No pasó demasiado tiempo antes de que Emmanuel Rubin se indignara hasta el punto de que su barba (lo que había de ella) se le erizase. No tardó mucho más en ponerse furioso y en que sus ojos relampaguearan detrás de sus gafas de gruesos cristales.
Rubin estaba a medio camino entre la indignación y la rabia y su voz resonaba en el salón de arriba, en el «Milano», donde los Viudos Negros se encontraban para celebrar sus banquetes mensuales.
—Recibo esta carta de un entusiasta de California —dijo—, y después de la palabrería habitual sobre lo buenos que son mis libros…
—Palabrería es la expresión adecuada —comentó Mario Gonzalo, mirando complacido el dibujo que estaba haciendo del anfitrión del banquete, un dibujo en el que todo eran cejas.
Rubin continuó con su frase sin preocuparse en interrumpirse para demoler a los demás, cosa inusual en él y que indicaba lo concentrado de su ira.
—Me escribe diciendo que, si alguna vez estoy en la Costa, tendría que dejarme caer por allí y él me instalaría.
—Está dicho con buena intención, sin duda —terció Roger Halsted, mordisqueando un rollo de salchicha, uno de los aperitivos calientes que el inapreciable Henry había sacado esta vez como acompañamiento de las bebidas.
—Nadie puede ser amable y estúpido a la vez —razonó Rubín, inventándose una ley cósmica sobre la marcha—. Le he escrito y le he dicho: «Yo ya estoy en la Costa, gracias.»
—¡Santo Dios! —exclamó Thomas Trumbull.
Había llegado tres minutos antes y había aceptado un whisky con soda de Henry. Lo dijo con su pose habitual, como si acabara de volver del Valle de la Muerte y se encontrara en el último extremo de la sed.
—¿Por eso es por lo que está furioso? —preguntó—. ¿Porque los de California hablan de su costa como si fuera la única del mundo? Es sólo un modo de hablar.
—En realidad —observó James Drake, que había nacido en Alaska—, los de la Costa Oeste, si me perdonan la expresión, no son los únicos culpables. Tan pronto como alguien de la Costa Este ha estado en California durante cinco minutos, comienza a decir: «Aquí en la Costa…» De la misma manera, uno puede ver cómo un tipo de Ohio que ha llamado a su tierra natal «los Estados Unidos» toda la vida, en cuanto está en Europa durante cinco minutos comienza a hablar de los «Estados».
Geoffrey Avalon, anfitrión del banquete en esta ocasión, y conocido por su molesta habilidad para ver los dos lados de una cuestión, manifestó:
—El provincianismo no es monopolio de nadie. Se cuenta la historia de las dos viudas de Boston que se encontraron en octubre en Los Ángeles con temperaturas de cuarenta grados. Una dijo: «Dios mío, Prudence, hace muchísimo calor.» La otra contestó: «¿Qué esperabas, Hepzibah? Después de todo, estamos a casi cinco mil kilómetros del océano.»
Avalon tomó entonces un sorbo de su bebida, a la manera seria que acostumbraba, y dijo:
—Tom, usted no ha tenido oportunidad de conocer a mi invitado, Chester Dunhill. Chester, le presento a Tom Trumbull, que tiene alguna especie de empleo específico en el Gobierno. Él nunca habla de ello.
Trumbull respondió:
—Encantado de conocerle, Mr. Dunhill. Si nuestro modo de comportarnos aquí le sorprende, debo explicarle que es costumbre que los Viudos Negros discutan furiosamente sobre bagatelas.
Dunhill era un hombre alto, con una cabeza maciza de cabello blanco, y cejas de un negro enmarañado sorprendente.
Con una voz grave y retumbante, indicó:
—Podemos sobrevivir a las catástrofes. Son las bagatelas las que nos matan.
Gonzalo pareció sorprendido y dio la impresión de estar a punto de decir alguna cosa; pero Henry anunció, con tranquila determinación:
—Caballeros, la cena está servida.
Rubin dio buena cuenta del jamón y la sopa de guisantes, e hizo estragos en el lenguado a la parrilla y la sencilla ensalada. Sin embargo, no se terminó las tartas individuales presentadas con todo el orgullo de su costra dorada y crujiente.
—Henry —preguntó Rubin con una lenta resonancia—, ¿qué es lo que hay debajo de esta costra?
Henry respondió:
—Me temo, Mr. Rubin, que Mr. Avalon, a la manera británica, ha pedido que sirvamos bistec y pastel de riñones.
—¿Riñones? ¿Riñones? —Rubin pareció molesto—. Eso es hígado arreglado. Jeff, no hubiera pensado que usted fuera capaz de tal falta de gusto.
Avalon parecía afligido y se justificó:
—Bistec y pastel de riñones bien preparados son una gran exquisitez…
—¿Para quién? ¿Para los buitres?
—Para todos los que estamos en esta mesa. ¿Por qué no lo prueba, Manny?
Rubin continuó intransigente:
—Los riñones tienen sabor a orina.
Gonzalo intervino:
—También lo tiene su marca favorita de cerveza, Manny; y usted la bebe.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Trumbull—. ¿Qué clase de conversación de mesa es ésta? Manny, si usted no se puede comer lo que tiene delante, estoy seguro de que Henry puede traerle unos huevos revueltos.
Rubin rió con aire despreciativo y declaró:
—Me comeré el bistec.
Permaneció enfurruñado durante todo el plato principal, la tarta de melaza, el entremés de sardina sobre tostada y el té fuerte. Eso ayudaba a que fuera una cena tranquila y, tal como Gonzalo señaló en un espectáculo mudo, Rubín se las arregló para comerse todo el pastel, con los riñones incluidos.
Finalmente, Avalon golpeó el vaso de agua con la cuchara y declaró:
—Caballeros, requiero a Mario para que comience a preguntar a nuestro invitado de honor, mi buen amigo, Chester Dunhill. Ya le he explicado a él las reglas del juego, y está dispuesto a contestar a todo sin reservas.
Gonzalo hizo la pregunta:
—Mr. Dunhill, ¿a qué se dedica usted?
Dunhill pestañeó y luego dijo:
—Bien, intentaré mantener vivo el pasado para el público en general. Si consideramos que quizá no sea posible ordenar el presente como es debido, a menos que aprendamos las lecciones del pasado, creo que yo me merezco mi lugar en la Tierra.
Gonzalo inquirió:
—¿Cómo mantiene vivo el pasado?
—Escribiendo acerca de él. Supongo que podría llamarme historiador ante un profano.
—¿Puede usted ganarse la vida con eso? —preguntó Gonzalo.
Halsted se apresuró a intervenir:
—Will Durant lo hizo y Barbara Tuchman todavía lo hace.
Dunhill sonrió con un aire tímido que mostraba que estaba un poco incómodo.
—Yo no me considero a su nivel. Sin embargo, sí me gano la vida.
Avalon se aclaró la garganta con vehemencia.
—¿Puedo interrumpir? Mi amigo Chester se pasa de modesto. Además de sus narraciones, también escribe novelas históricas para quinceañeros, la mayoría situadas en la Grecia de la Guerra del Peloponeso y la Roma de la Segunda Guerra Púnica. Ambas han sido un éxito popular y de crítica.
Gonzalo quiso saber:
—¿Por qué esos períodos en particular, Mr. Dunhill?
—Los dos fueron períodos de conflicto épico entre dos poderes casi igualados —aclaró Dunhill—. Atenas y Esparta en un caso; Roma y Cartago en el otro. Ambas guerras se hallan bien documentadas, y estuvieron llenas de grandes batallas, con triunfos y desastres dramáticos, con generales y políticos, unos brillantes y otros estúpidos. Los dos períodos, para resumir, son equivalentes al que estamos viviendo. Podemos entender, simpatizar y ver las lecciones que yo intento explicar. Y, lo que es más, no podemos siquiera sacar una conclusión completa porque, en un caso, el adversario que admiramos prevaleció sobre el otro, Roma derrotando a Cartago. En el otro, el adversario que admiramos perdió, Atenas sucumbiendo ante Esparta. Naturalmente, siempre he tenido un afecto personal en mi corazón por el general cartaginés Aníbal. Es uno de los tres grandes generales de la Historia que terminaron siendo perdedores sin que eso empañara lo más mínimo su reputación.
Rubin apuntó:
—Napoleón fue el segundo. ¿Cuál fue el tercero?
—Robert E. Lee, naturalmente —contestó Dunhill con su voz retumbando de nuevo.
Rubin pareció desconcertado; pero se recobró y comentó:
—Pensaba que iba a decir Carlos XII de Suecia, y eso habría sido incorrecto.
—Es cierto —reconoció Dunhill—, habría sido incorrecto. A Carlos XII le faltaba prudencia.
—¿Y qué me dice de los generales que no perdieron nunca? —preguntó Drake.
—De ésos hay muy pocos —continuó Dunhill—. Genghis Khan, Cromwell, Alejandro Magno, Julio César, el duque de Marlborough y algunos más. Su fama depende del estilo de sus victorias y de la calidad de sus adversarios. Al menos dos generales que yo recuerde perdieron casi siempre, pero siguieron siendo grandes, considerando lo que hicieron con lo que tenían. Son George Washington, naturalmente, y el general Giap, de Vietnam del Norte.
—Supongo que en sus libros de historia y en sus novelas —dijo Gonzalo— usted trata de catástrofes a las que sobrevive la gente. ¿Cuáles son las bagatelas que pueden matarle a uno?
Todo el mundo se volvió para mirar a Gonzalo, el cual se puso nervioso bajo la mirada general.
—¿Qué hay de malo en la pregunta? Mr. Dunhill ha dicho que uno podía sobrevivir a las catástrofes, pero que las bagatelas matan.
—¿He dicho eso? —se extrañó Dunhill, frunciendo el ceño.
—Sí, lo ha dicho. Usted se lo dijo a Tom Trumbull. —Se volvió hacia Trumbull, que estaba disfrutando de su brandy—. Tom, ¿no es cierto que lo dijo?
Trumbull asintió.
—Usted ha afirmado eso, Mr. Dunhill.
—Bueno —dijo Gonzalo—. ¿Qué bagatelas son las que tiene usted en la mente?
—En realidad —manifestó Avalon—, cualquier derrota sufrida por un general competente puede ser achacada a alguna fruslería. De hecho, en Guerra y paz, Tolstoi defendió, con lo que estimo era detalle aburrido, la tesis de que ningún general controla una batalla, y que las trivialidades lo deciden todo.
Gonzalo intervino:
—Vamos, Jeff, usted está intentando sacar del apuro a su invitado, y eso no es ético. Yo no creo que Mr. Dunhill estuviera pensando en grandes batallas. Me parece que tenía en la cabeza algo personal. Así me lo pareció y ésa es la razón por la cual quiero saber cosas acerca de ello.
Dunhill meneó la cabeza.
—Fue sólo una observación. Todos hacemos observaciones.
Gonzalo argumentó:
—Las observaciones no se hacen porque sí. Usted debe de tener algo en la mente.
Dunhill volvió a menear la cabeza.
Trumbull lanzó un suspiro y continuó:
—A mí también me pareció, Mr. Dunhill, que, cuando hizo aquella observación, algo le preocupaba. Jeff dijo que él le explicó a usted el juego. Usted estuvo de acuerdo en contestar a todas las preguntas, y nosotros estamos de acuerdo, a cambio, a considerar absolutamente confidencial cuanto usted diga. Si quiere afirmar que la frase no tenía un significado especial para usted y que habló sin un propósito especial, tendremos que aceptarlo; pero, por favor, al menos no diga que eso es la verdad.
Avalon le recordó en tono de profunda incomodidad:
—Yo le he explicado a usted perfectamente que esto sería confidencial, Mr. Chet.
Dunhill respondió con un toque de enfado en su voz:
—No existe en ello más que una profunda decepción personal, cuyo pensamiento apenas puedo soportar, y no digamos discutir. La dificultad es que se trata de un asunto que no tiene ninguna importancia para nadie que no sea yo, y los demás no harán otra cosa sino reírse. Implica una insignificancia ridícula, que hace recaer toda la culpa sobre mí. Ésa es la parte insoportable. Si yo pudiera culpar de ello al Gobierno, al Destino, al Universo, no sería tan…
Se detuvo, meditando.
—¿Podemos oír algo acerca de ello? —preguntó Gonzalo con terquedad.
—Se lo advierto —insistió Dunhill—. Es una larga historia que no tiene ningún interés para nadie, excepto para mí.
—Eso no tiene nada que ver —objetó Gonzalo.
—Muy bien. Pero usted ha preguntado… Durante la Segunda Guerra Mundial, yo era un muchacho que dejó de prestar el servicio militar efectivo. Por unos pocos años, porque estaba trabajando para la Marina como químico. Esto ocurrió en Filadelfia. Yo era un ser más bien insociable en aquellos días, y mi principal diversión consistía en procurarme el acceso a la Biblioteca Libre y leer cualquier cosa con la que me tropezara. Y una de las cosas con las que tropecé fue The Historians’ History of the World en veinticuatro volúmenes. Fue publicada en 1902, y hubo una segunda edición en 1907, con dos volúmenes suplementarios que aportaban material hasta la Primera Guerra Mundial y un volumen de índices… Veintisiete en conjunto. ¿Alguno de ustedes ha oído hablar de ella?
Hubo un silencio. Dunhill continuó:
—No me sorprende. Para la mayoría de la gente sería un libro pesado. Hacía tiempo que estaba agotado, incluso en el momento en que yo lo encontré hace cuarenta años. Y ahora…
Se encogió de hombros y continuó:
—Esos volúmenes son un trabajo de cortar y pegar. Algunas secciones de los historiadores griegos y romanos y de los historiadores modernos de los siglos XVIII y XIX fueron incluidas dentro de un orden adecuado en una serie de historias que trataba de las diversas naciones por separado. Los volúmenes tres y cuatro trataban de Grecia; los volúmenes cinco y seis de Roma… Hay una gran cantidad de superposiciones, naturalmente, pero eso sólo significa que los mismos acontecimientos están descritos desde los puntos de vista de diferentes historiadores, con toda probabilidad de distintas nacionalidades.
»El editor general, Henry Smith Williams, llenó las lagunas con ensayos suyos.
»Era una persona humana de opiniones liberales y casi cada vez que yo leía algo que me llamaba la atención y consideraba significativo, resultaba que era suyo. Ustedes deben entender que fue editado para que, al leerlo, resultara lo más coherente posible. Había solamente un discreto indicativo que te guiaba hasta el final del volumen, donde tú averiguabas que estabas leyendo a Gibson, o a Prescott, o a Bury, o a Macaulay, o a Tucídides o a quien fuera.
»La biblioteca tenía el conjunto en volúmenes dobles, que yo fui cogiendo uno tras otro. Pronto me di cuenta de que no podía soportar dejar de leerlos por una cosa tonta como mi trabajo diario. Me los llevé conmigo al laboratorio y los leía durante el almuerzo o los tenía en una mesa parcialmente abierta y aprovechaba el tiempo mientras tenía alguna cosa que hervía lentamente bajo un condensador reflejo. Mis recuerdos de todo aquel período son vagos, excepto en lo que se refiere a aquellos volúmenes.
»Siempre había estado interesado en la Historia; pero fueron esos volúmenes los que convirtieron aquel interés en obsesión. Eran libros de lo más pasado de moda, naturalmente, porque, antes del siglo XX, la Historia se reducía casi por completo a un asunto de batallas y de intrigas de corte. Sin embargo, era lo que me gustaba, y mis propias narraciones son igual de anticuadas. Yo trato muy poco los temas sociales y económicos.
Rubin observó:
—Los temas sociales y económicos harían más valiosos sus relatos.
—Y más aburridos, quizás —opinó Dunhill—. En conjunto, no omito dichas cosas; pero siempre recuerdo que soy un escritor para el público en general, no para especialistas. En cualquier caso, a finales de los años cincuenta, casi diez años después de que hubiera tenido en las manos, por última vez, aquellos libros de la biblioteca, abandoné la química y comencé a dedicar todo mi tiempo a relatos y novelas históricas.
Dunhill hizo una pausa y pareció pensar un poco.
Drake se rió mientras apagaba un cigarrillo y observó:
—A menos que usted esté contándonos esto con una ausencia total de malicia, cosa que no puedo creer de un novelista, esa The Historians’ History of the World va a volver a aparecer.
Dunhill asintió con vigor.
—Tiene toda la razón. Hace pocos años, conocí a una persona; mi esposa y yo visitamos su casa y tuvimos allí una cena con otras personas. Después de cenar, me dirigí a sus estantes de libros y los estudié…, una mala costumbre que exaspera a mi esposa, pero de la cual no puedo curarme.
»Y allí, llenando todo el estante, estaba The Historians’ History of the World. Yo no había pensado en aquella obra durante años; la había olvidado del todo. Sin embargo, en el momento en que la vi, todo volvió a inundarme. El recuerdo de haber leído aquellos volúmenes en una época terrible de la historia moderna, con evocaciones doradas y convertidas en maravillosas por el paso de los años, era dolorosamente dulce e intenso.
»Yo ya no era el muchacho sin recursos de hacía unas décadas. Estoy muy bien situado y puedo permitirme satisfacer mis caprichos. Me acerqué en seguida a mi anfitrión y le ofrecí comprarle su colección. Yo no podía creer que tuviera ningún atractivo para nadie que no fuera yo; y estaba dispuesto a pagar mucho más de lo que valía. Desgraciadamente mi anfitrión, por alguna razón nunca explicada, no quería venderla y se mantuvo muy firme en ello.
»Se lo digo, caballeros, si hubiera un millón de dólares sobre esta mesa y supiera que puedo cogerlo sin peligro de que se dieran cuenta, yo no lo tocaría, por un simple sentido de honradez. Pero la verdad es que pensé en robar aquellos volúmenes que mi amigo no quiso venderme. Lo único que me reprimió fue el temor a que me descubrieran si intentaba irrumpir en aquella casa. Mi sentido de la ética se hizo pedazos bajo la tensión, y terminé con aquella nueva amistad antes que exponerme a la amargura dé ver los libros en posesión de otra persona.
»Comencé a visitar todas las librerías de viejo que tenía al alcance, y a llamar a las que no lo estaban preguntándoles si tenían o podían conseguir una colección de aquellos volúmenes. Incluso puse un anuncio en el New York Times Book Review, en revistas de información general y en publicaciones periódicas de interés para los aficionados a la Historia. Cuanto más esperaba, más dispuesto estaba a pagar lo que fuera… Y esto me trae hasta el presente.
Halsted interrumpió:
—Espero que no vaya a decirnos que usted se quedó sin los libros y que ése es el fin de la anécdota.
Dunhill frunció el ceño, con las cejas dobladas hacia abajo, y dijo en tono amargo:
—Ojalá pudiera decirles exactamente eso. Puse un número de apartado en el anuncio, y todos los libreros tenían la dirección de mi casa. No conseguí nada. Nada. Cero.
»Hace una semana, sin embargo, recogí una carta en mi editorial. Yo los veo una vez a la semana y ellos me entregan las cartas destinadas a mí que les han enviado a su dirección. Nunca son importantes. Por lo general, proceden de gente que critican mezquinamente algún punto histórico que establezco; es una cosa normal; pero que siempre me deprime.
»Estaba sosteniendo la carta en la mano mientras abandonaba mi editorial y caminaba calle abajo hacia la estación Grand Central. Con cierta pereza miré el sobre, vi que tenía la dirección escrita a mano, con rasgos embrollados, cosa que tomé como una mala señal. Decidí que procedía de un hombre mayor que expondría algún punto débil y quejumbroso referente a alguna teoría suya favorita. Con mal humor rasgué el sobre y saqué la hoja de papel que estaba dentro. En aquel instante pasé junto a un camión de basura y arrojé el sobre dentro de sus fauces abiertas, como buen ciudadano. Pero entonces tuve que cruzar la calle, cosa que reclama toda la concentración de uno en Manhattan, y metí la nota en el bolsillo.
»No me acordé de ella hasta que, tras hacer el transbordo, estuve en mi tren. Sacando la nota, la leí, y un acceso repentino de éxtasis me inundó… Aquí, aquí tengo la carta. Déjenme que se la lea.
Dunhill desplegó una carta y leyó su escritura intrincada en voz alta y cómodamente, como si la hubiera memorizado.
Querido Mr. Dunhill:
Soy un gran entusiasta de sus libros y he leído su anuncio. Me complace decirle que tengo una colección completa de The Historians’ History of the World y que estaría encantado de cedérsela. Mi padre me la compró cuando yo era muy joven y disfruté con ella. Todavía se encuentra en buen estado y, si usted está dispuesto a pagar un precio razonable, más los gastos de envío, se la mandaré por correo urgente certificado. Yo no había pensado nunca en vender la colección; pero soy ya muy viejo y voy a trasladarme a una casita cerca de mi hija. Allí no habrá espacio para tener tan voluminosa obra. Soy viudo y me temo que ya no puedo seguir viviendo solo. No me es posible hacer frente a los duros inviernos. Eso significa tener que vivir en una ciudad pequeña en lugar de en una grande. Y también abandonar mi apartamento de la playa, donde, en las noches claras, he observado a menudo ponerse el sol en la extensión infinita del agua, de modo que yo casi imaginaba que podía oír su silbido. He de desprenderme de estos libros; no puedo pensar en ningún otro a quien me guste más cederlos. Espero que usted pase muchos años de deleite con ellos. Por favor, envíeme sus noticias pronto.
Sinceramente,
LUDOVIC BROADBOTTOM.
Rubin exclamó:
—Enhorabuena, Mr. Dunhill. ¿Está todo arreglado, o es ahí donde entran las trivialidades?
Dunhill respondió con tristeza:
—Aquí es donde entran las trivialidades. Miren, tomen esta carta, obsérvenla y díganme a dónde tengo que escribir.
Rubin cogió la carta y pasó la vista por la escritura que llenaba un lado de la hoja. La volvió y miró el otro lado, que estaba totalmente en blanco.
—No hay ningún remite en ella —observó.
—No, no lo hay —exclamó Dunhill indignado—. ¿Pueden ustedes imaginar la estupidez de la gente que no pone su dirección en sus cartas y luego esperan que les contesten?
—Pero pone el remite en el sobre —dijo Avalon, y de pronto recordó—. ¡Oh!
—Es cierto —continuó Dunhill—. Yo arrojé el maldito sobre. Aquí están sus bagatelas. Aquí hay un tipo que lee un anuncio en el que aparece claramente un número de apartado. Sin embargo, él escribe a la dirección de mi editor, lo cual no sólo significa un retraso de varios días, sino que me priva de la oportunidad de saber en seguida que la carta es importante.
»Entonces, entre todos los lugares posibles, elijo abrir la carta en la calle y arrojar el sobre, sin haberlo mirado, en un camión de la basura que está al alcance. Sólo con que me hubiera fijado en el nombre de la ciudad, podría haber conseguido su dirección en la guía de teléfonos. No puede haber más que un Ludovic Broadbottom en cada ciudad. Y, para acabarlo de arreglar, él no incluye su remite en la carta. ¿Cuál es el resultado de todas estas trivialidades? Yo tengo una oferta de mi The Historians’ History of the World y no puedo tender la mano y cogerla.
Gonzalo sugirió:
—Existe la solución de adquirir otros libros de consulta para sus historias y novelas.
Dunhill dijo con auténtica ansiedad:
—¿Conseguir otros libros? Ya tengo otros libros. Tengo dos habitaciones grandes atiborradas de material histórico de consulta de la mejor clase, por no hablar de los recursos de la Biblioteca Pública de Nueva York y de la Universidad de Columbia. Ustedes no captan la cuestión. Quiero un ejemplar de The Historians’ History of the World para mí mismo, por razones sentimentales, por lo que ha hecho por mí mismo, por lo que ha significado para mí. Y yo lo tengo y no puedo conseguirlo.
Durante un momento, lo que fue casi el sollozo de un niño entró en su voz profunda. Él debió darse cuenta, aunque un poco tarde, porque se reclinó hacia atrás en su silla, dio un profundo suspiro y exclamó:
—Perdónenme, caballeros, no es mi intención quejarme inútilmente del destino.
—¿Por qué no? —dijo Avalon—. Todos nosotros lo hacemos alguna vez. Pero pensemos; usualmente vemos más de lo que creemos. Usted miró el sobre el tiempo suficiente para ver que estaba dirigido a usted y notar que se trataba de la escritura de una persona mayor…
—Sí —reconoció Dunhill con vehemencia—. Otra bagatela. La escritura me distrajo también, y reforzó mi convicción de que la carta no tenía importancia. Si él hubiera escrito el sobre a máquina, seguramente lo habría tratado con más respeto.
—Sí —insistió Avalon—; pero la cuestión es que usted debió haber mirado también el remite. Si usted se concentra con sosiego, puede ser que recuerde algo acerca de él.
—No —insistió Dunhill desesperanzado—. He estado intentándolo durante muchos días. Es inútil.
Trumbull sugirió:
—¿Por qué no trabajamos a partir de lo que dice en su carta? Él vive en una ciudad grande a la orilla del mar, y ve el crepúsculo sobre el océano. Eso significa que está en la Costa Oeste, o «la Costa», como dice el entusiasta de Manny. Aquí en Nueva York podemos ver salir el sol por encima del agua, pero nunca ponerse tras ella. ¿Y si establecemos un punto de partida con eso?
Dunhill pareció haber recobrado el control y dijo serenamente:
—Caballeros, yo he sido químico y soy historiador. Estoy acostumbrado al proceso de razonamiento. Por favor, dense cuenta de que él habla de los crudos inviernos que sufre y que ya no puede soportar más. Ni Los Ángeles ni San Francisco pueden considerarse ciudades que tengan inviernos duros. Ninguna ciudad de la Costa Oeste puede serlo.
—Seattle es bastante lluvioso —apuntó Gonzalo—. Yo estuve una vez allí y, pueden creerme, aquello era para poner enfermo a cualquiera.
—Entonces él hablaría de tiempo lluvioso. Nadie habla de inviernos duros a menos que quiera decir frío y nieve. Eso elimina la Costa Oeste, y Hawai también; pero…
—Espere —interrumpió Rubin—. ¿Cómo saben que procedía de los Estados Unidos? La carta está escrita en inglés, pero podría venir de Canadá, Escocia, Australia. Si es por eso, casi cualquier extranjero instruido, de habla no inglesa, puede escribir en inglés en los tiempos actuales.
Dunhill se sonrojó.
—Bien, pues yo me di cuenta de algo en el sobre. Tenía un sello norteamericano. Lo sé porque guardo sellos extranjeros para un amigo mío y en cuanto cojo un sobre automáticamente me fijo en el sello. Si hubiera sido del extranjero, yo lo habría desprendido antes de tirar el sobre. Creo que incluso me habría dado cuenta de un franqueo a máquina extranjero… Como digo, podemos eliminar California, Oregón, Washington y Hawai. Nos queda Alaska.
—No había pensado en Alaska —murmuró Gonzalo.
—Yo sí —dijo Drake sonriendo—. Nací allí.
—En cualquier caso —continuó Dunhill—, la única ciudad de Alaska que incluso un habitante de allí consideraría grande es Anchorage. Está en la costa, perno no en el océano abierto. Se halla en la ría de Cook, la cual está situada al oeste de Anchorage. Quizá se pueda ver la puesta de sol en la ría. Quizá. Yo no tuve oportunidad. Llamé a la central de Teléfonos de Anchorage, y a la oficina de Correos. No hay ningún Ludovic Broadbottom en la ciudad. Sólo para asegurarme llamé también a Juneau y a Sitka. Juneau está situada sobre otra ría mucho más al Sur, y Sitka tiene una población de menos de diez mil almas. Pero yo los llamé…, y no hubo nada que hacer.
Halsted dijo con aire pensativo:
—Si usted va a contar ciudades que estén situadas junto a rías, ¿qué decir de la Costa Este? El océano puede estar en el Este; pero hay muchas rías mirando al Oeste.
—Lo sé —contestó Dunhill—. Florida tiene una larga costa occidental, y cualquiera que viviera en la orilla de Tampa o Key West podría observar el crepúsculo sobre el agua cuando el sol se zambulle en el golfo de México. Sin embargo, ¿dónde encajamos los inviernos crudos?
»Existe una larga península que forma la orilla este de la bahía de Chesapeake. La ciudad mayor sobre la orilla occidental de aquella península es Cambridge. Tiene una población de unos once o doce mil habitantes, pero desde allí se puede observar la puesta de sol en el agua, dado que la bahía de Chesapeake es una extensión ancha. Así que llamé a la ciudad y tampoco conseguí nada.
»Además, los únicos inviernos crudos en la Costa Este pueden darse desde Filadelfia hacia el Norte…, Nueva Inglaterra en particular. Cualquier ciudad de la Costa Noreste, sin embargo, se encara con el océano en el Este o Sur. Incluso Princetown, en la punta de Cabo Cood, que podría enfrentarse con el océano mirando al Oeste, está puesta hacia el Sur. Falmouth está de cara al Oeste; pero es una ciudad pequeña. No hay ninguna ciudad que pueda ser considerada como grande y tenga una fachada occidental al océano.
Gonzalo dijo, más para sí mismo que para los demás:
—Desde Manhattan, uno puede ver el sol cayendo sobre el Hudson.
—No, no puede —se opuso Drake—. Se pone por Nueva Jersey.
Halsted se frotó su frente alta y rosada y añadió:
—Ustedes no creen que el autor de la carta tuviera las direcciones cambiadas, ¿verdad? No hace mucho tiempo un delegado norteamericano ante las Naciones Unidas invitó a cualquier extranjero que no estuviera satisfecho de la hospitalidad norteamericana a marcharse. Manifestó que estaría encantado de despedirlos mientras ellos zarpaban con el barco hacia poniente. No se preocupó de explicar cómo una persona podía navegar hacia poniente desde Nueva York.
Dunhill dio un ruidoso resoplido.
—Recuerdo ese incidente. Él estaba usando una metáfora simplemente estúpida. Además, no estamos hablando de ningún miembro de la Administración actual. Estamos hablando de un norteamericano medio de una inteligencia media, es de suponer.
—Además —dijo Avalon—, un hombre puede equivocar el Este y el Oeste; pero, si está describiendo los movimientos solares, no hay modo de que pueda confundir la salida y la puesta del sol. No, necesitamos una ciudad grande que tenga el océano a occidente y con un invierno crudo. Confieso que no puedo pensar en ninguna que cumpla los requisitos.
Gonzalo intervino:
—¿Y qué me dicen de las islas norteamericanas que no son parte de los Estados? Puerto Rico, Guam. Podrían utilizar también sellos norteamericanos, ¿no?
—Sí, podrían —admitió Dunhill—, y todas ellas son islas tropicales también… Créanme, caballeros, estoy al final de la cuerda.
Halsted inquirió:
—Usted no cree que todo este asunto pueda ser una broma, ¿no es cierto? Quizá Ludovic Broadbottom es un nombre inventado y él deliberadamente le mandó a usted pistas que no conducían a ninguna parte. Tal vez, tampoco había remite en el sobre. O era falso.
Dunhill habló despacio:
—¿Por qué tendría que preocuparse nadie de hacer eso? Soy una persona inocente y mi petición es inocente también. ¿Qué sentido tendría una broma pesada de esta naturaleza?
—El bromista pesado típico —contestó Avalon— no precisa de razón alguna; excepto en su cabeza, naturalmente.
Halsted preguntó:
—¿Tiene amigos que sean bromistas de mal estilo?
—No, que yo sepa —repuso Dunhill—. Yo escojo mis amigos con cierto cuidado.
Gonzalo sugirió:
—Quizá Henry tenga alguna idea. —Se volvió en su asiento y dijo sorprendido—: ¿Dónde está Henry? Se hallaba aquí hace un momento, escuchándonos. —Levantó la voz—. ¡Henry!
Henry salió del guardarropa y dijo, imperturbable:
—Aquí estoy, caballeros. Estaba dedicado a una pequeña tarea. Mr. Dunhill, tengo a Mr. Ludovic Broadbottom al teléfono. Está deseoso de hablar con usted.
Los ojos de Dunhill se salieron de las órbitas. Con voz ahogada, murmuró:
—Mr. Ludovic… ¿Lo dice en serio?
—Completamente en serio —contestó Henry con una suave sonrisa—. Quizá sea mejor que no se retrase. Y me permito advertirle que ofrezca una suma generosa. Va a trasladarse la semana que viene y no habrá tiempo para regatear.
Dunhill se levantó con aspecto aturdido y desapareció en el guardarropa hacia la cabina de teléfonos que estaba situada allí.
Los Viudos Negros se sentaron con un silencio asombrado y permanecieron así unos momentos. Luego, Rubin preguntó:
—Muy bien, Henry. ¿Qué clase de magia ha utilizado?
Henry explicó:
—Ninguna magia, caballeros. Fue Mr. Rubin quien me dio la idea cuando inició la discusión sobre actitudes provincianas hacia las costas…, la manera en la cual los norteamericanos de una costa olvidan o ignoran, a la otra.
»Me parece que los norteamericanos de las tres costas marítimas, la pacífica, la atlántica y el golfo también, si quieren contarlo por separado, tienden en general a ignorar la cuarta costa norteamericana, que es muy larga.
—¿La cuarta costa? —preguntó Rubin, meneando la cabeza con disgusto.
—Sí, Mr. Rubin —contestó Henry—. Estoy pensando en los Grandes Lagos. No pensamos en ellos como una línea de la costa, pero Mr. Broadbottom no se refería a ella como tal. Habló de la «orilla» de los Grandes Lagos; ciertamente, tienen una playa. Nosotros solemos hablar de la orilla del lago. Y cualquiera que viva en un lugar en esa orilla, percibiría el mismo efecto que si estuviera mirando un océano. Son unos enormes lagos, señores. Sin embargo, todas las ciudades grandes de las orillas de los lagos los tienen al Este, Sur o Norte. Hasta podemos incluir las ciudades canadienses, si queremos. Duluth tiene el lago Superior al Este. Milwaukee y Chicago tienen el lago Míchigan al Este. Gary tiene el lago Míchigan al Norte. Detroit tiene el lago St. Clair al Este…, diminuto en contraposición con los grandes lagos; pero lo bastante grande para causar el efecto de salida del sol del agua. Toledo tiene el lago Erie en el Este. Cleveland y Erie tienen el lago Erie en el Norte, aunque Erie posee alguna vista a occidente. Hamilton tiene el lago Ontario al Este; mientras que Toronto tiene el lago en el Sur y el Este y Rochester lo tiene al Norte.
»La única ciudad realmente grande que mira occidentalmente a un gran lago es Buffalo, Nueva York. Tiene el lago Erie al Oeste. Desde un lugar adecuado de Buffalo, puede verse el sol poniéndose en el lago Erie…, y Buffalo es conocido por sus inviernos de grandes nevadas. Así que probé esta ciudad primero. Telefoneé a Buffalo, obtuve el número de Mr. Broadbottom, lo llamé y él contestó en seguida. Estaba muy preocupado por no haber sabido nada de Mr. Dunhill. Se halla deseoso de vender si Mr. Dunhill…
En ese momento, Dunhill salió del guardarropa, con la cara iluminada de alegría.
—Todo arreglado —dijo—. Pagaré quinientos dólares más los gastos de envío, y espero tenerlo en cuestión de días.
Buscó su cartera antes que Avalon, horrorizado, pudiera detenerlo.
—Henry, usted se merece un diez por ciento en concepto de premio al descubridor —dijo Dunhill—. ¿Cómo lo ha hecho?
Henry levantó la mano con un suave gesto de rechazo.
—Mr. Dunhill —declaró con serena firmeza—, como miembro de los Viudos Negros, no puedo aceptar un pago en conexión con mis deberes con el club.
Dunhill dudó; luego, volvió a guardar la cartera en el bolsillo.
—Pero, ¿cómo lo hizo, hombre?
Henry contestó:
—Simplemente, es cuestión de pensar en los Grandes Lagos como pequeños océanos. No vale la pena discutirlo. Lo importante es que usted tendrá sus libros.
Post Scriptum
Observen que Dunhill codiciaba The Historians’ History of the World. Era yo quien la codiciaba. Era yo quien la había leído de muchacho tomando volumen tras volumen de la biblioteca pública de mi amigo. Y era yo quien la habría robado si se me hubiera ocurrido algún modo de hacerlo. Era la única cosa que alguna vez estuve tentado de robar.
Sin embargo, mi propia historia terminó muy felizmente. Intenté encontrar una colección que pudiera comprar de forma legítima, por dinero, y fracasé. Mi amigo se las arregló para conseguir otra colección y me la regaló. Después de una larga persuasión, conseguí que él aceptase una pequeña cantidad a cambio. Todavía poseo la colección y es una de las niñas de mis ojos.
Pero, como asunto de conciencia, debo hacerles una confesión. A la colección de mi amigo le faltaba un volumen. En la colección que me regaló no faltaba. Durante un tiempo intenté convencerme a mí mismo de que debía ofrecerle el tomo que él no tenía…, pero no me decidí. ¿Qué se le va a hacer, si uno es un perdulario mezquino?
El relato apareció por primera vez en el número de enero de 1986 del Ellery Queen’s Mystery Magazine.