EL AMULETO

—Mr. Silverstein —preguntó Thomas Trumbull—, ¿a qué se dedica usted?

Albert Silverstein era el invitado de James Drake en aquel banquete mensual de los Viudos Negros. Era un caballero de aspecto más bien seco, de cuerpo menudo y cara amable, como de gnomo; su tez era morena hasta el círculo calvo de su cabeza. Mostraba una sonrisa fácil.

Estaba sonriendo cuando afirmó:

—Supongo que ustedes podrían decir que yo me sumo al sentimiento de seguridad de mucha gente.

—¿De verdad? —preguntó Trumbull, arrugando su frente morena en un efecto de tabla de lavar ondulada—. ¿Y cómo lo consigue?

—Bien —contestó Silverstein—, poseo una cadena de almacenes de novedades; unas novedades por completo inocentes, ya entienden, aunque con cierta tendencia a encontrarse entre las que se consideran de un gusto dudoso.

Mario Gonzalo se alisó la chaqueta de delicadas rayas y dijo con un toque de sarcasmo:

—¿Como las representaciones en pasta de excrementos de perro que uno coloca en la alfombra del salón de su anfitrión cuando ha llevado consigo a su perro lobo?

Silverstein se rió.

—No, nunca hemos tenido cosas así. Sin embargo, un artículo popular en la época de mi padre fue el frasco de tinta volcado y la mancha de tinta de pasta dura que en apariencia se extendía, y que uno ponía en el mejor mantel de su amigo. Naturalmente, la llegada del bolígrafo acabó con los frascos de tinta. Y con esa novedad. Nuestra industria tiene que ir de acuerdo con los cambios tecnológicos.

—¿Dónde entra el sentido de seguridad? —preguntó Trumbull, volviendo al tema.

—El asunto es que uno de nuestros grandes artículos de perenne venta son los objetos de la suerte, como éste.

Introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pequeño cuadrado de plástico. Dentro de él había un trébol de cuatro hojas.

—Una de nuestras buenas ventas constantes —explicó—. Vendemos millares cada año.

Geoffrey Avalon, que estaba sentado al lado de Silverstein, tomó el objeto de su mano y lo miró muy atento con una mezcla de sorpresa y desprecio reflejados en su cara tiesa y aristocrática. Preguntó con desaprobación:

—¿Quiere decir que miles de personas creen que una mutación de trébol influiría ante el universo en su favor y que están dispuestos a pagar dinero por una cosa como ésta?

—Así es —contestó Silverstein con alegría—. Miles de personas, año tras año. En estos tiempos, como es natural, ellos dudan en admitir su superstición. Dicen que lo compran para sus hijos, como un regalo, o como una curiosidad; pero lo compran y lo cuelgan en su coche o lo ponen en su llavero. Esa cosa se vende por un precio de hasta cinco dólares.

—Es repelente —comentó Trumbull—. Usted hace dinero con su locura.

La sonrisa de Silverstein se desvaneció.

—En absoluto, —dijo en tono serio—. No es ese objeto lo que vendo, sino una sensación de seguridad, como ya le he dicho, y eso es un producto muy valioso que yo vendo por mucho menos dinero de lo que vale. Durante el tiempo en que alguien posee ese trébol de cuatro hojas, se levanta el peso del temor de su mente y de su alma, sean hombres o mujeres. Existe menos miedo a cruzar la calle, a encontrarse con un rufián, a oír malas noticias. Se preocupan menos si un gato negro se les cruza en el camino, o si, por descuido, pasan por debajo de una escalera.

—Pero el sentido de seguridad que consiguen es falso.

—No lo es, señor. El sentido de seguridad que ellos experimentan es auténtico. La causa puede no ser auténtica; pero produce el resultado deseado. Consideremos también que la mayoría de los temores que posee la gente son irreales, en el sentido de que no tienen tendencia a suceder. Uno no es asaltado cada vez que da un paseo. Uno no recibe malas noticias cada vez que coge una carta. Uno no se rompe la pierna cada vez que se cae. Las desgracias, de hecho, son muy raras. Si mis objetos de la suerte quitan, o al menos disminuyen, estos miedos innecesarios y aligeran la carga de aprensión que todos nosotros llevamos, entonces realizo un servicio útil. El precio de ese trébol de cuatro hojas que tranquilizará a una persona durante todo el tiempo que lo posea, no llegaría para pagar ni siquiera cinco minutos del tiempo de un psiquiatra.

Roger Halsted estaba mirando entonces el amuleto. Al pasárselo a Emmanuel Rubin, preguntó:

—¿Dónde encuentra miles de sus tréboles de cuatro hojas cada año? ¿Es que paga a un ejército de ayudantes para peinar los campos de trébol del mundo?

—Por supuesto que no —contestó Silverstein—. Eso costaría un par de miles de dólares si tuviera que pagar a un ejército, y dudo que nadie fuera lo bastante supersticioso para someterse a ese sacrificio financiero. Lo que son esos… —Hizo una pausa y continuó—: Jim Drake me dijo que todas las cosas que se dijeran en estas reuniones estaban estrictamente reservadas.

—Por completo, Al —lo tranquilizó Drake con su voz suavemente ronca de fumador.

Los ojos de Silverstein se dirigieron al camarero y Halsted intervino en seguida.

—Nuestro camarero, Henry, es miembro de los Viudos Negros, señor, y tan silencioso como una momia acerca de cualquier cosa que oiga.

—En ese caso —dijo Silverstein—, cuatro tréboles de tres hojas, que son casi tan corrientes como granos de arena, hacen tres tréboles de cuatro hojas. Lo que usted está sosteniendo es un trébol de tres hojas con una hoja añadida que se mantiene en su lugar gracias al plástico. Usted podría ver el punto de juntura si lo mirara con una lupa; pero nadie ha devuelto nunca ninguno por esa razón.

—¿Qué pasaría si alguien lo hiciera? —preguntó Gonzalo.

—Le explicaríamos que a veces una hoja se rompe en el proceso de envolverlo en plástico y le devolveríamos el dinero.

—Pero eso es un fraude —sentenció Trumbull con dureza—. Usted, en realidad, no les está vendiendo objetos de la suerte.

Silverstein replicó:

—Piense en lo que usted está diciendo, Mr. Trumbull. No existen objetos de la suerte fuera de la mente del que los posee. Un trébol de cuatro hojas realmente no trae suerte y un trébol de tres hojas, con una cuarta hoja añadida, no puede ser peor. Lo que cuenta es que el propietario esté convencido de que es un objeto que da suerte. Lo mismo podemos decir —continuó de las herraduras de aluminio que vendemos y las patas de conejo hechas con piel de gato y los anillos baratos con nudos del amor retorcidos alrededor de ellos, que se dice que aseguran la fidelidad de la persona amada. Nosotros nunca garantizamos nada ni decimos que nada hará nada. Nada puede privarnos de decir, sin embargo, que se dice de algo que hace algo, porque eso es verdad. Un artículo importante en la época de mi padre era una moneda de cobre barata con una esvástica sobre ella y las palabras «Buena suerte» en el otro lado. La esvástica era un símbolo de buena suerte desde los tiempos antiguos, ya sabe. Sin embargo, por razones obvias, mi abuelo dejó de venderlas en 1928. La industria tiene que ir de acuerdo también con el cambio social, y supongo que la esvástica nunca volverá a ser utilizada como símbolo de buena suerte.

Por el momento, hubo silencio en la sala y la expresión, por lo general, alegre de Silverstein, se volvió solemne e infeliz. Luego, se encogió de hombros y continuó:

—Bien, esperemos que no vuelva a suceder nada como aquello… Y, entretanto, me acuerdo de un ejemplo peculiar de la fuerza de un objeto de la suerte. No me estoy refiriendo a su fuerza como portador de buena suerte, sino a su fuerza para inspirar fe. Aunque no debo olvidar que esto es un interrogatorio y una historia pasada pudiera no ir bien con la ocasión.

—Espere —pidió Gonzalo con repentino apremio—. ¿Cómo era de peculiar el ejemplo peculiar?

—En mi opinión, muy peculiar.

—En ese caso, ¿quiere hablarnos de ello?

—Oh, por el amor de Dios —suplicó Trumbull, con una sonrisa—. Deseo enterarme de aspectos adicionales del negocio de las novedades.

—No —añadió Gonzalo haciendo un fruncimiento digno del mismo Trumbull—. La mía es una pregunta legítima. ¿Soy un Viudo Negro o no… Jim?

Drake miró pensativo a través del humo de su cigarrillo y, como anfitrión, tomo la decisión.

—Mario ha planteado la cuestión y merece una respuesta.

Háblenos de ello, Al. Yo también tengo curiosidad.

Silverstein contestó:

—Encantado. Fue… veamos… fue hace nueve años. Mi esposa y yo nos hallábamos en un pequeño lugar de vacaciones y ella había salido para ver un espectáculo de verano en el cual yo no tenía ningún interés. Por fortuna, a ella no le importaba ir sola, así que me lo ahorré.

»Me pasé la noche en el salón de donde nos hospedábamos con alrededor de unas docenas de personas a los que, como a mí, no les apetecía ver una comedia de tercera categoría sólo porque, como el monte Everest, estaba allí. Además de mí, había un hombre, su esposa y su hijo que se imaginaron lo que estaba a punto de suceder. El hombre era un tanto tieso, un tipo poco sociable; su esposa era pasiva y tranquila y su hijo, que tenía unos doce años, se comportaba bien y se veía claramente que era muy listo. Se llamaba Winters.

»Había también una mujer a la que mi esposa y yo nos referíamos, en privado, como la Lengua. Su nombre, si no recuerdo mal, era Mrs. Freed. Parecía una mujer amable y tenía una mente bastante despierta; pero lo más notable en ella era su perpetua corriente de charla. Nunca parecía dispuesta a detenerse, excepto cuando alguien se las arreglaba para introducir una observación a viva fuerza. Su voz no era desagradable. No era ronca, ni aguda, ni intimidante. Podía incluso considerarse una voz grata, si hubiera habido menos cantidad de ella.

»Recuerdo que su marido andaba con una ligera joroba, como si siempre estuviera resistiendo el viento de aquella corriente vocal incesante. No hay ni que decir que apenas hablaba.

»Había otras seis personas, si no me equivoco, dos parejas y dos hombres sueltos que, o eran solteros o, como yo, tenían a sus mujeres viendo la función. No recuerdo cómo era.

»La Lengua estaba tricotando hábilmente y yo me quedé observando sus dedos, mientras ella marcaba el compás con sus palabras. Entre una cosa y otra, yo estaba hipnotizado en un medio coma que no era desagradable de todo. De cuando en cuando, al tirar del hilo, su gran ovillo de lana rodaba hasta el suelo y ella se agachaba para cogerlo. Una vez rodó en dirección a los Winters. El muchacho saltó a buscarlo y se lo devolvió. Ella se lo agradeció efusivamente, lo acarició y sonrió. Me imaginé en aquel momento que aquella mujer no tenía hijos y que su corazón suspiraba cuando veía los de los demás.

»Entonces, en cierto momento, ella metió la mano en el bolso para buscar una pastilla de menta. Sospecho que necesitaba un suministro constante para mantener lubricada su lengua. La cremallera del bolso se abrió haciendo ruido. Hubo muchos ruidos, porque era un bolso de numerosos compartimientos y, naturalmente, ella tenía que acertar con el que contenía las pastillas de menta.

»Una de las mujeres presentes, se las arregló para introducir una afirmación sobre lo maravilloso que era aquel bolso tan poco corriente. Lo era también por lo grueso. La Lengua dijo más o menos, según su modo de hablar: Es poco corriente en verdad yo lo compré en un pequeño almacén de Nueva Orleans y ahora el almacén ya no está y la empresa que lo hizo ya no trabaja y realmente siempre que encuentro alguna cosa que me gusta dejan de hacerla en seguida ya saben este bolso tiene siete cremalleras y siete compartimientos tres de las cremalleras están un poco dentro y puedo tener un compartimiento distinto para mis lápices de labios y mi dinero y mis papeles y mis cartas que tengo que mandar al correo y además están todos divididos con material ligero de modo que puedo vaciar cualquiera de los compartimientos cuando tengo que hacerlo y no se queda nada olvidado cuando cambio de bolso aunque Dios sabe que nunca quiero cambiar este que les mostraré, véanlo…

»Ésa era más o menos su manera de hablar, ya entienden, sin hacer uso de la puntuación. Luego, en su esfuerzo para mostrar cómo funcionaba el bolso, comenzó a hacer ruido de nuevo con las cremalleras, buscando un compartimiento que pudiera vaciar, sin crearse demasiado problema, supongo.

»Cuando finalmente se decidió, volvió el bolso del revés, lo sacudió y salió un pequeño diluvio de monedas y bisutería.

»“No ha quedado nada —dijo triunfalmente, esparciendo a un lado lo que había abierto y mostrándolo a la mujer que había preguntado.” Luego, volvió a ponerlo todo en su sitio, y de nuevo hubo un ruido de cremalleras mientras intentaba decidirse por otro compartimiento para vaciarlo; pero, al parecer lo pensó mejor. Dejó el bolso y continuó hablando.

»Recuerdo este incidente y lo he repetido para mostrarles que, en el negocio de las novedades, tenemos que mantener los oídos y los ojos abiertos. Escuchar su charla acerca del bolso me dio la idea de una novedad que yo llamé “el bolso sin fondo”. Era un bolso auténtico, con tres cremalleras en la parte de arriba y una cremallera escondida debajo. Las dos cremalleras de arriba eran simples y se abrían en dos compartimientos, pero no eran obstructivas. La cremallera del centro de arriba tenía un agarrador muy llamativo de cristal coloreado y era usualmente el único que veía la víctima.

»El poseedor del bolso podía llenarlo con objetos sin importancia y se lo daría entonces a alguna persona candorosa en una fiesta, “¿Quiere sostenérmelo durante un momento?”. Luego, un poco más tarde, le pediría: “¿Es tan amable de sacar los polvos compactos de mi bolso? Están en la parte de arriba”… La víctima, naturalmente, correría la cremallera que se veía y que activaría la cremallera escondida que estaba debajo. Con los dos compartimientos abiertos, todas las cosas se caerían al suelo para extrema confusión y horror de la víctima.

Avalon dijo con desaprobación:

—Y otra vieja amistad terminaría.

—En absoluto —replicó Silverstein—. Una vez la broma resultaba evidente, la víctima solía reírse más que nadie. Sobre todo teniendo en cuenta que se daba el placer de sentarse, mientras quien había planeado la broma tenía que molestarse en recoger todas las cosas que habían caído.

»Lo tuvimos en el mercado la primavera siguiente y fue bastante bien. No un récord mundial de ventas; pero fue bastante bien. Era un artículo de mujer, naturalmente; pero es una equivocación pensar que las mujeres no están interesadas en las novedades. Uno tiene que…

Trumbull interrumpió:

—¿Y fue ése el acontecimiento peculiar? ¿Vaciar el bolso?

Fue como si a Silverstein lo hubieran devuelto a la realidad con una sacudida. Se sonrojó y luego se rió de una manera incómoda.

—Bueno, no. En realidad todavía no he llegado a esa parte… Me temo que tengo algo de la Lengua dentro de mí, en especial cuando se trata de un debate sobre mi profesión.

»Algún tiempo después del incidente del bolso, el muchacho de los Winters captó mi atención. Había estado observando y escuchándolo todo con una mirada de profundo interés; pero entonces, de repente mostró un aspecto preocupado. Pareció dudar un momento; luego, se volvió hacia su padre y habló de prisa y en voz muy baja. Mientras escuchaba, el padre se puso tieso y su cara se volvió blanca como la de un muerto. Murmuró algo a su esposa, y los tres comenzaron a buscar por el suelo, a mover las sillas y a mirar debajo. Parecían muy inquietos, en particular el padre.

»Hice lo que cualquier otro hubiera hecho, pregunté:

»¿Han perdido alguna cosa?

»El padre levantó la mirada, pareció por un momento hallarse perdido en sus pensamientos y luego, como si hubiera llegado a una decisión difícil, se levantó y contestó de una manera seca y pedante: Temo que mi hijo ha perdido un amuleto que él apreciaba mucho; aunque, naturalmente, carece de valor intrínseco. Tiene el aspecto de una moneda bastante grande con diversos símbolos de la buena suerte en ambos lados. Puede haber rodado hacia alguna parte. Si alguien lo ve…

»Todos nos movimos por el mismo impulso cortés o, si ustedes quieren verlo con cinismo, porque hallamos que sería divertido buscar algo que estaba perdido y que no nos producía ninguna angustia personal. En cualquier caso, la habitación fue sometida en seguida a una búsqueda no sistemática pero minuciosa. Dos hombres movieron el sofá, buscaron entre el polvo que estaba debajo y luego volvieron a poner el mueble en su sitio. Fue mirado con detenimiento todo el material que había en la chimenea, fuera de uso. Se alzaron los bordes de la alfombra pero no sirvió de nada.

»Yo me sentía bastante culpable. El amuleto, tal como se le había descrito, no era uno de los nuestros; pero me sentía responsable de algún modo. Le dije al muchacho en tono suave: Sabes, hijo, que estos objetos de la suerte no traen en realidad ninguna buena suerte. Si no aparece, eso no significa que tú vayas a pasar dificultades de ninguna clase.

»El muchacho me miró a su manera, rápida e inteligente, aclaró: Lo sé. Simplemente no me gusta perder nada.

»Pero él me pareció muy preocupado de todos modos y, en mi negocio existe el axioma de que negar la superstición carece de valor. Los que la niegan es tan probable que crean como los que lo admiten.

»Cuando todos volvíamos a tomar asiento, alguien le dijo al muchacho: Quizá lo perdiste antes de entrar en esta habitación. Mr. Winters se volvió a su hijo y le preguntó: ¿Es eso posible, Maurice?

»Maurice pareció más asustado que nunca; pero su voz aguda era firme y contestó: No, padre, yo tenía el objeto de la suerte cuando entré aquí. Estoy seguro de ello.

»Winters aceptó sin recelo la palabra de su hijo que ponía el asunto fuera de discusión. Se aclaró la garganta y dio la impresión de estar incómodo y decidido. Entonces declaró: Señoras y señores, puede ser que alguno de ustedes haya recogido ese objeto sin valor hace un rato y lo haya tirado sin pensar, y que ahora se sienta reacio a admitirlo. Por favor, no dejen que esta molestia se interponga en el asunto. Esto significa mucho para mi pequeño Maurice.

»Nadie dijo ni una palabra. Cada uno miró de vecino a vecino como si esperasen que alguien sacara el amuleto, y curioso por ver quién lo haría. Winters, con la cara roja por la mortificación, permitió que sus ojos descansaran un momento en el grueso bolso de la Lengua. Al hacerlo, no pude evitar recordar las monedas que habían salido rodando de él, cuando ella mostró cómo podía ser vaciado.

»La Lengua había participado en la búsqueda y había estado inusualmente silenciosa desde entonces. Ella captó la mirada y no tuvo ninguna dificultad en interpretarla. Sus labios se pusieron un poco tirantes; pero no mostró ninguna señal clara de agravio. Luego, sugirió: Bien, supongo que no se conformaría con que le dijera que yo no tenía esa cosa en mi bolso, usted querría verlo y cerciorarse por sí mismo así que simplemente vaciemos todo el bolso sobre la mesa.

»Fue realmente una representación impresionante y convincente. Ella puso el bolso sobre la mesa delante de ella y dijo despacio: Uno… dos… tres… cuatro… cinco… seis… siete… Con cada cifra que decía, llegaba el sonido de una cremallera que se abría. Entonces, volvió el bolso al revés y una cascada de objetos salió dando rebotes sobre la mesa. Ustedes no creerían que una mujer pudiera llevar tantas cosas de tantas clases diferentes en un bolso. Algunos objetos rodaron fuera de la mesa; pero ella no intentó pararlos. Sacudió el bolso para mostrar que no salía ya nada más y entonces lo apartó a un lado.

»Luego, dijo amablemente y sin ningún atisbo de mal humor: Chico, tú sabes cómo es tu amuleto, así que revuelve todo lo que está sobre la mesa y mira todo lo que ha caído al suelo. Adelante, puedes mirar en mi cartera, y en cualquier sobre que veas. Sé que no cogerás nada que no sea tuyo.

»El muchacho le tomó la palabra y miró todas las cosas con minuciosidad, mientras su padre permanecía a su lado, observando atento el proceso. Finalmente el muchacho declaró: Padre, no está aquí.

»Winters asintió con expresión triste y la Lengua comenzó a poner los objetos de nuevo en su bolso, escogiendo cuidadosamente cuál de los siete compartimientos era el correcto para cada cosa y haciendo un comentario sobre la marcha mientras lo efectuaba. El muchacho le recogió los objetos del suelo.

»Después de eso, naturalmente, las otras dos señoras tuvieron que seguir el ejemplo y vaciar sus bolsos; pero con menos gracia que la Lengua. Yo fui el primer hombre que volvió hacia afuera sus bolsillos y luego los otros hicieron lo mismo.

»El objeto de la suerte no pudo ser encontrado en ningún lugar, ni en ningún bolso ni bolsillo. Sin embargo Winters seguía allí, reacio a abandonar, pero sin saber cuál debía ser el siguiente paso que podía dar.

»Yo todavía sentía un poco de responsabilidad, pero también me encontraba un poco irritado, así que dije: Si esto le hace sentirse un poco mejor, Mr. Winters, usted y yo podemos ir a la biblioteca, cerrar la puerta y bajar las persianas. Yo me quitaré la ropa y usted puede buscar en ella bolsillos escondidos y amuletos. Usted también puede ver si me lo he pegado a la piel.

»No pensé ni por un momento que él me cogiera la palabra; pero, maldita sea, sí que lo hizo. Pasé cinco minutos muy molestos e incómodos totalmente desnudo mientras él repasaba mis prendas y me estudiaba de frente, de lado y por detrás.

»Empezaba ya a preocuparme por si él sugería inspeccionar mis diversas aberturas; pero el objeto de la suerte, era sin duda demasiado grande para hacer que fueran lugares de escondite razonables.

»Uno tras otro, los demás hombres siguieron mi iniciativa. Uno hizo ademán de disponerse a rehusar; pero cuando todas las miradas se volvieron sobre él con clara sospecha, cedió. Sin embargo se puso hecho una furia tan pronto fue completada la investigación. Quizá llevaba sucia la ropa interior.

»Cuando todo se hubo realizado, la Lengua se levantó y sugirió: Bien, si Mrs. Winters nos hace el honor no me importa ser investigada después de todo puede haberse deslizado dentro de mi sujetador habría mucho espacio allí y a través de mi vestido no se mostraría por la manera que me pongo el chal por encima.

»Se marchó y, cuando volvió, las otras dos mujeres tuvieron que acceder a ser examinadas también.

Silverstein hizo una pausa en su relato para tomar un sorbo de su abandonado brandy, y Halsted intervino:

—Interpreto que el amuleto no se encontró sobre nadie.

—Es cierto —contestó Silverstein— no lo fue. Pero Winters no cedió con facilidad. Se puso en contacto con el gerente del hotel y le persuadió para que encargara a dos empleados que le ayudasen a revisar la habitación todavía con más minuciosidad; y también los pasillos adyacentes, los alféizares y otros lugares. Al menos, ésa es la historia que corrió al día siguiente.

—¿Y lo encontraron? —preguntó Halsted.

—No —respondió Silverstein—. Al día siguiente Winters se mostró todavía más sulfurado. Por la noche, realizó lo que supuse que era una marcha anticipada, y yo mismo oí al gerente asegurándole febrilmente que la búsqueda continuaría y que tan pronto como el objeto de la suerte apareciera, le sería enviado.

—¿Y lo encontraron después?

—No, no se encontró. Al menos, no nos llegó ninguna noticia de ello hasta el momento en que mi esposa y yo nos marchamos una semana más tarde… Pero ustedes ven el aspecto peculiar, ¿no?

Gonzalo contestó:

—Sin duda. La cosa desapareció en la nada.

—Desde luego que no —opinó Avalon agudamente—. En primer lugar, ¿qué pruebas tenemos de que el objeto existiera? Todo el asunto podía haber sido un invento.

—¿Con qué finalidad? —preguntó Drake haciendo una mueca.

Avalon repuso:

—Para demostrar que había desaparecido, naturalmente.

—¿Pero por qué? —inquirió Drake de nuevo—. Si fuera algo que tuviera valor sí puedo entender que los Winters estuvieran poniendo la base para una reclamación de seguro… Pero el valor de un objeto de la suerte, ¿cuánto es? ¿Setenta y cinco centavos?

—Yo no sé el motivo —dijo Avalon exasperado—. Lo único que supongo es que los Winters tenían alguno. Me inclino más a creer en la existencia de un motivo desconocido que en la total desaparición de un objeto material.

Silverstein movió la cabeza.

—No creo que fuera un invento, Mr. Avalon. Si Winters estaba jugando un juego programado, éste, su esposa y su hijo formaban parte de él.

—En cuanto a la esposa no lo puedo decir con seguridad; pero aquel muchacho, Maurice, no estaba actuando. No dudo, ni por un momento, de que estaba realmente asustado.

»Entonces, si todos estaban haciendo comedia, ¿por qué Mr. Winters tuvo que creer necesario llegar a tales extremos? Una búsqueda mucho más sencilla habría sido suficiente para establecer que el objeto de la suerte se había perdido, si eso era todo lo que querían. Ésa fue la cosa que me resultaba peculiar. ¿Por qué tenían los Winters que haber buscado con un cuidado tan extremo y por qué tenía que haber parecido Maurice asustado, más que simplemente apenado? ¿No ven ustedes la explicación? A mí me parece obvia.

Durante unos momentos hubo un silencio entre los Viudos Negros, y luego Rubin sugirió:

—¿Por qué no nos da su versión, Mr. Silverstein, y entonces nosotros decidimos si es correcta o no?

Silverstein sonrió.

—Oh, ustedes estarán de acuerdo conmigo. Una vez el asunto quede explicado, les parecerá tan obvio como me lo parece a mí… El amuleto no era del muchacho, sino que era de su padre. Winters le había permitido a su hijo tenerlo durante un rato y el chico lo había perdido. Estoy seguro de que el chaval conocía el gran valor en que su padre tenía el objeto de la suerte y por eso se mostraba asustado, muy asustado, y yo no lo critico. Solamente si uno se da cuenta de que Winters estaba buscando su propio objeto de la suerte, se hace cargo de la naturaleza de su búsqueda.

Halsted intervino.

—Él insistió en que el objeto era de su hijo.

—¡Naturalmente! La gente es muy dada a negar sus supersticiones, como les dije antes, en especial si son inteligentes y educados y están en presencia de otra gente educada, y más todavía si el poder de la superstición es patológicamente fuerte. Son lo bastante inteligentes para estar avergonzadísimos de su extravío y, sin embargo, sentirse impotentes ante su dominio. Soy un profesional en tales asuntos y les digo que es así. Naturalmente, él haría ver que el amuleto era de su hijo. Yo me lo creí al principio. Sin embargo, a medida que observaba a Winters, fui reconociendo que sus emociones eran las de alguien aterrorizado por la creencia de que su suerte se ha desvanecido para siempre. Era tan víctima del ansia irresistible de aquella protección desaparecida, como un adicto a las drogas lo es por la heroína que le falta.

Trumbull apuntó:

—Sin embargo, usted vende este sucedáneo de la droga a la gente.

Silverstein meneó la cabeza.

—Un pequeño porcentaje, que cada vez es menor, están afectados de modo tan extremo. ¿Tiene que acusarse a una fábrica de penicilina de la muerte de unos pocos que desarrollan una sensibilidad fatal respecto de ella…? Bien, Mr. Rubin, ¿tengo razón o no?

Silverstein sonrió confiado.

Rubin replicó:

—Me temo que no la tiene. Usted está considerando el comportamiento de Winters de dos modos irreconciliables. Si él estaba tan dominado por la manía del objeto de la suerte como para llevar a cabo una búsqueda de psicópata, no parece lógico que se lo hubiera entregado a su hijo para que jugara con él. No; considero que es imposible creer en la historia del objeto de la suerte ni en cuanto al hijo ni en cuanto al padre.

Silverstein declaró con el tono ofendido de una persona cuya inteligente idea proclamada triunfalmente es dejada de lado con cortesía.

—Me gustaría oír una explicación alternativa que tenga sentido.

—No hay ningún problema —contestó Rubin.

—Yo supongo que el llamado objeto de la suerte era, en realidad, un artículo muy valioso.

—¿Quiere usted decir que era realmente una pieza de oro o que contenía joyas auténticas o que era una obra de arte? —preguntó Silverstein, con lo que era casi una sonrisa burlona—. Si es así, todavía queda en pie la objeción que usted hizo. ¿Por qué dársela al muchacho para que jugara con ella? Y, además, ¿por qué llamarle objeto de la suerte? Si Winters hubiera mencionado su valor, tendríamos que haber mirado con más interés y habernos sometido al registro de mejor grado.

—Pudiera ser —sugirió Rubin— que el valor residiera en algo que no se podía mencionar. Supongamos que fuera un aparato de alguna clase, o que llevase un mensaje… una talla codiciada, o un microfilme en un compartimiento interior diminuto…

Silverstein frunció el ceño.

—¿Sospecha que Winters era un espía?

—Considerémoslo como una hipótesis —planteó Rubin—. Winters, al tener alguna razón para creer que había otras personas siguiéndole la pista y que se haría un esfuerzo para quitarle el objeto que llevaba, se lo pasó a su hijo en lugar de llevarlo él, creyendo que en el chico nadie pensaría.

Avalon gruñó con desaprobación.

—Una cosa un tanto cruel para que la haga un padre.

—No, en absoluto —le contradijo Rubin—. Winters seguiría siendo el único expuesto a ser atacado si es que había peligro de una cosa así. Pero entonces no se le encontraría el objeto encima. Si no se sospechaba de que el chico era el portador, éste no estaría en peligro en ningún momento. Al menos, ésa debió haber sido la esperanza del padre. Y si hubiera peligro para el muchacho, podría ser que él fuera de la clase de patriotas que creen que su país y su obligación están en primer lugar.

»Cuando resultó que el objeto había desaparecido, el primer pensamiento de Winters debió haber sido que se había caído de forma accidental; pero, al no ser hallado en seguida, llegó sin duda a la conclusión aterradora de que había sido robado por un enemigo. Entonces, llevó a cabo una búsqueda importante con la esperanza de que su adversario, quienquiera que resultase serlo, fuera descubierto en el momento en que se encontrara el objeto. Naturalmente, él tenía que hacer ver que era una cosa trivial la que estaba buscando. Pero, dado que no se encontró, se vio obligado a abandonar, con su misión destruida y su personalidad desvelada. Y con su enemigo seguro. No envidio su situación. Y no me extraña que su hijo estuviera asustado, si era lo bastante inteligente como para poder entender lo que estaba pasando.

Los Viudos Negros no mostraron un entusiasmo particular respecto a esto. Drake movió la cabeza con aire solemne.

Rubin manifestó indignación.

—¿Qué es lo que piensa, Tom? Esto es una especie de hijo suyo.

Trumbull se encogió de hombros.

—Yo no sé todo lo que pasa. Esto sucedió hace nueve años, ¿no, Silverstein?

—Sí, señor.

—Puede ser que hubiera algo entonces que implicara a Sudáfrica y a sus intentos de desarrollar una bomba nuclear… Sin embargo, el Gobierno norteamericano no estaba implicado en ese asunto.

—No tenía que estarlo —contestó Rubin—, por lo que sabemos. Pero considero, Tom, que mi interpretación es posible.

—Posible, sin duda, pero no pasa de ahí.

Gonzalo intervino.

—Se están saliendo del tema. Están hablando de motivaciones, y de por qué un niño tendría que parecer asustado, y de por qué un tipo tendría que registrar como un loco a las personas. Nadie parece tener el menor interés por el enigma auténtico. ¿Cuál es la diferencia entre que sea un amuleto o la llave de una bomba nuclear? ¿Qué le sucedió? ¿A dónde fue a parar?

Avalon declaró con aire sereno:

—No veo ningún misterio ahí. Para empezar, la única manera de que el objeto pudiera desaparecer en la nada era que no hubiera sido llevado a aquel lugar. A pesar de la negativa del joven, él debió de haberlo perdido antes de entrar en la habitación, y tenía miedo de admitirlo… Eso, si aceptamos en primer lugar que existió. Después de todo, fuera o no inteligente, tenía doce años. No pudo resistirse a jugar con él y tal vez lo dejo caer en cualquier sitio inaccesible. Él, entonces, no se atrevió a decir nada acerca de ello, porque sabía que era importante para su padre. Luego, en la habitación, su padre le pregunta si está seguro. Él tiene que admitir que se ha perdido; pero no puede confesar que lo ha perdido antes. No se atreve.

—¡No! —gritó Silverstein en tono violento—. Él no era de esa clase de jóvenes. Si ustedes lo hubieran visto, se hubieran dado cuenta de que había sido educado para cumplir con una rigidez de conducta propia de adultos. El padre no le preguntó por el objeto de la suerte. El muchacho fue hasta él para comunicarle que había desaparecido. Si él lo hubiera perdido anteriormente, le habría informado entonces. Estoy seguro de eso.

Drake propuso:

—Supongamos que la pérdida fuera accidental. Él podía haber sacado un pañuelo del bolsillo una hora antes en algún lugar y el objeto salirse y caer en la hierba, por ejemplo. Podía no haber notado la pérdida hasta que estuvo en la habitación.

—¡No! —protestó de nuevo Silverstein—. El muchacho dijo que él lo tenía cuando entró en la habitación y su padre le creyó sin dudarlo ni un momento. Conocía a su hijo.

Avalon inquirió:

—Bien, Mr. Silverstein, si usted insiste en que el objeto existió de verdad y se perdió en la sala, ¿tiene alguna idea de a dónde fue a parar?

Silverstein se encogió de hombros.

—No lo sé. Quizá cayó por una grieta al sótano. Quizás estaba en un sitio normal y, por alguna razón, todo el mundo lo pasó por alto. Muchas veces he registrado mi apartamento en busca de alguna cosa que parecía haberse desvanecido, y luego, cuando la encontré, resultó que había estado a la vista todo el tiempo.

—Sí, después de que usted la encontrara —puntualizó Avalon—. Uno siempre lo encuentra. Incluso sin una búsqueda tan prolongada e intensa como la de Winters.

Se hizo un momentáneo silencio y luego Trumbull continuó:

—Parece que estamos en un callejón sin salida. El enigma es interesante; pero no veo que se pueda resolver. No tenemos suficiente información.

Gonzalo intervino:

—Bien, esperemos. No hemos escuchado la opinión de Henry.

Trumbull protestó:

—No se lo encasquete a Henry. Si un enigma es insoluble, lo es incluso para Henry.

—¿Es cierto eso? —preguntó Gonzalo—. Bien, quiero oírselo decir a Henry… ¿Henry?

El camarero, que, desde el mostrador, había escuchado con atención todos los argumentos, les dirigió una leve sonrisa amable y familiar.

—La verdad, Mr. Gonzalo, es que no puedo dejar de pensar en que cabe sugerir una solución. No es necesario considerar que el objeto haya desaparecido de manera misteriosa.

Las cejas de Trumbull se alzaron.

—¿De veras, Henry? ¿Qué es lo que sugiere?

—Bien, señor, consideremos el comentario de Mr. Silverstein de que él había diseñado un bolso con truco gracias a la inspiración del que usaba Mrs. Freed, la mujer que hablaba tanto.

Silverstein se quedó mirando fijamente.

—¿Quiere decir que la Lengua poseía un bolso con trampa?

—No, señor; pero se me ocurrió que podían hacerse trucos incluso con un bolso normal si éste tenía siete cremalleras y siete compartimientos.

—Convendría que se explicase mejor, Henry, —dijo Drake.

Henry continuó:

—Esto es sólo una suposición, caballeros, pero imaginemos que Mrs. Freed hablara sin cesar con un propósito. Una persona que se gana el sobrenombre de La Lengua, tiene que parecer tonta a cualquiera que sea menos penetrante que Mr. Silverstein y puede dar por seguro que será infravalorada… lo cual es una ventaja para un espía.

»Supongamos que ella hubiera tenido noticias de la existencia del objeto y, por alguna razón, sospechase que estaba en posesión del muchacho, Maurice. Su ovillo de lana se cayó al suelo varias veces y, al menos una, según Mr. Silverstein, rodó en dirección al chico. Éste se precipitó a ayudarle; ella lo acarició; y, de este modo, lo distrajo al mismo tiempo que lo tocaba… Un viejo truco de carterista. Un momento después, el objeto no estaba en el bolsillo del muchacho, sino en la mano de Mrs. Freed.

»Seguidamente, ella buscó una pastilla de menta. Al hacerlo, el objeto fue dejado caer en el compartimiento que ya había abierto y que no contenía nada. Tuvo que mover las cremalleras en busca de las pastillas, y, cuando acabó de hacerlo, todos los compartimientos estaban cerrados, incluyendo el que guardaba el objeto.

»Entonces ella mostró lo seguro que era el bolso y con qué facilidad podía ser vaciado abriendo un compartimiento y volviendo el bolso al revés. Después de haber hecho esa demostración, intentó impresionar a todo el mundo, volvió a manipular las cremalleras, según Mr. Silverstein, como si estuviera buscando otro compartimiento con el cual hacer las demostraciones; pero, al parecer, con la intención contraria. Al terminar sus manipulaciones, todos los compartimientos se hallaban cerrados, excepto el que tenía el objeto. Ése estaba abierto. Ella solamente tenía que esperar. Si no se daban cuenta de que el objeto se había perdido, estupendo. Si era notada la pérdida, estaba preparada.

»La desaparición fue descubierta, y la mirada de Winters cayó sobre el bolso. Ella en seguida se ofreció a vaciarlo y tiró de todas las cremalleras, contando ostentosamente del uno al siete a medida que lo hacía. Cuando terminó, los seis compartimientos que habían estado cerrados, se encontraban abiertos, y el único que estaba cerrado era el que tenía dentro el objeto, y nada más; porque había sido cerrado al correr la cremallera fingiendo que lo abría.

»Entonces ella volcó el bolso y de él cayó hasta la última cosa que contenía excepto aquel objeto. Y como ella se había esforzado mucho en no parecer más que una charlatana, se cuidó mucho de establecer un ambiente adecuado y, además, se mostró de acuerdo, encantada, con la búsqueda, a nadie se le ocurrió la idea de investigar el bolso aparentemente vacío. Al final, por tanto, el objeto pareció haberse desvanecido en el aire.

Mr. Silverstein, cuya boca se había ido quedando abierta mientras Henry hablaba, la cerró con lo que pareció ser un esfuerzo y luego dijo:

—Pudo haber sucedido exactamente así. Parece estar perfectamente de acuerdo con lo que vi, y he explicado el relato tantas veces durante nueve años, que no hay duda de que no me he olvidado de lo que vi. Sin embargo, supongo que no podemos tenerlo nunca por cierto.

—No, —convino Trumbull—; pero yo apostaría por Henry y de ahora en adelante, creo que mi gente estará vigilante con las charlatanas inocentes que lleven bolsos intrincados.

—Solamente si tienen cremalleras, señor —puntualizó Henry—. Los bolsos con pasadores y cierres se abren suavemente; pero se cierran con un fuerte golpe. En cambio, el sonido de una cremallera que se abre no se puede distinguir del de una cremallera que se cierra, porque ambos son exactamente iguales.

Post Scriptum

Tal como he explicado en el post scriptum anterior, El amuleto fue comprado y remunerado; pero la revista que iba a publicarlo nunca apareció. La narración, por tanto, hace su primera aparición en este libro. Eso no me preocupa. En cada una de mis colecciones de los Viudos Negros, me las he arreglado para incluir algunos relatos que no han aparecido en ningún otro lugar. Yo lo considero como un premio para quienes tienen la generosidad de comprar estos libros.

De cuando en cuando, necesito incluir unos detalles gráficos de alguna faceta de la experiencia humana como parte del fondo de estas narraciones. En El amuleto, por ejemplo, yo hablo de forma un poco extensa del negocio de las novedades. Puede que ustedes hayan admirado la pulcritud de mi investigación en el asunto; pero, por favor, no lo hagan. Soy demasiado perezoso (y estoy demasiado ocupado escribiendo un millón de cosas más) para desperdiciar el tiempo en la investigación. Cuando necesito detalles sobre el negocio de las novedades, me limito a sacarlos de mi imaginación siempre febril. Por tanto, si alguno de mis lectores lleva un negocio de novedades y cree que he cometido un error, le ruego que me escriba y me ilustre.