EL LUGAR TRANQUILO

Emmanuel Rubin, que era el anfitrión del banquete de los Viudos Negros, aquella noche había estado de lo más alborotador y pendenciero.

Insistió en la poca importancia del álgebra ante Roger Halsted, el cual era profesor de esta asignatura en un centro de enseñanza media; había denunciado el sistema de patentes ante Geoffrey Avalon, abogado de patentes; había negado la validez de la teoría cuántica en conexión con la estructura molecular ante James Drake, químico, había señalado la inutilidad del espionaje en la guerra moderna ante Thomas Trumbull, experto en claves; y, por último, había puesto la guinda en el pastel cuando contempló a Mario Gonzalo dibujar, con facilidad y pericia consumadas, una caricatura del invitado de aquella noche, y le dijo que no sabía nada en absoluto acerca de caricaturas.

Trumbull, que de todos los Viudos Negros era el menos propenso a que le divirtiera Rubin en sus momentos locos, acabó diciendo:

—¿Qué demonios le pasa, Manny? Estamos acostumbrados a que diga usted tonterías a grandes voces y a que se meta con alguno de nosotros desde un punto de vista indefendible; pero esta vez nos está usted pinchando a todos a la vez.

Fue el invitado de Rubin quien contestó a Trumbull con voz tranquila. Era casi la primera vez que hablaba aquella noche. Se trataba de un joven que no parecía tener mucho más de treinta años, con fino cabello rubio, ojos azul claro, una cara amplia entre los pómulos y una sonrisa que parecía fácil y que, sin embargo, tenía un deje de tristeza. Se llamaba Theodore Jarvik.

—Lo siento, caballeros, la culpa es mía, si es que es una falta seguir el procedimiento profesional. Hace poco, me he convertido en el editor de Manny y me vi obligado a devolverle su último manuscrito pidiendo que lo revisara.

—Para una revisión que lo destriparía —farfulló Rubin.

—Yo ofrecí cancelar la invitación para esta noche —explicó Jarvik con su triste sonrisa—, partiendo del supuesto de que Manny no me miraría a la cara en este momento.

Gonzalo levantó las cejas y manifestó:

—A Manny no le importan esas cosas. Todos le hemos oído decir miles de veces que el verdadero escritor profesional acepta sin gran esfuerzo las revisiones e incluso los rechazos. Él comenta que una manera de identificar a un aficionado o a un principiante es observar que él considera que cada una de sus palabras esag…

—¡Oh, cállese, Mario! —exclamó Rubin, muy irritado—. Usted no conoce los detalles.

—En realidad —dijo Jarvik—, Manny y yo lo arreglaremos.

Avalon, desde su metro ochenta y siete de altura, habló con su grave voz de barítono:

—Tengo una curiosidad, Manny. ¿Todavía no le ha llamado «joven punk» a Mr. Jarvik?

—¡Oh, por el amor de Dios! —protestó Rubin, enrojeciendo.

—No, no lo ha hecho, Mr. Avalon —informó Jarvik—; pero lo ha pensado en voz muy alta.

—¡Eso no es verdad! —gritó Rubin, en la cumbre de su considerable capacidad de producir decibelios.

—Dejémoslo por esta noche —propuso Drake con resignación. Va a estar usted tan agresivo, Manny, que…

—¿He estado alguna vez agresivo? —comenzó a decir Rubin.

Entonces Henry, la perla de los camareros, interrumpió:

—Caballeros, por favor, tengan la bondad de sentarse. La comida está servida.

Para hacerle justicia a Rubin, hay que decir que él hizo todo lo que pudo para controlarse durante la cena. Sus ojos relampagueaban detrás de sus gruesas gafas; su escasa barba estaba erizada; gruñía sin cesar; pero se las arregló para hablar poco y dejar que la conversación la llevaran los demás.

Gonzalo, que se hallaba sentado al lado de Jarvik, le dijo:

—Perdone, pero usted no para de canturrear.

Jarvik enrojeció de nuevo, cosa que le facilitaba su fina piel.

—Lo siento, no quería molestarle.

—Usted no me molesta. Es sólo que no reconozco la música.

—No sé. Estoy improvisando, supongo.

—¿De veras?

Gonzalo permaneció callado durante el resto de la cena hasta que el golpear de la cuchara contra el vaso marcó el comienzo del interrogatorio del invitado.

Gonzalo inquirió:

—¿Puedo presentarme voluntario para el interrogatorio?

—Por mi parte, puede hacerlo —gruñó Rubin quien, como anfitrión, tenía el cometido de elegir al que hacía el interrogatorio—. Pero no le pregunte a qué se dedica. No hay editor que pueda justificar lo que hace.

—Todo lo contrario —opinó Gonzalo—. Cualquier editor que haya devuelto un manuscrito de usted ha justificado ya lo que hace. Cien veces.

Halsted intervino:

—¿Puedo sugerir que sigamos con el interrogatorio a nuestro invitado y dejemos de pincharnos unos a otros?

Gonzalo se sacudió una imaginaria mota de polvo de la manga de su chaqueta de llamativos cuadros, y dijo:

—Mr. Jarvik, durante el curso de la cena yo le he preguntado qué música estaba canturreando y usted me ha dicho que improvisaba. No creo que sea cierto del todo. Una o dos veces usted volvió a canturrearla, y era siempre la misma tonadilla. Ahora que le están interrogando, usted está obligado a dar respuestas completas y sinceras, como supongo que Manny le ha explicado. Por tanto, repito: ¿Cuál es la melodía que estaba canturreando?

Trumbull intervino:

—¿Qué clase de pregunta estúpida es ésa?

Gonzalo volvió la cara con arrogancia hacia Trumbull.

—En mi calidad de interrogador, tengo la impresión de que puedo hacer cualquier pregunta que elija mientras esté de acuerdo con la dignidad humana. Es decisión del anfitrión.

—Adelante, Mario —le invitó Rubin—. Pregunte lo que quiera… Y déjele tranquilo, Tom.

Gonzalo continuó:

—Conteste la pregunta, Mr. Jarvik. —Y mientras Jarvik todavía dudaba, Gonzalo añadió—: Le ayudaré. Ésta es la música. —Tarareó cuantos compases.

Avalon dijo en seguida:

—Sé lo que es. Es The Lost Chord. La música es de Arthur Sullivan, de las operetas de Gilbert y Sullivan. Con excepción de esas operetas, a Sullivan se le conoce solamente por la música de dos canciones. Una es Onward, Christian Soldiers y la otra es la que acabo de mencionar, The Lost Chord.

—¿Es eso lo que usted estaba canturreando, Jarvik?

—Supongo que sí. Ustedes saben que hay veces en que se le mete a uno una canción en la cabeza y no sale.

Hubo un coro de asentimiento por parte de los presentes, y Avalon dijo con aire sentencioso:

—Es una queja universal.

—Bien, siempre que estoy sumido en alguna clase de turbulencia —explicó Jarvik—, esa canción no cesa de cruzárseme por la cabeza.

Drake se rió entre dientes.

—Si usted va a estar en tratos con Manny, la estará canturreando hasta que muera uno de los dos.

Gonzalo preguntó:

—¿Es que tiene algún significado especial? ¿Cuál es la letra?

—Sólo conozco unas cuantas palabras.

—Yo sí conozco la letra —intervino Avalon.

—¡No la cante! —gritó Trumbull, alarmado de repente.

Avalon, que todo el mundo sabía que, cuando cantaba, su voz se parecía al sonido de un caimán en medio de un fuerte calor, afirmó con dignidad:

—La recitaré. La letra está compuesta por una dama llamada Adelaide Anne Procter, de la cual no sé nada, y el poema es como sigue:

Se aclaró la garganta.

Un día, sentado ante el órgano, me sentía cansado y desasosegado.

Y mis dedos vagaron perezosamente sobre las claves ruidosas.

No sé lo que estaba tocando, o lo que estaba soñando entonces.

Pero di una nota de música, como el sonido de un gran Amén.

El sonido inundó el crepúsculo carmesí semejante a la conclusión del salmo de un ángel.

Y éste cubrió mi espíritu febril con un toque de calma infinita.

Aquietó el dolor y la tristeza, igual que el amor cuando supera la lucha.

Parecía el eco armonioso de nuestra vida discordante.

Unió todos los significados confusos en una paz perfecta.

Y se marchó vibrando hasta el silencio como si se sintiera reacio a cesar.

He buscado, pero la busco en vano, aquella divina nota perdida, que vino del alma del órgano y entró en la mía.

Puede ser que el ángel brillante de la Muerte hable otra vez con ese sonido.

Puede ser que solamente en el cielo escuche ese gran Amén.

Hubo un corto silencio y entonces Halsted explicó:

—Verán, hay una cosa que me interesa. No sé cuántas notas distintas puede uno obtener en un gran órgano, considerando todas las teclas que se puedan pulsar de un modo o de otro, y las cosas que se hagan con los pedales. Supongo que son muchas en verdad y que no es probable que uno encuentre una nota particular sólo tonteando al azar.

Rubin comentó con gravedad:

—Tendremos que encomendar a la vocación matemática de usted que averigüe el número total de acordes, Roger. En cuanto a usted, Ted Jarvik, al menos podemos ver por qué canturrea esa canción cuando las cosas están turbulentas. Habla de calma infinita, de paz perfecta, de vibrar para desaparecer en el silencio. Está claro que su mente se vuelve hacia la canción.

—No —negó Jarvik con serenidad, al tiempo que movía la cabeza—; no es eso.

—¡Ah! —gritó Gonzalo triunfal—. Lo sabía. Lo sabía. Tengo un sexto sentido para estas cosas. ¿De qué se trata? ¿Qué significa esa canción para usted?

—Tranquilo, Mario —le aconsejó Avalon—. Ahora, Mr. Jarvik, aunque Mario haya tocado un punto sensible, algo acerca de lo cual a usted no le gusta hablar, por favor, hágalo, de todos modos. Yo le garantizo que nada de lo que usted diga saldrá nunca de esta habitación.

Jarvik miró desconcertado a los Viudos Negros reunidos y comentó:

—¿Por qué será que este tema acaba siempre por salir? Es un punto delicado, cierto; no obstante, puedo hablar de él sin problema. Ocurre sólo que se trata de algo que está totalmente desprovisto de interés para cualquiera que no sea yo.

—Eso no se puede decir nunca —observó Gonzalo, riendo.

Henry volvió a llenar los copas de brandy. Jarvik suspiró y comenzó así:

—Soy un hombre tranquilo, como quizás han notado. Me dicen que esto se ve. Hay algo irónico en el hecho de que tengo que vivir y trabajar en Manhattan; pero hemos de ganarnos la vida.

»De momento estoy soltero; no tengo esposa ni hijos que mantener, al menos por ahora, y puedo permitirme algún capricho de cuando en cuando. Así, dos o tres veces al año me tomo una semana de vacaciones y me voy a un lugar de recreo en la parte alta del río Hudson. Es una gran mansión irregular con una atmósfera victoriana. La clientela está compuesta en su mayoría por gente de mediana edad, o personas mayores, y todas las cosas del lugar son serias y respetables. Incluso la gente joven que va allí se siente impresionada, o quizás oprimida por la atmósfera, y se comporta con circunspección.

»Esto significa que es tranquilo hasta cierto punto y, por la noche, en particular, es tranquilísimo. Infunde calma y serenidad. Me gusta y, como es lógico, intento escapar del ruido que existe. La gente quiere hablar, después de todo, y, dado que siempre hay cientos de personas en la casa, la conversación puede subir de tono. También existen vehículos…, camiones, cortadoras de césped…

»Sin embargo, el lugar está situado en una finca de miles de hectáreas y senderos, algunos de los cuales son muy rústicos en verdad. Para mí, representa un placer especial pasear por esos senderos donde sólo veo árboles y enormes peñas traídas por los glaciares, sentarme en una de las mirandas que bordean las carreteras, contemplar lo salvaje agreste del panorama y escuchar el silencio. Se oye, sin duda, el canto de los pájaros, el moverse de las hojas… Pero eso no importa. Son sonidos naturales que subrayan el silencio.

»Pero, vaya a donde vaya, cuando me siento, más tarde o más temprano, por lo general más temprano, acabo por oír voces humanas. Son grupos que van por los caminos cercanos o que siguen el que yo acabo de tomar. Siempre lo encuentro irritante y me siento invadido. Es una tontería, lo sé. Después de todo, yo no soy más que uno entre centenares. No obstante, me creía con derecho a no ser estorbado. Me levantaba y seguía vagando, buscando siempre un lugar tranquilo, un lugar realmente silencioso… Y no lo encontraba nunca.

»Una vez, mientras estaba sentado en uno de mis observatorios favoritos, pasó un hombre; me miró, dudó un momento y dijo en un medio susurro:

»—¿Puedo quedarme con usted?

»Yo asentí. No podía negarme, aunque en seguida me incomodó. No podía levantarme e irme sin caer en la más intolerable descortesía.

»Después de haber permanecido allí en absoluto silencio durante unos cinco minutos, el inevitable sonido de una conversación llegó desde la carretera y se oyó una explosión de risa femenina. Mi improvisado compañero hizo un gesto y dijo:

»—¿Verdad que es molesto?

»Mi corazón se inclinó en su favor en seguida. Moví la cabeza y comenté:

»—No hay modo de librarse de ello.

»Él observó:

»—Puede hacerlo en su lugar.

»Se detuvo como si le hubieran atrapado hablando demasiado. Pero yo esperé con expresión indagadora, aunque no dije nada. Él continuó:

»—Existe un lugar que yo descubrí hace tres o cuatro años… ¿Le gustaría verlo?

»—¿Es silencioso?

»—Oh, sí.

»—Entonces, me encantará.

»—Venga conmigo.

»Se levantó y miró a su alrededor como si se estuviera orientando. Era un hermoso día de sol, con el cielo de un azul claro, sin nubes, y no demasiado caluroso; así que, cuando él comenzó a andar, yo le seguí complacido.

»Yo no tenía ganas de hablar, pero acabé por decir:

»—No le he visto a usted por aquí.

»—Suelo hallarme fuera, paseando por los caminos.

»—Yo también —comenté con el corazón entusiasmándose cada vez más—. Me llamo Ted Jarvik —dije, tendiéndole la mano.

»Él la tomó y me la estrechó calurosamente.

»—Llámeme Caballo Negro —me dijo.

»De repente, caminó directamente hacia el interior del bosque y comenzó a revolver entre las matas. Yo me sentí contento de llevar pantalones largos. Si hubiera hecho más calor, podía haber ido en pantalón corto, y habría sido arañado por las matas y atacado por los insectos. Tal como iba la cosa, yo seguí, obediente.

»No podía averiguar a dónde iba él. No había ningún sendero y estábamos gateando por peñascos como si estuviéramos haciendo montañismo. A pesar del frescor del día, yo iba resoplando, tenía mucho calor y ya hacía rato que sudaba. Por fin nos detuvimos un poco bajo los abetos y mi compañero dijo:

»—Habitualmente me paro aquí para tomar aliento. En estos días empleo más tiempo.

»Yo jadeaba un poco, agradeciendo la pausa, y dije:

»—¿Cómo sabe usted adónde vamos?

»—Por las señales. Un árbol que tiene justo ese aspecto. Una roca con una muestra particular de musgo. Me doy cuenta de esas cosas automáticamente y no las olvido. Es sólo una habilidad. No me pierdo nunca.

»Yo me lamenté:

»—Usted tiene suerte. Yo no poseo en absoluto sentido de la orientación. Me pierdo sin remedio en los pasillos del hotel. Las doncellas tienen que llevarme de la mano y conducirme a mi habitación.

»Mi compañero se rió y dijo:

»—Estoy seguro de que usted tiene muchos talentos. Mi incapacidad para perderme es el único que yo tengo.

»—Me ha dicho que su nombre es Caballo Negro. Usted no es indio, ¿verdad? ¿Un americano nativo?

»Yo le estaba mirando fijamente. Él tenía tan poco aspecto de indio como yo.

»—No es mi nombre. Yo solamente dije que usted me llamara de ese modo. Ya ve, creo que si uno realmente quiere salir de vacaciones, debe desprenderse de todo el bagaje de su vida ordinaria. Yo he de dar mi nombre auténtico en el hotel porque tengo que hacer una reserva y necesito utilizar mí tarjeta de crédito; pero, mientras estoy aquí, no quiero que me llamen por mi nombre. Tampoco deseo hablar de mis negocios. Simplemente no quiero reconocer ninguna parte de mi personalidad habitual. Lo que yo sea oficialmente, eso se queda en Manhattan. No está aquí.

»Me sentí impresionado por ello.

»—Es una idea interesante. Yo debería hacer lo mismo. No es que sea muy sociable cuando subo aquí.

»Él me preguntó:

»—¿Ha descansado un poco? Vayamos, pues. No nos queda mucho.

»Intenté observar dónde giraba y vigilar las señales, pero fue inútil. No soy persona observadora. Para mí, un árbol es un árbol y una roca es una roca, sin más detalles… Pero luego nos deslizamos hacia un hueco y Caballo Negro susurró:

»—Ya estamos.

»Yo miré alrededor. Las rocas nos rodeaban casi por todas partes. Había árboles que crecían entre ellas por aquí y por allí. Florecían los helechos. Hacía fresco, mucho fresco, un fresco que se agradecía. Y, por encima de todo lo demás, había silencio. No se oía ni un sonido. Algún movimiento de hojas; el débil zumbido de un insecto. Alguna que otra vez, el breve canto de un pájaro. Pero había silencio, un silencio curativo en un mundo que era una cacofonía de ruido, grande, larga, eterna.

»Había un saliente rocoso a una altura conveniente, y mi compañero lo indicó con un gesto. Nos sentamos y dejé que el silencio me inundara. ¿Qué es lo que decía el poema? «Cubrió mi espíritu febril con un toque de calma infinita.»

»Permanecimos allí durante media hora. En todo ese tiempo no dije nada, y mi compañero tampoco. No hubo sonido humano de ninguna clase. Ni risa distante, ni murmullo de conversación lejana, ni vibración de ningún motor de explosión. Nada. Nunca había experimentado una sensación así.

»Finalmente, mi compañero se levantó y sin decir nada, por gestos, planteó la cuestión de si debíamos irnos entonces. De mala gana, y por el mismo sistema, contesté que podíamos hacerlo.

»Nos fuimos. Nos alejamos unos cuatrocientos metros antes de que yo me atreviera a hablar.

»—¿Cómo encontró ese lugar tranquilo? —pregunté.

»Me contestó:

»—De forma accidental; pero, desde que lo descubrí, he vuelto al menos media docena de veces. Me gusta. Es un lugar fuera del acceso de todos los caminos y, por lo que sé, no está en ninguno de los mapas del hotel. Es un rincón escondido sin descubrir, que sólo yo conozco, creo…, y ahora usted.

»—Gracias por mostrármelo —dije, con infinita gratitud—. Uno no pensaría que había un lugar no pisado por los humanos en un sitio como éste.

»—¿Por qué no? —repuso Caballo Negro—. Supongo que por todo el mundo existen pequeñas zonas no perturbadas por el ser humano, a veces en lugares que tienen mucho movimiento y están muy poblados en conjunto. Hay menos de los que acostumbraba a haber, estoy seguro, y quizás algún día habrán desaparecido todos… Pero todavía no, todavía no.

»Sin vacilar, me condujo de nuevo a una de las sendas principales. Volvimos a arrastrarnos sobre rocas y raíces, a través de la maleza, y en las dos ocasiones me pareció que íbamos colina arriba…, pero volvimos al mismo punto de partida. Le dije adiós, le di otra vez las gracias y nos estrechamos la mano. Regresé a la habitación, me arreglé y me dispuse para la comida.

»No le vi en el comedor, aunque miré, y, de hecho, no le volví a ver durante todo el resto de la estancia. Para decirlo escuetamente, no he vuelto a verlo más.

»El día después de que él me hubiera llevado hasta el lugar tranquilo, intenté volver por mi cuenta. Me llevé un libro y algunos bocadillos que había pedido en la cocina, con la intención de permanecer allí la mayor parte de la jornada, si el tiempo ayudaba; pero, naturalmente, no lo hice. No tuve suerte en absoluto. Creo que me equivoqué en la primera curva.

»No me rendí, sin embargo. Después de volver a la ciudad, seguí soñando con aquel lugar tranquilo y, en cuanto pude arreglarlo, volví a aquel paraje de vacaciones, estudié el mapa y marqué la zona que creía que debía contenerlo. Podía hacer el camino hasta el mirador donde había encontrado a Caballo Negro y, desde allí, organicé un programa sistemático de exploración.

»No saqué nada de ello. Nunca pude encontrar aquel lugar. Por mucho que intentara recordar los giros y vueltas, por mucho que me engañara con la creencia de que reconocía uno de aquellos árboles o rocas agostados, por más cenagales que atravesara, por más riscos sobre los que tropezara, no fui a parar a ninguna parte. Logré picaduras y arañazos; quemaduras, contusiones y torceduras. Lo que no logré fue llegar a aquel lugar.

»Creo que se ha convertido en una obsesión para mí. Ocurre que conozco el pasaje de The Lost Chord y supongo que comencé a oírlo en mi cabeza con los cambios de palabras adecuados. He buscado, pero he buscado en vano. Ese lugar divino perdido, desde el cual llegó el espíritu del silencio que entró dentro de mí.

»Y supongo que lo canturreo cuando las cosas se ponen tumultuosas y caóticas.

Hubo una profunda pausa cuando Jarvik terminó. Hasta que Halsted dio su opinión.

—Supongo que usted necesita a ese tipo que le llevó allí para que vuelva a conducirlo otra vez al lugar, para que usted pueda señalar lo mejor posible cada giro de cada encrucijada.

Gonzalo vaciló.

—Supongo que el tipo realmente existió. Usted no lo soñó, ¿verdad?

Jarvik frunció el ceño.

—Créanme, no lo soñé. Ni era un enanito que me llevara al país de las hadas. La cosa ocurrió exactamente como les he contado. El problema es que él tenía un gran sentido de la orientación y yo no lo tengo en absoluto.

—Entonces, usted debería tratar de encontrarlo —dijo Rubin categóricamente—, si es que de verdad está bloqueado en medio del vacío.

—Bien —convino Jarvik—. Estoy de acuerdo. Debería encontrarlo. Ahora, díganme cómo. No sé su número de habitación. No sé su nombre. No se me ocurrió intentar identificarlo en la recepción aquella noche ni al día siguiente.

Meneó la cabeza y pareció debatir consigo mismo si seguir o no. Luego, se encogió de hombros y continuó:

—Yo podría contarles también lo obsesionado que me he vuelto. La última vez que estuve en aquel lugar, pasé la mitad del día con los diversos empleados de la recepción intentando conseguir una lista de las personas que habían estado en el hotel el día que me llevó a aquel lugar silencioso.

»Costó mucha negociación y mucho escudriñar por los archivos, y luego ellos fueron tan amables que prepararon para mí una lista alfabética que contenía doscientos cuarenta y nueve nombres. Me lo hicieron porque era un cliente habitual y porque repartí cincuenta dólares entre ellos.

»No incluyeron las direcciones, porque dijeron que eso iba contra las normas y que, si les cogían haciéndolo, serían despedidos y puestos en las listas negras, y quién sabe qué más. Tuve que arreglarme con la relación de nombres. Realicé un último esfuerzo para encontrar el lugar al día siguiente…, y fracasé, naturalmente, y luego pasé el resto de mi estancia estudiando la lista de huéspedes.

»Ya ven, los he aprendido de memoria. No a propósito, naturalmente. Simplemente los memoricé. Puedo decirlos por el orden alfabético en que fueron puestos. Ocurre que tengo una memoria así. —Caviló un poco—. Si mi sentido de la orientación fuese tan bueno como mi memoria para temas triviales puestos en una lista…, es decir, si mi sentido de la observación pudiera darme pequeñas variaciones que recordara luego, supongo que no estaría en el apuro en el que me encuentro.

Drake preguntó, frunciendo el ceño a través del humo de su cigarrillo:

—¿Cómo podría ayudarle la lista de nombres?

Jarvik respondió:

—La primera cosa que se me ocurrió fue que el nombre falso que utilizaba debía obedecer a alguna razón oculta. ¿Por qué tendría que llamarse Caballo Negro? Posiblemente, porque las iniciales eran las mismas que las de su nombre auténtico. Así, pues, fui repasando la lista y había solamente un D. H. (Dark Horse) y el nombre era Dora Harboard. Bien, fuera quien fuera mi amigo, no era una mujer, así que esto quedaba excluido.

»Entonces pensé que quizá las iniciales estaban invertidas.

Así que busqué un H. D. y no había ninguno. Entonces busqué los nombres solos. Muchas personas estaban anotadas, digamos, como Ira y Hortense Abel, para citar los primeros nombres de la lista. Me pareció que debía eliminarlos, especialmente si tenían hijos. Eso me dejó con diecisiete hombres solos. Al principio pensé que era un gran avance.

»Pero entonces me di cuenta de que Caballo Negro no me había hecho ninguna indicación de que estuviera solo. Podía muy bien haber tenido esposa e hijos en su habitación, o fuera, asistiendo a la partida de mah-jongg que se estaba jugando en el salón de tertulia aquella tarde.

Trumbull sugirió:

—Usted podía intentar una force majeure. Seguir todos los nombres masculinos de la lista y ver si uno de ellos era Caballo Negro. Quién sabe, podía tener suerte la primera vez que probara. Y usted sabe que vive en Manhattan. Él se lo dijo. Para empezar, inténtelo con la guía telefónica.

Jarvik señaló:

—Una de las personas de la lista es S. Smith. Me espanta la idea de cuántos Smith existen en la guía telefónica con la S como primera inicial. Además, si recuerdo bien, él dijo que lo que fuera oficialmente se había quedado olvidado en Manhattan. Me parece que quería decir que trabajaba en Manhattan; pero no necesariamente que vivía allí. Podía vivir en cualquiera de los cinco distritos o en Nueva Jersey, o en Connecticut, o Westchester.

»Miren, ya he pensado en una force majeure. Sólo para mostrárselo a ustedes, se me ocurrió que podía contratar a alguien en cualquier campo de aviación cercano para que me llevase hasta el lugar de vacaciones de modo que pudiera ver el sitio desde arriba. Pero sé que no lo reconocería visto desde el aire en una pasada rápida. Y aunque lo hiciera, tendrían que llevarme a aterrizar otra vez al aeropuerto y, si entonces intentase alcanzar el lugar tranquilo desde el suelo, fracasaría de nuevo.

»Pensé que quizá podría alquilar un helicóptero y, si reconocía el lugar, hacer que me descendieran por medio de alguna especie de cuerda mientras el helicóptero se mantenía en la vertical. Es ridículo, sin embargo. No tendría valor para colgarme de un helicóptero aunque reconociera el lugar y luego, después de dejarlo, ¿qué pasaría si no podía encontrar el camino de vuelta? No era fácil utilizar el helicóptero cada vez que quisiera ir, ¿no es cierto?

Gonzalo observó:

—¡Caballo Negro! ¿No es un término de carreras?

—En su origen —memorizó Avalon—. Se refiere a algún caballo de potencial desconocido que pueda tener una oportunidad remota de ganar, especialmente si entra en una carrera en la que todos los demás caballos son valores conocidos.

—¿Por qué caballo negro? —preguntó Halsted.

—Imagino —contestó Avalon— que indica lo mínima que es la información. Después de todo, la mayoría de los caballos son oscuros. Además, «negro» da la impresión de misterio, de algo desconocido.

—Bien —dijo Gonzalo—, quizás ese tipo tiene alguna conexión con el juego de las carreras.

Jarvik aceptó con aspereza:

—Bueno, supongamos que la tiene. ¿En qué me ayuda eso para encontrarlo?

—Además —observó Trumbull—, me parece que la expresión «caballo negro» se ha extendido para significar a alguien que entra en una competición sin ser un elemento conocido en ella. En boxeo, tenis; en política, incluso.

—¿Y eso de qué me sirve para encontrarlo? —se desalentó Jarvik.

Avalon suspiró hondo y dijo:

—Mr. Jarvik, ¿por qué no contemplamos The Lost Chord desde otra perspectiva? Roger Halsted señaló que un órgano complejo puede tener muchas, muchas variedades de sonidos y que un sonido se podía perder entre muchos. Pero, sin duda, este modo de mirarlo es demasiado simplista.

»Cualquier sensación consiste en la sensación misma, de forma objetiva; y en la persona que recibe la sensación, de manera subjetiva. Un acorde es siempre el mismo acorde, si está medido por un instrumento que analiza su función de onda. Sin embargo, el sonido que uno oye puede variar con el humor y las circunstancias inmediatas del que escucha.

»La persona que toca el órgano en el poema estaba «fatigada y desconcertada». Por esa razón, el sonido tuvo un efecto particular sobre él. «Suavizaba la pena y el dolor» que él podía haber estado sintiendo. A partir de entonces, cuando buscaba el acorde de nuevo, su humor podía ser de expectación ansiosa, de minuciosa atención. Aunque volviera a oír el mismo sonido, el mismo sonido precisamente, no le impresionaría de igual manera y él consideraría que no era el que escuchó en aquel otro momento. No es de extrañar que lo buscara en vano. Estaba intentando repetir no solamente el acorde, sino a sí mismo tal como se había sentido.

Jarvik preguntó:

—¿Qué es lo que dice?

—Estoy diciendo, Mr. Jarvik —respondió Avalon—, que quizás usted debería dar menos importancia al lugar. Usted lo encontró en un día perfecto. Lo descubrió porque otra persona lo guió hasta allí, de modo que usted estaba, en cierto sentido, despreocupado. Si lo encuentra de nuevo, es muy posible que ocurra en un día menos ideal…, cuando haga más calor, o más frío, o esté más nublado. Usted mismo estará buscando ansiosamente, no se encontrará cómodo. El resultado es que puede que no sea el mismo lugar que usted recuerda. Se sentirá amargamente decepcionado. ¿No sería mejor quedarse con el recuerdo y dejar de buscarlo?

Jarvik inclinó la cabeza y por unos pocos instantes pareció perdido en sus pensamientos. Luego, dijo:

—Gracias, Mr. Avalon. Creo que tiene razón. Si fracaso en dar con ese lugar, intentaré seguir su consejo y recrearme en su evocación. Sin embargo…, me gustaría, si puedo, encontrarlo una vez más, sólo para cerciorarme. Después de todo, Caballo Negro lo halló muchas veces, y lo disfrutó todas ellas.

—Caballo Negro sabía cómo ir allí —observó Avalon—. Su propio humor era bastante constante y podía ser que él escogiera siempre días en los que el tiempo fuese adecuado.

—Incluso así —insistió Jarvik con terquedad—, me gustaría encontrarlo, si hubiese manera de conseguirlo.

—Pero, al parecer, no la hay —le recordó Avalon—. Debe admitirlo.

—No lo sé —concluyó Mario—. Nadie ha preguntado a Henry.

—En este caso —arguyó Avalon con tozudez—, ni siquiera Henry puede hacer nada. No hay nada a qué agarrarse.

—¿Qué podemos perder? —preguntó Mario—. Henry, ¿qué puede decirnos?

Jarvik, que había estado escuchando atónito, se volvió entonces a Rubin y, sacudiendo el pulgar sobre el hombro, murmuró muy quedo:

—¿El camarero?

Rubin se puso el dedo en los labios y movió ligeramente la cabeza.

Henry, que había estado escuchando absorto, dijo:

—Debo indicar que estoy completamente de acuerdo con Mr. Avalon respecto a la naturaleza subjetiva de los encantos del lugar y no me gustaría estropear a Mr. Jarvik un recuerdo idílico. Sin embargo…

—¡Ajá! —exclamó Gonzalo—. Adelante, Henry.

Henry sonrió a su manera familiar y continuó:

—Sin embargo, la única cosa a la que podemos agarrarnos es «caballo negro», a la que todo el mundo se ha estado agarrando, por lo que veo. ¿Puedo preguntar, Mr. Jarvik, si por casualidad había alguien en la lista llamado Polk…?, un nombre no muy común. ¿Un James Polk, quizá?

Jarvik abrió mucho los ojos.

—¿Está usted bromeando?

—No, en absoluto. ¿Puedo pensar que había un nombre así?

—Existe un J. Polk, ciertamente. Podría ser James.

—Entonces, quizás es su hombre.

—Pero, ¿por qué?

—Mr. Trumbull explicó: «Creo que la expresión “caballo negro” se usa en la política.» Y sospecho que es de uso común en el día de hoy. Un caballo negro es un político en el que nunca se piensa en relación con el nombramiento por parte de un partido importante; y que, sin embargo, es nombrado como manera de romper lo que, de otra forma, parece un punto muerto insuperable. En la actualidad, los caballos negros aparecen rara vez, porque la nominación es decidida por las elecciones primarias. Sin embargo, en 1940, sin ir más lejos, Wendell Willkie era un caballo negro nombrado por el Partido Republicano.

»El nombre aparece usado la mayoría de las veces en la historia norteamericana aplicándose al primerísimo candidato de un partido que era un caballo negro. En 1884, los demócratas estaban todos dispuestos a nominar al ex presidente Martin Van Buren; pero éste necesitaba una mayoría de dos tercios y la intransigente oposición del Sur lo impidió. Por puro aburrimiento, la convención se volvió hacia el senador de Tennessee, James Knox Polk, a quien nadie había considerado en relación con la nominación. Fue el primer candidato caballo negro y siguió hasta ganar las elecciones. Fue un Presidente de un solo mandato, pero bastante bueno.

—Tiene razón —reconoció Rubin—. Usted lo sabe todo, Henry.

—No, Mr. Rubin —protestó el camarero—; pero tenía un vago recuerdo de ello y, mientras seguía la discusión, busqué en el estante de nuestros libros de consulta. Puede ser que el J. Polk de la lista de Mr. Jarvik sea un descendiente lineal o colateral, razón por la cual él tomó el nombre de Caballo Negro.

—Es sorprendente —murmuró Jarvik.

—Sin embargo —observó Henry—, si todavía puede tener dificultades para encontrarlo, Mr. Jarvik, e incluso lo encuentra, puede ocurrir que no sea ya la misma persona y que, incluso en el caso de que lo sea, usted acabe decepcionado de aquel lugar tranquilo. No obstante…, le deseo suerte.

Post Scriptum

Mi querida esposa, Janet, y yo tenemos como nuestro lugar favorito de vacaciones Mohonk Mountain House, que está situado a unos ciento cincuenta kilómetros de nuestra casa en New Paltz, Nueva York. Tiene zonas amplias por las que podemos pasear. Janet lo hace porque le gusta estar en soledad; y yo lo hago porque me gusta estar con Janet.

Una vez, encontramos un lugar donde nos pareció estar totalmente aislados y donde, durante unos pocos minutos mágicos, pareció que la Humanidad todavía no había sido inventada.

Pero existe una diferencia entre Janet y yo. A ella le producen placer aquel lugar y aquellos momentos en sí mismos solamente, con un amor puro y santo sin mezcla ninguna. Yo, por otro lado pensaba: «Apostaría cualquier cosa a que puedo sacar una historia de Viudos Negros de esto.» Y lo hice, y ustedes acaban de leerla.

El relato apareció por primera vez en el número de marzo de 1988 del Ellery Queen’s Mystery Magazine.