EL SOBRE

Emmanuel Rubín llegó al banquete de los Viudos Negros de un humor repugnante. Sin duda, éste no era mucho peor que su acritud habitual; pero sus ojos, magnificados por los gruesos cristales de sus gafas, relampagueaban peligrosamente.

—¡Oh! —exclamó Mario Gonzalo, anfitrión en esa ocasión—. Alguien ha recibido un rechazo bien merecido.

—Yo no he recibido ningún rechazo —soltó Rubin—. Ni merecido ni inmerecido. Es mucho peor que eso.

Geoffrey Avalon bajó la mirada desde su altura de metro ochenta y cinco hasta el diminuto Rubin y dijo con su voz imponente de barítono:

—¿Mucho peor que un rechazo? ¿Para un escritor independiente como usted, Manny? ¡Hombre!

—Escuche —dijo Rubin enfurecido—. He entrado en la oficina de Correos esta mañana y he pedido un rollo de sellos de veinticinco centavos. Para empezar, eso me fastidiaba. Puedo recordar la época en que costaba dos centavos enviar una carta; pero el precio sigue subiendo cada vez más sin que parezca que afecte al eterno déficit…

—Al menos —observó Roger Halsted—, el servicio se hace peor para equilibrar el incremento de dinero.

—Usted dice eso porque piensa que es divertido, Roger —se quejó Rubin—, pero ocurre que tiene toda la razón… Gracias, Henry.

Henry, el imprescindible camarero de los banquetes de los Viudos Negros, al darse cuenta de las demandas que se le estaban haciendo a Rubin por su apasionamiento, le había traído una botella para rellenar su vaso.

James Drake, encendió su perenne cigarrillo y comentó:

—Recuerdo cuando los sellos eran de dos centavos, y el periódico de la mañana valía también dos centavos, y un paquete de cigarrillos costaba trece… y mi salario semanal era de quince dólares. ¿Qué les parece?

—No he terminado —le advirtió Rubin—. Así pues, pedí un rollo de sellos de veinticinco centavos y el idiota rematado que estaba en la ventanilla me miró fijamente a los ojos y contestó: «No tenemos.» Me quedé estupefacto. Era una oficina de Correos, maldita sea. Yo le dije: «¿Por qué no?» Y él se encogió de hombros y gritó: «¡El siguiente!» Es decir, no dio ninguna señal de lamento ni de sentirse incómodo. Podían haber puesto un anuncio que dijera que los sellos se habían acabado de momento. Tuve que esperar media hora en la cola para que se me dijera que no podía conseguir ninguno.

Gonzalo comentó:

—Supongamos que le apaciguamos hasta ponerle en su estado habitual de semicordura, Manny, a fin de que pueda presentar a mi invitado… Francis MacShannon. Es un buen amigo mío.

Rubin le estrechó la mano con altivez.

—Cualquier buen amigo de Mario, Mr. MacShannon, es sospechoso para mí.

—¿Qué puedo esperar —observó Gonzalo— de alguien que se pone hecho una furia por un rollo de sellos de veinte centavos? Le daré unos pocos para resolver su problema, Manny. Y sin ningún cargo.

—No, gracias —rehusó Rubin—. Ya he comprado los sellos después. Pero es cuestión de principios.

—Me excuso por los principios dudosos de Manny, Frank —dijo Gonzalo—. Él siempre se fabrica uno cuando no logra salirse con la suya.

Francis MacShannon respondió con una sonrisa. Aparentaba unos sesenta años; tenía una cara redonda y alegre sobre un cuerpo bajo y rechoncho. Poseía una tez colorada y llevaba una perilla gris que le daban el aspecto de un Santa Claus medio afeitado.

—Estoy con usted, Mr. Rubin —afirmó con voz aguda, que estropeaba un poco la imagen de Santa Claus—. Yo también tengo quejas de Correos.

—Las tiene todo el mundo —gruñó Thomas Trumbull, que había llegado un momento antes y se había lanzado sobre el whisky con soda que Henry le ofrecía.

Hubo una pausa mientras MacShannon era presentado a la última persona que había llegado, y luego continuó:

—Mi propia queja se refería al asunto de los matasellos. En la actualidad, no son más que manchas sucias. Cuando yo era joven, los matasellos eran legibles y hermosamente claros. Eran lecciones de geografía. Yo formé una enorme colección de ellos.

Las imponentes cejas de Avalon se levantaron.

—¿Cómo se hace eso, Mr. MacShannon?

—Para empezar, mis padres me daban los sobres que recibían por correo. También lo hacían los vecinos de toda la calle, una vez sabían lo muy en serio que me lo tomaba. Lo mejor de todo, sin embargo, era encontrar sobres abandonados por el suelo: en las aceras, en los patios traseros, bajo los matorrales. Se sorprenderían de ver cuántos sobres era posible encontrar. Cada nuevo matasellos que descubría era un tesoro, y yo le buscaba el nombre en el atlas. Los ordenaba por Estados y naciones y encolaba los sobres en libretas de un modo organizado. Llegué a ser tan aficionado a los sobres, que ustedes difícilmente se lo pueden imaginar. En realidad, fue mi interés por los sobres lo que me llevó a…

En este punto, Henry, con una voz suavemente autoritaria anunció:

—La comida está servida, caballeros.

Se sentaron para tomar su melón con jamón, seguido por crema de espárragos y una ensalada mixta. La conversación trató sobre la nueva sonda rusa diseñada para estudiar el satélite de Marte, Phobos; y, sobre el capón asado, la discusión se fue calentando a propósito de si una expedición americano-soviética a Marte era deseable o no. Los correos y sus múltiples pecados pasaron a segundo término y acabaron por desaparecer al fuego de la nueva controversia. Siguieron el pastel de almendra con chocolate y el café. A la hora del brandy, Gonzalo los requirió para el interrogatorio.

—Manny —dijo señalándolo—, usted será quien haga las preguntas, y yo invoco el privilegio de anfitrión para decirle que el tema del correo no debe ser mencionado.

Rubin se puso ceñudo y preguntó:

—Mr. MacShannon, ¿a qué se dedica usted?

MacShannon contestó de forma amigable:

—Soy programador y diseñador de ordenadores. En el día de hoy creo que esto habla por sí mismo.

—Quizás —admitió Rubin—. Más tarde podemos volver a eso. Obviamente, sus trabajos presentes no tienen nada que ver con sus actividades de cuando era un niño… Quiero decir, su colección de matasellos. Usted había dicho…

—Manny —intervino Gonzalo con sequedad—. He desechado el tema de Correos.

—¡Rayos y truenos! —explotó Rubin—. ¿Quién está hablando del correo? Estoy hablando de la colección de matasellos. Apelo a los miembros de la reunión.

—Muy bien. Adelante —aceptó Gonzalo con resignación.

—Entonces veamos —dijo Rubin echando a Gonzalo una mirada demasiado prolongada—: usted comentó que había sido su interés en los sobres lo que le había llevado a su… Y entonces, antes de que usted pudiera terminar la frase, fue interrumpido por el anuncio de que la comida estaba a punto. Así pues, me gustaría que terminase la frase. ¿A qué le condujo su interés por los sobres?

MacShannon frunció el ceño, pensativo.

—¿He dicho eso? —Su semblante se aclaró y una expresión de satisfacción casi cómica invadió su cara—. Oh, sí, naturalmente. Volviendo a 1953, fue gracias a mi interés por los sobres por lo que cogí a un espía. Un auténtico espía.

—¿En 1953? —preguntó Avalon, frunciendo el ceño de repente—. No me diga que usted era uno de los jóvenes que trabajaban para el senador Joseph McCarthy.

—¿Quién? ¿Yo? —se extrañó MacShannon, atónito ante la sugerencia—. ¡Nunca! Nunca me gustó McCarthy en absoluto. Naturalmente… —meditó el asunto durante un momento—, él convirtió a la nación en atenta al espionaje y a la traición y eso no pudo dejar de afectarme, supongo. Uno no puede evitar pensar en esa dirección incluso si desaprueba las tácticas de McCarthy, como yo.

—Paranoia nacional, le llamo yo —dijo Rubin, muy serio.

—Quizás —admitió MacShannon—; pero, en todo caso, le llame como le llame, supongo que eso es lo que metió todo el melodrama en mi mente. En una época más tranquila, menos frenética, yo habría visto aquel sobre y no le habría concedido ni un pensamiento.

—Háblenos de ello —pidió Rubin.

—Lo haré si lo desea. Después de treinta y seis años, no puede ser delicado. Además, no conozco los detalles, sólo el bosquejo general. Yo estaba comenzando en el mundo, había acabado mi grado de ingeniería, tenía un pequeño trabajo, estaba viviendo por mi cuenta por primera vez. Contaba veinticuatro años y estaba todavía un poco inseguro de mí mismo.

»Había otra persona que vivía al otro lado del vestíbulo de mi casa… Se apellidaba Benham. No recuerdo su nombre. Tenía unos treinta años, creo, y yo lo veía a veces saliendo o entrando. Era un mal encarado, creo que saben lo que quiero decir, un sujeto poco amistoso que nunca me saludaba. Yo le dije hola una vez o dos, al pasar; pero él me hacía un gesto con la cabeza, lo más seco posible, y me dejaba helado con su expresión. Llegó a serme muy desagradable, desde luego y, dado que yo, en aquellos días, era un gran lector de narraciones espeluznantes, me hice fantasías sobre que tenía algo de malvado…, que era un criminal, un asesino a sueldo y, más que nada, un espía.

»Entonces, un día, mientras los dos estábamos esperando el ascensor para que nos llevara a nuestros apartamentos del piso octavo, rasgó un sobre que llevaba, y que yo pensé que acababa de coger de su buzón. Yo había mirado el mío antes y estaba vacío, como lo estaba casi siempre por aquella época, excepto cuando mi madre me escribía. Observaba a mi vecino por el rabillo del ojo, en parte por vigilar a alguien sobre quien yo estaba fantaseando que era un villano misterioso; en parte porque envidiaba a cualquiera que recibiese una carta, y en parte, también, porque nunca superé del todo mi fascinación infantil por los sobres.

»Después de haberlo rasgado para abrirlo, extrajo la carta, la desplegó, la leyó sin la más mínima expresión en su cara; luego, la arrugó y la tiró a la papelera que había junto a los ascensores del vestíbulo. Después, todavía sin ninguna expresión, colocó el sobre vacío dentro del bolsillo interior de su chaqueta. Lo hizo con sumo cuidado, y acarició la parte delantera de la prenda como para asegurarse de que estaba bien colocado.

Trumbull interrumpió:

—¿Cómo sabía que era un sobre vacío? Podía haber alguna cosa más con la carta. Un cheque, por ejemplo.

MacShannon meneó la cabeza con gesto cordial.

—Ya les he dicho que yo tenía esta actitud casi profesional en lo relativo a sobres. Era de una clase endeble, casi transparente. Él lo había sostenido en la mano cerca de mí mientras examinaba la carta, y yo podía asegurar que estaba vacío. No era posible equivocarme.

—Es extraño —observó Halsted.

—Lo extraño de ello —continuó MacShannon— era que al principio, no pensé que era extraño. Después de todo la gente con frecuencia desecha los sobres y guarda las cartas, pero nunca había visto a nadie que desechara una carta y guardase un sobre vacío. Sin embargo, no se me antojó extraño. Me dije a mí mismo: «Vaya, está coleccionando matasellos.» Y, por un momento, tuve otra vez diez años y recordé la emoción estremecedora de la captura. Por un momento, tuve a este Benham por Un compañero coleccionista de matasellos, y me sentí bien dispuesto hacia él.

»Quizás estuve acertado porque si yo no hubiera tenido el pensamiento del matasellos, podía ser que no hubiera conservado el sobre en mi mente. Pero sucedió que lo conservé y, en el tiempo en que llegaba al piso octavo, cambié de pensamiento. Como de costumbre, mi vecino no me había dirigido ni una palabra ni me había echado una mirada, y mi corazón se volvió a endurecer respecto de él. No podía ser un coleccionista de matasellos, pensé, porque los matasellos ya se habían deteriorado más allá del punto en el que coleccionarlos podía ser provechoso. Ya entonces, uno nunca veía un matasellos claro, excepto en el sobre conmemorativo ocasional.

»¿Por qué, entonces, guardaba el sobre? Me costó solamente diez segundos convertir el asunto en un relato de espías, y lo obtuve. Él había recibido un mensaje casual, sin significado, que cualquiera podía ver y desechar; pero el mensaje auténtico estaba en el sobre donde nadie lo buscaría, y que él, por tanto, guardó para estudiarlo después.

»En el tiempo en que había estado pensando en eso, ya me hallaba en mi apartamento. Esperé allí como medio minuto; luego, miré al vestíbulo para asegurarme de que mi vecino no se estaba entreteniendo por allí. No lo estaba, así que volví al ascensor, bajé al pasillo y recuperé aquella carta arrugada.

Rubin avanzó:

—La cual, supongo, resultó ser por completo carente de interés.

—Bien —continuó MacShannon—, al menos parecía mostrar a Benham con una luz más humana. La carta estaba hecha con una escritura femenina, pero en absoluto cultivada…, unos garabatos poco legibles.

Avalon dijo con un suspiro:

—Eso es lo mejor que uno puede esperar en estos días de degeneración.

MacShannon sonrió.

—Lo creo. En cualquier caso, estudié aquella carta tan a fondo durante los días siguientes que todavía la recuerdo treinta y seis años después. Y no es que hubiera mucho para recordar. No tenía fecha y simplemente comenzaba: Querido Mr. Benham, lo he pasado muy bien, y ha sido usted muy amable al prometerme comprobar el asunto de la oportunidad de trabajo. Por favor, hágamelo saber y gracias.

—Veo lo que usted quiere decir —observó Halsted—. Su vecino podía tener para usted un trato glacial; pero la mujer que le escribía creía que era un hombre amable.

Trumbull comentó:

—Muchos hombres esquinados se ablandan ante una joven para llegar al final acostumbrado.

MacShannon mostró desacuerdo.

—No pensé en nada así. Lo que me pareció fue que la carta sonaba a tan inocente como yo había pensado que tenía que ser. Todo el asunto sobre oportunidades de trabajo y amabilidad podía ser sólo un propósito de escribir al azar, por decirlo de alguna manera. Para mí, eso significaba que era muy probable que el sobre fuese lo importante. La cuestión era: ¿Qué tenía que hacer yo? Estuve agitado durante algunos días y luego, por fin, me puse en acción… Por favor, recuerden que era joven e ingenuo en aquellos tiempos, porque, al fin me fui a la oficina local del FBI.

Drake sonrió y manoseó el cenicero que tenía delante.

—Usted se arriesgó a ponerse en ridículo.

—Incluso yo me di cuenta —reconoció MacShannon—. Recuerdo que, a medida que yo contaba mi historia a un funcionario al parecer educadamente aburrido, me sentía más tonto, puesto que me sonaba cada vez menos convincente en mis propios oídos. Tenía varias cosas a mi favor, sin embargo. El senador McCarthy había logrado que fuera imposible para cualquier agente pasar por alto ninguna historia de espías. Después de todo, le costaría una gran bronca si dejaba escapar uno sin tener que haberlo hecho.

—Puedo entenderlo —intervino Halsted—. Un agente que desechara algo por equivocación sería probablemente acusado de ser un espía él mismo, o un miembro con carnet del partido comunista.

—Sí —convino MacShannon—. El FBI tiene que investigar cualquier cosa que se le lleve, incluso en épocas fáciles. Imagínese en la cumbre de la manía de McCarthy… Luego, también, resultó que Benham, este vecino mío, tenía un puesto en la industria de videojuegos y estaba en situación de conocer unas pocas cosas que el Pentágono deseaba claramente que fueran conservadas en secreto. En realidad, fue mi comprensión final de este hecho lo que suscitó mi propio interés por los ordenadores, de modo que en cierto modo, le debo mi carrera presente a Benham. En cualquier caso, fui escuchado y se quedaron con la carta. Me dieron un recibo, aunque no era mía.

—Estaba en posesión suya —observó Rubin—, y le pertenecía, dado que su amo anterior la había tirado y abandonado, convirtiéndola en propiedad de cualquiera que la cogiese.

—En cierto modo —explicó MacShannon—, entré en una asociación distante con el FBI, porque me pidieron que vigilara a Benham e informase de cualquier otra cosa que considerase insólita o sospechosa. Esto me convirtió en un espía vulgar; lo cual, mirando hacia atrás, hace que me sienta un poco incómodo; pero yo tenía el convencimiento de que se trataba de un agente enemigo, y era un poco romántico en aquel entonces.

—Y usted podía haber sido contagiado por la época —opinó Avalon.

—No me sorprendería —asintió MacShannon—. En aquel momento, naturalmente, no sabía de cierto lo que estaba haciendo el FBI; pero, al final, me hice amigo del agente con el que había hablado la primera vez, en particular cuando se fue viendo que Benham era en verdad otra cosa distinta a la que parecía, de modo que el agente no pudo dejar de pensar en mí favorablemente.

Rubin concluyó:

—Entonces el sobre escondido resultó ser importante, supongo.

—Déjenme contarles, por orden, cómo sucedieron las cosas —rogó MacShannon—. Investigaron la carta que les di, buscando alguna especie de clave. Lo que a mí me parecía insignificante podía tener un sentido oculto. No pudieron encontrar ninguno. Tampoco hallaron escritura escondida o cualquier cosa técnicamente avanzada, y eso hizo que mi historia fuera más persuasiva, dado que yo, desde el principio, sin duda, había insistido en la importancia del sobre.

»Tomaron por costumbre interceptar la correspondencia de Benham y abrirla, leerla, volverla a cerrar y enviarla de nuevo. Observé el proceso en una ocasión y me causó una sensación horrorosa. Me pareció muy poco norteamericano. No había modo de decir, al acabar, que la carta había sido abierta, o que se había manipulado de algún modo, y yo, desde entonces, nunca he podido confiar del todo en mi propio correo. ¿Quién sabe si alguien estaba estudiándolo sin mi conocimiento?

Rubin comentó secamente:

—Si pensamos así, las llamadas telefónicas pueden ser escuchadas, las habitaciones pueden ser provistas de micrófonos secretos, las conversaciones al aire libre pueden ser oídas.

Vivimos en un mundo falto de intimidad.

—Estoy seguro de que tiene razón —convino MacShannon—. En cualquier caso, ellos tenían un particular interés en cualquier carta que Benham recibiera de la joven cuyo escrito había cogido yo. Éstas tenían sus propios puntos de interés para un entrometido, porque, tal como finalmente mi amigo el agente me explicó, estaba claro que había un asunto de amor que estaba brotando allí. Las cartas se iban haciendo más apasionadas y decididas; pero las de la mujer, al menos, siempre eran garabatos breves y continuaban mostrando que no había ninguna gran capacidad intelectual en ellas.

Drake sonrió.

—La capacidad intelectual no es siempre lo que persigue un hombre.

Halsted preguntó:

—¿Cuánto tiempo siguió la investigación?

—Meses —respondió MacShannon—. Fue un asunto intermitente.

—Oiga —objetó Gonzalo—, si la carta se refería a un asunto amoroso podía no ser importante. Los agentes están en la tarea de recoger y transmitir información. Y no van a enamorarse.

—¿Por qué no? —exclamó Avalon sentencioso—. El amor llega cuando quiere, a veces a las personas que menos se espera y en las situaciones más improbables. Ésta es la razón por la cual Eros, el dios del amor, suele representarse como ciego.

—No es eso lo que quiero decir —protestó Gonzalo—. Naturalmente que pueden enamorarse; pero no utilizarían sus comunicaciones oficiales, si pueden llamarse así, como vehículo. Tratarían del amor en su momento, por hablar un poco a su manera, dejarían tranquilos los mensajes importantes.

MacShannon opinó:

—No, si los mensajes auténticos estuvieran en el sobre. Cuanto más intrascendente fuera la carta en sí, mejor. ¿Por qué no expresar un asunto amoroso, incluso un asunto amoroso sincero, en la misma carta? ¿Quién pensaría en mirar los sobres en los casos en que la carta misma parece tan importante al que la escribe y al que la lee? Si yo no le hubiera visto conservar el primer sobre…

—Bien —intervino Trumbull, un poco impaciente—, sigamos con ello. Tengo alguna conexión con el contraespionaje y estoy seguro de que investigaron los sobres.

—Lo hacían, en verdad —afirmó MacShannon—. Cada uno de ellos, tanto si eran de la joven como si no. Al menos, el agente me dijo que lo hacían, y yo no tenía ninguna razón para creer que mintiera. Por supuesto que yo me preguntaba, en aquel momento, si lo que estaban haciendo era legal. Me parecía muy poco norteamericano, tal como he dicho.

—Sin duda era ilegal —observó Trumbull—. No tenían ninguna prueba de acción delictiva. Conservar un sobre vacío puede parecer sorprendente, pero no es un delito. Sin embargo, la seguridad nacional perdona multitud de pecados y hace la vista gorda, de cuando en cuando, ante un poco de ilegalidad.

—Es malo en principio —gruñó Rubin—. Un poco de ilegalidad conduce a mucha y en menos de nada sería como la Gestapo.

—No hemos llegado a eso todavía —dijo Trumbull—, y existe un rígido freno sobre estas organizaciones.

—Sí, cuando las cogen —comentó Rubin.

—Las cogen lo bastante a menudo como para que se mantengan dentro de unos límites. Vamos, Manny, dejemos continuar a MacShannon. Nos está contando que el FBI inspeccionaba los sobres.

—En efecto, lo hacían —afirmó MacShannon—. Despegaban los sellos para ver lo que había debajo. Estudiaban cualquier cosa escrita que hubiera en el sobre hasta el último detalle y sometían el papel a todas las pruebas conocidas. Incluso lo sustituían por sobres nuevos que ellos hacían exactos a los viejos, con la excepción de que introducían pequeños cambios sin importancia. Querían ver si el sobre nuevo tenía algo mixtificado que redujera su mensaje a una tontería.

Drake observó:

—Se tomaron muchas molestias por una cosa tan endeble como el relato de usted.

—Se lo pueden agradecer a McCarthy —aclaró MacShannon de forma escueta—. Pero nunca encontraron nada ni en las cartas ni en los sobres.

Rubin intervino:

—Espere, Mr. MacShannon, cuando usted comenzó esta historia, dijo que como resultado de su interés por los sobres usted descubrió a un espía cabal. ¿Lo hizo o no lo hizo?

—Lo hice —afirmó MacShannon con vehemencia—. Lo hice.

—¿Va usted a decirnos —preguntó Rubin— que, como resultado de la investigación, otra persona fue atrapada como espía?

—No, no. Fue Benham. Benham.

—Pero usted acaba de decir que las cartas y los sobres no mostraban nada. Lo ha dicho, ¿no?

—Yo no dije exactamente que no mostraban nada; lo que dije fue que él FBI no encontró nada en la correspondencia. Sin embargo, ellos no se limitaron a eso. Trabajaron en el otro extremo: su empleo. Inspeccionaron su carrera en el trabajo, lo mantuvieron bajo vigilancia oculta y finalmente encontraron lo que estaba haciendo y con quién. Llegué a la conclusión de que se había roto un anillo importante de espías y escuché algunas palabras agradables por parte del FBI. Nada oficial, naturalmente; pero fue la gran emoción de mi vida. Y yo debía todo ello, en cierto modo, a haber coleccionado matasellos cuando era muchacho.

Hubo quizá menos satisfacción en las caras de los Viudos Negros reunidos que en la de MacShannon.

Avalon inquirió:

—¿Qué pasó con la joven? ¿Con el amor de Benham? ¿También la pescaron a ella?

Por un momento, MacShannon pareció dudar.

—No estoy seguro del todo —reconoció—. Nunca me lo dijeron. Mi impresión, en aquel momento, fue que había pruebas insuficientes en el expediente de ella, dado que no sacaron nada de las cartas o los sobres… Pero ésa es la única cosa que me preocupa. Yo cogí a Benham porque él había conservado aquel sobre. ¿Por qué no pudieron ellos encontrar nada en los sobres? Si Benham y los demás tenían algún sistema secreto de comunicación en el cual el FBI no logró penetrar, quién sabe qué daño se ha hecho desde entonces por este medio.

Halsted comentó:

—Quizás el FBI no encontró nada en el sobre porque no había nada que encontrar allí. Los espías no son espías todos los minutos de su vida. Quizás el asunto amoroso era tan sólo un asunto amoroso.

El buen humor de MacShannon, hasta entonces infalible, comenzó a evaporarse. Tenía un aspecto un poco sombrío cuando preguntó:

—Pero entonces, ¿por qué conservó aquel sobre? Siempre vamos a parar a eso. No estamos hablando de una persona corriente, sino de un espía, un espía auténtico. ¿Por qué tendría que desechar una carta con tanta despreocupación, de modo que cualquiera pudiese cogerla, y conservar un sobre vacío? Tiene que haber una razón. Si existe una razón inocente que no tiene nada que ver con su profesión, ¿cuál es?

Avalon dijo suavemente:

—Supongo que usted mismo nunca ha pensado que exista una razón adecuada, Mr. MacShannon.

—Ninguna, salvo que el sobre llevara un mensaje de alguna especie —respondió MacShannon.

—Sospecho —dijo Rubin— que usted no ha intentado pensar en lo que hemos estado llamando una explicación inocente, Mr. MacShannon. Quizás estaba muy satisfecho con su teoría del mensaje.

—En ese caso, piense usted mismo en una razón alternativa, Mr. Rubin —le pidió MacShannon, desafiante.

—Espere —intervino Halsted—. Mr. MacShannon no pensó al principio que fuera cosa de espías. Primero pensó que Benham estaba coleccionando matasellos…, o posiblemente sellos, por lo que se ve. Supongamos que aquella primerísima idea fuera correcta.

MacShannon observó:

—No, no infravaloren al FBI. Yo había mencionado mi primer pensamiento y, en una ocasión, se las arreglaron para registrar su apartamento. No había señal alguna de manía coleccionista de ninguna clase. Ciertamente, no había ninguna colección de sobres. Eso fue lo que me dijeron.

—Podía usted habernos informado de eso —se quejó Rubin.

—Acabo de hacerlo —contestó MacShannon—; pero no es importante. La probabilidad de que guardase el sobre con propósitos coleccionistas era tan pequeña que no tenía sentido entretenerse con ella… Pues bien, ¿ha encontrado usted alguna otra explicación para el hecho de que conservase el sobre, Mr. Rubin? ¿O alguno de ustedes?

Drake sugirió:

—Podía haber sido una acción realizada sin pensar. La gente hace cosas por costumbre, las cosas más tontas. Su Mr. Benham quería guardar la carta y desechar el sobre y, sin pensar, hizo lo contrario.

—No puedo creer eso —declaró MacShannon.

—¿Por qué no? Se llama estar distraído —comentó Drake—. Posteriormente, cuando encontró que había conservado el sobre, pudo haber bajado para recuperar la carta y advertir que ya no estaba.

MacShannon opinó:

—Un hombre cuya carrera es el espionaje, sin duda no es distraído. No duraría mucho tiempo en ello si lo fuese. Además, sabía lo que estaba haciendo. Leyó la carta y la arrugó al momento y la desechó. Entonces miró el sobre pensativo y lo guardó con cuidado. Sabía muy bien lo que estaba haciendo.

—¿Está usted seguro? —preguntó Drake—. Sucedió hace treinta y seis años. Con todos los respetos, usted puede ser sincero recordando lo que usted quiere recordar.

—En absoluto —se opuso MacShannon fríamente—. Era la emoción más grande de mi vida y yo pasé mucho tiempo pensando en ello. Mi memoria es precisa.

Drake se encogió de hombros.

—Si usted insiste, es imposible discutir, naturalmente.

MacShannon observó, una tras otra, las caras que estaban alrededor de la mesa.

—Bueno…, ¿quién tiene una explicación alternativa? No era ninguna colección. Ninguna distracción. ¿Qué más…? Y no había ninguna atadura sentimental para el que escribía. Podía haber sido un asunto amoroso después, pero esa carta que Benham desechó era claramente la primera que él recibía. Él acababa de conocerla. E incluso si fue amor a primera vista, algo que él no me pareció propenso a que le ocurriese, habría guardado la carta, no el sobre.

Hubo silencio alrededor de la mesa, y MacShannon exclamó:

—¡Me ha preocupado este tema durante todos estos años! ¿Qué había en el sobre que hizo fracasar al FBI? Tendré que seguir preguntándomelo durante el resto de mi vida.

—Espere —dijo Avalon—. La comunicación, si es que había alguna en realidad, podía haber estado solamente en el primer sobre, el que conservó, y el que el FBI presumiblemente no vio nunca. Todos los demás pueden haber sido limpios e intrascendentes.

La barbita de MacShannon tembló ante eso.

—Lo dejaré a Mr. Trumbull —aclaró—. Ha dicho que estuvo relacionado con el contraespionaje. ¿Hay algún conspirador que abandone un sistema de comunicación una vez se ha comprobado que es bueno?

Trumbull contestó:

—No es una ley cósmica; pero los trucos no se abandonan con facilidad, es cierto. Sin embargo, puede que no haya sido muy bueno a la larga. Ese sobre que conservó pudo ser el último de una serie en la que se empleaba una técnica que se estaba volviendo arriesgada. Podía, entonces, haber sido abandonada.

—¡Puede! ¡Puede que lo haya sido! —convino MacShannon con la voz elevándose hasta un chillido—. Tenemos dos hechos ciertos. Aquel hombre era un espía. Aquel hombre guardó un sobre vacío. Encontremos una explicación a por qué un espía tendría que guardar un sobre vacío, una explicación que no sea una pura especulación.

De nuevo hubo silencio en la mesa; MacShannon sonrió sardónico y concluyó:

—No existe tal explicación, salvo que llevase un mensaje.

En este momento, Henry, desde su situación junto al aparador, dijo suavemente:

—¿Puedo ofrecerle una sugerencia?

MacShannon se volvió ante esta entrada inesperada en la conversación y preguntó con aire fastidiado:

—¿Qué es lo que desea, camarero?

Gonzalo, inmediatamente, levantó la mano en un gesto que le invitaba a detenerse.

—Henry es miembro del club, Frank —explicó—. Se espera de él que contribuya.

—Ya veo —aceptó MacShannon, sin que sus modales se suavizaran.

—¿Qué es lo que usted desea decir, pues, buen hombre?

—Solamente, señor, que conservar un sobre vacío es algo tan normal que cualquiera de nosotros podría hacerlo y que todos lo hemos hecho en alguna ocasión.

—Lo niego —exclamó MacShannon.

—Considere, señor —dijo Henry tranquilamente—, que la carta que usted sacó de la papelera, era, tal como usted dijo, la primera que se había cruzado entre ellos. Los dos habían salido juntos en cierto momento, o quizá como resultado de un encuentro casual. Hablaron. Ella, le contó las dificultades de conseguir un empleo adecuado y él se ofreció a ayudarle. Dado que él no era una persona agradable, como se desprende de la descripción que usted hizo de él, Mr. MacShannon, él debió sentirse atraído por ella y se esforzó en ser agradable contra su inclinación natural. No sabemos si era joven y bonita, pero es una suposición razonable. Ella debió haberse sentido atraída por él, también. Ciertamente la carta expresaba gratitud y animaba a continuar la correspondencia. Ella decía: «Por favor hágame saber lo que haya.» Y, de hecho, hubo más correspondencia y, al parecer, no existe ninguna otra cuestión sino que finalmente comenzó entre ellos un cierto romance. ¿Considera usted que todo esto es correcto?

—Sí —afirmó MacShannon—. ¿Pero a qué conduce todo ello?

—Podríamos seguir entendiendo —señaló Henry— que Mr. Benham quiso continuar la correspondencia con una mujer que podía ser joven y bonita y que, ciertamente estaba agradecida y bien dispuesta. Entonces usted nos contó el contenido de la carta, Mr. MacShannon, y dijo que lo recordaba palabra por palabra. No era una carta larga y acepto que tenga buena memoria. Era la carta de una mujer joven agradable; pero no bien organizada, porque usted dijo que no tenía fecha y casi todo el mundo que tenga algún sentido del orden pondría fecha en una carta.

—Sí —asintió MacShannon—. No tenía fecha; pero todavía no capto a dónde va usted a parar.

Henry observó:

—Alguien que sea lo bastante descuidado para dejar una carta sin fecha puede igualmente haber omitido otras cosas. Usted dijo que comenzaba, sin preámbulo, con un «Querido Mr. Benham». Supongo, pues, que no había ningún remite incluido en la hoja de la carta.

El gesto fruncido de MacShannon de suavizó y dijo con una nota de sorpresa:

—No, no lo había.

—Entonces —continuó Henry—, dado que la carta no era una carta de amor y que Benham no era el tipo de persona, quizá, que ponga cerca de su corazón ni siquiera una carta de amor, él la arrugó y la tiró. Sin embargo, quería contestarla y quizás animar una relación que sospechaba que podía ser sexualmente satisfactoria. Las personas que no ponen el remite en la misma carta a menudo lo ponen en el sobre. Así que Mr. Benham miró el sobre, se dio cuenta de que llevaba remite, y lo conservó para poder contestar a la joven. Sin duda, es una explicación razonable.

Una ola de breve aprobación barrió la mesa y Henry, ruborizándose ligeramente, exclamó:

—Gracias, caballeros.

MacShannon, claramente desconcertado, observó:

—Pero, en ese caso, el sobre no tenía nada que ver con el espionaje de Benham.

—Tal como Mr. Halsted ha comentado antes —dijo Henry—, un espía no tiene que serlo en cada momento de su vida. Ha de tener intervalos de normalidad. Sin embargo, él transgredió una regla principal de la profesión, creo.

—¿Cuál era, Henry? —preguntó Trumbull.

—Me parece que cualquiera que esté metido en la difícil profesión del espionaje debe, ante todo, no llamar la atención.

No debería haber conservado el sobre ni desechado la carta delante de un testigo. Ni siquiera debería haberla abierto y leído en presencia de nadie… Naturalmente, Mr. Benham, no tenía manera de saber que el joven al que siempre ignoraba deliberadamente, había coleccionado matasellos en cierto momento y que, por tanto, estaba sensibilizado respecto de los sobres.

Post Scriptum

Alguna vez que otra, mi momento favorito para escribir historias de Viudos Negros es cuando estoy de vacaciones. Janet y yo vamos de crucero a las Bermudas. Durante siete días, estoy lejos de mi máquina de escribir, mi procesador de textos y mi biblioteca de consulta. Lo que hago, bajo condiciones tan abismales, es meter, como de matute un bloc de papel y algunos bolígrafos en mi equipaje, y entonces escribo historias de ficción. Esta narración y la siguiente fueron escritas en un viaje a las Bermudas, en julio de 1988, junto con una tercera historia que no era de Viudos Negros, así que las vacaciones no fueron del todo una pérdida de tiempo.

Por cierto, hasta que no reuní las narraciones para formar esta colección, no me di cuenta de que el punto central de El sobre estaba utilizado también en Atardecer en el agua. Esto ocurre a veces, sobre todo cuando uno escribe tanto y tan asiduamente como yo; pero me hace sentir igualmente incómodo.

Este relato apareció por vez primera en Ellery Queen’s Mystery Magazine.