Si se tenían en cuenta las circunstancias, podía haberse predicho que cuando los Viudos Negros se encontraran en el restaurante «Milano» para celebrar su banquete mensual, el único tema de la conversación serían las audiencias del Irán-Contra.
Cada uno de los Viudos Negros tenía algo que decir, uno acerca de la mirada de muchachito ofendido de Oliver North y su atractivo para las mujeres de mediana edad; otro respecto a la memoria selectiva de John Poindexter. James Drake, que era el anfitrión del banquete, comentó que, entre North y Poindexter, habían empañado gravemente la presidencia de Reagan, a la cual todos los demócratas juntos no habían logrado hacer ni siquiera un arañazo. ¿Por qué, pues, estaban los republicanos de la derecha convirtiendo en héroes a aquella pareja de Laurel y Hardy?
Fue Emmanuel Rubin quien, tal como se esperaba, llevó el tema al asunto de los rehenes y los principios.
—La cosa es —comentó—, ¿cómo negociar asuntos que implican pérdidas de vidas, o pérdidas potenciales de vidas, o incluso sólo un problema de cárcel? ¿Debe el interés nacional ir detrás del rescate de rehenes? Si ése es el caso, ¿cómo nos atreveríamos a llevar a cabo una lucha armada? En cualquier movimiento semejante, incluso uno tan sencillo y seguro como atacar el poderoso ejército de Granada o bombardear la gran fortaleza de Trípoli, nosotros sufrimos muertes y corremos el riesgo de que nos hagan prisioneros.
Geoffrey Avalon, mirando al metro y medio de Rubin desde la altura de su metro ochenta y cinco, dijo:
—Ustedes están hablando de la acción militar. Los rehenes son personas civiles, que persiguen una vida pacífica, que son cogidos sin razón por gangsters y rufianes. ¿No pagarían ustedes cualquier precio y abandonarían cualquier principio para conseguir la libertad de alguien a quien amaran? ¿No pagarían un rescate a los secuestradores para evitar que mataran a sus esposas?
—Sí, naturalmente que lo haría —admitió Rubin con los ojos relampagueando a través de sus gruesas gafas—. Yo lo haría, como individuo. Pero, ¿iba a esperar que doscientos treinta millones de norteamericanos sufrieran un debilitamiento del interés nacional porque yo estuviera sufriendo? Ni siquiera un Presidente norteamericano tiene derecho a hacerlo. Y eso fue la equivocación de Reagan. No pensemos que la toma de rehenes es una aberración de la paz. No lo es. Estamos en guerra con el terrorismo y los rehenes son prisioneros de guerra. No pensaríamos en dar armas al enemigo para comprar otra vez a nuestros prisioneros de guerra. Hubiera sido una traición hacer eso en cualquier otra guerra en la que hayamos luchado.
—El terrorismo no es como cualquier otra guerra —gruñó Thomas Trumbull—, y ustedes no pueden establecer una analogía punto por punto.
—En realidad —intervino Roger Halsted—, toda esta charla acerca del interés nacional es irrelevante. Sin duda el terrorismo es un problema global que sólo cederá a una acción global.
Mario Gonzalo exclamó:
—¡Oh, ya lo creo, global! ¿Cómo se organiza una solución global cuando cada nación está deseosa de hacer un trato con los terroristas, con las esperanzas de que la dejen en paz y se vayan al infierno sus vecinos?
—Eso tiene que acabar —observó Halsted muy serio—. Intentar comprar a los terroristas es la manera de hacerles ver que pueden sacar un provecho. Si los rehenes se venden a un precio, ellos tomarán más rehenes siempre que vayan cortos de fondos.
—Naturalmente, y nuestra respuesta adecuada es hacer que el procedimiento resulte caro para los que toman rehenes. Se les deben causar bajas —opinó Gonzalo.
—Si se conoce quién es el enemigo —protestó Avalon—. Uno no puede matar gente al azar.
—¿Por qué no? Lo hacemos en todas las guerras. Cuando bombardeamos las ciudades alemanas y japonesas durante la Segunda Guerra Mundial, ¿no sabíamos que morirían millares y millares de personas totalmente inocentes, incluyendo niños pequeños? ¿Pensamos acaso que nuestras bombas eran lo bastante selectivas para matar únicamente a los malvados?
—Toda Alemania y todo Japón estaban luchando contra nosotros; aunque sólo fuera pasivamente apoyando a los Gobiernos alemán y japonés —observó Avalon.
—¿Y usted cree que el terrorismo puede sobrevivir sin al menos la aprobación pasiva o la conformidad de la sociedad en la que existe? —preguntó Rubin.
En aquel momento James Drake, que había estado escuchando la conversación con incomodidad manifiesta dijo:
—Caballeros, mi invitado está subiendo las escaleras. ¿Podríamos suspender el debate por ahora y no volver a él tampoco? ¡Por favor! —Luego, se apresuró a advertir—: Henry, mi invitado no bebe. ¿Podría traerle un gran vaso de cola dietética? Con poco hielo.
Henry, el camarero perpetuo de los banquetes de los Viudos Negros, hizo una ligera señal afirmativa con la cabeza justo en el momento en que el invitado entraba en el comedor.
Era un hombre alto, de piel oscura, con una gran nariz curvada y ojos azules que contrastaban de modo sorprendente con su color moreno. Su cabello, todavía abundante, se estaba volviendo gris. Representaba unos cincuenta años.
—Lamento llegar tarde, Jim —se disculpó tomando la mano de Drake—. El tren se portó como si el horario no tuviera nada que ver con él.
—No es demasiado tarde, Sandy —lo tranquilizó—. Permítame que le presente a los Viudos Negros. Éste es Alexander Mountjoy, caballeros.
Uno por uno, los Viudos Negros se adelantaron para estrecharle la mano. Finalmente llegó Henry con su alto vaso. Mountjoy lo olió y dirigió una sonrisa a su amigo.
—Usted advirtió al camarero, por lo que veo.
Drake asintió.
—Y ahora debo añadir que nuestro camarero se llama Henry y es un miembro especialmente valioso de nuestro club.
La comida fue cordial. Melón, seguido por una espesa sopa de verduras, un excelente asado de costillar con patatas y brécoles, y pastel de manzana con queso para postre.
Rubin, que había abandonado los temas generales, optó por mencionar la contribución de Charles Dickens a la evolución de la moderna novela de detectives. Para ello, hizo una disquisición rigurosa sobre La casa lúgubre que, de todos los que se sentaban a la mesa, tan sólo él había leído. Drake, que se mostraba muy aliviado por este nuevo rumbo de la conversación, apuntó que el detective de Dickens había llegado una generación después de Edgar Allan Poe y que, si las descripciones de Rubin eran correctas, Dickens no se había aprovechado en absoluto de la obra de Poe.
Esto provocó un gruñido de desprecio por parte de Rubin, quien señaló a Wilkie Collins y Émile Gaboriau. En un momento crucial, Drake mencionó a Arthur Conan Doyle. Entonces Mountjoy intervino alegremente y la conversación se hizo general.
A la hora del café, Drake produjo el tintineo habitual en el vaso de agua y dijo:
—Manny ha consumido su participación de charla de la noche por ahora, de modo que, si no le importa, Mario, puede hacerse cargo del interrogatorio. Confío en que usted mantenga tranquilo a Manny.
Gonzalo se ajustó la chaqueta de suaves franjas verdes, se aseguró de que llevaba la corbata bien colocada, se apoyó en el respaldo de la silla y preguntó:
—¿A qué se dedica usted, Mr. Mountjoy?
Mountjoy parecía saciado y observaba satisfecho cómo Henry escanciaba el brandy.
—Soy un entusiasta de Sherlock Holmes —contestó— y miembro de los «Baker Street Irregular». Lo cual debería ser justificación suficiente para esta tropa, ¿no es así?
Gonzalo dudó.
—No lo sé. En realidad, Manny es el único realmente interesado en misterios porque escribe acerca de ellos, o hace algo que él llama escribir, y con ello se gana la vida más o menos. —Levantó la mano, con la palma extendida hacia Rubin, quien se movió en su asiento y dio todas las señales de querer estallar en un discurso—. Intente otra cosa.
—En ese caso —dijo Mountjoy—, podría mencionar que soy presidente de un colegio pero no sé si alguna fracción perceptible de la población mundial consideraría eso como una dedicación de mi existencia.
—Todos nosotros somos personalidades académicas, de un modo o de otro —afirmó Avalon—, y podríamos estar dispuestos a considerar ese asunto discutible.
Mountjoy sonrió.
—Si el colegio le ha enseñado a usted a hablar de esa manera, eso es una mancha negra contra mí.
Gonzalo preguntó con clara decepción:
—¿Presidente de un colegio? ¿Eso es todo?
Las cejas de Mountjoy se elevaron.
—Bien, el puesto puede que no absorba mi dedicación; pero no podría pensar en él como una cosa trivial. Tratar con los estudiantes y con el profesorado; con administradores, con posibles donantes y con el público en general es más que suficiente. ¿Qué quiere decir con «eso es todo»?
Gonzalo lo aclaró.
—Quiero decir que si usted trabaja para el Gobierno de algún modo.
—No; me he librado de eso.
—¿Nunca ha estado relacionado con ninguna investigación del Gobierno?
—No, naturalmente que no.
—Bien —dijo Gonzalo—. En ese caso, ¿cuál es la razón por la cual Drake nos pidió que no debatiéramos el asunto de los rehenes delante de usted?
—¡Oh, por el amor de Dios! —explotó Drake—. Si yo les pedí que no lo hicieran, ¿por qué saca usted el tema?
Era imposible que Mountjoy se pusiera pálido, pero adoptó un aspecto rígido y dijo enfadado:
—¡Jim!
Drake meneó la cabeza.
—Lo siento, Sandy. La conversación trataba de rehenes antes de que usted viniera. Tenía que tratar de eso, considerando lo que ha estado pasando en la nación. Pero yo les pedí que olvidaran el tema.
—Y yo quiero saber por qué —insistió Gonzalo con terquedad.
—No puedo decir el porqué —declaró Drake—. Pero yo quise apartar el tema de la mesa. Como anfitrión…
—Ni siquiera como anfitrión puede usted hacer eso —le reprochó Gonzalo—. La principal condición de las comidas del club es que no existen temas prohibidos en el interrogatorio. Ni siquiera el anfitrión puede establecer límites. Es… es inconstitucional.
Avalon, moviendo el vaso de brandy que tenía en su mano habló con aire pensativo.
—Mario tiene una observación que hacer. Mr. Mountjoy, puedo asegurarle que nada de lo que se diga dentro de estas paredes se repetirá nunca fuera de ellas. El sentido de la confidencia es muy fuerte, e incluye a nuestro excelente camarero, Henry. ¿Le sirve de ayuda?
—No, no —contestó Mountjoy—. Yo no tengo secretos; pero el Gobierno, sí. Estoy absolutamente convencido del honor y la sinceridad de todas las personas que se hallan aquí, pero el Gobierno no se convence con tanta facilidad como yo.
—Usted dijo que no trabajaba para el Gobierno —le recordó Gonzalo.
—No lo hago; pero ha sucedido que me he enredado con él igualmente, y sin desearlo yo.
Thomas Trumbull dijo con suavidad:
—Yo estoy empleado por el Gobierno y se me confiaron secretos en mi época. Yo respondo también de esos caballeros. Habría sido mucho mejor que hubiéramos evitado ese tema; pero, en un interrogatorio totalmente libre, éste habría surgido más tarde o más temprano, y quizás habría sido preferible que Jim hubiera traído a usted como invitado en otro momento. Pero usted está aquí, y la pregunta de Mario nos pone cara a cara con el tema. Si cree, Mr. Mountjoy, que no puede debatir el asunto, entonces las reglas del club ponen fin a la cena, cosa que todos lamentaríamos. ¿Hay alguna cosa que usted pueda decirnos? Si decidimos que sirve como respuesta satisfactoria a la pregunta, podemos abandonar el tema y pasar a otros asuntos.
—La cuestión es ésta —señaló Gonzalo—: ¿Por qué no podemos debatir el tema de los rehenes delante de usted? Es sólo para recordárselo.
Mountjoy se quedó un momento pensativo, con la cabeza inclinada y la barbilla tocando su pecho. Cuando levantó la vista, sus ojos eran amigables y tenía un aspecto normal.
—Yo se lo diré, si ustedes son tan amables que no me preguntan los nombres, los lugares y los detalles que no me es permitido dar. Les he dicho que soy presidente de un colegio. Bien, algunos miembros del profesorado fueron secuestrados hace varios meses por los terroristas.
—Pero no hay ningún secreto en ello —interrumpió Rubin—. Salió en todos los periódicos. Está claro que usted es el presidente de…
—¡Por favor! —protestó Mountjoy—. No me importa lo seguros que estén ustedes de conocer los detalles del caso. Por favor, han de darse cuenta de que puede ser que no los tengan todos y que yo no puedo confirmar ni negar ninguna cosa. Simplemente escuchen lo que digo. Varios miembros del profesorado fueron secuestrados. Están mantenidos como rehenes. Un rehén que tenían, y tengo que reprimirme mucho para evitar decir si era uno de los miembros del profesorado o no, fue muerto. Al parecer fue torturado primero.
»Así pues, el tema de los secuestros me afecta de modo personal, dado que conozco a los rehenes y es preocupante para mí, de modo oficial, porque he sido preguntado hasta la saciedad por organismos del Gobierno sobre varios aspectos del acontecimiento. ¿Les satisface lo que les digo, caballeros? ¿Podemos pasar a otros temas?
—No —insistió Gonzalo—. ¿Por qué le sometieron a usted a tan largos interrogatorios? ¿Qué tenía usted que ver con ello?
—¿Con la toma de rehenes? Nada en absoluto.
—Con el asunto en general. Usted ha dicho que fue interrogado sobre varios aspectos del tema. ¿Qué aspectos? ¿Por qué limitarlo a la toma de rehenes?
—No sé a qué se refiere usted.
—¿Qué tiene de difícil la pregunta? Quiero decir que por qué fue usted extensamente interrogado. ¿Si no fue acerca de la toma de rehenes entonces, acerca de qué fue?
—No puedo responder a la pregunta.
—En ese caso, no me siento satisfecho.
Drake intervino:
—Vamos, Mario, no sea un loco obstinado.
—No soy un loco obstinado. Tengo una idea. Existe alguna cosa implicada además de la toma de rehenes. Mountjoy ha dicho que las entrevistas no tenían nada que ver con eso; pero se referían a varios aspectos del asunto, lo cual significa que hay otros aspectos además de la toma de rehenes. Creo que debe haber alguna especie de negocio inacabado en todo esto. Si no fuera así, no se llevaría tan a la chita callando. Apostaría algo a que existe un problema de alguna clase, algún enigma, algún misterio. ¿Qué hay acerca de eso, Mr. Mountjoy?
—No tengo nada que decir sobre el tema —repuso Mountjoy en tono frío.
—Ocurre —observó Gonzalo— que este club ha resuelto muchos enigmas en el pasado. Podríamos ayudarle a usted ahora.
Mountjoy miró a Drake de modo inquisitivo.
Drake aplastó su cigarrillo hasta extinguirlo y corroboró:
—Es verdad, pero no podemos garantizar el resolver ninguno en especial.
Mountjoy murmuró:
—Ojalá pudieran resolver esto.
—Ah —exclamó Gonzalo—, entonces es que hay un misterio. Eh, Tom, dígale que podemos ayudarle y dígale que puede confiar en nosotros sin límites.
Trumbull señaló:
—Ya le he explicado que puede confiar en todos nosotros… Si existe algún problema, Mountjoy, y si está preocupado por él, entonces Mario tiene razón. Quizá podamos ayudar.
Mountjoy continuó:
—Bien, veamos lo que puedo decirles.
Miró fijamente a los Viudos Negros, quienes permanecieron silenciosos. Apenas se movían.
Por fin Mountjoy explicó:
—El rehén que fue muerto no era exactamente inocente, al menos a los ojos de los terroristas. Normalmente los rehenes que se toman son sólo periodistas, u hombres de negocios o profesores…, personas cuyo único valor para los secuestradores es el de servir como prenda. Son manejables y el Gobierno norteamericano y la gente quieren que vuelvan. Por eso se discuten las condiciones. El rehén que mataron, y al que no puedo nombrar ni decir a ustedes nada acerca de su persona, estaba trabajando para el Gobierno, y los terroristas podían considerarlo un espía, un agente secreto o algo parecido. Lo mataron bien porque lo consideraron un castigo justo por el delito de pertenecer al otro bando, o se les murió de forma accidental durante el proceso de tortura con objeto de conseguir información. La cuestión es: ¿cómo sabían que valía la pena torturarlo? No torturan a todos sus rehenes como cosa rutinaria. Por el contrario, suelen tratarlos todo lo bien que pueden, porque un rehén muerto no tiene ningún valor para ellos; y porque cualquier rehén que se encuentre en unas condiciones que no sean buenas, sólo sirve para inflamar la opinión pública norteamericana y puede animar a los Estados Unidos a represalias más violentas, algo que, como es lógico, no desean.
»La creencia general es que alguien lo identificó. Para resumir, que hay implicado algún traidor de alguna especie. El rehén muerto había confiado su verdadera misión a alguien por alguna razón, o la había dejado entrever sin darse cuenta, y alguien lo había delatado. La cuestión, naturalmente, es quién. Por supuesto, el Gobierno quiere saberlo; no sólo con objeto de vengar la muerte castigando al traidor, sino porque si el traidor queda a sus anchas, está en una posición en la cual su traición puede continuar. Ya entienden.
»Yo me vi metido en ello a causa de que las circunstancias del secuestro de los miembros del profesorado, ésos en particular y no otros, hicieron que pareciera claro que el traidor es también miembro del claustro. Hay un buen razonamiento detrás de eso, pero yo no puedo transmitírselo a ustedes. Simplemente digo que ésa es la conclusión… Tenemos un traidor dentro del profesorado.
»Fui entrevistado extensamente sobre el asunto, y también lo fueron otras personas, y parece que la conclusión va a parar a que el traidor es uno de los cuatro miembros del claustro. Pero…, ¿cuál de los cuatro? Ahí está la cosa.
Rubin observó:
—Lo único seguro que se puede hacer es apartar a los cuatro de sus puestos, ponerlos donde no puedan hacer daño y mantenerlos bajo vigilancia mientras usted continúa la investigación.
—Y eso es lo que se ha hecho —informó Mountjoy—. Sin embargo, ¿no les parece a ustedes que se está haciendo un gran daño injustificado a tres personas inocentes que son norteamericanos leales y que no merecen tal trato?
—Son bajas de guerra —declaró Rubin.
Halsted protestó:
—Está usted muy áspero hoy, Manny. ¿Es que le da problemas su novela actual?
—Eso no tiene nada que ver —contestó Rubin—. Digo lo que pienso.
—Bien; lo que yo creo —manifestó Mountjoy— es que es mucho más importante absolver a tres inocentes que coger al culpable. Y existe una manera de hacerlo si somos lo bastante inteligentes. Supongamos, por ejemplo, que el rehén muerto conocía quién era el traidor. Él sabría, después de todo, en quién había confiado, o ante quién dejó escapar algo del asunto. Luego, fue obligado a escribir una carta que los secuestradores publicaron después. Ya saben de qué clase.
Los Viudos Negros asintieron y Halsted continuó:
—El secuestrado admite que es miembro de la CIA y que hizo espionaje sobre los pobres grupos maltratados a los cuales pertenecen los secuestradores. Continúa confesando toda clase de fechorías y acabó denunciando al Gobierno norteamericano por no ceder a las sencillas demandas de los apresadores para que él sea dejado en libertad.
—Exacto —convino Mountjoy—. Así es. Por entonces, sin duda, había estado sujeto a alguna tortura, de modo que no publicarían una fotografía suya, como hicieron en el caso de otros rehenes. Incluso así, puede ser que él no hubiera consentido en firmar aquella carta cuya firma no ofrecía dudas, si no fuera porque el rehén del que estamos hablando esperaba darnos información delante de las narices de sus raptores. Añadió al final de la carta que esperaba tener la suerte de que el Gobierno organizase su puesta en libertad, y dibujaba un trébol de cuatro hojas. Muy bien dibujado. Lo mataron poco tiempo después.
Avalon inquirió:
—¿Cree que el trébol de cuatro hojas tenía algo que ver con eso, Mr. Mountjoy?
—El Gobierno lo cree así. Él tenía que escoger algún signo que indicase al traidor, y hacerlo de una manera lo suficientemente sutil como para que no se dieran cuenta los secuestradores. Por desgracia, fue lo suficientemente sutil como para que se nos escapara también a nosotros. El Gobierno no ha podido averiguar el significado del trébol de cuatro hojas. Sin embargo, puede ser que el traidor lo hiciera…, que el traidor viera la carta reproducida en la televisión y se diera cuenta de que el trébol de cuatro hojas le estaba señalando directamente. Él se las arregló para enviar un mensaje a los secuestradores, quienes después siguieron torturando a su víctima y la mataron.
—Bien —observó Avalon—, un trébol de cuatro hojas es un símbolo muy conocido de buena suerte. ¿No puede ser que el pobre rehén tan sólo deseara tener la suerte de ser liberado y dibujase un trébol de cuatro hojas como símbolo de buenos augurios?
—Es posible —admitió Mountjoy—. Todo es posible. Sin embargo, el Gobierno no le da esa interpretación. El rehén era un racionalista claro, despreciaba cualquier cosa que tuviera un gustillo de esoterismo o superstición. La gente que lo conocía mejor, dice que es impensable que dibujara un trébol de cuatro hojas con la esperanza de que le trajese buena suerte.
—La desesperación hace que la gente se agarre a un clavo ardiendo —murmuró Avalon.
Trumbull comentó:
—Es un símbolo irlandés. ¿Alguno de los cuatro sospechosos es irlandés o descendiente de irlandeses? El traidor podía ser miembro del Ejército Republicano Irlandés (IRA) y tener simpatía por otros grupos clandestinos de lucha.
Mountjoy meneó la cabeza con energía.
—En primer lugar, el trébol de cuatro hojas no es un símbolo irlandés. Lo es el trébol de tres hojas. Fue arrancado por San Patricio, según la leyenda, para explicarle a un rey irlandés cómo podía existir la Santísima Trinidad, un solo Dios en tres personas. El rey irlandés se convirtió, y el trébol de tres hojas pasó a ser el emblema de Irlanda. Además, ninguno de los cuatro sospechosos es en modo alguno irlandés.
Trumbull preguntó:
—¿Qué puede usted decirnos acerca de los cuatro sospechosos? No nos será posible establecer a cuál está señalando el trébol de cuatro hojas, si no sabemos nada de ellos.
—No puedo ayudar en eso —dijo Mountjoy con desánimo—. No puedo darles sus nombres ni decirles quiénes son.
—¿Puede usted darnos los campos de sus especialidades? —preguntó Avalon.
—No estoy seguro. Quizá me atreva a arriesgarme. —Fue levantando los dedos—: uno es historiador, otro es entomólogo, otro es astrónomo y otro es matemático. ¿Sirve de algo? A nosotros no nos ayudó para nada.
Halsted inquirió:
—¿Está usted seguro de que lo que dibujó era un trébol de cuatro hojas?
—Por supuesto que lo era. ¿Qué otra cosa iba a ser?
Halsted se encogió de hombros.
—No lo sé. Yo no lo vi. Pero era algo con cuatro cosas que salían de él. ¿Cierto?
—Sí.
—Entonces, ¿podía haber tratado de dibujar una estrella? ¿Un punto con rayos de luz que salían de él? Eso indicaría al astrónomo.
Mountjoy meneó la cabeza.
—Podría ser el astrónomo, según todo lo que sé, pero no por esa razón. No dibujó líneas que irradiaban, sino cuatro hojas de trébol reconocibles. El dibujo también tenía un tallo. Las estrellas no tienen tallo.
Drake preguntó:
—¿De qué clase es el matemático?
Mountjoy respondió:
—No podría decírselo. Estoy metido en ciencias políticas y todas las matemáticas que conozco apenas son suficientes para permitirme mantener en equilibrio mi talonario de cheques.
—¿Había hecho él trabajos sobre probabilidades?
—Supongo que podría averiguarlo; pero no lo sé así de repente.
—Porque lo que pasa con el trébol de cuatro hojas es que es raro. No sé qué posibilidades hay de encontrar uno si se mira a través de campos de trébol al azar; pero deben ser muy pequeñas. Cuando era muchacho, recuerdo que me tumbaba en un campo de tréboles y pasaba horas examinándolos uno por uno. Nunca encontré ninguno que tuviera cuatro hojas. Así que encontrar uno resulta notable, y es la clase de cosa que puede interesar a un matemático que está especializado en probabilidades.
Halsted, que era también matemático le contradijo:
—Eso no parece probable en absoluto. ¿Y el historiador? ¿Qué clase de historiador era?
—Ah —contestó Mountjoy—. Eso puedo decírselo a ustedes. Escribió un libro conocido titulado… Bien, no; está claro que no se lo puedo decir. Eso lo identificaría. Digamos —añadió débilmente— que es medievalista.
—¿Está especializado en historia medieval?
—Sí. El Imperio bizantino. Los fatimitas. Cosas como ésas.
—¿Algo que tenga que ver con el trébol de cuatro hojas?
—No, que yo sepa.
—Y qué nos dice acerca del entomólogo, que obviamente estudia los insectos.
—Pues eso, que los estudia.
—¿Qué clase de insectos? ¿Abejas?
Gonzalo interrumpió.
—¿Por qué abejas, Roger?
—¿Por qué no? Las abejas vuelan desde una flor de trébol a otra flor de trébol recogiendo miel y esparciendo polen. ¿No conoce la cuarteta de Emily Dickinson: «El pedigree de la miel / no concierne a la abeja. / Un trébol en algún momento interviene en él. / Es aristocracia»? Bien, pues, un trébol de cuatro hojas podría significar una abeja, lo cual aludiría a nuestro entomólogo.
Avalon planteó:
—¿Por qué un trébol de cuatro hojas en ese caso? Un trébol de tres hojas serviría lo mismo y sería más sencillo de dibujar.
Mountjoy opinó:
—No importa cuál sea. El entomólogo no se ocupaba de abejas. Trabajaba con insectos más pequeños y ni siquiera podría darles a ustedes el nombre. Él me lo dijo una vez y a mí me sonó como si saliera directamente de la Comedia de los errores de Shakespeare. No puedo repetirlo.
—Bien —se preguntó Rubin—. ¿A dónde nos lleva eso? El trébol de cuatro hojas no señala a nadie. Francamente, me encuentro yo mismo mirando con preferencia a la idea original de Jeff de que no era más que un símbolo de buena suerte. El pobre hombre necesitaba suerte, y no la tuvo.
—¿El pobre hombre? —se sorprendió Halsted—. Es sólo una baja de guerra, Manny.
Rubin parecía disgustado.
—Estaba hablando en sentido teórico. Cuando pasamos a los individuos no soy más áspero que ustedes, y lo saben.
Drake comentó:
—Bien, nosotros hemos estado apremiando y torturando al pobre Sandy para que nos dijera más de lo que debería, probablemente, y poniéndolo bajo la tensión nerviosa de temer que el Gobierno pueda de algún modo averiguar que lo ha hecho. Y nosotros no hemos podido ayudarle en absoluto… Lo siento, Sandy.
—Esperen —dijo Gonzalo, haciendo balancear su silla sobre dos patas—. Todavía no hemos terminado. Me he dado cuenta de que Henry está buscando por el estante de los libros de consulta.
—Oh, es verdad —observó Trumbull—. Le preguntaremos en cuanto vuelva.
—¿De quién están hablando? —preguntó Mountjoy, frunciendo el ceño—. ¿Del camarero?
—Estamos hablando de Henry. El mejor de los Viudos Negros.
Henry volvió a tomar su sitio habitual junto a la mesa de servicio.
Gonzalo intervino:
—Bien, Henry, ¿puede ayudarnos?
—He tenido una idea, Mr. Gonzalo, referente a los tréboles de cuatro hojas.
—Díganosla.
—Los tréboles casi siempre tienen tres hojas. En alguna ocasión, un trébol crece a partir de una semilla que es ligeramente anormal y, en consecuencia, desarrolla cuatro hojas. Un cambio tan repentino entre padre y descendencia se llama una mutación —dijo Henry con tono muy educado.
—Así es —convino Halsted.
—Las mutaciones tienen lugar de cuando en cuando en todas las especies. Se puede conseguir un mirlo blanco o un ternero de dos cabezas o un bebé con seis dedos. Me atrevo a decir que la lista es infinita.
—Probablemente —murmuró Avalon.
—En su mayoría, las mutaciones son desfavorables y se consideran deformidades y distorsiones monstruosas. Sin embargo, el trébol de cuatro hojas es un ejemplo de mutación que no sólo no impresiona a la gente como deformidad, sino que es valorado y considerado como un tesoro por todo el mundo; bueno, por casi todo, como algo muy deseable, como símbolo y portador de buena suerte. Eso lo convierte en algo muy inusual como mutación y es la única mutación que puede ser fácilmente dibujada sin que repela a la gente, y hacerse de modo que no parezca nada más que un modo natural de atraer la buena suerte. Puede, por tanto, simbolizar la idea de mutación y, sin embargo, escapar a que lo perciban aquellas personas que no tengan un cierto grado de instrucción. Quienes conocen la fuerte racionalidad del rehén, deberían dejar a un lado lo de la buena suerte y aferrarse al símbolo de su mutación.
—¿A dónde nos conduce todo eso, Henry? —preguntó Trumbull.
—Para cambiar un poco de tema, Mr. Mountjoy mencionó la Comedia de los errores de Shakespeare. Existen dos personajes en ella llamados Antipholus. Son hermanos gemelos, uno que procede de la ciudad de Siracusa en Sicilia y otro de Efeso en el Asia Menor. ¿El nombre de Antipholus le trae algo a la memoria, Mr. Mountjoy?
—Sí —respondió Mountjoy—. Los insectos con los que estaba trabajando el entomólogo. Todavía no puedo darle a usted el nombre exacto, sin embargo.
—¿Era Drosophila?
—¡Sí! ¡Por Dios, sí!
—Es conocida comúnmente como la mosca de la fruta y es el insecto clásico utilizado para el estudio de las mutaciones. Me parece, pues, que el trébol de cuatro hojas puede haber sido dibujado para significar mutaciones y que intentaba señalar con bastante precisión al entomólogo como traidor. Al menos, me lo parece.
—¡Cielos! —exclamó Mountjoy—. También me lo parece a mí… Lo primero que haré mañana será ponerme en contacto con algunas personas de Washington para sugerirlo… Drosophila. Drosophila. Tendré que recordar el nombre.
—Mosca de fruta será suficiente, señor —le recordó Henry—, y si se acepta la sugerencia, querría proponerle que dé a entender que se le ocurrió a usted solo. No hay por qué admitir que habló del asunto con los Viudos Negros.
Post Scriptum
A veces, me siento realmente perezoso, pienso en cualquier cosa y veo si puedo inventar una historia basándome en ella. Así pues, estaba yo en un lugar lleno de hierba en Mohonk (ver el post scriptum anterior) y me di cuenta de que éste abundaba en tréboles. Según tengo por costumbre, observé a mi alrededor tratando de descubrir un trébol de cuatro hojas. Después de unos dos segundos y medio, decidí que no había ninguno. Nunca en mi vida he encontrado un trébol de cuatro hojas; pero he tenido bastante buena suerte incluso sin él.
Así que pensé: escribamos una historia acerca de un trébol de cuatro hojas. Y lo hice.
Sin embargo, esta vez Eleonor Sullivan, la bella editora del Ellery Queen’s Mystery Magazine lo rechazó. Ella pensaba que la narración era tan exageradamente arcana que resultaba desleal para con el lector. Yo no estaba de acuerdo (nunca estoy de acuerdo con el rechazo); pero la palabra del editor es ley; y presento este relato aquí como el segundo de esta colección que hace su aparición por primera vez.