Contraespionaje?
Koenig volvió a sonreír.
—He leído en su mente, Mr. Trumbull. Conozco su situación con el Gobierno y usted se está preguntando por qué no sabe mi nombre. Le aseguro que soy un elemento menor y que, excepto en una ocasión, nunca hice nada notable. Además, como sabe, no entra en la política del departamento hacer públicos los nombres de sus miembros. Realizamos mejor nuestro trabajo en la oscuridad. Y, como he dicho, me retiré pronto. En cualquier caso, he sido olvidado.
Gonzalo preguntó con avidez:
—Esa coartada que rompió usted, ¿cómo lo hizo?
—Es una larga historia —respondió Koenig— y no es ninguna cosa de la que debiera hablar con detalle.
—Puede usted confiar en nosotros —le aseguró Gonzalo—. Nada de lo que se diga en ninguna reunión de los Viudos Negros es mencionado jamás fuera de ella. Eso incluye a nuestro camarero, Henry, que también es miembro del club. Tom, explíqueselo.
—Bien, es verdad —corroboró Trumbull de mala gana—. Todos nosotros somos modelos de discreción. A pesar de ello, no puedo presionarle a usted para que hable de asuntos de los que no debería hablar.
Avalon frunció los labios, pensativo:
—No estoy seguro de que podamos tomar esa actitud, Tom. Las condiciones del banquete son que el invitado debe contestar a todas las preguntas y confiar en nuestra discreción.
Gonzalo intervino:
—Verá, Mr. Koenig, usted puede omitir cualquier cosa que crea que es demasiado delicada para hablar de ella. Describa sólo la coartada y no nos explique cómo la rompió. Nosotros la romperemos por usted.
James Drake se rió.
—No haga promesas precipitadas, Mario.
—Podemos intentarlo —decidió Gonzalo.
Koenig dijo, pensativo:
—¿Quiere decir que desean convertir esto en un juego?
—¿Por qué no, Mr. Koenig? —respondió Gonzalo—. Y Tom Trumbull puede descalificarse a sí mismo si resulta que recuerda el caso.
—Dudo de que sea así. Todo el asunto consistía en «buscar más información» y él no formaba parte de la misma organización que yo. —Koenig hizo una pausa para pensar durante un momento—. Supongo que es posible transformarlo en juego; pero esto sucedió hace casi treinta años. Espero recordar todos los detalles.
Se aclaró la garganta y empezó.
—Es interesante —comentó Koenig— que Mr. Rubin mencionara los relatos que hablan de la psicología del criminal, porque, en mi antiguo trabajo, había muchas cosas que dependían de la psicología del espía. Había gente que traicionaba a su país por dinero, o por rencor, o por apasionamiento sexual. Estas personas son fáciles de manejar porque, en cierto modo, no tienen un fuerte apuntalamiento de convicción y, si se las coge, aflojan con facilidad.
—La codicia es lo que cuenta —señaló Halsted vivamente—, y uno no tiene que ser un espía. El político corrupto, el hombre de negocios que engaña al fisco, el industrial que defrauda a las Fuerzas Armadas con precios exagerados y trabajos de mala calidad, pueden hacer tanto daño al país como un espía.
—Sí —convino Rubin—; pero estos tipos irán pregonando su patriotismo por todo el país. Pueden robar al Gobierno y a la gente; y, mientras cuelguen la bandera en el Memorial Day y denigren a los extranjeros y a cualquiera que esté a la izquierda de Genghis Khan, serán grandes tipos.
—Ésa es la razón —señaló Avalon— por la que Samuel Johnson señaló que el patriotismo era el último refugio del granuja.
—Sin duda —asintió Koenig—. Pero nos estamos desviando del tema. Iba a decir que también existen espías que hacen su trabajo por un sentimiento ideológico fuerte. Pueden hacerlo por admiración hacia los ideales de otra nación, o porque sienten que están sirviendo a la causa de la paz mundial o que, de alguna otra manera, se están comportando con nobleza ante sus propios ojos. No podemos realmente quejarnos de eso, porque hay gente en países extranjeros que trabajan para nosotros por razones idealistas similares. De hecho, tenemos más colaboradores de ésos que nuestros enemigos. En cualquier caso, estos ideólogos son los espías realmente peligrosos, porque hacen planes más cuidadosos, están deseosos de asumir riesgos mayores y son mucho más resueltos cuando los cogen. Un hombre de esa clase era Stephen. Dense cuenta de que estoy utilizando sólo su nombre, y Stephen tampoco es su nombre de verdad.
—Stephen vivía una vida tranquila —dijo Koenig—; no atraía la atención. No cometió el error de intentar cubrir sus verdaderos propósitos mediante una falsa profesión de patriotismo. Lo que ocurría era que, por su trabajo y circunstancia, tenía a su disposición muchos asuntos que no queríamos que el enemigo alcanzara. Sin embargo, hay muchísima gente que conoce cosas que sería mejor que fueran confidenciales, y la gran mayoría son personas dignas de confianza. No existe ninguna razón para suponer que Stephen no era tan de fiar como cualquiera de ellos.
»Sin embargo, había ciertos datos que el enemigo desearía conocer de modo particular, datos a los cuales tenía acceso Stephen. Él podía con facilidad pasárselos al enemigo; pero, si lo hacía, las circunstancias eran tales que, en seguida se convertiría en sospechoso. Pues llevaría a una certeza moral de que él era el culpable. Sin embargo, era tanta la importancia de la información, que él tenía que obtenerla.
»Observen, a propósito, que yo no les cuento nada en absoluto acerca de la naturaleza de los datos en cuestión, acerca del modo en el cual él tenía acceso a ellos, o la manera que tenía de hacer la transferencia. Todo eso carece de importancia para el pequeño juego que estamos haciendo. Ahora déjenme intentar ponerme en el lugar de Stephen…
»Él sabía que tenía que realizar una tarea y que instantáneamente resultaría sospechoso, muy sospechoso. Creyó que debía protegerse a sí mismo de algún modo. No era tanto por temor a la prisión, puesto que podía ser canjeado. Tampoco, me imagino, temía a la muerte, dado que las circunstancias de su vida eran tales que debía saber que vivía con la posibilidad de la muerte, incluso de una muerte desagradable.
»Sin embargo, como patriota, pues supongo que él se consideraba como tal, no quería ser cogido, porque sabía que no podría ser remplazado con facilidad. Además, si podía de alguna manera ser absuelto de sospecha, nuestro departamento tendría que mirar por otro lado. Eso desperdiciaría nuestras energías y colocaría bajo sospecha a muchas personas inocentes, todo lo cual redundaría en desventaja nuestra.
»¿Pero cómo podía evitar ser cogido cuando él era, por necesidad, el evidente culpable? Estaba claro que tendría que estar en dos lugares…, en la ciudad, donde podría continuar su tarea, y al mismo tiempo en un lugar lejano, de modo que pareciera que no podía tener nada que ver con la tarea aquella. La única manera de conseguirlo era que hubiera dos personas.
»Aquí está el modo en que lo arregló, como por fin averiguaremos. El país para el cual trabajaba Stephen proporcionó un sosias a quien podemos llamar Stephen Dos. Imagino que si Stephen y Stephen Dos estuvieran juntos, sería fácil distinguirlos; pero si alguien veía a Stephen Dos y luego, al cabo de unos cuantos días, al mismo Stephen, creería que había visto a la misma persona.
»También sería lógico suponer que la semejanza de Stephen Dos con Stephen fue reforzada. Se le peinaría igual, se le dejaría el mismo bigotito, imitaría la voz de Stephen, según las grabaciones que le proporcionaban, y haría su firma tal como estaba registrada en documentos. Incluso habría aprendido a hacer uso de algunas de las expresiones favoritas de Stephen. Naturalmente, tendría que ser alguien que hablase inglés y entendiera la cultura igual que lo hacía Stephen.
»Todo esto debió requerir tiempo y esfuerzo considerables; pero eso demuestra la importancia de lo que el enemigo pretendía.
»Nosotros acabamos reconstruyendo lo que hizo Stephen y estamos convencidos de que la reconstrucción es, en esencia, correcta. A medida que se acercaba el momento, Stephen hizo que se supiese de un modo casual, como parecía adecuado, que él se iría a las Bermudas para pasar una semana de vacaciones en un crucero. Cuando llegó la hora, se escondió y cambió ligeramente su aspecto, de modo que no fuera reconocido mientras efectuaba el robo y la transmisión de los datos con toda la suavidad y tan a escondidas como le fue posible. Fue Stephen Dos, naturalmente, quien hizo el viaje a las Bermudas.
»Ocurría que el verdadero Stephen nunca había estado en las Bermudas y eso le resultó útil. Haber estado allí sólo una vez justificaría que no conociera todo lo que había que conocer acerca de la isla. Sin embargo, tenía que saber lo que él mismo había hecho en la isla. Con ese propósito, había encargado a Stephen Dos que le enviara, por medio de una simple clave y de una dirección segura de alojamiento, una relación condensada, pero detallada, de lo que hizo y vio allí. En particular, Stephen Dos tenía que hacer muchas cosas sin importancia que él debería explicar con detalle, para que Stephen pudiera utilizarlas como prueba de haber estado en las Bermudas. Una referencia casual a algo sin importancia, podía hacer que pareciera una prueba convincente.
»Estamos completamente seguros de que Stephen ordenó a Stephen Dos que hiciera amistad en el barco con alguna mujer lo bastante atractiva, y estuviera tan amable con ella que, sin duda, le recordara…, aunque no tanto que ella pudiera detectar alguna diferencia entre los dos Stephen.
»No quería de ningún modo que Stephen Dos la tratase más íntimamente y comenzara un romance. Imagino que Stephen no deseaba que le crearan una situación que pudiera hacerle sentirse incómodo; y una mujer que imaginase que habían sido amantes, cuando eso era algo que no podría negar sin incurrir en gran peligro para sí mismo, representaría sin duda una molestia.
»La semana durante la cual Stephen Dos estuvo en las Bermudas debió haber sido un período de gran suspense para Stephen. Llevó a cabo su propia tarea, pero ¿qué pasaría si el barco del crucero embarrancaba o si Stephen Dos caía por la borda o tenía un accidente en las Bermudas y era hospitalizado, lisiado o incluso muerto? O, supongamos, que a Stephen Dos se le tomaran las huellas digitales por alguna razón o se volviera traidor (o hubiera abandonado la causa, desde nuestro punto de vista). Cualquier cosa de este tipo habría destruido la coartada de Stephen y hubiera causado con seguridad su encarcelamiento.
»Naturalmente, no ocurrió nada de eso. Stephen Dos envió sus cartas como era debido, numerando cada una de ellas de modo que Stephen pudiera estar seguro de que ninguna se había perdido. Stephen memorizó, con cuidado todas las cartas lo mejor que pudo.
»Finalmente, Stephen Dos volvió de las Bermudas y, con tranquila habilidad, desapareció y se volvió a su propio país, mientras Stephen reasumía su identidad.
»Dos semanas después del viaje a las Bermudas, nosotros tuvimos motivo para sospechar que los datos que había buscado Stephen habían sido interferidos. Una rápida investigación probó el caso y el dedo de la sospecha señaló con fuerza y sin discusión a Stephen.
»Un grupo de los nuestros cayó sobre él.
»Stephen era digno de admiración a su modo. Su disgusto ante la pérdida de la información parecía totalmente sincero y admitió, afligido, que era el lógico sospechoso, y en verdad el único.
»—Pero —señaló con suave paciencia— yo estaba en el Island Duchess desde el día nueve hasta el dieciséis y estuve en las Bermudas entre el once y el catorce. Si la pérdida tuvo lugar durante ese período, yo, simplemente, no pude haberlo hecho.
»Nos dio muchos detalles y, naturalmente, disponía de amplia documentación en el sentido de que había comprado tickets, embarcado, desembarcado, pagado su cuenta del bar y algunos otros gastos, etc. Todo parecía estar en orden. Ni siquiera resultaba sospechoso que pudiera proporcionar todo esto si se le pedía. Él aclaró: “Voy a desgravar parte de esto como gastos de trabajo y, por tanto, necesitaré documentos para Hacienda.”
»Parecía haber, entre mis compañeros, una tendencia a aceptar esto y preguntarse si podía haber otros sospechosos, después de todo. Me mantuve alejado. Stephen parecía, por alguna razón, demasiado suave conmigo, y yo insistí en continuar preguntándole mientras los demás abordaban otros aspectos del caso. Ése fue mi gran éxito como cazador de espías, naturalmente. Si yo hubiera tenido uno o dos más así, el departamento quizá no hubiera estado tan dispuesto a dejarme marchar cuando pedí el retiro; pero no los tuve. Ése fue mi único triunfo.
»En una segunda entrevista, le dije: “¿Estuvo usted en el barco o en las Bermudas en todo momento desde el embarque hasta el desembarco?” “Sí, naturalmente —respondió—. Yo estaba a merced del barco.” “No del todo, señor”, le dije. Él frunció un poco el ceño, como si intentase penetrar lo que yo quería decir y entonces inquirió: “¿Quiere decir que yo podía haber volado desde el barco hasta aquí y luego otra vez al barco y, de ese modo, haber estado aquí para realizar el trabajo y allí para tener una coartada?” “Algo así”, contesté sombrío. Él, entonces, me dijo: “Yo no podía entrar en un avión sin identificarme.” Y le contesté: “Existen cosas tales como falsas identificaciones deliberadas.” “Lo entiendo —respondió—; pero supongo que uno puede comprobar si un helicóptero ha abandonado el barco en algún momento. Supongo que se puede comprobar cada pasajero de cualquier vuelo entre aquí y las Bermudas durante el tiempo en que yo estuve en la isla y ver si hay algún pasajero sin registrar o si hay algo que no sea una persona real de mis características.”
»No me preocupé en decirle a Stephen que dichas comprobaciones estaban en marcha…, y que, a la postre, no habían descubierto nada.
»Nuestras entrevistas fueron grabadas, naturalmente, con el permiso de Stephen. Le habíamos leído sus derechos; pero él dijo que estaba dispuesto a hablar y no pidió ningún abogado. Era el mismísimo modelo de ciudadano inocente confiado en su inocencia y eso bastó para levantar mis sospechas de algún modo. Él parecía demasiado bueno para ser sincero, y demasiado confiado. Entonces comencé a preguntarme si tendría un hermano gemelo, de modo que pudiera parecer que él estaba en las Bermudas mientras permanecía en casa. Eso se averiguó también, y se estableció que era hijo de un parto único y en realidad hijo único… Pero la idea de un sosias permaneció en mi mente.
»Yo le dije en una entrevista posterior: “¿Permaneció usted en el barco mientras estaba en las Bermudas? ¿O en un hotel?” “En el barco”, me respondió. Y seguí preguntándole: “¿Había estado usted alguna vez antes en las Bermudas? ¿Es usted un personaje conocido allí de algún modo?” “Era mi primer viaje a las Bermudas”, me dijo. “¿Hay alguien que pueda testificar su presencia en el barco cada día? ¿Hay alguien que pueda atestiguar que usted estaba en las Bermudas cuando se hallaba fuera del barco?” Él dudó. “Yo estaba solo en el crucero —explicó—. No fui con amigos. Después de todo, no tenía idea, no tenía ni la más mínima noción…, ¿cómo podía tenerla…?, de que tendría que probar que estaba en el barco.” Yo me sonreí. Eso parecía demasiado ingenioso.
»“No me irá usted a decir —argumenté— que usted era un recluso que se escondía por los rincones sin hablar con nadie.” “No —respondió, con aspecto un poco incómodo—. En realidad yo era bastante amable, pero no puedo garantizar que ninguna de las personas con las que me relacioné casualmente pueda recordarme. Excepto…” “¡Siga! —le presioné—. ¿Cuál es la excepción?”
»“Había cierta joven con la cual hice amistad al principio del crucero. Se convirtió en mi compañera constante para decirlo de algún modo, en las comidas del barco y durante gran parte del tiempo que estuve en las Bermudas… No piense mal, Mr. Koenig. No había nada incorrecto en aquella relación. No estoy casado; pero, aunque lo estuviera, era solamente una amistad casual. Creo que ella podría recordarme. Bailamos en el barco, y en las Bermudas visitamos el acuario, fuimos juntos en el barco de fondo de cristal, hicimos excursiones, comimos en el Princess Hotel. Cosas así. Ella fue a la playa sola, sin embargo, porque yo tengo tendencia a evitar el sol.”
»“¿La vio usted cada día?”, le pregunté. Él pensó durante un momento y repuso: “Sí, cada día. No durante todo el día, naturalmente. Y tampoco por la noche. Ella nunca estuvo en mi habitación ni yo jamás en la suya.” “No nos preocupa su moral, señor”, le dije. “Estoy seguro de ello —contestó—; pero no quiero decir nada que pudiera influir desfavorablemente en la moral de ella.” “Es usted muy considerado —comenté—. ¿Cómo se llamaba la joven?” “Artemis.”
»“¿Artemis?”, pregunté un tanto incrédulo. “Ése es el nombre que ella me dijo, y así es como oí que los demás la llamaban. Era una mujer muy bonita, que estaba a principios de sus treinta años, diría yo, con cabello rubio oscuro y ojos azules. Medía alrededor de un metro sesenta y cuatro.”
»“¿Y cuál era su apellido?”, le pregunté. Él dudó. “No recuerdo —dijo—. Puede que ella ni siquiera lo mencionase. Estábamos a bordo, ya sabe, todo era muy informal. Ella me llamaba Stephen. No creo que yo mencionara ninguna vez mi apellido.” “¿Y su dirección?” “No la sé. Ella hablaba como si fuera de Nueva York; pero no lo sé. Siempre se puede ir a mirar los registros del barco en aquella semana. Estaría en la lista y yo diría que las posibilidades de que haya dos Artemis son casi nulas. Seguramente tendrán su apellido y la dirección de su casa.”
»Cerré el aparato de grabar al oír eso y le advertí que, tal como se había acordado, él continuaría confinado en su apartamento durante el curso del interrogatorio; pero que se le llevaría cualquier cosa que necesitara y se le harían los recados que fueran razonables.
»Yo estaba decidido a probar, si podía, que el que había estado en las Bermudas no era Stephen, y estaba claro que, para esto necesitaría a aquella mujer.
»Se tardó tres días en arreglar los asuntos y cada uno de ellos fue un fastidio. Era obvio que yo no podía mantener a Stephen escondido indefinidamente, y en cierto momento él comenzó a quejarse bastante en serio, diciendo que tendríamos que presentar algo definitivo o dejarle marchar.
»Pero él no presentó demanda. Continuaba siendo un ciudadano modélico y, una vez tuve a Artemis localizada, lo organicé todo para que ella lo viera sin que él supiera que le estaba contemplando. Ella comentó: “Ciertamente tiene el mismo aspecto que Stephen.” Y yo propuse: “Vayamos a encontrarle, pues. Simplemente actúe con naturalidad; pero, por favor, mantenga los ojos abiertos y hágame saber si, por alguna razón, cree usted que no es el hombre que conoció en el barco.”
»La llevé a la habitación y Stephen la miró, sonrió y dijo sin dudar: “Hola, Artemis.”
»Ella dijo un poco vacilante: “Hola, Stephen.”
»Ella no era una buena actriz. Lo miró con ansiedad y Stephen habría tenido que ser mucho menos inteligente de lo que claramente era para no adivinar que ella había recibido instrucciones y estaba intentando descubrir si él podía ser un impostor.
»Finalmente observó: “Ciertamente tiene el mismo aspecto que Stephen, excepto que Stephen tenía pelitos en la parte baja de los dedos. Yo lo consideraba muy viril. No los veo ahora.”
»A Stephen no pareció importarle que se hablara de él en tercera persona, ni ofenderse porque la mujer buscara una diferencia. Solamente sonrió y levantó las manos: “El pelo está aquí.” Ella declaró: “Tendría que ser más oscuro.” Sin embargo, no parecía muy segura acerca de ello.
»Stephen dijo: “¿Recuerda la vez en la que yo tropecé con mis propios pies mientras estábamos bailando y mi mano se escapó de la suya y usted dijo que era porque eran tan suaves? Esto da a entender que usted estaba muy impresionada por mi vello, ¿no es cierto?”
»La cara de Artemis se iluminó. Ella se volvió hacia mí y dijo: “Sí, sucedió así.”
»“Y usted recuerda que me excusé por ser un mal bailarín y usted siguió diciendo que era un buen bailarín, pero yo sabía que usted sólo se mostraba amable e intentaba hacer que me sintiera mejor. ¿Lo recuerda, Artemis?”
»Ella asintió con cara de felicidad. “Sí, lo recuerdo. Hola, Stephen. Me alegro de que sea usted.”
»Stephen exclamó: “Gracias por reconocerme, Artemis. Me habría encontrado en un apuro considerable si no lo hubiera hecho.”
»Yo interrumpí, con algo de irritación, supongo: “Espere, Miss Cataldo. No se precipite a sacar conclusiones.”
»Él intervino: “¿Es ése su apellido, Artemis? Me lo preguntaron, pero yo no lo sabía. Nunca me lo dijo.”
»Yo le hice un gesto de que se detuviera y continué: “Hágale algunas preguntas, Miss Cataldo; cosas pequeñas que él tenga que acertar.”
»Artemis se ruborizó: “¿Me besó alguna vez, Stephen?”
»Stephen pareció un poco incómodo: “Lo hice una vez… solamente una vez. En el taxi, Artemis. ¿Recuerda?”
»No le di a la mujer ocasión de contestar. Dije ásperamente: “Vaya a los detalles, Stephen. Y sin vacilar.”
»Él se encogió de hombros: “Estábamos en el taxi que nos llevaba a un lugar llamado Spittal Pond, un refugio de aves que Artemis deseaba ver. Artemis me riñó porque expresé lo agradable que era estar con una mujer joven que desease ver refugios de aves y no clubes nocturnos, y ella dijo que a la semana siguiente yo la habría olvidado por completo y ni siquiera recordaría su nombre. Así que protesté galantemente: ‘¿Qué dice? ¿Olvidar a Artemis, la casta cazadora?’ Yo pasé la mano por delante de ella y escribí el nombre en la ventanilla del coche a la izquierda. Era un día húmedo y había una delgada película de vaho sobre el cristal.”
»“¿Dónde entra el beso?”, pregunté. Y él contestó: “Bien yo estaba sentado a la derecha y me incliné por delante de su pecho con el brazo derecho para escribir su nombre. Mi brazo izquierdo estaba en el respaldo del asiento.” Él me mostró cómo estaba, estirando su brazo izquierdo detrás de un compañero imaginario y luego empujando su mano derecha por delante de él de modo que sus brazos casi encerraban a aquel compañero. Continuó: “Había acabado de escribir el nombre de ella, cuando el taxi dio un bandazo, por alguna razón. Mi codo casi tropezó con la cabeza del conductor, así que yo agarré el hombro de Artemis para mantenerme firme, por puro reflejo, y quedé abrazándola.” Él todavía estaba haciendo demostraciones. “Encontré la posición tan irresistible que la besé. Solamente en la mejilla, siento decir.”
»Yo miré a la mujer. “¿Qué?”
»Sus ojos estaban brillando y ella afirmó: “Así fue exactamente como sucedió. Mr. Koenig. Éste es Stephen, de acuerdo. No hay duda acerca de ello. —Y añadió con énfasis—: Identifico a este hombre como el hombre del barco y de las Bermudas.”
»Stephen sonrió con un toque de triunfo, según me pareció, y yo dije: “Muy bien, puede marcharse, Miss Cataldo.”
»Y eso fue todo.
Koenig dejó de hablar y miró a los Viudos Negros con las cejas levantadas.
Gonzalo explotó:
—¿Eso es todo? Pensaba que usted rompió la coartada.
—Lo hice, sí. Pero ustedes querían sólo que yo les hablara de la coartada. Y ahora les toca romperla.
—¿Y usted no se ha dejado nada?
—Nada esencial —respondió Koenig.
Avalon se aclaró la garganta y observó:
—Supongo que usted encontró a Stephen Dos. Eso rompería la coartada.
—Sí que lo hubiera hecho —asintió Koenig alegre—; pero nosotros nunca pudimos encontrar a Stephen Dos, lamento decirlo.
Halsted inquirió:
—¿Es posible que Miss como se llamase fuera pagada? ¿Que estuviera mintiendo?
—Si era así —respondió Koenig—, nosotros no encontramos ninguna prueba que lo respaldase. En cualquier caso, la coartada fue rota completamente aparte de cualquier cosa que ella dijera o dejase de decir… ¿Alguno de ustedes, caballeros, ha visitado alguna vez las Bermudas?
Hubo un silencio general y por fin Gonzalo respondió:
—Me llevaron allí cuando tenía cuatro años o algo así. No recuerdo nada.
Trumbull preguntó:
—¿Está usted insinuando que Stephen equivocó algunos de los lugares de las Bermudas? ¿Ocurrió que no había ningún refugio de aves de la clase que mencionó o ningún «Princess Hotel» o algo así?
—No, citó correctamente todos los lugares. No hubo ninguna equivocación que pudiéramos encontrar en cuanto se refería a la geografía o las vistas del lugar.
Hubo silencio de nuevo y Drake por fin preguntó:
—Henry, ¿hay alguna cosa en eso que le choque como pista aprovechable?
Henry, que estaba precisamente volviendo del estante de libros de consulta, comentó pensativo:
—No puedo hablar con conocimiento de primera mano, porque yo tampoco he estado nunca en las Bermudas; pero es posible que lo que Mr. Stephen contó, pudiera probar que él tampoco estuvo nunca en las Bermudas.
Drake inquirió con sorpresa:
—¿Por qué? ¿Qué es lo que dijo?
Henry explicó:
—Mr. Koenig terminó su relato con la descripción del beso en el taxi, así que yo pensé que algo en aquella explicación rompía la coartada. Las Bermudas son una colonia de la Corona británica y me llama la atención que pueda seguir la costumbre inglesa en cuanto se refiere a tráfico. Acabo de comprobar la Enciclopedia Columbia en el estante de consulta y no dice nada de eso; pero es una posibilidad.
»Sí, en las Bermudas el tráfico va por la izquierda, como en Gran Bretaña. Los coches deben tener el volante, y por tanto el conductor, en el lado derecho del asiento delantero, como en Gran Bretaña. Mientras que en los Estados Unidos, con el tráfico a la derecha, el volante y el conductor están a la izquierda. Si Mr. Stephen estaba sentado a la derecha de la joven y pasándole la mano por delante para escribir su nombre en la ventanilla izquierda, tal como explicó, difícilmente podía haber estado a punto de tocar al conductor cuando el taxi dio un bandazo. El conductor habría estado en el otro lado.
»Yo supongo que Stephen Dos le habló a Stephen del incidente del beso; pero olvidó mencionarle el tema del volante o del conductor, dándolo por sabido. Mr. Stephen añadió el asunto del conductor para darle más verosimilitud al relato, y ése fue su gran error. Porque, sin duda, Mr. Koenig se dio cuenta de ello en seguida.
Koenig se arrellanó en la silla y sonrió con admiración:
—Eso está muy bien, Henry.
—No, en absoluto. El mérito es de usted, Mr. Koenig —protestó Henry—. Yo sabía que usted había roto la coartada; sabía que lo había hecho por medio de un razonamiento lógico; y sabía que este razonamiento tenía que deducirse de los hechos que usted nos daba. Usted, al romper la coartada, no tenía la ventaja de ese conocimiento especial.
Post Scriptum
La influencia de que yo haya pasado mis vacaciones en las Bermudas (ver el post scriptum anterior) se muestra claramente en este relato.