Cuando Roger Halsted presentó a su invitado como su agente de inversiones, los miembros de los Viudos Negros, reunidos en su banquete mensual, respondieron al principio con un silencio de asombro.
Halsted no se preocupó por ello y se movió por la sala, presentando a los miembros metódicamente.
—Tal como he dicho, éste es W. Bradford Hume, señores… Brad, quiero presentarle a Emmanuel Rubin, que escribe narraciones de misterio; a Mario Gonzalo, que pronto estará haciendo su retrato; a James Drake, que tose sobre su cigarrillo y que fue químico antes de retirarse; a Geoffrey Avalon, un abogado de patentes, aunque nunca he averiguado para qué sirven, y Thomas Trumbull, que trabaja para una rama del Gobierno mantenida muy en secreto… Y éste es nuestro camarero, Henry, que también es miembro y que acaba de traerle su bebida.
Hume aceptó todas las presentaciones con gracia y una sonrisa. Tomó su martini con un «Gracias, Henry» y para entonces la reunión se había serenado.
Rubin, con los ojos muy abiertos detrás de sus gruesos lentes, preguntó:
—¿Está usted diciéndonos que éste es su agente de inversiones?
—Eso es exactamente —asintió Halsted con orgullo.
—¿Le han aumentado el sueldo? ¿Quintuplicado?
Halsted replicó:
—No hay que suponer que yo sea un mendigo, Manny, sólo porque enseño matemáticas en una escuela media. Tengo antigüedad, seguridad y un salario ni espléndido ni mezquino; pero razonable. Además, Alice trabaja y gana más que yo y recibí una pequeña herencia de mi madre, que en paz descanse…, así que Brad se cuida de unos pocos dólares por mi cuenta, y muy bien, por cierto.
Hume sonrió y dijo:
—No me propongo pregonar mis negocios, señores, porque entiendo que ésta es una noche puramente amistosa.
—¡Puramente! —gruñó Trumbull.
Avalon se aclaró la garganta.
—Yo pensaría, Mr. Hume, que ser un asesor financiero en estos tiempos inseguros contribuye a tener una vida intensa.
—Así es, Mr. Avalon; pero todas las épocas son inseguras, y ésa es la gran dificultad a la que se enfrenta un asesor financiero, dado que se espera que él vea el futuro… Al menos, el futuro inmediato.
—¿Qué valores suben? ¿Qué valores bajan? —murmuró Gonzalo. Ya estaba trabajando en la caricatura de Hume y había puesto la mata de cabello oscuro bajo la cual intentaba colgar una cara casi de querubín.
—Eso es cierto —convino Hume—. Pero hay algo más. Usted tiene que poder juzgar lo que será útil como inversión a largo plazo, prever los cambios en los impuestos…
Halsted puso la mano sobre el brazo de Hume.
—No hable de eso ahora, Brad. Van a interrogarle después de la comida y hasta entonces usted tiene derecho a relajarse.
—Eso me conviene —comentó Hume—. ¿Cuál es el menú de esta noche? ¿O no he de preguntar?
—¿Por qué no va a poder preguntar? —contestó Halsted—. Henry, ¿qué es lo que hay?
La cara lisa, sexagenaria, se arrugó un poco.
—Habrá salmón a la parrilla, Mr. Halsted, y creo que usted lo encontrará extraordinario. La salsa de langosta es una receta personal del chef.
—Va a probarla con nosotros, ¿no? —zumbó Drake con su voz ronca.
—Usted no quedará decepcionado, doctor Drake. Estará precedida por un pescado portugués al que puede que encuentre un poco picante.
—Eso no me preocupa a mí —manifestó Avalon, con sus cejas enmarañadas y caídas, que daban a su cara un aspecto satánico pero afable.
Resultó que Henry tenía razón. Desde la sopa hasta el pastel de chocolate con ron hubo murmullos de aprobación. Ni siquiera la afirmación decidida de Rubin de que estaba vacío de contenido el ejercicio del futurismo, ahora tan de moda, provocó una oposición demasiado clamorosa.
—Todo lo que tienen que hacer —opinó Rubin— es volver atrás y leer las predicciones para el presente lanzadas por los charlatanes de hace medio siglo. Encontrarán que vieron un millón de cosas que no han sucedido y que no vieron casi nada de lo que luego sucedió.
Hume escuchaba muy serio la discusión que siguió; pero no dijo nada.
Gonzalo preguntó, con obvia desconfianza en sus ojos:
—Su buen amigo Asimov es un futurista, ¿no?
—¿Él? —dijo Rubin, con todos los pelos de su escasa barba a punto de erizarse—. Describe el futuro en lo que llama ciencia ficción; pero las únicas cuestiones que acierta son las que están penosamente claras para todo el mundo. Y no puede ser considerado mi amigo. Tan sólo le ayudo alguna vez en la trama de una historia, cuando él se halla estancado.
Halsted se acarició el estómago con una sonrisa de satisfacción y golpeó su vaso de agua con la cuchara.
—Caballeros, ya es hora de que Brad pague por su excelente cena haciendo frente a un interrogatorio. Manny, dado que usted tiene una opinión tan baja del futurismo, ¿querrá servir como moderador? Y, por favor, recuerde que ha de mantener un nivel elemental de cortesía hacia quien es nuestro invitado de honor.
Rubin resopló.
—Me permito recordarle, Mr. Roger, que no necesito lecciones de modales… Mr. Hume, ¿a qué se dedica usted?
—Si esperan que les diga que me dedico a hacer rica a la gente por medio de inversiones inteligentes, quedarán decepcionados. La dedicación viene de mi habilidad como orador en los banquetes.
—¿Es cierto? He de suponer que usted se considera brillante en eso.
—Sí. He estado haciéndolo durante quince años y, en este momento, he llegado a un precio de rutina de siete mil quinientos dólares por la charla de una hora. Creo que es la cantidad adecuada a mi habilidad.
—Huy —exclamó Rubin, al no encontrar oportunidad inmediata para dar una respuesta—. ¿Y se molesta en hacer otras cosas?
Hume se encogió de hombros.
—A mí no me gusta mucho viajar, y quiero estar en una posición en la que pueda permitirme seleccionar con gran cuidado…, rechazar una charla, sea cual sea su precio. Eso puedo hacerlo mejor si tengo un trabajo regular como soporte financiero. Y ésa es la razón por la cual no tengo agente. Ellos te presionan…, y se llevan el treinta por ciento.
Rubin quiso saber:
—Si usted no tiene agente, ¿cómo consigue contratos de charlas?
—De boca en boca. Si eres capaz de dar una buena charla, la gente te abrirá camino y te llevará hasta donde puedas llegar.
—¿Cuál es su tema?
—Futurismo, Mr. Rubin…, cosa en la que usted no cree. A pesar de sus comentarios sobre el tema, todo el mundo, en estos tiempos, parece interesado por lo que nos pueda deparar el futuro. ¿Cuál es el futuro de la educación? ¿De los robots? ¿De las relaciones internacionales? ¿De la exploración espacial? Uno lo plantea…, y los demás se interesan.
—¿Y usted habla de todo eso?
—Sí.
—¿Cuántas charlas distintas tiene preparadas?
—Ninguna. Si tuviera que prepararlas, habría de descuidar mi trabajo de asesor financiero, y no puedo hacerlo. Yo improviso, y no necesito preparación. Díganme un tema y yo me levantaré y hablaré durante una hora… Pero ustedes tendrán que pagarme mis honorarios.
Halsted observó:
—Escuchen yo le he oído hablar. Lo hace bien.
Gonzalo preguntó:
—¿Ha tenido usted algunas experiencias chocantes en su carrera de orador, Mr. Hume?
—¿Chocantes? —repitió Hume, apoyándose en su silla y con aspecto de sentirse cómodo—. He tenido algunas presentaciones memorables, que yo no consideré divertidas, aunque los demás pudieran reírse. Una vez alguien hizo objeciones a mis honorarios y me escribió una carta diciendo que éstos eran cuatro veces mayores que los que había pagado a nadie. Yo le contesté diciendo: «Yo soy cuatro veces mejor…, por lo menos.» Al presentarme, él leyó la correspondencia. El público, una organización profesional de ingenieros, de repente se dio cuenta de que estaban siendo desplumados el cuádruplo de lo habitual por un gorrón arrogante. Yo pude sentir algo así como el soplo frío del viento del Norte cuando me levantaba, y necesité la mitad de la charla para ganarme su apoyo.
»Otra vez, una mujer me presentó de un modo muy pedestre…, cosa a la que estoy acostumbrado. Se oyó un suave aplauso y yo me levanté con objeto de comenzar, en cuanto éste hubiera culminado, a fin de empezar con la autohipnosis del público a mi favor. Sólo que la mujer que me presentó, y puede ser que ella tenga un lugar especial en el infierno algún día, comenzó a gritarles a los retrasados que había sillas al lado. Continuó hasta que cesaron los aplausos y yo tuve que dirigirme a una audiencia muerta. No acabé de animarlos del todo.
»Luego está el gracioso. Tuve uno que dio una charla de quince minutos como presentación. ¡Quince minutos! Lo comprobé con el reloj. Y él fue cómico, realmente cómico. Tenía al público tronchándose y no cobraba ni un penique. Yo tuve que seguirle y me di cuenta de que el público me iba a considerar a mí mucho menos divertido… y a un precio exorbitante. Estaba pensando en perder el dinero y marcharme, cuando mi presentador concluyó diciendo: «Pero no dejen que les dé la impresión de que Mr. Hume puede hacer cualquier cosa. Ocurre que sé que nunca ha cantado el papel del duque en Rigoletto.» Y se sentó, en medio de grandes risas.
»Lo que él no sabía era que me lo había servido en bandeja. Me levanté, esperé que el aplauso de rutina se extinguiera del todo y, en medio de un silencio sepulcral, canté con mi potente voz de tenor Bella figlia dell’amore, las primeras notas de la contribución del duque al famoso cuarteto. El público se tambaleó con la risa más fuerte de la noche, y yo me lo gané.
»Tuve que dar una conferencia doce horas antes de tener un ataque al corazón, y luego otra doce horas después del ataque. Por fortuna, no sabía en aquel momento que se trataba de un ataque cardíaco. La segunda charla estaba dirigida a un grupo de cardiólogos, y ninguno de ellos…
Gonzalo interrumpió:
—Espere un momento. ¡Espere!
Hume se calló y pareció sorprendido.
—Le ruego que me disculpe —dijo Gonzalo—. Yo le creo a usted cuando afirma que puede hablar, improvisando, sin previo aviso; pero usted no ha captado mi pregunta.
—Usted me preguntó si yo había tenido algunas experiencias chocantes, ¿no?
—Sí; pero yo no me refería a experiencias graciosas, cómicas… Yo quería decir extrañas o sorprendentes. Pretendía saber si le habían ocurrido cosas raras.
Hume se frotó la nariz y continuó:
—¿Podría usted concretar más, Mr. Gonzalo?
—Yo quería decir, algo que usted no pudiera explicar. Un enigma. Un misterio.
Avalon bajó la palma de la mano hasta la mesa y dio un fuerte golpe.
—Mario, propongo que le expulsemos a usted de la sociedad.
—No puede hacerlo —protestó Gonzalo, con disgusto—. No existen restricciones sobre las preguntas que hacemos.
—Excepto los cánones del buen gusto. ¡Por el amor de Dios!
—¿Qué hay de mal gusto en pedir un misterio? A mí me gustan los misterios. Si él no tiene ninguno, puede manifestarlo y ya está. —Se volvió a Hume, frunciendo el ceño, y con voz claramente autoritaria inquirió—: Bien, ¿ha tenido usted alguna especie de misterio en conexión con sus contratos de orador?
Pasó las palmas de las manos por las mangas de su chaqueta de terciopelo rojo, como si barriera todas las objeciones triviales a la pregunta.
Hume sonreía encantado.
—¡Claro que sí! En efecto, los he tenido. Es extraño que usted pregunte una cosa semejante. Fue hace años, naturalmente, pero se trató de un misterio auténtico. No teníamos ni la más ligera idea de a dónde se había ido aquel tipo… ¿Quiere usted oírla?
Gonzalo se levantó de la silla y declaró:
—Yo sí, pero me gustaría someterlo a votación. ¿Hay alguien que no quiera oírlo?
Todos permanecieron silenciosos; entonces, Avalon declaró:
—Bien, Mario, escucharemos.
Gonzalo asintió enfáticamente con la cabeza.
—Muy bien. Mr. Hume, tiene usted el derecho de hablar.
Hume dijo en tono suave:
—Me alegrará hacerlo. Pero, ¿van ustedes a interrumpirme a la mitad, o se me permitirá hablar libremente?
—Yo le garantizo, Mr. Hume —contestó Avalon—, que a usted se le permitirá hablar. Roger, como anfitrión, tendrá un control absoluto sobre la conversación y, cuando diga «hablen», hablaremos, y cuando diga «no hablen», permaneceremos callados. ¿De acuerdo, Roger?
—De acuerdo —convino Halsted.
—Empezaré —dijo Hume—, y confío en tener suerte. La historia comienza hace algunos años, cuando fui invitado a dar una charla en Seattle. Aquello significaba que tendría que ir en avión, y a mí no me gusta mucho volar. Nunca lo hago por mi voluntad; y menos en enero. Y, lo que es más, el precio ofrecido era bastante menor del que a mí me gustaba. Así que, para arreglarlo todo de una vez, dije que no.
»Y fue una buena cosa que lo hiciera, porque sucedió que el Noroeste fue invadido por una niebla tenaz justo el día en el cual yo habría llegado. Incluso suponiendo que aterrizara con toda normalidad, muy pocos aviones partieron de Seattle durante la semana siguiente, y me habría quedado embarrancado. Eso me habría perturbado, dado que tenía trabajo que hacer en casa, y habría molestado también a mi jefe. A la empresa no le importan mis conferencias, puesto que suelo intercalar en ellas uno o dos anuncios, y a mis directivos les parece bueno que esté preocupado por el futuro y hallarse ellos relacionados con él. De todos modos, que yo estuviera fuera una semana les habría parecido abusivo.
»Todo eso carece de importancia. Lo importante es que el caballero que estaba en el otro extremo del teléfono no aceptó mi negativa. Él y sus socios aprovecharon el milagro de la comunicación moderna y volvieron a mí con la sugerencia de que me quedara en Nueva York y me sometiera a una entrevista de televisión de veinte minutos. La entrevista sería grabada y luego proyectada para un público al que se presumía ansioso de escucharme.
»El precio seguía siendo menor del que a mí me gustaba; pero me halagó su insistencia. Entonces, tampoco tendría que viajar. La entrevista se realizaría en un sitio del centro, a una distancia que representaba un paseo desde mi apartamento, si el tiempo era pasable, cosa que no es en absoluto previsible en diciembre. Acepté.
»El caballero que me invitó, cuyo nombre he olvidado; pero no tiene importancia, le llamaré Smith, notó en mí un residuo de falta de entusiasmo e intentó asegurarme que todo se haría de la manera que me resultara más cómoda. Me dijo que vendría a buscarme en un taxi a las nueve y veinte de la mañana con objeto de llevarme allí a las nueve treinta. El cámara, que se había planeado que estuviera poco después de las nueve de la mañana, lo tendría todo a punto y estaría dispuesto cuando yo llegara.
»Ésa era una cuestión importante para mí. Yo he hecho trabajos de televisión, con las cámaras preparadas para una entrevista en alguna habitación de hotel, por ejemplo, y déjenme decirles que no hay manera más fácil de volverse loco. La televisión existe desde hace unos cuarenta años; pero los cámaras todavía no han encontrado un sistema de poner las luces de manera que el sujeto esté bien iluminado y sin sombras perturbadoras.
»Además, todos ellos se consideran unos artistas y, al parecer, existe una especie de ley que impulsa a los artistas a no estar nunca contentos. Cada ajuste que hacen aquí, implica alguna cosa allí. Necesitan horas para llegar a un punto de casi satisfacción. Y entonces, cuando te sientas, se dan cuenta de que llevas gafas, y de que esa gafas pueden producir un efecto no deseable… Todo el trabajo comienza de nuevo.
»Pregunté:
»—¿Está usted seguro de que el cámara se hallará a punto y de que todo lo que tendré que hacer será sentarme?
»—Seguro —afirmó. Y eso lo decidió todo.
»Llegó el día. Smith llegó en su taxi a la hora convenida y nos marchamos. A los diez minutos, estábamos en el lugar. Cuando salimos del coche, Smith me dijo:
»—Todo estará listo para nosotros.
»Yo intenté que no se trasluciera mi pesimismo. Estoy convencido de que los cámaras no están listos en ningún momento para nada ni para nadie.
»—Bien —convine.
»Subimos a uno de los pisos superiores y pasamos al despacho un poquitín antes de las nueve y media. Habíamos entrado en las oficinas de una empresa de abogados muy grande, en la cual un viejo compañero del Ejército de Smith era un miembro senior. Llamémosle Jones, porque tampoco recuerdo su nombre. Ellos nos prestaban la sala de conferencias.
»Smith dijo jovialmente al recepcionista:
»—Hola, soy Smith, y este señor es Mr. Hume. Estamos aquí para efectuar la grabación de televisión. Supongo que el cámara ha llegado y está instalado.
»El recepcionista explicó con bastante indiferencia:
»—No he visto a ningún cámara, señor.
»—¿Cómo? —se sorprendió Smith—. ¿Ningún cámara?
»—No, señor —dijo el recepcionista.
»Smith frunció el ceño, pero decidió ser invenciblemente optimista.
»—No puede ser —contestó—. Nos está esperando.
»Pero no lo estaba. Entramos en la sala de conferencias y se hallaba tan vacía como un escenario de Shakespeare.
»—¿Dónde está? —pregunté.
»—No lo sé —repuso Smith.
»Entonces, bajó el compañero de Smith, Jones, me dio la mano y le dijo a Smith:
»—Bien, ¿dónde está?
»—No lo sé —volvió a decir Smith.
»Yo insinué:
»—Será mejor que llamemos a su despacho.
»Pero Smith explicó:
»—Su despacho está en Indianápolis.
»Yo, muy perplejo, pregunté:
»—¿Es que no hay ningún cámara en Nueva York? ¿Por qué hay que traer uno de Indianápolis?
»Smith se encogió de hombros.
»—Es la empresa con la que siempre trabajamos.
»Jones señaló un teléfono que estaba en el rincón y se dirigió a Smith:
»—Aprieta cualquier botón del fondo que no esté encendido; luego, presiona el ocho y espera que vuelvan a dar la señal para marcar, aprieta el uno, el código de la zona y el número.
»Aguardé, paciente. Algo sorprendente, pues la única cosa que me pone furioso es tener que esperar. Puede salir mal cualquier cosa, y yo soy la paciencia personificada. Todo el mundo reconoce lo apacible que soy. Pero sí alguien no aparece en el instante acordado, se me arruga la frente. Y, a los cinco minutos, me sale humo por las orejas.
»El tiempo pasaba; era casi la hora en la que yo contaba con haber terminado la entrevista, y el cámara ni siquiera había aparecido. Sin embargo, no me alteré lo más mínimo. Había un misterio en ello y me sentí interesado.
»Smith regresó del teléfono e informó:
»—Vino para acá ayer; y el gerente dice que tenía el nombre correcto, la dirección correcta y que todo era como tenía que ser. Además, el gerente afirma que el cámara que nos han asignado es conocido como El Viejo Infalible. Ha trabajado por todo el mundo y nunca falta a una cita.
»—Ha faltado a ésta —observé—. ¿Dónde tendría que estar hoy, pues, si se marchó ayer?
»—En un hotel —contestó Smith.
»—¿Estuvo allí alguna vez? —pregunté.
»Volvió al teléfono y, después de un rato, Smith aclaró:
»—Se inscribió la noche pasada.
»Jones sugirió:
»—Sin duda él tomó un taxi, el taxista se dio cuenta de que era forastero y lo trajo a este lugar a través del barrio de Yonkers. Ya se sabe que los taxistas hacen esas cosas.
»—Es imposible —opinó Smith con una intensa irritación—. Él se halla alojado en el «New York Hilton». ¿No está en este mismo barrio?
»Jones pareció muy perplejo.
»—¿El «New York Hilton»? Sí, lo está. Se encuentra enfrente. Todo lo que tiene que hacer es cruzar la Calle 54.
»—Así que no tendría que coger un taxi, ¿verdad?
»—Creo que no —contestó—. La dirección del hotel es Sexta Avenida 1335, y estamos en Sexta Avenida 1345. La persona menos experimentada del mundo no habría tomado un taxi para recorrer diez números de una calle concreta en la que sabe que está, y este tipo es una persona que ha viajado por todo el mundo y al que llaman el Viejo Infalible.
»Sentí que me inundaba una oleada de pesimismo, y sugerí:
»—Así que el Viejo Infalible está aquí en la gran ciudad. Ha cogido una trompa, se lo ha llevado a casa una joven bondadosa y está durmiendo la mona.
»Smith parecía indignado:
»—Vamos, el gerente dijo que tenía cuarenta y ocho años. No es un muchacho alocado.
»—Tampoco es un fósil —repliqué—. Yo soy mayor que él y podría hacerlo con facilidad. Quiero decir, no es que lo haga, pero podría hacerlo si quisiera.
»—Bien, él no lo haría si tuviera que acudir a una cita por la mañana. Es un profesional.
»—Muy bien —acepté—. Usted se está preguntando si él habrá tenido un ataque al corazón por la noche; si en este momento puede estar tumbado en la cama de ese hotel, muriéndose, o quizá muerto.
»Smith y Jones parecían incómodos. Smith preguntó de modo inseguro:
»—¿Usted cree que deberíamos llamar a la Policía?
»Jones opinó:
»—No antes de que alguien vaya a mirar en su habitación.
»Jones fue al teléfono esta vez. Habló crispadamente y luego colgó. Todos nosotros mantuvimos un silencio preocupado durante un rato.
»Smith inquirió:
»—¿Usted cree que ha venido a este edificio y no ha podido entrar? Me imagino que la seguridad es rígida y que, en estos momentos, puede estar dando vueltas por el vestíbulo.
»—La seguridad es rígida, cierto… —convino Jones—; pero le entregaron un pase la noche anterior. No debería tener ninguna dificultad en entrar.
»—Quizá no se lo dieron —sugerí yo, siempre pesimista—, y no ha podido pasar del vestíbulo.
»Jones dijo:
»—Enviaré a alguien a la entrada para mirar.
»El teléfono sonó. Jones lo atendió, habló un rato y volvió para decir:
»—La seguridad del hotel ha ido a su habitación. Su equipaje se encuentra allí, pero él no está. Y no hay ningún equipo de cámara. Así que se marchó con sus bártulos.
»—Entonces, ¿dónde está? —pregunté yo.
»No hubo respuesta, por supuesto. Jones pensó un poco y añadió:
»—Supongo que han mirado en el cuarto de baño.
»Smith se encogió de hombros y dijo:
»—Imagino que la gente de seguridad conoce su oficio.
»Hacía casi una hora que yo estaba allí, y dijeron que no había señal alguna de ningún cámara dando vueltas por el vestíbulo. No cabía duda de que, si él llevaba su equipo, lo habrían visto fácilmente. Pero el agente de seguridad que estaba abajo no había visto a nadie que entrara con un equipo semejante, con pase o sin él. Yo indagué:
»—¿Comprobaron si él ha firmado?
»Jones meneó la cabeza.
»—No tendría que firmar si llevaba un pase. Simplemente le hacen señal de que entre.
»Smith dijo:
»—Usted no supone que saliera del ascensor en un piso equivocado, ¿verdad? Podría ser que estuviera dando vueltas perdido por ahí.
»Jones miró su reloj:
»—Tenía que estar aquí hace hora y media. ¿Cómo puede pasarse todo ese tiempo dando vueltas por un piso equivocado? No hay ningún piso en este edificio que no tenga guardias de seguridad. A nadie se le permitiría dar vueltas de un lado para otro… Y él además no lo haría. Él preguntaría. Después de todo, sabe el nombre de esta empresa y sabe en qué piso está.
»Hubo un silencio pegajoso y todos nosotros íbamos mirando nuestros relojes por turnos. Al fin, Jones murmuró un «excúsenme» y se marchó. Volvió al cabo de tres minutos y declaró:
»—Acabo de hablar con Josie…
»—¿Quién es Josie? —le pregunté.
»—La recepcionista —me contestó—. Ella jura que no ha entrado ningún cámara. De hecho, no ha entrado absolutamente nadie que no fuera miembro de la empresa, excepto usted, Smith, y usted, Mr. Hume.
»—¿Estuvo ella en su mesa todo el tiempo? —preguntó Smith.
»—La recepcionista insiste en que sí estuvo.
»—¿Quiere usted decir que ella no salió para empolvarse la nariz o lo que fuera?
»—Asegura que no. Dice que estuvo trabajando y atenta toda la mañana, y que no es posible que entrara nadie sin que ella le viera.
»—¿Es una mujer de fiar? —pregunté.
»Jones frunció el ceño.
»—Podemos confiar en ella. La hemos tenido en este trabajo cerca de cinco años y, si dice que nadie entró, es que nadie entró.
»—Entonces, ¿dónde está él? ¿Cómo puede perderse sólo cruzando la calle? —preguntó Smith.
»Yo indiqué:
»—Estamos eliminando todas las cosas, excepto la posibilidad de que tuviera un accidente mientras cruzaba la calle.
»Smith balbuceó, tembloroso:
»—¿Piensa usted que pudo haber sido atropellado por un coche?
»—Ya se sabe que eso ocurre —observé.
»—Tendría que haber sido algo muy serio —insistió Jones—. Siendo un profesional, él nos llamaría, o llamaría a su oficina. Aunque no pudiera moverse, encargaría a alguien que nos llamara.
»—Si estuviera consciente. Si estuviera vivo —dije yo.
»—Si hubiera sido un accidente serio en la calle, justo delante de aquí, lo sabrían en la planta baja —opinó Jones.
»—¿Lo ha preguntado alguien? —planteé yo.
»Jones dudó un par de segundos y llamó a la planta baja. No necesitó mucho tiempo. Meneó la cabeza:
»—Nadie de abajo sabe nada de un accidente.
»—Llamemos a la Policía. Ellos tendrían que tener constancia —sugirió Smith.
»Jones no parecía desear hacerlo, pero lo hizo. Eso requirió un poco más de tiempo; pero el resultado fue el mismo. Explicó que la Policía había dicho que no hubo registro de ningún accidente esa mañana en la Calle 54 y la Sexta Avenida.
»Smith insistió:
»—Entonces, ¿dónde está él?
»Me levanté.
»—Caballeros —dije—, yo no sé dónde está; pero no puedo esperar más. Tengo otras citas que cumplir, otro trabajo que hacer. Sintiéndolo muchísimo, he de marcharme. Sin embargo, me gustaría saber la respuesta a este enigma. Cuando lo averigüen, hagan el favor de telefonearme. Si son tan amables de hacerlo, volveré para llevar a cabo la grabación.
»Así que me marché… Al cabo de una hora, Smith me llamó y me explicó la situación. Una semana después, yo volví e hice aquel trabajo. Aquí está su misterio.
Los Viudos Negros miraron incrédulos a su invitado. Halsted habló por todos al preguntar:
—¿Sucedió eso realmente, Brad? ¿O quiere gastarnos una broma?
—No, no —negó Hume—. Cuanto he dicho es verdad. Palabra de Boy scout. Sucedió exactamente como lo he descrito.
—Bien; entonces, explíquenos lo que le sucedió al cámara.
Hume meneó la cabeza sin dejar de sonreír.
—Ustedes querían un relato de misterio y yo se lo he dado. Son ustedes quienes han de decirme a mí lo que sucedió. Ya conocen los hechos. Les daré dos pistas. Nadie estaba acostado. No fue un montaje de ninguna clase. La segunda pista es que no hubo tragedia alguna. El cámara no estaba lesionado en absoluto. ¿Dónde estaba?
Gonzalo preguntó:
—¿Es que tuvo un ataque de amnesia temporal y se quedó dando vueltas por ahí?
Hume contestó:
—No; no sufrió ninguna clase de mal. Ni físico ni mental.
—Veamos —planteó Avalon, más bien sombrío—. Usted realmente no sabe en absoluto que él estuviera en el hotel…, ni en Nueva York siquiera. Nadie le vio allí aquella mañana. El pase fue enviado la noche anterior; pero apostaría que lo dejaron en la recepción para él. ¿Alguien sabe quién estuvo en la habitación?
Hume señaló:
—Alguien que firmó en el registro con el nombre del cámara.
—Cualquiera podría haber sido si supiera cómo se llamaba —opinó Avalon—. El cámara tenía una reserva en el hotel y alguien lo sabía. Ese alguien lo entretuvo de algún modo, se registró en su nombre y tuvo una habitación por una noche en un hotel muy lujoso a expensas de otro. El servicio del hotel encontró el equipaje allí por la mañana, cuando el impostor había salido a sus propios asuntos, pero ningún equipo de cámara. Eso, para empezar, podía significar que no lo había.
Hume se sorprendió.
—¿Por qué tendría nadie que hacer eso?
Avalon replicó:
—No lo sé. Me sería fácil inventar motivos quizá; pero no podría probar ninguno.
Trumbull intervino:
—Algún fugitivo que necesitaba un nombre falso y una habitación segura sólo para una noche…, un espía…
Drake comentó con un tono que mostraba claramente que no hablaba en serio:
—Un atentado con bomba. Necesitaba una habitación en la cual pudiera plantar una bomba.
—Caballeros —intervino Hume, echando hacia atrás su guedeja—. Ustedes están inventando cosas. En realidad, no se nos ocurrió localizar al botones que llevó el equipaje del cámara a su habitación; pero, si lo hubiéramos hecho, ese botones nos habría dicho que él había subido algunos artículos que parecía que podían ser un equipo de cámara. No, no; es absolutamente cierto que la persona que se registró en el hotel era la que tenía que ser.
—En ese caso —opinó Rubin—, él mismo estaba en plan de hacer alguna jugarreta. Tenía una chica a la que quería ver; algún asunto de dinero del que debía ocuparse, algo que le interesaba hacer en la gran ciudad. Cuando bajó al vestíbulo del hotel, comprobó su equipo, cogió un taxi y se marchó precipitadamente. Quizá pensó que estaría de vuelta en media hora y que le esperarían durante ese tiempo sin enfadarse demasiado. Pero tardó dos horas, porque no tuvo en cuenta el tráfico de Nueva York o se metió en algún problema que le hizo retrasarse.
Hume intervino:
—No creo que hiciera eso. El trabajo era lo primero en todo para el Viejo Infalible.
Hubo entonces un silencio largo, pesado, mientras todas las caras se arrugaban y todos los labios se fruncían. Así se lo pareció a Hume, hasta que se dio cuenta de la excepción y comentó:
—Henry es el único que está sonriendo… Henry, ¿de qué se ríe?
Henry contestó:
—Pido excusas, señor. No quiero faltar al respeto; pero usted dijo que no hubo ninguna tragedia y se me ocurre que fue una farsa, por eso no puedo evitar reírme.
Avalon preguntó, con su voz vibrante de barítono:
—¿Tiene una solución, Henry? Si es así, suéltela.
Henry aceptó.
—¿Me lo permiten, caballeros?
El coro fue inmediato y unánime.
Henry explicó:
—Mr. Hume dejó claro que el cámara era un viejo profesional de confianza que había trabajado por todo el mundo y que se sabía que siempre había cumplido bien. Dado que no fue encontrado muerto en la habitación y que la Policía no tenía registro de ningún accidente, sólo podemos suponer que, por la mañana, él se había dispuesto a hacer su trabajo, cruzó la calle hasta el edificio de la oficina, tal como se le había indicado, fue al lugar que correspondía y colocó su equipo de televisión.
—No —protestó Avalon—. La recepcionista jura que él no entró, y Mr. Hume nos ha dicho que la recepcionista no mentía. Eso significa… Mr. Hume, por favor, perdóneme la pregunta que me veo forzado a hacer. ¿Se trata meramente de buscar una solución? Cuando usted nos dijo que la recepcionista no mentía, ¿puedo suponer que usted no mentía?
—Yo no mentía —declaró Hume con aplomo.
—En ese caso, Henry —sugirió Avalon—, su suposición es errónea.
—Quizá no, Mr. Avalon —contestó Henry—. Se esperaba que Mr. Hume llegara a las nueve y media de la mañana y que el cámara estuviera allí hacia las nueve, con objeto de estar preparado a las nueve y media. ¿No es cierto, Mr. Hume?
—Es cierto.
—La recepcionista se hubiera pasado en su celo profesional si hubiera llegado mucho antes de las nueve de la mañana, hora en que se abría la oficina. El cámara, sin embargo, era tan de fiar, tan eficiente y profesional, que es muy probable que llegara a las ocho y media. Eso explicaría el hecho de que la recepcionista no lo viera. Y, lo que es más, esperó que entrara un nuevo turno en el vestíbulo a las nueve de la mañana, y ésa es la razón de que nadie del turno siguiente lo viera entrar.
—La puerta habría estado cerrada —objetó Avalon—, y él tendría que haber estado esperando.
—¿De veras? Era una gran empresa de abogados, según nos han dicho, así que tenía que haber muchos abogados trabajando allí. Por lo menos uno habría llegado temprano al trabajo. Él atendería a la puerta, vería el pase del cámara, le dejaría entrar, regresaría a su propio trabajo y olvidaría todo el asunto.
Avalon inquirió:
—¿Y qué le sucedió al cámara después? ¿Se cayó por un agujero del suelo? ¿Dónde estaba? Nadie le vio.
—Mr. Hume —dijo Henry—, ¿puedo hacerle otra pregunta?
—Adelante, Henry.
—Considerando que era una gran empresa de abogados, ¿tenía ésta más de una sala de conferencias?
Hume inclinó la cabeza hacia atrás y se rió con gran alegría.
—Dos. Resultó, Henry. ¡Dos!
—Lo pensé —dijo Henry—. El abogado que le dejó entrar le llevó a la sala de conferencias que no era la convenida. El cámara esperó en una y usted esperó en la otra toda la mañana, y ninguno de los dos sabía dónde estaba el otro.
—¡No! —protestó Avalon—. ¿Cómo fue eso posible? No salió el cámara y preguntó: ¿Dónde está la gente?
—En cierto modo, lo hizo —explicó Hume, dejando de reírse—. Utilizó el teléfono que había en aquella habitación para llamar a Jones. La secretaria de Jones contestó y dijo que Jones no estaba en su despacho…, cosa que era verdad, ya que estaba en la otra sala de conferencias preguntándose dónde se había metido el cámara. El hombre dijo que tenía que hacer una grabación para alguien, y la secretaria contestó que ella se lo diría a Jones en cuanto volviera. Sólo que Jones no volvió hasta que yo me marché… ¿Cómo lo dedujo, Henry?
—De la manera habitual —contestó Henry—. Una vez usted y los otros dos caballeros de la sala de conferencias y mis compañeros miembros de los Viudos Negros, también, hubieron eliminado todas las posibilidades complicadas, la única cosa que quedaba era algo muy sencillo, y yo simplemente lo señalé.
Post Scriptum
De todos los relatos de los Viudos Negros que he escrito, éste ha sido el que ha pedido menos esfuerzo a mi imaginación. Sucedió de verdad. Sucedió exactamente tal y como lo he descrito en la narración. Debo decir que hizo que me diera cuenta de que soy mucho menos inteligente que Henry. Estaba perdido por completo, falto de una solución, cuando me sucedió.
Por cierto, me divirtió mucho el hecho de que este relato recibiera mucho peor trato por parte de mis lectores que cualquier otro de los que he escrito de los Viudos Negros. Quedé sorprendido al ver las muchísimas personas que escribieron para poner objeciones a esta o aquella faceta del relato como improbable. Algunos incluso criticaron las direcciones de las calles que había utilizado; aunque yo di las reales que tenían los edificios.
La conclusión es que, en mis ficciones, yo tengo cuidado en hacer probables todas las cosas y en atar todos los cabos perdidos. La vida real no es sometida a tales consideraciones.
La narración apareció por primera vez en el número de octubre de 1986 del Ellery Queen’s Mystery Magazine.