EL BOLSO VIEJO

—¡William Teller! —anunció Thomas Trumbull.

Era el anfitrión en el banquete de aquel mes de los Viudos Negros y, al presentar al invitado de la noche, lo hizo con una cierta agitación. Su rostro fruncido se fijó de manera particular en Mario Gonzalo, el cual, llamativamente ataviado como de costumbre, esta vez con una chaqueta de terciopelo marrón, lo ignoró.

—¡William Teller! —dijo encantado—. ¿Es usted descendiente de Guillermo Tell, quizá?

—No, en absoluto —contestó Teller con agrado.

Tenía tez olivácea, espeso cabello negro y un copioso bigote, también negro.

—En realidad —continuó—, Tell es una simple leyenda y probablemente no existió nunca. Sin embargo, soy de procedencia suiza, y el primer nombre es frecuente en la familia, quizás en homenaje a aquel viejo granuja. En realidad, Teller es una palabra corriente alemana que significa «plato».

Geoffrey Avalon bajó la vista desde su metro ochenta y cinco y comentó:

—Los padres a menudo son sensibles a los apuros de un muchacho. Yo me salvé de ser una penosa víctima propiciatoria por el hecho de que siempre utilicé como nombre el de Jeff. En eso tuve suerte, dado que el nombre se alterna con Broderick, y es mi hijo mayor, y no yo, el que debe apechugar con él. Por suerte, siempre ha sido un joven musculoso, cosa que yo no fui nunca.

—Los nombres pueden ser una inspiración, también —opinó Teller—. Cuando yo era joven, soñaba ser un arquero superlativo. Quería que la gente dijera: «Guillermo Tell era bueno, pero William Teller es mejor.» Yo era un arquero asiduo en el campamento de verano por esa razón.

—¿Y lo consiguió? —preguntó James Drake con interés, al tiempo que encendía su inevitable cigarrillo.

—No. Yo estaba notablemente poco dotado. Sólo daba en el blanco, no digamos ya en la diana, cuando apuntaba a alguna otra parte. Lo hacía fatal. Si hubiera ganado la competición nacional de arqueros con mi nombre, habría salido en todos los periódicos de los Estados Unidos, en las columnas de «Créase o no», si es que existen todavía.

—Usted hubiera resultado incluso mejor —dijo Emmanuel Rubin discretamente— si su nombre hubiera sido Robin Hood.

Roger Halsted manifestó con vehemencia:

—Muchas de las llamadas coincidencias suceden de esa manera. Si alguien se llama Robin Hood, se ve obligado a probar su habilidad en el tiro con arco y, si resulta bueno, decir «créase o no» estaría fuera de lugar. Sería una consecuencia lógica. De hecho, tengo la sospecha de que las cosas curiosas que le suceden a todo el mundo no son paranormales, sino naturales. Por ejemplo…

Todos se quedaron sin enterarse de cuál era el ejemplo que Halsted estaba a punto de dar, porque Henry, el camarero supremo, escogió aquel momento para anunciar, según su tranquila y efectiva manera, que la cena estaba servida.

Los Viudos se sentaron para tomar el pastel de callos, seguido por un crujiente pato asado con salsa de licor de cerezas, acompañado de arroz integral y trufas, algo que hizo que se extinguiera la conversación. Y, durante la cena, se mantuvo una especie de quietud satisfecha en la cual incluso los comentarios ocasionales de Rubin fueron expresados con una serena contención. Hasta que Trumbull, a la hora del café, golpeó el vaso de agua con la cuchara y señaló a Avalon como moderador del interrogatorio.

—Mr. Teller —preguntó Avalon—, ¿a qué se dedica usted?

Teller repuso sin inmutarse:

—A hacer que la gente piense.

—¿Y qué procedimiento emplea?

—Tengo una columna en los periódicos titulada Por el contrario. No aparece en ningún periódico de Nueva York; pero lo hace en ciento dos diarios de difusión moderada en otros lugares de la nación. En mi columna, presento la parte impopular de cualquier controversia, no porque apoye siempre con pasión esa parte, sino porque creo que es propensa a ser presentada de manera inadecuada al público. El público, después de todo, puede ser inducido a error; a veces, incluso de forma peligrosa, si escucha sólo a una parte de una cuestión. Muchas personas podían no saber siquiera que existe otro punto de vista.

—¿Puede usted darnos algún ejemplo? —preguntó Avalon.

—Por supuesto. En una columna reciente presenté la opinión que los llamados terroristas tienen de sí mismos.

—¿Llamados? —dijo Drake en suave tono de interrogación.

—Sí, «llamados» —respondió Teller—. Ellos no se consideran a sí mismos terroristas, de la misma manera que nosotros no pensamos que lo sean quienes están a nuestro lado. Cuando aprobamos sus objetivos, decimos que son luchadores por la libertad y los comparamos con George Washington.

—¿Defiende usted entonces el terrorismo? —inquirió Avalon.

—No es que lo defienda, sino que intento penetrar en el razonamiento que existe para su defensa. Por ejemplo, los Estados Unidos piensan que todos los conflictos tendrían que tener lugar con misiles, aviones, tanques y todo el aparato de la guerra; o mediante votos, resoluciones, argumentos, debates y toda la maquinaria de la política. Sin embargo, ¿qué ocurre si existe gente que cree que tiene una causa justa pero que no posee la maquinaria de la guerra y se le niega la maquinaria de la política? ¿Qué han de hacer, entonces? Sin duda, ellos tienen que luchar con las armas que poseen. Nuestro grito entonces es que son cobardes que golpean sin avisar y matan al azar a víctimas civiles. Pero, ¿es justo por nuestra parte «luchar limpiamente» contra fuerzas que son muchísimo más pequeñas que las nuestras?

—Veo su punto de vista —dijo Rubin—, pero se puede argumentar contra el terrorismo con bases pragmáticas, incluso dejando a un lado el gran sentido moral. Simplemente, el terrorismo no es eficaz. Tirar bombas al azar llena titulares y causa dolor personal y frustración pública; pero no consigue sus fines.

—A veces lo hace —afirmó Teller—. El asalto iraní a la Embajada de los Estados Unidos llevó a éstos al ridículo mundial, convirtió a Jomeini en el héroe de los radicales árabes por todo el Islam y destruyó la Presidencia de Carter. Y ni siquiera mataron a nadie.

—Sí —contestó Rubin—; pero fue autodestructivo porque condujo a la Presidencia de Reagan, que ha asumido una actitud mucho más dura contra el terrorismo, y trajo el bombardeo de Libia, por ejemplo, como castigo por su apoyo al terrorismo.

—Todavía tenemos que ver a qué conducirá esto por el otro lado. Para continuar mi argumentación, diré que durante la guerra, los terroristas se llaman guerrillas o fuerzas de resistencia, o «raiders», o comandos, o cualquier cosa, excepto terroristas. En la Segunda Guerra Mundial, dichas fuerzas irregulares que estaban en cualquier nación supuestamente conquistada, sobre todo en Yugoslavia, hicieron mucho para ayudar a la derrota de los nazis. De modo similar, las guerrillas de España hicieron mucho para vencer a Napoleón.

—Quizás —apuntó Avalon— usted no se mostraría tan comprensivo con ellos si hubiera sufrido directamente a manos de los terroristas.

—Supongo que no; pero el argumento existiría incluso si yo, por resentimiento personal, me negara a reconocerlo.

Drake prorrumpió en una risa ahogada.

—Ya sabe usted, Tom. Supongo que Mr. Teller es amigo de usted, puesto que usted lo ha traído como invitado. Con las opiniones que él tiene, ¿no resulta un amigo peligroso, considerando el tipo de empleo que usted tiene en el Gobierno?

—Nada en absoluto —negó Trumbull—. Es sólo un abogado del diablo profesional. A menudo apoya con todas sus fuerzas al Gobierno cuando ha ocurrido algo que lo hace impopular.

—Es una gran verdad —corroboró Teller.

Se detuvo y frunció el ceño como si le hubiera asaltado un pensamiento repentino. Dijo, hablando muy despacio:

—Ustedes saben que esto no se me habría ocurrido si no hubiera habido aquella charla antes de la cena acerca de conexiones extrañas, como la que se produce entre el tiro con arco y yo. Existe una conexión aquí en el asunto del terrorismo.

—¿Puedo preguntar qué conexión es ésa? —solicitó Avalon.

—Mr. Rubin había apuntado que mis opiniones podrían cambiar si yo fuera una víctima. Para decirlo con precisión, yo no lo he sido; pero mi esposa sí, y eso podría considerarse como casi equivalente. El mismo día en que aparecía mi columna sobre el terrorismo, el mismo día, mi esposa fue víctima de una especie de terrorismo suave. Le robaron el bolso. Naturalmente, eso fue la más simple de las coincidencias. Sin embargo…

Se detuvo de nuevo.

—Diga, Mr. Teller —pidió Avalon.

—No es nada importante. Estaba pensando en las secuelas del incidente, que fueron realmente humorísticas e incluso desconcertantes. Pero eso no importa. Retomemos nuestro debate sobre el trabajo a que me dedico. En la época de nuestra desgracia en el Líbano…

—Espere, espere —intervino Gonzalo, golpeando con la cuchara el vaso de agua—. Volvamos atrás, Mr. Teller. Quiero enterarme de la secuela humorística y desconcertante del robo del bolso.

Teller pareció sorprendido y se volvió automáticamente a Trumbull.

—Tom…

Trumbull se encogió de hombros.

—Adelante, hablemos de la secuela desconcertante. Si no, Mario nos amargará la vida a todos nosotros.

—Espere —volvió a pedir Gonzalo—. Espere un minuto. Henry no está aquí.

—¿Henry? —se extrañó Teller.

—Nuestro camarero. —Y Gonzalo levantó la voz—: ¡Henry!

Henry entró en el comedor.

—Dígame, Mr. Gonzalo.

—No desaparezca de ese modo —le espetó Gonzalo, malhumorado—. ¿Dónde estaba?

—Ordenando los platos y los cubiertos, Mr. Gonzalo; pero ya estoy a su servicio.

—Bien. Quiero que usted oiga esto. Mr. Teller, por favor, comience desde el principio.

Teller miraba sorprendido.

—No es realmente gran cosa. Mi esposa estaba en la estación Grand Central y, en una escalera mecánica abarrotada, desapareció su bolso. Ella lo llevaba colgado del hombro izquierdo, porque tenía alguna otra cosa en cada mano, y creemos que alguien que se hallaba detrás de ella cortó la correa con cuidado, sostuvo el bolso seguro hasta que llegaron al final de la escalera y entonces se escapó rápidamente, con el bolso bajo el brazo. Ella no vio nada, no sintió nada. Sabe que tenía el bolso en su poder cuando ella se hallaba en la parte superior de la escalera mecánica, porque se lo echó hacia la espalda para mayor comodidad, y no lo llevaba cuando terminó de bajar. Eso es todo lo que hay en cuanto a la historia. No le hicieron daño, no la empujaron, no la amenazaron. Fue un trabajo muy profesional.

—Usted no parece disgustado —observó Gonzalo.

—Lo estuve, naturalmente, y también lo estuvo mi esposa. Una pérdida semejante siempre es desagradable. No llevaba mucho dinero dentro, unos pocos dólares; pero tenía varias tarjetas de crédito, su permiso de conducir, los documentos de su coche, algunos papeles personales, fotografías… Eso significaba que tenía que informar de la pérdida de las tarjetas de crédito y enfrentarse al hecho de prescindir de ellas durante unas cuantas semanas, o usar las mías. Significaba también hacer gestiones en el Ayuntamiento sobre lo referente al automóvil, y decir adiós a toda la chatarra que llevaba en el bolso. Sin embargo, lo más importante es que fue herido su orgullo. El bolso era viejo, viejísimo; estaba en las últimas. Lo llevaba así a propósito. Tenía unos cuantos bolsos nuevos y bonitos que utilizaba cuando iba bien vestida; pero ese cochambroso lo usaba cuando iba de compras, cuando esperaba estar en medio de multitudes. Ella proclamaba que ningún ladrón que se preciase soñaría en coger un bolso que daba vergüenza. Ellos sabrían que no había nada que valiera la pena dentro. Bien, pues ellos lo cogieron; y aunque yo tuve sumo cuidado en no hacer ninguna referencia a sus afirmaciones anteriores, pues ella siempre había estado muy orgullosa de su inteligencia en ese aspecto, me miró y supo lo que yo estaba pensando.

—¿Y cuál fue la consecuencia desconcertante? —preguntó Gonzalo.

—Bien; ayer, dos días después del robo, abrí la puerta de mi apartamento con objeto de llevar la basura al compacter, pues yo trabajo en casa, y casi tropecé con un paquete que llevaba el nombre de mi esposa con escritura desordenada. En el primer momento, supuse que era algo que había dejado el cartero, aunque él sabía muy bien que no tenía que hacerlo sin tocar el timbre. Pero, cuando lo recogí, encontré que no tenía ninguna dirección y ningún sello. Así que debía haber sido llevado a mano, y eso más bien me disgustó. Después de todo se confía en que nuestra casa de apartamentos tiene un seguridad rígida y nadie debería poder entrar en el ascensor sin ser inspeccionado, por los porteros y llamarnos por el interfono y pedir nuestro consentimiento para que él o ella suban. Naturalmente, esto no siempre ocurre. Alguien entra cuando los porteros están ocupados con alguna otra cosa, o sigue a cualquiera que pertenece a la casa, de modo que da la sensación de que es un invitado… Pero, así y todo, me disgustó.

»Me puse lo bastante furioso para inspeccionar por entero el vestíbulo y mirar en los dos cuartitos de la escalera y en la habitación del compacter, lo que no fue muy inteligente por mi parte, y no encontré a nadie. Entonces llamé a mi esposa, le mostré el paquete y le pregunté si sabía qué podía ser.

»Ella dijo en seguida y con gran convicción:

»—Es una bomba.

»Naturalmente, yo me reí. Todos nos estamos volviendo ridículamente sensibles al terrorismo. El paquete me pareció demasiado pequeño para contener una bomba. Sin embargo, no tuve valor para intentar abrirlo. Después de una gran indecisión, tras escuchar si había algún tictac indicador, aunque no sé si las bombas hacen tictac en el día de hoy; y después de olerlo, y sin tener el suficiente valor para sacudirlo, llamé a la Policía. Ellos nos dijeron que lo pusiéramos en el centro de nuestra habitación más grande y abandonáramos el apartamento. En un momento, llegó una brigada especializada en explosivos con una unidad portátil de rayos X y, bueno…, no era una bomba.

»Ellos nos lo abrieron y, cuando nos volvieron a llamar al apartamento, nos mostraron el contenido. Y era todo lo que habían robado a mi esposa dos días antes. ¡Todo! El paquete contenía los papeles, incluyendo las tarjetas de crédito, las menudencias. Y el dinero, hasta la moneda más pequeña que estaba abajo, en el pequeño escondite de cuartos de dólar que ella guardaba para el transporte público. Mi mujer lo contó con sorpresa y todo estaba allí. No habían cogido nada. ¿Han oído ustedes alguna vez una cosa parecida? Yo lo considero desconcertante. Es de suponer que se trataba de un ladrón con un ataque de arrepentimiento.

Gonzalo, que había escuchado con gran atención, pareció decepcionado.

—¿Es ése el final del asunto?

—El final total —contestó Teller—. Pero yo ya les dije que no había gran cosa, así que no deben sentirse molestos conmigo.

Gonzalo meneó la cabeza, confuso a todas luces.

Henry dijo serenamente:

—Perdón, Mr. Teller. ¿Me permite hacer una pregunta?

—Desde luego, si así lo desea; pero no veo qué es lo que hay que preguntar.

—Es sólo que usted mencionó el contenido, señor; pero no mencionó el bolso mismo. ¿También fue devuelto?

Teller pareció quedarse atónito.

—No, no lo fue. Me alegro de que me lo haya preguntado. Fue la única cosa que no volvió. Mi esposa estaba preocupada por eso. Decía que el bolso tenía valor para ella y que podían haberlo devuelto también. Mi opinión es que era demasiado voluminoso para meterlo en un paquetito. Naturalmente yo comenté que, puesto que el plan de ella de llevar un bolso viejo no había dado resultado, no representaba una gran pérdida. Como es natural, me lanzó la mirada exasperada que las esposas lanzan siempre a los maridos que descienden a la pura lógica. En todo caso, así fue. Ellos devolvieron todas las cosas menos el bolso.

Halsted sentenció:

—Eso es desconcertante. Podían haber hecho un paquete algo mayor. Si el ladrón estaba tan agobiado por el arrepentimiento como para devolver hasta el último penique, su conciencia tenía que haberle movido a devolver el bolso.

Rubin dijo:

—Quizá se rompió y él creyó que no tenía sentido devolver los jirones.

—No, no, no —interrumpió Teller—. Era un bolso fuerte, de piel. Estaba viejo y rozado por el tiempo y tenía un aspecto horrible; pero no iba a romperse.

Trumbull intervino:

—¿Usted cree que lo guardaron a propósito? Quiero decir, que quizás el bolso era lo que ellos querían, así que devolvieron las demás cosas.

—Es ridículo —manifestó Rubin—. Si ellos querían el bolso, podían simplemente vaciar el contenido, al menos aquellas partes que ellos no pudieran utilizar.

Drake apagó su cigarrillo y argumentó con su voz suavemente ronca:

—Usted no puede plantearlo de las dos maneras, Manny. O el ladrón no estaba perturbado por el arrepentimiento y no devolvería nada, sino que simplemente tiraría lo que no quisiera, tal como usted sugiere, o tendría conciencia y devolvería todas las cosas excepto lo que le hacía verdadera falta. Por lo que veo, resulta que él estaba robando de mala gana algo que quería desesperadamente y que no tenía intención de robar nada más.

Avalon añadió:

—Quiero decir que era un hombre honrado que no tenía más remedio que robar una cosa concreta; pero que el robo de ningún otro artículo iba a mancillar su alma tierna y caballerosa.

—Es cierto —ratificó Drake—. Entonces, si es éste el caso, piense un poco en ello. Él quiere robar un bolso con objeto de conseguir alguna cosa específica que éste contiene. Pero él solamente ve el bolso y nada más. Él no ve lo que hay dentro. Si quería algo de lo que contenía, no podía estar seguro de que ese bolso en particular lo contenía. Podía tener que robar media docena de bolsos, examinar cada uno y luego, desilusionado, devolver todas las cosas a su propietario; o si, por fin, encontraba un bolso que llevaba dentro lo que él quería, sacar el objeto deseado y devolver todas las demás cosas.

—Yo no creo que un hombre honrado, un hombre tan honrado que sintiera el impulso de hacer un paquete con lo que había cogido y corriera el riesgo de devolverlo personalmente, robara en general de una manera tan caballerosa. Si admitimos que…

—Espere —intervino Rubin—. Nosotros no tenemos por qué aceptar eso. Podía ser que el ladrón fuera detrás de lo que se supone que contiene cualquier bolso: dinero, tarjetas de crédito…

—También pudo ser —sugirió Trumbull— que viera a Mrs. Teller abrir el bolso y observara que dentro había algo de lo que buscaba. Entonces la siguió con objeto de aprovechar la oportunidad de cogerlo.

—O, por alguna razón —dijo Gonzalo—, todo lo que quería era la identificación de ella. Él solamente deseaba saber su nombre y dirección.

Drake meditó el asunto por un momento, haciendo un zumbido al respirar, y luego dijo:

—No lo creo. Si él quería dinero o tarjetas de crédito, las habría conservado; y las devolvió. Si hubiera espiado cualquier cosa que quería, pero que no tenía un valor intrínseco, no habría devuelto eso; pero lo hizo.

—Espere —intervino Gonzalo—. ¿Cómo podemos estar seguros de que lo devolvió todo? Tal vez hubo algún pequeño objeto que Mrs. Teller no se diera cuenta de que había desaparecido. Quizás había algo en el bolso que incluso Mrs. Teller no sabía que estaba allí o había olvidado que estaba.

—No lo creo —replicó Teller en tono ambiguo—. Yo no puedo hablar por mi esposa; pero ella es una persona muy metódica con un cerebro ordenado. Si dice que se lo devolvieron todo, estoy dispuesto a apostar a que tiene razón.

Avalon se aclaró la garganta y comentó:

—Debe entender, Mr. Teller, que esto es un juego. Estamos intentando averiguar las implicaciones de este suceso extraño. Por favor, no se ofenda si sugiero, como una posibilidad remota, que su esposa tenía, digamos, una carta en su bolso que no quería que nadie viera. Si el ladrón la tiene, su esposa no se atreve a admitir que ha desaparecido…

Teller dijo con gesto sombrío:

—Usted está dando a entender que el ladrón intentará ahora hacerle chantaje. Caballeros, tendrán que aceptar que conozco a mi esposa. Ella preferiría ver al chantajista, y a sí misma, en el infierno, que pagar un penique. Por favor, quítense de la cabeza lo del chantaje.

Halsted intervino:

—Podría ser que él devolviera las tarjetas de crédito, pero guardara un registro del número para una posterior falsificación. O de la matrícula del coche.

Teller manifestó desaprobación.

—Es absurdo. Mi esposa ya ha cancelado todas esas cosas y pronto tendrá otras nuevas. Las falsificaciones no podrían utilizarse.

—¿Y qué me dice de la identificación? —insistió Gonzalo—. Ella llevaba su nombre y dirección, y el ladrón no necesitaba guardar los objetos físicos que le dieron la información.

—¿Por qué diablos —exclamó Trumbull— tendría que correr el riesgo de robar un bolso para eso? Podía simplemente haberla seguido a casa, emprender algún tipo de relación con ella. ¿Y por qué tendría que desear saber el nombre y la dirección de una mujer desconocida para él? ¿Me perdonará, Bill, si digo que ella no es una belleza arrebatadora?

Teller sonrió.

—Me parece hermosa a mí; pero para cualquier otro no es más que una mujer de mediana edad, de aspecto bastante corriente.

Drake iba mirando de uno a otro mientras hablaba cada uno de ellos. Al fin concluyó:

—Si hemos eliminado todas las variadas razones para robar un bolso y devolver su contenido, ¿se me puede permitir que termine mi razonamiento?

—Adelante, Jim —invitó Avalon.

—Muy bien. Todos nosotros hemos estado jugando con complejidades y, como Henry, voy a ir a la simplicidad. El ladrón devolvió todas las cosas excepto el bolso. Y, lo que es más, todo lo que pudo ver en el momento en que decidió robar alguna cosa de Mrs. Teller fue el bolso, no su contenido. Conclusión: él iba detrás del bolso mismo, de nada más, así que devolvió todo lo que éste contenía.

Rubin objetó:

—Pero, Jim, eso lo único que hace es sustituir un problema por otro. ¿Por qué demonios iba a querer el bolso el ladrón…? Mr. Teller, ¿está usted seguro de que el bolso no tenía ningún valor intrínseco?

—Ninguno —repuso Teller con énfasis.

—No era una antigüedad de ninguna clase, ¿verdad?

Teller pensó un momento.

—No soy experto en antigüedades. Mi esposa compró el bolso hace al menos veinte años; pero tengo la impresión de que lo pescó en «Klein’s». Nada que venda «Klein’s» se convertiría en una antigüedad, ¿no?

Gonzalo opinó:

—Los relojes de Mickey Mouse, para empezar, que se vendieron a un dólar la pieza, son ahora antigüedades valiosas.

—Sí —convino Avalon—, pero si aquel hombre fuera un coleccionista y conociera que un objeto pudiera valer, digamos, diez mil dólares, lo lógico es que dijera: «Perdone, señora, pero su bolso me recuerda uno que tuvo mi querida esposa difunta. ¿Estaría usted dispuesta a vendérmelo por diez dólares a fin de que yo pudiera tenerlo por su valor sentimental?» Aunque fuera empujado al robo, primero intentaría conseguirlo de forma legal.

Drake comentó:

—Parece como si fuéramos impelidos a la conclusión de que él quería un bolso viejo y raído por su valor intrínseco.

—¿Por qué? —inquirió Avalon.

—Porque él no podía comprar otro así. Todos los que están en venta son nuevos. Aunque fuera a un almacén de objetos de segunda mano, los bolsos estarían entintados y abrillantados, para que tuvieran el mejor aspecto posible. Él tenía que encontrar uno que ya fuera viejo y gastado y lo pareciera.

Gonzalo insistió:

—¿No les parece que intentaría comprarlo primero? «Eh, señora, ¿no querría venderme ese bolso deslucido y sin valor? Le doy diez dólares. ¿Qué le parece, señora?»

—Además —observó Trumbull—, ¿para qué iba a querer alguien un bolso viejo y rozado?

Halsted les recordó:

—En la historia de Aladino, el brujo malvado iba ofreciendo por ahí lámparas nuevas por viejas, porque quería la vieja lámpara maravillosa de Aladino.

Avalon favoreció a Halsted con una mirada altiva.

—Creo que podemos eliminar la posibilidad de que Mrs. Teller poseyera un bolso mágico.

—Era sólo una broma —aclaró Halsted.

—Quizás el ladrón era director de teatro y necesitaba un bolso viejo para una comedia que estaba haciendo —opinó Gonzalo.

—¡Qué tontería! —exclamó Rubin despectivo—, esa gente compraría un bolso nuevo y lo arrastraría.

Trumbull agregó:

—Eso elimina la necesidad de un bolso viejo y rozado. Fuera cual fuera el uso que quisieran darle, ¿no podían comprar uno nuevo, o uno de segunda mano en buen estado, y estropearlo, patearlo y arañarlo? ¿Por qué robárselo a una señora?

La conversación llegó a un punto muerto. Hasta que Avalon concluyó:

—Creo que hemos acabado con el tema. No existe una explicación lógica. Sólo nos queda admitir que la gente hace a veces cosas absurdas, y abandonar la cuestión.

—¡Oh, no! —exclamó Gonzalo—; no hasta que Henry haya dicho algo… Henry, ¿qué piensa de todo esto?

Henry sonrió suavemente y manifestó:

—Creo, al igual que Mr. Avalon, que la gente, a veces, hace cosas sin sentido. No obstante, si queremos continuar el juego, hay una sola ocasión en la cual robar un bolso viejo es más efectivo que comprar uno nuevo y estropearlo.

—¿Cuándo se da esa situación, Henry? —preguntó Teller.

—Cuando el ladrón quiere asegurarse de no ser identificado. Si el bolso es comprado, entonces es concebible que algo de él pueda llevar a los investigadores al lugar donde ha sido adquirido, y lo más fácil es que el vendedor identifique a la persona que lo compró. En este caso, el ladrón no fue visto y cabe presumir que nadie tiene posibilidad de identificarlo. Aunque se le llevara frente a Mrs. Teller, ella no puede reconocerlo. Es posible que sea un hombre tan honrado que asuma el riesgo de devolver todas las demás cosas; pero teniendo buen cuidado de utilizar una caja y papel de envolver de lo más común, y de llevar guantes. Se limita a garabatear el nombre, entra con sigilo y lo deposita sin ser visto. Así no es probable que sea identificado.

—En ese caso —planteó Teller—, él querría el bolso para un propósito delictivo.

—Es de suponer que sí —contestó Henry.

—¿Cuál, por ejemplo?

—Sigamos el juego —propuso Henry—. Puedo inventar una finalidad…, traída por los pelos; pero con cierta lógica. El bolso fue robado en la estación Grand Central y es bien sabido que allí hay gente sin hogar que vive en la estación y que es ignorada por una sociedad que es demasiado insensible para salirse de su camino y ayudarles, aunque no tan insensible como para expulsarlos de un sitio caliente y seguro.

»Nadie presta mucha atención a estos abandonados de la suerte. La persona media, sea hombre o mujer, tiende a apartar la vista de tan tristes individuos, aunque sólo sea porque tienen aspecto sucio y miserable, de modo que el observador se siente incómodamente repelido o penosamente asaltado por el remordimiento. Sería fácil para cualquiera adoptar el vestido viejo y sucio y la horrible apariencia de una persona sin hogar y contar con que nadie se meterá con él, ni siquiera se fijará en su existencia. Supongamos luego que una mujer se hubiera caracterizado como lo que se llama una «tía de la bolsa» y necesita un bolso para completar el engaño…

Gonzalo interrumpió:

—Espere, usted les llama «tías de la bolsa» porque llevan sus pertenencias personales en bolsas de papel de embalaje.

—Estoy seguro de que éste es el origen del mote, Mr. Gonzalo —observó Henry—; pero se ha convertido en una palabra genérica para designar a esas personas abandonadas. Estoy seguro de que una mujer sin hogar, con un bolso, continuaría siendo considerada como una «tía de la bolsa». Sin embargo, el bolso no podía ser nuevo. Una mujer de ésas, que llevara un bolso nuevo, seguramente llamaría la atención. Tendría que ser un viejo bolso raído que fuera bien con el resto de la indumentaria.

Teller se rió.

—Una trama muy inteligente, Henry; pero no creo que mi esposa llevara un bolso adecuado para una tía de ésas. ¿Y para qué necesitaba un bolso la individua disfrazada? ¿Por qué no una bolsa de papel de embalar?

—Quizás —opinó Henry— porque una bolsa de papel no sería lo bastante fuerte para contener lo que tuviera que llevar la tía, lo que necesitaba era un fuerte bolso viejo. Por ejemplo…, y esa idea se me ocurre solamente a causa del anterior debate sobre terrorismo, ¿qué pasaría si la supuesta tía de la bolsa hubiese de transportar un artilugio explosivo que planeaba colocar en la estación para que hiciera un gran daño? Como ha dicho Mr. Teller, los terroristas pueden considerarse a sí mismos como sublimes y nobles patriotas. Ellos robarían un bolso que era esencial para sus necesidades, si robarlo fuera la manera más segura de obtenerlo; pero les repugnaría quedarse con su contenido. Ellos no son ladrones, sino patriotas. Ante sus propios ojos, al menos.

Gonzalo exclamó con admiración:

—¡Dios mío, Henry, qué bien hace que cuadre todo!

—Es un simple juego, señor. El doctor Drake hizo el trabajo auténtico.

Trumbull intervino frunciendo el ceño de modo sombrío mientras pasaba la mano sobre su cabello blanco, de recias ondas.

—Usted lo presenta de un modo que cuadra muy bien, Henry. ¿Existe alguna probabilidad de que esto sea lo que realmente sucedió?

—Casi diría que no, Mr. Trumbull —contestó Henry—. No ha habido noticia alguna de que haya ocurrido una explosión en ningún lugar de la ciudad.

—Tan sólo han pasado tres días desde que fue robado el bolso —observó Trumbull. Y se volvió a Teller—. No creo que su esposa denunciara el robo, ¿verdad?

—No, claro que no. Ella no podía dar ninguna identificación, ni la más mínima. Lo mismo podía decir que el bolso había desaparecido por obra de una varita mágica.

—Aunque lo hubiera hecho —dijo Avalon—, ¿qué podría hacer la Policía a propósito de ello, Tom? ¿Y por qué tendrían que pensar en nada parecido a la historia que ha soñado Henry? eso sólo ha surgido del hecho de que todas las cosas fueran devueltas ayer.

—Supongo que usted tampoco informó de ello, ¿verdad, Bill? —preguntó Trumbull.

—No, naturalmente que no —contestó Teller.

—Bien —dijo Trumbull, poniéndose en pie pesadamente—. Puede ser una locura, pero voy a llamar a alguien que conozco. Y si… —miró su reloj—. Si lo encuentro viendo la televisión o preparándose para ir a la cama, será una lástima.

—Puede que no esté en casa, Tom —observó Avalon.

—Encontraré a alguien —insistió Trumbull, inflexible.

Se marchó hacia el teléfono que estaba en la habitación de al lado, mientras los demás Viudos Negros y su invitado permanecían en un silencio incómodo. Solamente Henry se mostraba impávido.

Finalmente, Gonzalo preguntó:

—¿Usted cree que puede haber algo de realidad en lo que ha pensado, Henry?

Henry sugirió:

—Es mejor que esperemos a que vuelva Mr. Trumbull.

Cuando por fin lo hizo, se sentó y, durante unos quince segundos, se dedicó a mirar muy fijo a Henry.

—Bueno, Tom… —dijo Avalon, instándole a que hablara.

Tom explicó:

—La cosa consiste en lo siguiente: si alguna vez esto se hace público, Henry va a ser acusado de brujería.

Las cejas de Henry se elevaron un poco.

—Si usted quiere decir con eso, señor, que había una bomba, creo que sería más apropiado conceder crédito a las mentes lógicas de los Viudos Negros.

—A la suya, Henry —puntualizó Trumbull—. Había realmente una bomba. Fue colocada en un lugar donde quizá no habría causado demasiadas víctimas, pero sin duda habría interrumpido el servicio de trenes durante semanas… Y, lo que es más importante, estaba metida en un viejo bolso de piel.

—Pero, supongo que no hubo explosión —dijo Henry.

—No; porque el bolso fue visto, por pura casualidad, y porque la persona que lo vio lo levantó y se sorprendió de su peso. Luego, como estamos en tiempos complicados, se le ocurrió hacer lo correcto. Llamó a la brigada especializada en bombas…, lo mismo que hizo usted, Bill.

—¡Qué suerte! —exclamó Gonzalo—. Si no lo hubieran encontrado, las conclusiones de Henry habrían llegado demasiado tarde.

—No es demasiado tarde para nada. Me temo que les conté a ellos lo suficiente de la historia; de modo que su esposa tendrá que ir allí e identificar el bolso. Si es su bolso, y estoy dispuesto a apostar mi último sueldo del año a que lo es, entonces ellos saben algo importante que los terroristas ignoran que ellos conocen. Comenzarán a mirar a todas las personas abandonadas de la estación y puede ser muy bien que encuentren algo. Gracias, Henry.

Teller pareció alterado.

—No creo que Jenny se alegre de verse implicada en esto.

Trumbull observó:

—No tiene elección. Simplemente dígale que no le queda más remedio que hacerlo.

—Eso es fácil de decir para usted —contestó Teller, con malestar.

Henry añadió:

—Ánimo, Mr. Teller. Estoy seguro de que su capacidad profesional para defender los puntos de vista impopulares de un modo convincente, hará posible que realice esta tarea con facilidad.

Post Scriptum

La gente me pregunta de dónde saco las ideas. Pues de donde puedo.

La mayoría de las veces tengo que pensar y pensar antes de que se me ocurra algo, y eso es un duro trabajo. (Pruébenlo, si no me creen.) Por tanto, cuando algo me sale al paso que puede ser transformado en una narración sin que tenga que agotarme mucho pensando, lo agarro en seguida.

Una mujer me dijo que le habían robado una vez un bolso y luego se lo habían devuelto de modo parecido al que se describe en mi relato. Le pregunté por qué se lo devolvieron y ella me contestó que no lo sabía.

Cuando oigo decir «no lo sé», mis antenas se ponen a vibrar. Y pienso que Henry lo sabría. Todo lo que tengo que hacer es inventar una historia alrededor del incidente. En este caso, eso fue exactamente lo que hice.

El relato apareció por primera vez en el número de marzo de 1987 del Ellery Queen’s Mystery Magazine.